Tranquilo

Final de curso, los nervios están a flor de piel, esa piel joven que siente unas necesidades difíciles de satisfacer. Quizás durante el año se han mantenido reprimidos muchos deseos, deseos que ahora afloran entre el miedo y el propio placer...

TRANQUILO

Fin de curso, ganas de terminar, calor, deseo acuciante de las vacaciones que ya se intuyen tan cercanas. Siempre el fin de curso me pilla cansado. Aunque había sido un buen curso, las últimas semanas se estaban haciendo bastante insoportables, ya digo, el cansancio, el calor...

Fin de curso, momento de echar la vista atrás, de reflexionar. Lo mejor del curso, sin duda, fueron las clases que tuve con aquel grupo, un grupo pequeño, doce alumnos, a los que ya conocía del año anterior. Habíamos hecho muchas excursiones, habíamos trabajado bastante, habían aprendido ellos y había aprendido yo también y, sobre todo, habíamos disfrutado.

Entre los alumnos destacaba Luis, al que le gustaba que le llamaran Luisito. A mí me costaba llamarlo así, pues era un chaval que ya tenía dieciocho años y al que no le casaba, pensaba yo, ese nombre: era alto, delgado, de facciones armoniosas sobre las que destacaban unos ojos oscuros con sombras de cierto desamparo. También era muy presumido; más de una vez lo había sorprendido mirando su reflejo en el cristal de una ventana para ver si estaba bien peinado. La imagen de Luisito saliendo a la pizarra con los vaqueros caídos y dejando ver unos boxers que marcaban un buen culo entró a formar parte del repertorio de las cosas más placenteras que yo podía recordar de aquel año. Era, no podía negarlo, coqueto y le gustaba mucho la ropa; muchas veces me alababa alguna chaqueta, alguna camiseta o algún pantalón, me preguntaba dónde me la había comprado, y yo, de broma, le decía: cuando quieras te la presto. Ahora en estos días de calor, solía ir vestido con bermudas vaqueras o de colores fuertes, aunque aquel día llevaba unas calzonas anchas azules que dejaban ver unas piernas bien torneadas y largas, en las que empezaba a crecer un vello suave y oscuro.

A lo largo del curso había ido notando cómo este alumno buscaba mi proximidad y cercanía, sobre todo cuando íbamos de excursión. Solía ponerse a mi lado y comentarme las cosas más variadas sobre su familia o amigos. Me gustaba que me contara sus inquietudes aunque a veces tenía la sospecha de que entre verdades solía colocar alguna que otra trola, como si quisiera aparentar ser de una manera que, evidentemente, no era.

En este grupo, Luisito destacaba, no sólo por su forma de vestir y su físico sino porque él mismo se había encargado de marcar la diferencia: presumía de tener dinero, de salir por la noche y beber mucho, incluso algún día entre semana. Aquello tipo de comentarios, al principio, me sorprendía: había hablado un par de veces con sus padres y no eran de esos que dejaran salir hasta las tantas a sus hijos. Sus pretendidas poses e invensiones, pensé, intentaban tapar su inseguridad.

Ya he dicho que con este grupo me llevaba muy bien hasta el punto de haber desarrollado con ellos un alto grado de confianza; de hecho, a la vuelta de una de las excursiones, uno de ellos, el más lanzado, me había preguntado si yo era gay. Yo le había contestado que sí, que, bueno, que era algo que nunca había ocultado y que ya pensaba que lo sabían. Claro, después de esa, digamos, confesión, el resto de la conversación fue por los mismos derroteros, y me sorprendió que Luisito, quizás llevado por el clima de confianza que se había creado, dijera que él era bisexual; lo dijo como sin querer que nadie, quizás solo yo, se enterara. Y sí, claro, me enteré.

Volvemos a aquel penúltimo día de curso. Hace calor y he tenido una conversación algo tensa con él, porque me ha venido, a un día de final de curso, con un trabajo de lectura voluntaria del que no me había dicho nada. A pesar de que había comenzado muy bien el curso, en la segunda evaluación se había relajado bastante, y en esta tercera y última había suspendido algunas pruebas. Me sorprendió que viniera con esto del trabajo, primero porque no me había avisado de que me lo iba a entregar y , segundo porque, ya lo he dicho, era bastante mentiroso. No querría suspender y pensaría que entregándome aquel trabajo la nota le subiría lo suficiente como para aprobar. De hecho, por eso mismo, por varias mentiras que ya le había pillado, me sentía yo más distante de él. Y él lo sabía, pues siempre se lo había comentado.

