Tras la cortina negra (fragmento)
Traducción de un fragmento ofrecido libremente por PF. Primera sesión con un nuevo amo
Tras la cortina negra (fragmento)
Título original: Beyond the Black Curtain
Autor: Hayley White (c) 2001
Traducido por GGG, agosto de 2002
"Quítate la chaqueta," le dijo Stroud, su amo. "Déjala en la parte de atrás del sofá."
Ever hizo lo que le pedía y esperó. Stroud la dejó un minuto o dos allí de pie antes de ordenarle que se colocara junto a la pared blanca y desnuda que cubría la distancia entre la puerta de la cocina y el lateral de la caja de escalera... Stroud le instó a que se acercara al centro de la alta pared, que ahora que ella estaba allí, parecía fría y enorme y desguarnecida. Pasaron otros cinco minutos antes de que le dijera o hiciera nada más que observarla tranquilamente desde su posición en el sofá, directamente frente a ella.
Un miríada de emociones la recorrieron mientras Ever estaba de pie allí bajo su mirada sopesadora todavía indecisa. Le miró a los ojos con cauta neutralidad, luchando para controlar el ritmo de su corazón que se había incrementado considerablemente.
Resultaba muy difícil estar allí, sin palabras o movimientos con que rellenar el silencio o crear barreras para escudarse de sus ojos observadores. Finalmente se encontró con que ya no podía mantener más su mirada frontal y permitió que sus ojos se apartaran. En el momento en que lo hizo habló él.
"Por favor, quítate la blusa y la falda. Ponlas en la silla. La blusa primero."
Pareció como si pasara mucho tiempo antes de que pudiera alzar las manos hasta los botones de perlas de su blusa. Había esperado una eternidad este momento, y aunque sabía que podía ser el preludio de la plenitud que había anhelado, tenía miedo. Naturalmente miedo de lo comprometido del momento, los peligros inherentes al misterio que todavía él suponía para ella. Pero más aún temía que hubiera fallos, bien por su parte o por la de él.
Cuando la blusa estuvo desabrochada Ever la soltó por la cintura, se la quitó y la puso en la silla. El aire de la habitación se notaba más frío sobre su piel desnuda. Se preguntó que estaría pensando. Soltó el botón de la cintura, bajó la cremallera de la falda, se la pasó por las piernas y la colocó, de forma similar, en la silla. Siguió en pie todavía, intentando no preguntarse qué pensaba él.
Sus abundantes senos estaban contenidos en un sostén de apertura frontal que ocultaba muy poco de su forma y situación. En las piernas llevaba medias autosoportadas, que se ajustaban estrechamente a la bella complexión de su piel.
"No llevas bragas," comentó él.
"Tú... no lo estipulabas," dijo Ever, y sus ojos se cruzaron brevemente.
"No eres una principiante," asumió él.
"No del todo, no," replicó, rechazando vigorosamente la idea de que sus expectativas podían ser más elevadas que las de él.
Francamente, estaba aterrada de que cualquier cosa podría ocurrirle a ella o inmiscuirse en este momento crucial.
"Eso supone algunos retos interesantes," dijo Stroud, y finalmente se levantó.
Dejó su vaso en la mesa y se aproximó a ella.
"Date la vuelta," dijo y Ever se volvió lentamente hasta ponerse por primera vez de cara a la pared desnuda. Fue un primer encuentro breve porque le pidió que se volviera a dar la vuelta antes de que pasara un minuto.
"Quítate el resto," dijo Stroud. "Primero las medias. Ponlas en la silla."
Las medias le incordiaron haciéndole cosquillas mientras las deslizaba por las piernas, que empezaban a temblar. Los dedos manipularon con cierta torpeza el enganche del sostén pero consiguió desabrocharlo y dejarlo en la silla con el resto. La súbita liberación del peso de sus pechos y la abrupta exposición al enorme y descuidado espacio hicieron que deseara acurrucarse y enclaustrarse. Se quedó de pie, perfectamente inmóvil, eso esperaba, los ojos pegados al suelo cerca de los pies de él, y aguardó.
"Bueno, no estoy decepcionado," dijo por fin.
"Me alegro," dijo Ever suavemente.
"¿Estabas preocupada?"
"Un poco," admitió.
"No había razón."
Ever emitió un suspiro silencioso. Estaba aliviada de haber cruzado este obstáculo, pero también sabía que el que él conociera la situación podía inclinarle a aumentar su nivel de exigencia sobre su tiempo.
"Ya sé que te fascinan, pero ¿has llevado alguna vez restricciones?" preguntó Stroud.
"Sí," replicó Ever tras una breve pausa.
"¿Esposas?"
"Sí."
"¿Collar?"
"...Sí."
"¿Durante cuánto tiempo?"
"Una hora, quizás. Nunca más," dijo ella.
"¿Acero o cuero?"
"Hace mucho tiempo que no llevo acero," dijo Ever suavemente.
"Sí," murmuró Stroud, tomando su mano. "Tus muñecas son un poco menudas y frágiles ¿verdad...?"
