Trampas (5): equívocos intencionados
Colección de relatos independientes entre sí, con un único denominador común: artimañas para conseguir sexo o control sobre alguien: esposas, maridos, amantes, familiares... La serie se agrupará en categorías diferentes según proceda.
TRAMPAS (5): EQUÍVOCOS INTENCIONADOS
Los compañeros de trabajo de Montse estaban más que hartos de ella. Su escaso rendimiento era una rémora para el departamento financiero en que trabajaba. Pero tenía una baza a su favor: los vestidos minimalistas que solía llevar, hacían babear a más de uno. Incluso su jefe, siempre tenía alguna disculpa para ella. No existía sexo para ella dentro de la empresa en la que trabaja. Eso lo ha tenido siempre claro, desde que hace años se lió con su jefe de entonces, y acabaron los dos en la calle cuando trascendió. Pero en cambio, explotaba sus recursos femeninos al límite. No en vano era plenamente consciente que, a sus 32 años, su cuerpo estaba en su mejor momento, y por ello, una pose, una inclinación, una sonrisa a corta distancia desarmaba a casi todos.
Como en los cómics de Astérix, había un núcleo irreducible que no comulgaba con las ruedas de molino que Montse ofrecía. Eran las otras mujeres del departamento, tres en concreto, y otro hombre, que si bien la trataba con corrección, nunca había sucumbido a las tácticas que Montse empleaba.
Una de las cosas que más rabia daba a sus compañeras de trabajo, era el hecho de que se iba sin avisar, a desayunar, a fumar un cigarrillo, etc.; y siempre se dejaba el móvil encima de la mesa. Y como si esperara q quedarse huérfano de propietaria, indefectiblemente sonaba y sonaba... porque Montse nunca activaba el buzón de voz, así que las llamadas se prolongaban hasta que el otro usuario cansado colgaba. Casualmente, el 99% de esas llamadas eran de su marido.
Alberto, el marido de Montse, estaba locamente enamorado de ella. Aprovechaba las pausas entre visita y visita (es médico dentista) para enviarle un mensajito, o simplemente hablar con ella. Ya estaba acostumbrado a que tardara siempre en cogerle la llamada, o bien tener que repetirla varias veces. No le importaba. Y a pesar de que ha tenido oportunidades con pacientes que le han abierto no sólo los labios bucales, sino también los vaginales, siempre las ha rechazado con elegancia y cortesía. Para él sólo existía Montse y nadie más.
Hasta ese día...
Montse estaba más holgazana que de costumbre, y ya llevaba en tres horas 4 pausas largas para fumar, desayunar y charlar ante la máquina del café. En ese lapso de tiempo, Alberto la llamó hasta veces, sin éxito. Sus compañeras ya estaban desquiciadas, puesto que además, la melodía que tenía puesta en el móvil era ni más ni menos que “la barbacoa”, de Georgie Dann. Así que hicieron un “petit comité” para trazar una venganza con más estilo que el martillazo al aparato que promulgaba Luis, el otro compañero de trabajo irritado por tanta tontería.
Así que cuando volvió a sonar, esperaron pacientemente 10 segundos antes de descolgar Lidia, quien alejándose un poco del móvil se dirigió a Luis con voz suave y sexy, intentando que se pareciera a la de Montse:
-Ya he colgado, qué pesado mi marido, vamos a seguir follando. Quiero que me vuelvas a dar por el culo como antes.
Y a continuación empezaron con un coro de gemidos entre ambos. Parecía una retransmisión de una película porno, mientras Cristina y Ana trataban de disimular las risas.
Al cabo de un minuto, una señal de Ana indicaba que Montse se acercaba. Cortaron la comunicación, y cada uno volvió a su puesto de trabajo. El móvil no volvió a sonar en todo el día.