Así que cuando me entregó el libro y el trabajo, como no me fiaba de que lo hubiera hecho, empecé a preguntarle por algunos aspectos del mismo, algún detalle de la historia, de los personajes... y, claro, se demostró que no se lo había leído. Mi error fue hacerle las preguntas delante del resto de la clase, que también estaba al tanto de su fama de mentiroso, y quizás aquella exposición pública de su trampa, aquel sentirse pillado en falta, le había hecho sentirse avergonzado y quizás, también, humillado. No era esa mi intención, aunque tengo que reconocer que sí quería darle una especie de escarmiento. Me jodía sobre todo, como siempre pasa en estos casos, que me quisiera engañar, abusando de una confianza que yo siempre había mostrado, y sobre todo que usara aquellas malas artes para algo, el aprobado, por lo que no iba a tener ningún problema, al fin y al cabo aunque no había dado todo lo que esperaba de él, había conseguido los objetivos propuestos en la materia. El caso es que con aquel incidente se produjo una situación tensa, pues era evidente mi malestar, que resolví intentando continuar la clase de la manera más normal que pude.

Cuando sonó el timbre, salieron todos los compañeros menos él. Estábamos sentados uno junto al otro, pues en esta clase siempre me colocaba entre los alumnos, ya digo que eran pocos y por eso habíamos convenido ordenar los pupitres en una especie de u, de tal manera que facilitara la cercanía y la participación de todos. Nos habíamos quedado solos en la clase, como ya he dicho, Luisito y yo, sentados el uno al lado del otro. Ninguno de los dos se había levantado de su sitio, bien era verdad que la siguiente hora también tenía clase con el grupo, pero siempre nos habíamos tomado aquellos cinco minutos de descanso, que eran sagrados: yo solía salir y acercarme a la sala de profesores y ellos, los alumnos, solían ir a beber o al servicio. Pero aquel día, quizás por la tensión que habíamos vivido o porque había otro tipo de tensión entre los dos, ni él ni yo nos movimos de nuestro pupitre. Viéndolo allí tan cerca, sus piernas desnudas casi rozando mis piernas, nuestros codos que a veces chocaban, tan cerca el uno del otro, decidí hablarle; así que le dije lo que otras tantas veces le había dicho, es decir, que no estaba bien que dijera tantas mentiras, porque las mentiras destruían aquello que debe ser lo más preciado de una relación: la confianza. Apenas me miraba, mantenía la mirada baja aunque de vez en cuando sus ojos se cruzaban con los míos. Mientras me iba creciendo en mi discurso, fui percibiendo también cómo esos ojos empezaban a brillar hasta que, de repente, unas lágrimas los cubrieron. Me sorprendí.

  • ¿Te pasa algo? - le pregunté, sorprendido por aquel brillo acuoso que velaban sus ojos. Luisito intentó decir algo pero la voz quedó cortada por un gemido.

  • Tranquilo- le dije, tocándole el hombro.

  • Tranquilo- le repetí.

Y me hubiera gustado abrazarlo, pues sentía que necesitaba consuelo, la puerta de la clase estaba abierta y podía resultar raro si alguien nos veía.

  • ¿Qué te pasa?

Se limpió los ojos con las manos y me dijo, entre balbuceos, que se sentía muy solo. Al decirme aquello, otro torrente de lágrimas apareció en su rostro. Mientras mi mano le acariciaba el cuello, intenté tranquilizarlo, pero era tal el desconsuelo que tenía, unos hipidos le combaban el pecho, que poco podía hacer yo por remediarlo. Lo único que se me ocurrió fue levantarme y decirle que me siguiera. No podíamos continuar en la clase pues en cualquier momento empezarían a entrar los compañeros y suponía que el que lo vieran en aquella situación le iba a resultar más comprometedor.

-Ven, vamos, tranquilo- le dije.

Se levantó de la silla y me siguió no sin antes alzarse la camiseta para limpiarse con ella la cara llena de lágrimas. Cuando vi aquel torso delgado y aquel vientre tan suave, una punzada de deseo me recorrió el cuerpo.

Salimos del aula; algunos compañeros que estaban junto a la puerta se nos quedaron mirando.

  • Quedaos aquí- les dije-, ahora volvemos.