La dejó junto a la pared y cruzó hasta una mesa larga y estrecha colocada contra la pared que estaba tras el lado largo del sofá. De uno de los cajones poco profundos sacó un par de esposas y un collar a juego. Cuando se reunió de nuevo con ella en la pared se detuvo a ver si protestaba. No se movía ni hablaba, así que le cerró las esposas en las muñecas.
Se trataba de las mismísimas esposas que había admirado en la exhibición. Unas preciosas esposas con autocierre de cuero marrón oscuro brillante, ajustadas como brazaletes, lo suficientemente grandes como para permitir que la muñeca girara o se moviera sin resultar encajada.
El collar con el que le rodeó el cuello también tenía cierre automático, como los brazaletes, y estaba equipado con un anillo de acero para facilitar los enganches.
Sonrió satisfecho. "Muy adecuado. Espero que te resulten cómodos. Los llevarás durante periodos más largos de lo que estás acostumbrada."
No hubo tiempo para responder porque desapareció tras la esquina, escaleras arriba. Sin la presencia de Stroud, Ever tuvo la oportunidad de examinar las esposas. Tal como recordaba eran fuertes y compactas y extremadamente prácticas para una larga utilización. Para un ojo poco observador incluso podían pasar por brazaletes. Era maravilloso volverlas a ver de nuevo y a Ever le encantaron de inmediato.
La asustó hasta casi el límite el choque de la cadena que Stroud lanzó contra la pared desde el segundo piso. Al mirar hacia arriba vio que la cadena estaba fija a un puntal de acero del conjunto de raíles manuales en la parte alta de esta pared sin techo.
Bajó directamente y tomó el extremo de la cadena, que colgaba hasta el suelo con dos o tres pies (60 ó 90 cm) de margen. Con ella y unos cuantos eslabones de cadena más gruesa volvió junto a ella. "Por favor, date la vuelta."
Ever se dio la vuelta e inmediatamente le puso las muñecas a la espalda, uniéndolas con los eslabones que traía. Una vez más la hizo darse la vuelta y, cuando enganchó el extremo de la cadena larga al anillo del collar, Ever retrocedió ligeramente.
"Tienes miedo," dijo, como si fuera una revelación.
Ever emitió un suspiro de temor. Stroud cerró el frío resorte en el anillo del collar, materializando de esta forma su confinamiento al área de la pared.
"Tienes que confiar en mí," dijo en voz baja, y con un gesto sencillo pero inesperado le pasó la mano entre las piernas. Con mano experta separó los labios protectores externos de la raja y agarró los labios internos, extrayéndolos suavemente de su santuario húmedo y fragante. Los agitó con suavidad entre sus dedos pulgar e índice. Ever suspiró de nuevo, más profundamente. Había cerrado los ojos.
Al final la liberó de su agarrón debilitador y ella fue mucho más consciente del tejido delicado que ahora estaba también expuesto a sus ojos y al aire circulante. Sus inescrutables ojos avellana estaban fijos en ella.
"Estás en la postura de la paciencia," explicó. "Así es como estarás y así donde estarás. Será una prueba de tu paciencia y resistencia, y si resulta arduo, es menos mi intención agotarte que enseñarte a estar en disposición de ser observada pero no observar."
"Puede que descubras de vez en cuando que estás sola en la habitación, pero no alterarás tu postura. Te comportarás de la misma forma tanto si estás acompañada como si no lo estás, desde el momento que asumas la postura hasta el momento en que se complete. No te moverás ni hablarás. Tu rostro estará lo suficientemente levantado para ser visible pero los ojos estarán bajos."
"Acostúmbrate al rincón porque será con mucha frecuencia tu sitio." Encendió un cigarrillo, se volvió a sentar en una postura cómoda y echó un trago, el tintineo del hielo era el único sonido que se oía en la habitación.
Esto siguió así bastante tiempo, aunque Ever no pudo adivinar cuánto. No podía decir si él la estaba mirando o no. Esperó en silencio expectante, los segundos sonaban en su cabeza como un tambor o el latido de su propio corazón.
"¿Has sido flagelada?" preguntó Stroud.
"No," balbuceo Ever, su nerviosismo le hizo soltar la respuesta más defensiva que pudo encontrar con tanta brusquedad.
"¿No?" pareció sorprendido.
"Sí," dijo ella rápidamente.
"¿En qué quedamos?"
"Sí," admitió ella.
"¿Con regularidad?"
"Yo no diría eso."
"¿Cómo eran de severas las flagelaciones?"
"No muy severas," estimó ella.
"¿Te dejaban marcas?"
"Sí."
"¿Cuánto duraban las marcas?"
"En una o dos ocasiones pueden haber durado tres o cuatro días," dijo ella.
Ever intentaba concentrarse en la conversación, pero estaba sufriendo por saber si Stroud la estaba observando. De hecho no lo estaba haciendo. Estaba estudiando los reflejos en su mano del vaso de cristal tallado.
"Bien, estás advertida de que intento imponerte mi marca," dijo, luego añadió en tono diferente, "pero eso ya lo esperabas, ¿verdad?"
"Sí," replicó Ever, casi en un susurro.
