Traqueteo
Al compás del rítmico traqueteo su calor en el hombro le erizaba la piel. Con la pelvis casi a la altura de su nariz él sintió el fuerte olor a sexo que emanaba de la joven.
Al compás del rítmico traqueteo su calor en el hombro le erizaba la piel.
A la altura de los ojos la falda azul, casi ajustada, y el triángulo púbico, la naciente de piernas bien torneadas, de muslos duros y prometedores.
Los ojos se deslizaron por los arrugues de la falda que culminaba poco antes de las rodillas. Miró a través de las piernas y vio dos piernas varoniles.
Adivinaba canela aquella piel enfundada en mallas de lycra que desaparecía en pies casi pequeños.
Ignoraba si sabía los efectos del roce de su cuerpo.
Los ojos, después de estudiarla hacia abajo, disimuladamente miraron hacia arriba, más allá de donde la falda se extinguía en una cintura austera para continuarse en una blusa blanca, nada transparente, ajustada a los dos promontorios de sus pechos.
El permanente traqueteo los juntaba en movimientos opuestos que friccionanaban el hombro con monte venusino.
El calor del masaje se hizo sentir en su entrepierna y su sexo comenzó a despertar.
De vez en cuando la carpeta le rozaba la cabeza, el precio del placer.
Ella tenía el cabello largo, castaño, y una juventud en estreno.
No sabía con certeza si el cálido roce de esa pelvis sobre su hombro le sería placentero.
Sentía a través de la tela de la falda el ardor de aquel sexo y, traqueteo va, traqueteo viene, en un vagón atestado de olores, percibió su aroma hembruno.
Difícil de disimular la protuberancia que le nacía bajo la bragueta.
Sus ojos a la altura de la pelvis, solo veían en primer plano el bajo vientre y el triángulo mágico del nacimiento de los muslos.
La imaginó de cuerpo entero, con un trasero bien formado, firme y respingón.
Colgada del pasamano con una mano, con la otra abrazaba la carpeta mientras el vagón cada vez cargaba más gente y el pubis se afirmaba con más fuerza a su hombro de varón sentado.
Con la pelvis casi a la altura de su nariz él sintió el fuerte olor a sexo que emanaba de la joven.
Volvió a mirar a través de las piernas femeninas y allí continuaban, clavadas, las piernas masculinas.
Casi sin querer la supuso con una verga presionándole la raya, acomodada entre las nalgas.
Su verga, erguida al máximo, le dolía en su puja por soltarse del slip que la contenía.
Entornando los ojos se hizo el de adormecido para afirmar su cabeza al cuerpo de la joven que, encendida, al vaivén natural del traqueteo, le sumó a su pelvis un movimiento circular, frotando al clítoris en el hombro hasta estallar en sofocados gemidos orgásmicos.
La formación llegó a destino. Las puertas automáticas se abrieron y una marea humana invadió el andén.
Tres meses después, se casaron. Años más tarde ella le confesó que aquel día de su primer encuentro, efectivamente, una pija dura, grande y caliente, se había alojado entre sus nalgas.