Luisito caminaba junto a mí, como escondiéndose, el cuerpo curvado, una mano tapándole la mejilla.

  • Vamos a los despachos- le comenté.

Pero mientras lo decía sabía que los despachos no eran un buen lugar para hablar, pues o estaban ocupados o continuamente aparecía alguien buscando algo. Mientras estaba pensando esto una puerta se abrió a nuestra derecha, era el salón de actos: un compañero salía de allí, y antes de que se cerrara me acerqué a él y le pedí la llave. Luisito entró y yo tras él.

La verdad es que no sabía muy bien qué hacer. Por una parte aún andaba confuso por el comentario que me había hecho sobre lo solo que se encontraba, comentario que no tenía nada que ver con el tema que estábamos tratando: su innecesaria y compulsiva manía de mentir; por otra parte estaba sorprendido de mí mismo y de cómo me había excitado aquella intimidad repentina que se había creado entre los dos, y por último, la visión de su torso había acabo de confundirme aún más.

Entramos en el salón de actos y le indiqué que se sentara en una silla, me senté junto a él.

  • Venga, tranquilo, no pasa nada- le dije intentando tranquilizarlo.

Seguía con los ojos llorosos, silencioso, con la vista baja y dando algunos hipidos. Sentado a su vera, apenas sin darme cuenta, mi mano descansaba sobre una de sus rodillas y la acariciaba suavemente.

  • Venga, tranquilo- le repetía, mientras mis dedos trazaban pequeños círculos sobre su rodilla.

Estaba realmente guapo con el rostro encendido, los ojos brillantes, los labios algo hinchados, el cuello esbelto, la camiseta algo floja que subía y bajaba al ritmo de su respiración, las calzonas azules, las piernas relajadas...

  • Venga, no pasa nada- le repetía yo-. Tranquilo.

Fuera, el ruido del cambio de clase se iba amortiguando y hacía más patente nuestra soledad.

  • Tranquilo...

Mi mano acariciaba su muslo sintiendo el cosquilleo de los vellos a contrapelo. Luisito soltó un suspiro y cerró los ojos.

  • Tranquilo, tranquilo...

Quizás esa misma palabra que yo tanto repetía y le decía a él, me la estaba diciendo a mí mismo pues notaba cómo el deseo me subía por el pecho. Pero no sólo el deseo se levantaba en mí, también ese mismo deseo empezaba a hincharle las calzonas a Luisito: de entre sus piernas surgía un bulto que antes no estaba. Aquello me turbó aún más.

  • Yo... yo...- empezó a decir mirándome fijamente- Yo creo que también soy...

Su voz era un susurro casi inaudible.

  • Tranquilo... - era mi mantra.

  • Creo que yo... soy gay.

Si digo que me sorprendió aquella confesión, mentiría; no me sorprendió en absoluto, aunque tampoco la esperaba. Lo que sí era cierto es que era la primera vez que un alumno me confesaba sus dudas acerca de su orientación sexual, y eso ya era mucho. El hecho de que lo confesara, de que se abriera ante mí y mostrara algo que para él suponía mucho, por una parte me hizo sentirme bien pero también me cohibió, sin saber muy bien por qué. Allí, en aquel salón de actos vacío, junto a mí tenía a un chico que esperaba que yo, profesor que les había manifestado mi tendencia sexual, le resolviera a él sus dudas. Pero yo no sabía cómo.

  • Bueno, no sé- comencé a decir titubeando- eso es algo que solo uno sabe. Y no es malo ¿eh?

-Yo... yo- continuó Luisito, clavando sus ojos oscuros en los mío- ,yo es que no sé, porque alguna gente me lo dice... me dice...

  • ¿Qué te dice?

  • Me dice, pues, no sé... me dice...- un nudo en la garganta le impedía hablar- que si soy afeminado...

  • ¿Afeminado? - repetí sorprendido. Desde luego no era nada afeminado y así se lo dije.

  • No, no eres afeminado... lo cual no es ni bueno ni malo. Ser afeminado es ser de una manera que tú no eres, pero eso no quiere decir nada.

Volvió a mirarme con intensidad, en sus ojos podía verse la necesidad de una respuesta certera. Pero esa respuesta yo no se la podía dar, era algo a lo que él tenía que llegar por sí mismo.

