Tras la noticia

Buscando la nota, escondidos tras el cristal, presenciamos la inesperada orgía del jefe de gobierno.

TRAS LA NOTICIA

Las seis de la mañana, y a pesar de que el sol aun tardaría en aparecer, el despertar de la ciudad prometía ser ya bastante caluroso.

Pasé por la casa de Oscar, mi camarógrafo, porque la rueda de prensa sería a las siete en punto y sabía lo mucho que le costaba a mi amigo levantarse. Como me lo temía, me abrió la puerta Gaby, su mujer, con la cara de sueño y el pelo revuelto de quien acaba de despertarse.

Hola, preciosa – la saludé – ya está listo tu marido?

Ni preguntes – dijo corriendo a la cocina – acabamos de despertarnos con el timbre.

Pinche Oscar! – dije malhumorado – otra vez se quedó dormido!.

No te enojes, Pepe, mejor apresúralo en la regadera mientras yo les preparo un café – dijo Gaby poniendo ya la cafetera a funcionar.

Pasé directo al baño hecho una furia.

Grandísimo cabrón! – le grité abriendo la puerta.

Oscar se rasuraba frente al espejo y través del reflejo me sonrió como lo hacen los niños que tras una travesura intentan ser perdonados.

Ni me hagas tus putas caritas pendejas – le advertí.

Tranquilo – dijo sin perder la sonrisa – tenemos tiempo.

Qué tiempo ni que tus calzones! – exploté exasperado.

Y en puros calzones estaba, el muy desgraciado. Bajé la tapa del excusado y me senté encima, mirando el reloj mientras le mentaba la madre y le recetaba de filo todas las groserías que pasaban por mi mente. Todavía tuvo el descaro de ponerse a menear las caderas al son de mis reclamos y me ganó una sonrisa. Era imposible enojarse seriamente con él.

Ya, cabrón! – le dije jalándole los calzones hasta los tobillos de un solo tirón – métete a bañar de una puta vez! – le apuré dándole una nalgada.

Saltando fuera de los calzones se metió a la regadera, sin preocuparse siquiera de cerrar la cortina. Llevábamos una amistad de varios años y teníamos la confianza suficiente como para hacer eso.

Sin embargo, a pesar de esa amistad, no pude dejar de apreciar lo apuesto que era Oscar y reconocer lo mucho que me atraía. Delgado sin ser flaco, con esa cara de adulto niño y su buen sentido del humor, Oscar era sin duda uno de mis mejores amigos, además de mi camarógrafo de confianza. Hacíamos una buena mancuerna de trabajo.

Le miré de arriba abajo, aprovechando que me daba la espalda. El pelo largo le llegaba casi hasta los hombros, a pesar de que todos le decíamos que eso ya no se usaba. Bajo la regadera, su melena se pegaba a la espalda, fina y ligeramente marcada, la cintura sin gota de grasa y unas pequeñas pero bien formadas nalgas, que destacaban blancas sobre la piel bronceada de sus piernas. Como buen aficionado al fútbol, le gustaba practicarlo y tenía un buen par de piernas fuertes y trabajadas.

Con los ojos cerrados y la cara llena de jabón, Oscar giró para preguntar si aun estaba allí con él.

Aquí sigo, pendejo! – le recordé con una imitación de enojo que ya no sentía.

Ahora podía verlo de frente. El pecho lampiño, dos tetillas pequeñas y oscuras, un amplio manchón de vellos que comenzaba a formarse a partir de su ombligo y que como negra selva coronaba un pene circuncindado de dimensiones normales y un par de huevos flojos y colgantes detrás. Reparé en todo en apenas unos segundos. Tiempo insuficiente y mucho menor del que hubiera deseado tener para observar a mi amigo, pero de todos modos agradecí la oportunidad de poder observarlo de aquella manera.

Muévete papacito – le recordé mirando la hora.