Stroud se inclinó hacia delante y tiró la ceniza del cigarrillo. "Si te comprometes conmigo, puedes esperar ser flagelada con regularidad, según los dictados de mi deseo y tu comportamiento. Y te aseguro que las marcas durarán al menos el tiempo suficiente para mantener en tu memoria su significado entre las sesiones. Ninguna te dejará cicatrices, pero sufrirás. Estoy seguro que la severidad de mi golpe excederá cualquiera que hayas experimentado antes. Veremos como lo soportas." Apagó el cigarrillo, dejó el vaso en la mesa y se levantó.
Sacó tres látigos de un cajón bajo de la mesa auxiliar y se los mostró.
El primero era una gruesa fusta trenzada, de piel marrón clara, sobre un núcleo de cuero duro. La punta terminaba en dos solapas de piel gruesas y anchas cortadas con forma de diamante dispuestas a cada lado. Parecía un látigo de camello y eso es lo que era.
El segundo era un látigo más largo y flexible de suave piel negra. Tenía un mango de madera envuelta en piel que se afilaba en un dardo de piel flexible y trenzada, partido en dos dardos más delgados que terminaban en cuatro trallas flexibles de cinco pulgadas cada una. Incluyendo el lazo para la muñeca este látigo tenía unos cuatro pies (1,20 m).
El tercer látigo que le mostró tenía más de cuarta (fusta de cuero con mango). Estaba hecho de piel más basta aunque no tan basta como la fusta de camello, y era de color cereza oscuro. El dardo flexible y grueso, tenía unas dieciocho pulgadas (45 cm) de longitud y estaba trenzado en dos trallas largas, suaves y apuntadas que medían unos tres cuartos de pulgada (unos 2 cm) de ancho.
Aunque se trataba básicamente de una cuarta, este látigo tenía al menos tres pies (90 cm) de largo. Este, como el látigo negro, era un látigo hecho específicamente para ser usado con seres humanos. Era un látigo de esclavos.
Realmente eran los látigos más bonitos que había visto nunca. Parecían bien usados y bien cuidados. El cuero pulido brillaba cálidamente bajo la luz suave y difusa.
"Aunque hay otros, estos son mis látigos favoritos," dijo Stroud. "Probarás los tres esta noche, pero quizás te gustaría elegir con cual empezar."
Ever, demasiado impresionada para hablar, frunció los labios y meneó la cabeza.
"Elige uno," insistió Stroud, a lo que Ever contestó,
"La fusta de camello."
La eligió porque parecía la menos peligrosa de los tres y porque había visto estos látigos en venta en las tiendas de importación y siempre se había preguntado...
Primero le soltó la cadena del collar, y la volvió de cara a la extensión de la pared que encerraba las escaleras. Luego le quitó la cadena entre las esposas. Hubo una ligera resistencia en sus movimientos cuando le levantó los brazos y simultáneamente la apretó, primero la cara, contra la pared justo debajo de la cadena colgante. Ever intentó mantener cierta holgura en los codos mientras le enganchaba las esposas a la cadena por encima de su cabeza.
Cuando el peso de su cuerpo se levantó, respiró hondo, intentando contener el pánico creciente en su interior. El momento de la verdad estaba a mano y sabía que fuera lo que fuera lo que él decidiera ahora no podría ser controlado. No por ella.
El momento la emocionaba, la aterraba. Se sentía heroica y cobarde. Orgullosa y avergonzada. Impaciente por empezar y sin embargo, si hubiera sido libre de hacerlo, habría hecho un esfuerzo sincero por escapar de la habitación.
Pero para evitar eso era para lo que estaban las restricciones y, desde luego, se preguntaba que incapacidad psíquica la había llevado a esta posición permisiva, descomprometida y sin escapatoria. La arena era la suya, las reglas y, con pocas dudas, el juego. Una situación imposible y más así, a la vista de su desconocimiento del carácter de Stroud, de su política o sus prácticas- y no la habría tenido de ninguna otra manera.
"Estás muy guapa en esa posición," comentó antes de levantar el látigo para ella por primera vez.
Aunque no era un látigo para hacer que uno se sintiera cortado hasta el hueso, la fusta de camello era un instrumento duro e inflexible que se estrellaba con un golpe ancho y pesado. Ever estaba segura que este látigo, en la firme mano de Stroud, no dejaría solo gruesas señales rojas sino que estas señales una vez remitida la inflamación dejarían paso a oscuras moraduras.
No había necesidad de gritar pero, de vez en cuando, Ever sucumbía en gruñidos que liberaban su falta de respiración. No era su modo de ser darse a exhibiciones escandalosas de histeria al primer mordisco fuerte del cuero. Siempre había sido más su parte resistir todo lo posible y retener cualquier reacción. Su parte, esto es, la parte que ella elegía. Una postura orgullosa, quizás, y ciertamente lo era de cara a los servicios de Stroud.
Ever no estaba segura de la duración del castigo sino solo del esfuerzo de soportar, momento a momento, demostrar, de algún modo, que era merecedora de estar contra la pared de este hombre. Este hombre que tenía intención de ser su amo.