  • Mira, Luis, lo que te voy a decir te puede sonar un poco bestia, pero ya que estamos...Hay algo que es inevitable y que uno sabe y solo lo sabe uno...- carraspeé un poco pues notaba la garganta seca- En fin, cuando tú te haces una paja, porque supongo que te harás pajas ¿no?- Luisito sonrió en una mezcla de vergüenza y presunción- ¿En quién piensas? ¿Piensas en una compañera de clase, en una chica, o en un chico, un amigo?

No pretendía que me respondiera, es decir, el sentido de la pregunta era solo verbalizar una manera que yo consideraba que sería eficaz para sacarle a él de sus dudas, por eso me sorprendió tanto oír su voz, algo temblorosa, cuando dijo: Pienso en ti.

Volví a tragar saliva y sentí cómo mi rostro se encendía. Realmente, a lo largo del curso, había ido percibiendo en este alumno, ya lo he dicho, una cierta predisposición hacia mí, es decir, me buscaba, sobre todo en las excursiones extraescolares solía ponerse a mi lado, me hacía comentarios personales y buscaba el contacto personal: una mano en un hombro, un roce furtivo de piernas mientras desayunábamos en un bar...

Sus ojos ahora estaban fijos en los míos, esperando una respuesta. Quizás aparté la vista, quizás la mantuve, no lo recuerdo bien, lo que sí recuerdo, sin embargo, es que me quedé mirando sus labios gustosos y que el deseo de besarlos se apoderó de mí, así que acerqué los míos a los suyos, con un ligero temblor, mientras mi corazón empezaba a latir más fuerte.

Fue un beso tierno y dulce, delicado al principio, que se fue haciendo cada vez más intenso. Mientras nuestros labios se rozaban en amoroso encuentro, mi mano que hasta entonces habían estado acariciando su rodilla, chocaba ahora con un importante bulto que le crecía en las calzonas azules. Luisito soltó un suspiro. No me detuve en aquella vigorosa protuberancia que curvaba la tela azul. Aún no, pensé, quizás temiendo que aquel momento de profunda intimidad se desvaneciera. Por eso mi mano obediente siguió subiendo hasta tocar su vientre plano y su pecho delgado. Seguíamos besándonos, él completamente quieto, como si no se atreviera a hacer ningún movimiento que rompiera el hechizo. Un suspiro salió caliente de sus labios.

  • Tranquilo- repetí.

Mis ojos a escasos centímetros de los suyos y mi mano derecha detenida en una de sus tetillas albaricoques, acariciándola suavemente, mientras que con la izquierda le recorría parsimoniosamente la nuca y lo atraía hacia mí. Tenía su rostro el sabor salado de las lágrimas y sus labios delgados empezaban a responder a los míos. Bajé la mano y, ahora sí, empecé a acariciar aquel bulto que irrumpía en medio de la tela azul de las calzonas. Luisito soltó un suspiro.

  • ¿Quieres seguir?- le dije suavemente.

En sus ojos también se dibujaba el deseo. Así que introduje mi mano dentro de las calzonas y toqué aquel prodigio de carne caliente. Otro suspiro salió de la boca de aquel muchacho que aún permanecía quieto, sentado en la silla, las manos fijas en el asiento. Me acerqué a él y de un suave tirón, echando la tela hacia abajo, liberé aquel animalito cautivo: su verga henchida daba pequeños espasmos de placer. La recorrí lentamente con las yemas de mis dedos, sintiendo en ella el fuego que desprendía aquella flor tan dulce, echando delicadamente hacia atrás la ligera vaina que cubría un capullo que emergió con vehemente curiosidad. Otro suspiro se escapó de sus labios entreabiertos, sus ojos castaños fijos en los míos, unos ojos que claramente dejaban ver el deseo y en los que también se podía contemplar el temor que ese mismo deseo le provocaba. Sus dientes mordieron el labio inferior de su boca.

  • Tranquilo- susurré.

Mis dedos seguían deslizándose suavemente por aquel tallo que buscaba el cielo.

Echó la cabeza hacia atrás, y su cuerpo delgado se extendió en un gesto de abandono al reclinarse sobre la silla; su camiseta roja se movía al compás de su respiración cada vez más agitada. En mi pantalón blanco otro bulto pugnaba por salir, pero en aquel momento otra prioridad era la que me acuciaba y a ella me consagré. Me incliné sobre su polla inocente y me la introduje en la boca. Un espasmo delicioso recorrió todo su cuerpo, sus piernas se movieron y un nuevo gemido escapó de sus labios entreabiertos.