Oscar terminó el baño a toda prisa. Se pasó la toalla un par de veces por el cuerpo, y escurriendo todavía salió a buscar la ropa, conmigo detrás como su sombra. Asaltó los cajones del clóset en una búsqueda frenética.

Gaby! – gritó – no encuentro un par de calzones limpios.

Lo siento, amor – contestó ella desde la cocina – no pude ir a la lavandería a recoger la ropa.

Y qué hago? – contestó el inútil mientras yo comenzaba a ponerme verde de desesperación.

Ponte uno de los míos – le contestó ella.

Oscar sonrió considerando la idea de su mujer, pero se le borró la sonrisa al ver que yo estaba al borde del infarto con su pequeño inconveniente doméstico.

Ya, ya, Pepe, tranquilo – dijo sacando un gastado pantalón de mezclilla de la gaveta – me voy sin calzones – dijo conciliador – ya no perderé tiempo, lo prometo.

Metió sus hermosas piernas en el pantalón, cubrió sus bellas nalguitas con mezclilla y vi desaparecer la selva negra al subir la cremallera y abotonar la cintura. Una playera de algodón, una liga para el pelo, una rociada de colonia en las mejillas, y el buen Oscar, cámara en mano estaba listo para salir a trabajar por fin.

La previsora Gaby había puesto el café en vasos desechables y nos los dio con sendos besos de despedida. El mío en la mejilla y el de Oscar en la boca. Preciosa boca, no pude dejar de notar.

Con apenas diez minutos para llegar a la rueda de prensa, manejé mentando madres mientras Oscar disfrutaba del aromático café y me dejaba a mí hacer berrinches con el concurrido tráfico matutino.

Por supuesto llegamos tarde. La rueda de prensa acababa de terminar. Encontramos a los reporteros y camarógrafos de la competencia preparando ya sus notas y al jefe de gobierno, objetivo que debíamos cubrir, abandonando la sala con su acostumbrado séquito de guardaespaldas.

Chingada madre! – exclamé desesperado.

Ahora si nos corre Sepúlveda – comentó Oscar, sin darse cuenta que el comentario sólo lograba enojarme más todavía.

Sígueme – le dije – y prepara la cámara.

Le dimos vuelta al recinto y salimos por la puerta de emergencia. El jefe de gobierno se había entretenido justo en la salida con una llamada. Por la parte posterior del edificio localicé una pequeña y disimulada puerta negra y la empujé sin hacer caso al letrero de advertencia.

Pepe, tu sabes que no podemos entrar aquí – dijo Oscar, siguiéndome a pesar de todo.

Tenemos que conseguir una nota – le dije en voz baja – a como de lugar.

El pasillo, largo y obscuro era una conexión directa a las oficinas del jefe de gobierno. Era utilizado principalmente por el personal de servicio, que no debía utilizar la entrada principal. Generalmente era un acceso cerrado o custodiado, pero por alguna razón, habíamos corrido con suerte esta vez.

Llegamos hasta la oficina. Esperaba que alguien nos detuviera en algún momento, pero no sucedió.

No debe tardar en llegar – dijo Oscar – y nos meteremos en un grave problema.

Tranquilo – dije esta vez yo, gozando con la asustada cara de mi amigo, cobrándome tal vez todas las que me había hecho esta mañana.

Nos escondimos en un pequeño anexo, disimulado por un enorme espejo, que para sorpresa nuestra era de ese tipo que refleja por un lado las imágenes, pero por el otro es claro como el cristal. Un equipo de grabación con lo último de los avances estaba a nuestras espaldas. Seguramente algo muy común en esta época de video escándalos.

El jefe de gobierno, su secretario y dos de sus guardaespaldas entraron al recinto. Oscar y yo y nos replegamos en las sombras conteniendo el aliento. Recordamos que ellos no podían vernos, y respiramos entonces con mas normalidad. De cualquier forma le puse el seguro interno a la puerta.

Qué te pareció la rueda de prensa? – preguntó el jefe de gobierno a su secretario.