  • Tranquilo- le dije.

Y me apliqué a mi tarea con todo el cuidado que aquel chico tan confundido me reclamaba. Él seguía con la cabeza hacia atrás y la respiración acelerada. Cuando sus manos, como llevadas por un impulso desconocido levantaron la camiseta y empezaron a recorrer su torso delgado y juvenil, con inexpertos movimientos, como los de un pajarillo que empieza a volar, en busca de lo que tanto ansiaba, sentí una inmensa ternura por él y me afané en seguir libando aquel tallo húmedo y rojo, acariciando unos huevos algo peludos que se posaban suavemente sobre mis manos. Sentí entonces una sacudida, repentina como un relámpago, y pude comprobar cómo aquella flor que ya pedía abrirse se hinchaba un poco más y de ella brotaba una deliciosa leche fresca que empezó a caer caliente dentro de mi boca, cáliz sagrado del que no permitiría que se derramara ni una sola gota.

Un gemido, no de dolor sino de placer, tan distinto a los que había escuchado hacía poco, salió de la boca de Luisito mientras su nabo seguía chorreando aquella leche tanto tiempo guardada. Cuando por fin se secó el manantial, alcé la vista y observé su gesto de felicidad. No había echo falta emplear mucho tiempo para llevarlo al lugar donde estaba deseando llegar.

  • Ufff...- exclamó, mientras se incorporaba lentamente.

En sus ojos ahora se podía ver la victoria de la satisfacción del placer cumplido. Yo seguía sentado junto a él, acariciando el interior de sus muslos, mientras su polla y sus huevos iba retirándose como un animal cansado. Algo había cambiado en él, algo que lo hacía más deseable, algo que hizo que mi pantalón se estremeciera aún más. En su mirada latía ahora otro tipo de deseo. Me sonrió como hasta entonces no me había sonreído y acercó sus labios a los míos: fue un largo y cálido beso, un beso en el que pude sentir la bicha rabiosa de su lengua que recorría toda mi boca. De repente, el beso cesó, y sentí una mano nerviosa que se posaba sobre mi entrepierna, una mano, leona fiera, que con movimientos rápidos abría la cremallera del pantalón y sacaba mi nabo, que, por otro parte, llevaba un tiempo pidiendo a gritos ser liberado; aquella mano frenética subía y bajaba por mi verga en movimientos imparables.

  • Tranquilo- volví a decir.

Pero nada ni nadie podía parar aquella vehemencia con la que se entregaba a darme placer. Mi polla estaba a punto de explotar, y el capullo brillaba como una cúpula en el desierto. Ahora era yo quien estaba a merced de sus ansias, ahora era yo quien echaba la cabeza hacia atrás, en un gesto de rendición, pues ya sentía fluir el placer, y entonces, sin darme tiempo a reaccionar, pude sentir cómo su boca atrapaba mi polla y empezaba a chupar con la misma desesperación con que antes la había pajeado. Era su impulso juvenil, sus ganas de potro libre, sus ansias de poder expresar lo que durante tanto tiempo había sentido y también le había atormentado. Intenté parar sus acometidas, algo desordenadas, pero era tanto el placer que sentía al verlo sobre mí, intentando saciar mi deseo, que me abandoné a su inexperiencia salvaje. Se había arrodillado junto a mi silla y podía ver cómo se había vuelto a empalmar, es lo que tiene tener dieciocho años, podía ver su nabo, tieso de nuevo apuntando hacia arriba y moviéndose al compás de las chupadas que le daba a mi verga casi violada. Ahora era yo el que me dejaba hacer hasta que en una de las acometidas de Luisito no pude más y derramé sobre su boca sedienta toda mi nata blanca, que él se encargó de apurar.

Bajé la vista y me encontré con sus ojos castaños, su lengua, de un rojo intenso, recorría sus finos labios. Acerqué las dos manos a su rostro encendido y junté mis labios con los suyos, un largo y tranquilo beso con aroma a sexo selló aquel encuentro. Cuando por fin separamos nuestras bocas, en la suya una sonrisa, aquel chaval que hacía tan solo unos instantes se mostraba inconsolable y ahora tan radiante, me dijo:

  • Tengo mucho que aprender ¿no?

Le devolví la sonrisa mientras seguía acariciando sus mejillas.

  • Tranquilo- le dije.- Yo estoy aquí para enseñarte.