Muy bien, señor – contestó solícito el joven, demasiado guapo y demasiado joven para ocupar ese importante puesto – aunque hubiera sido preferible no abordar el tema del paro de maestros.

Ya sé – dijo el jefe malhumorado – pero ese estúpido reportero logró sacarme de mis casillas.

Tranquilo, jefe – dijo el joven acercándose por detrás – está demasiado tenso esta mañana.

Con absoluta familiaridad se acercó por detrás y comenzó a masajear el cuello y hombros del político. Era un gesto íntimo que ningún miembro de la prensa había observado jamás. Oscar encendió la cámara de video sin necesidad de que tuviera que pedírselo. El instinto del periodista era innato.

El jefe cerró los ojos, complacido y relajado. Las manos del secretario bajaron de los hombros al pecho y se perdieron bajo el saco de fino algodón azul marino. Los guardaespaldas, de pie, miraban en silencio. No parecían en absoluto sorprendidos. A diferencia de otros equipos de seguridad, éstos vestían también elegantemente. Altos y fuertes, con los clásico lentes obscuros, las mandíbulas cuadradas no mostraron el menor asomo de sorpresa, ni aun cuando el secretario ayudó a su jefe a quitarse el saco y aflojó su corbata para desabotonar su camisa y acariciar el velludo pecho del jefe de gobierno.

A sus 44 años, el hombre que detentaba la máxima autoridad en la ciudad era carismáticamente atractivo, sin ser apuesto en realidad. Oscuros ojos negros, piel aceitunada, nariz prominente de algún antepasado árabe, y esa aura que sólo el poder da a algunos elegidos.

El masaje era bueno sin duda, según pudimos darnos cuenta Oscar y yo por sus apagados gemidos. Los dedos mágicos del secretario trabajaban ahora las erectas y marrones tetillas peludas, pellizcando suavemente las sensibles puntas. Un solo gesto de la mano del jefe hacia uno de los guardaespaldas bastó para que éste se arrodillara obediente junto al escritorio. Con manos seguras y expertas, el aguerrido agente de seguridad procedió a bajar la cremallera del mandamás y rebuscar en el interior de los pantalones.

Oscar, pegado a mí, contuvo el aliento. La escena era por demás sorprendente, pero más aún para mi heterosexual amigo, imaginé.

El guardia había conseguido la meta. El pene grueso y algo adormilado estaba ya fuera de los pantalones. Sin siquiera sacarse los lentes obscuros, el guardaespaldas se lo metió en la boca y comenzó a jugarlo dentro. La herramienta comenzó a crecer y crecer, y pronto ya no le cabía entera. El jefe de gobierno estaba bastante bien dotado, por lo visto, y la enorme verga alcanzó rápidamente un considerable tamaño.

Otra rápida señal y el guardaespaldas cedió su importante tarea a su compañero, que rápidamente se arrodilló a ocupar su lugar. Se metió la gruesa macana en la boca mientras el guardaespaldas desplazado se hacía a un lado, acariciándose su propio paquete, excitado sin duda por la difícil y ardua jornada laboral.

El prominente bulto que el guardaespaldas se acariciaba llamó la atención del joven secretario, que se acercó también a acariciarlo, desatendiendo a su jefe momentáneamente. Con dedos expertos y rápidos, bajó la cremallera y sacó el arma secreta del excitado guardia de seguridad, totalmente erecta y lista para recibir los ardorosos besos del joven, que sin perder el ritmo y el estilo terminó bajándole los pantalones y calzoncillos hasta los tobillos. Las manos del secretario ascendieron entonces desde las peludas pantorrillas hasta los macizos muslos, rodearon las potentes nalgas y desde allí se afianzaron para devorar golosamente el erguido instrumento. Aquel rubio mozalbete sí que sabía tragar verga. Los sonidos de succión llenaron la importante oficina mientras yo me sentía también cada vez más excitado.

Mi buen amigo Oscar continuaba estupefacto. Estaba pegado a mí, tanto que podía sentir su agitada respiración sobre mi hombro. Recordé que no traía calzones, y que bajo la desteñida mezclilla azul sólo estaba su piel desnuda. Me repegué hacia atrás, deseándolo de pronto furiosamente. Bajé la mano. Un gesto innocuo e inocente, pero muy fríamente calculado. Mi mano tocó una cosa dura totalmente inesperada.

Lo siento – me disculpé – pero Oscar estaba sumido en la fascinante escena que se desarrollaba frente a nuestros ojos, y ni cuenta se dio.

Y lo hice de nuevo. Esta vez con un segundo mas de calma, aunque no lo suficiente como para que mi amigo no entendiera esta vez mis intenciones.

Qué te pasa? – susurró quedamente.

Qué te pasa a ti, amigo? – le contesté sin soltar ésta vez la erecta evidencia.

No lo sé – aceptó avergonzado, pero sin quitar mi mano de donde la tenía puesta.

Dejamos así el asunto y volvimos los dos a mirar al jefe de gobierno y su pequeña orgía matutina. Los guardaespaldas habían cambiado de puesto nuevamente y el secretario mamaba ahora la verga del segundo de ellos. El jefe mientras tanto acariciaba el trasero del secretario, que aun completamente vestido, corbata y todo, estaba feliz de rodillas mamando verga.

Mi mano aun seguía quieta sobre la entrepierna de Oscar. Comencé a acariciarla lentamente, sin voltear siquiera, para no encontrar algún gesto de desaprobación en su rostro. Mi amigo no hizo ningún intento por alejarse, como yo temía, y también fingió estar absorto en la habitación contigua. Bajo la áspera tela, comencé a delinear su miembro, el tronco largo, la cabeza hinchada, acariciando el sensible glande con amorosos dedos. Me sentía tan excitado que hasta olvidé la increíble primicia que estábamos filmando.

El jefe de gobierno hizo el sillón hacia atrás, despejando su escritorio. Con una orden, ambos guardaespaldas, medio desnudos y con los pantalones en los tobillos se recostaron sobre el mueble, poniendo frente al jefe sus traseros desnudos. Dos pares de increíbles y trabajadas nalgas. Unas muy blancas y las otras un poco más morenas. El jefe las acarició de forma alternada, sobando las musculosas nalgas de uno primero, y las del otro después.

Excitado, decidí entones dar un paso más con Oscar y comencé a bajar el cierre de sus pantalones. Esperé que me detuviera, que me dijera algo, que me reprochara mi atrevimiento, pero su mudo silencio me dejó avanzar hasta bajar la cremallera por completo. Metí la mano en la abertura, sintiendo de inmediato la caricia intoxicante de la selva ensortijada de su pubis. Enterré mis dedos en ella, acariciando la suave piel caliente que había debajo. Suspiré contenido al dejar escapar su miembro y poder acariciarlo entonces con entera libertad. Su verga me quemaba, y llevé mis dedos hasta la suave punta donde me hizo feliz encontrar la húmeda prueba de que mi amigo estaba realmente muy excitado. El líquido seminal mojaba su meato y me llené los dedos con él y con su aroma.

Los guardaespaldas, despatarrados y complacientes, se abrían ahora las nalgas con sus propias manos, enseñando impúdicos sus agujeros al jefe de gobierno. Los gruesos dedos acariciaban los peludos ojetes con briosa energía, introduciéndose en uno u otro, y en ambos a la vez. El secretario, mamador incansable, atendía ahora el enorme miembro de su jefe, todavía duro como piedra.

Me llevé entonces los dedos a la boca. Quería probar el íntimo sabor de mi amigo. Salado y febril, por decirlo de algún modo y sin poder describirlo, lamí su olor, por extraño que parezca. Quería mas, y sin dudarlo me hinqué en el reducido espacio. Me guié por el aroma, por las ganas y, debo decirlo, también por la experiencia. Oscar posó una mano sobre mi cabeza, no sé si intentando detenerme o por el contrario, guiándome hacia el objetivo. No me detuve a averiguarlo. Me prendí de su verga y me la metí en la boca, mientras él suspiraba complacido. Fue tal como lo esperaba e incluso más. Tenía la verga de Oscar en mi boca. Me creí incapaz de contenerme y me enderecé, para no tentar a la suerte con tanta felicidad.

El jefe de gobierno continuaba gozando de sus juguetes. Enterraba el rostro entre las nalgas de uno mientras continuaba picoteando el ano del otro. Sabedores de los gustos de su jefe, los recios hombres se besaban mientras tanto, añadiendo con el intercambio de lenguas un toque extra a la ya de por sí excitante escena.

La verga de mi Oscar continuaba dura y húmeda entre mis manos. Volví a bajar a las profundidades, esta vez jalando sus pantalones hasta el piso, liberando sus huevos y sus muslos, por los que ascendí con besos hasta llegar a las colgantes y suaves bolas. Oscar suspiró de placer, y descubrí que aquella era una zona importante para mi amigo, Mi lengua aleteó por la base de sus velludos huevos, acariciando y excitando, mientras continuaba sobando su falo erecto. Ya no podía contenerme, y comencé a mamar en toda regla, sorbiendo con fuerza la hinchada cabeza, lamiendo el glande, probando con la punta de la lengua la parte sensible del meato y volviendo a bajar por el rígido tronco hasta sus huevos nuevamente, para metérmelos enteros en mi hambrienta boca.

Mira, mira – me alertó Oscar.

Subí renuente, como el inconsciente adicto que no quiere dejar el mundo feliz de sus drogas. Ahora el jefe estaba a punto de ejecutar a sus subalternos. Con la gruesa verga en la mano, parecía amenazarles y dictarles su sentencia. El secretario, aun de rodillas, miraba todo atentamente y muy de cerca. El primero en recibir tan duro y grueso castigo fue el guardia de las nalgas blancas. Su agujero se fue abriendo dolorosamente, según pudimos darnos cuenta por los gestos de su boca y la fuerza con que cerraba sus ojos y apretaba los dientes. Su compañero miraba de reojo lo que sabía que en pocos minutos iba también a sucederle. La verga terminó de entrarle y todos parecimos suspirar aliviados al ver que lo más difícil había ya pasado.

Pero no fue así. Las potentes embestidas del jefe de gobierno también eran de cuidado. El guardia se aferraba al escritorio, aguantando los furiosos ataques de su patrón. Llegó el cambio de estafeta y el guardia moreno se preparó para el sacrificio. Abriéndose las nalgas, tal vez para facilitar las cosas, recibió su dotación de verga, no sin evidente dolor. El secretario había comenzado a desnudarse por fin. Se quitó todo. Desnudo como si estuviera en una playa nudista en vez de la oficina del jefe de gobierno de la ciudad.

También a mí me estorbaba la ropa. Me bajé los pantalones, incapaz ya de contenerme y comencé a masturbarme, sin dejar de hacer lo mismo por mi amigo. Ambos sudábamos ya de deseo.

La máxima autoridad en la ciudad estaba también llegando al límite. Se cogía enérgico el culo de uno por unos minutos, y sádicamente sacaba su verga de pronto y la enterraba sin miramientos en el otro. Nalgas blancas, nalgas morenas. Culitos calientes y apretados ambos. Agujeros donde el placer se robaba y se tomaba, sin pretextos ni dilaciones. Terminó explotando sobre ambos a la vez, llenándoles las nalgas con chorros de blanca leche que comenzó a escurrir sobre las imponentes grupas de los bravos guardaespaldas.

Estoy tan caliente – dijo mi sorprendido Oscar a mis espaldas.

La frase podía significar mil cosas. O ninguna en particular.

Yo lo traduje a mi conveniencia y me hice hacia atrás, pegando mis nalgas a su dureza. Acomodé el glande de Oscar en mi culo, y lo sentí vibrar, caliente entre mis nalgas. Permanecimos quietos. Alguien tendría que tomar la iniciativa.

El jefe de gobierno estaba ahora en el sillón, recobrando el aliento. Su secretario lamía de los traseros el pegajoso premio que el jefe les dejara, hasta dejarlos limpios nuevamente. Los guardaespaldas, con sólidas y tremendas erecciones se incorporaron, acariciándose las vergas, con ganas de tener también algún alivio.

Úsenlo – dictaminó la autoridad señalando al apuesto y rubio secretario.

Los hombres aceptaron la invitación sin dudarlo. El secretario, un poco a disgusto, pero obediente fue colocado en medio de la habitación, sobre la mullida alfombra blanca. El jefe encendió un habano, como quien se dispone a disfrutar de una agradable función de cine. Los guardias, como perros hambrientos tomaron al atractivo rubio y comenzaron a cogérselo, uno por el culo, y el otro por la boca.

Acomodé la verga de Oscar en el lugar correcto. Y presioné hacia atrás, clavándome yo mismo la dura estaca. El placer de ambos se fundió en uno solo. Tras el primer piquete, la verga de Oscar siguió el recorrido por propia voluntad. Pegado al vidrio, miraba al secretario comiendo verga por todos sus orificios mientras el mío era rellenado también por la codiciada verga de mi querido y heterosexual amigo.

Cógeme – susurré al vidrio, a mi amigo y a los guardias – métemela, dámela toda – rogué emputecido.

Oscar no necesitaba ya de mis apremios. Estaba más allá de todo puerto. Tenía la verga completamente enterrada en mi culo, y el apretado abrazo que éste le daba lo tenía loco de placer. Me cogía frenéticamente, sin tregua, sin descanso, empujando violento su miembro dentro de mi cuerpo, dándome mucho más de lo que nunca soñé tener.

Su orgasmo, el mío, el del rubio y el de los guardias, fueron todos y fueron uno. No había jefes, ni oficinas, ni notas, ni entrevistas. El placer de los cuerpos, el sexo en su más simple expresión, el tiempo atrapado en un roce momentáneo y poderoso que logra sacarnos del mundo por un angustioso y apoteósico minuto.

Y luego, y luego.

Y luego un video explosivo que no podía, ni debía ser publicado. Y luego un amigo que se alejaba incómodo y confundido. Y luego unos días negros de duda mortecina donde uno se pregunta si hizo lo correcto.

Los días y su rutina terminaron dando una pátina de normalidad a nuestras vidas. Oscar me evitó por algún tiempo y yo le perdoné la lejanía. La amistad estaba por encima incluso de esas cosas.

Oye, Pepe – me llamó a casa un día.

Dime – contesté sorprendido y feliz, estómago revuelto.

Aún tengo el video escondido – me recordó.

Lo sé – contesté cauteloso – qué hacemos con él?.

El silencio, incómodo a través del hilo telefónico, me mantuvo en suspenso.

Me gustaría revisarlo contigo – soltó abruptamente.

Para publicarlo? – pregunté sorprendido y escandalizado.

No, cuate, cómo se te ocurre? – contestó inmediatamente.

Entonces para qué? – pregunté con un roce de libidinosa premonición enderezándome la verga.

De nuevo el silencio.

Sólo para revivir algún recuerdo – terminó diciendo mi buen amigo.

Pequeñísima e infinitesimal pausa, ésta vez mía.

En tu casa o en la mía? – pregunté.

En la tuya, por supuesto – contestó.

Te espero entonces – dije ya con las mariposas revoloteando furiosas en mi panza.

A punto de colgar, la voz de Oscar.

Oye, no encuentro un par de calzones limpios – dijo simplemente.

Eres un inútil – le recordé.

Y que hago?- preguntó.

Pues tendrás que venir así y ver qué pasa – terminé resignado y colgué.

Si te gustó, házmelo saber.

altair7@hotmail.com