Alberto, desde su consulta, no daba crédito a lo que oía. “Su” Montse le era infiel con alguien. Los había oído. Se debió equivocar y en vez de colgar lo dejó en marcha, dejando que la lascivia de los amantes creara unos cuernos ficticios en la cabeza del doctor. Aguantó hasta que se cortó la comunicación. Estaba pálido, nervioso, las manos le temblaban. Le pidió a su ayudante que se ocupara de la siguiente visita. Él no podía empastar un diente en ese estado de shock. Necesitaba pensar. En ese momento, su mente celosa ató cabos respecto a la manera de vestir de su esposa, siempre realzando su figura, siempre hablando de que su magnetismo personal le hacía conseguir lo que se proponía. Poco a poco su imaginación hizo el resto. Pero como persona juiciosa, necesitaba una confirmación más. Los había oído, sí, pero necesitaba respuestas a las preguntas que se agolpaban en su mente. Necesitaba preguntar con cierto tacto a alguien de su entorno. Enseguida pensó en una de sus compañeras, que a la vez había ido a su consulta un par de ocasiones: Lidia. Miró su ficha, y, para su sorpresa, tenía hora de visita dos días más tarde. Pensó sonsacarle lo que supiera, aunque para ello tuviera que tocar algún punto sensible de su dentadura.
Esa noche y los dos días siguientes, Alberto y Montse apenas hablaron. Ella lo achacó a la cantidad de trabajo que él tenía. Y se dedicó al cuidado de su cuerpo. Hacía días que se quería depilar de nuevo el sexo, y aprovechó para hacerlo. Alberto, tocado por el virus de los celos, observó cómo lo hacía su hasta entonces amadísima esposa, y supuso que era para su amante de turno. Se sintió confundido al no saber reaccionar ante la mezcla de celos, vergüenza y excitación que sentía. Se retiró y se durmió pensando en la estrategia a seguir para interrogar a Lidia.
Lidia era o que solía decir una mujer liberada en todos los aspectos. A punto de entrar en la quinta década, aún era capaz de atraer miradas por la profundidad de sus ojos azules y su pelo cortado estilo paje. Sus curvas eran más pronunciadas, pero no por ello dejaba de destilar voluptuosidad. Tenía mucha confianza para hablar con Luis de muchos temas, pero sentía una morbosidad especial por hablar con él de sexo. No es que se le insinuase, pero ella sabía que tras esa máscara de rectitud laboral, se escondía un demonio sexual que había hecho de todo. Él se lo explicaba detalladamente, y no pocas veces al concluir relatos de orgías o de relaciones a tres, ella tenía que ir al lavabo a hacerse un dedo y aliviarse.
Por eso se sobresaltó en la consulta de su dentista, cuando éste le preguntó por su mujer. Había olvidado la travesura que habían hecho, y ni siquiera había mirado quién era el destinatario de la broma. Su nerviosismo fue interpretado por Alberto como una prueba más de que su esposa le era infiel. Ella ya tenía suficiente pánico a los dentistas como para llevarle la contraria a uno que, además de mostrarse celoso, tenía una jeringa en una mano, y una broca dental en la otra.
Decidió disfrazar la realidad como pudo, siendo en parte veraz con sus ausencias prolongadas en el trabajo, en parte disimulada con las insinuaciones sobre lo que podía hacer, recalcando eso sí, las artes sensuales de la calumniada, a la hora de conseguir lo que se propusiera, y rezando porque la cosa no fuera a más. No deseaba haber creado un conflicto matrimonial.
Sin embargo, su sorpresa fue en aumento cuando Alberto se derrumbó ante ella, lamentándose de las veces que él había rechazado a mujeres porque la amaba. Lidia, en un intento de calmar la ansiedad de Alberto, le puso la mano en la pierna para calmarlo. Pero por la postura del sillón, estirada, realmente esa mano se quedó a milímetros de la verga de éste. Hubo una mirada entre ambos. Ella se quedó parada, sorprendida. Él se intentó mover, con lo que la mano definitivamente tocó la entrepierna, notando la dureza de su virilidad. Ella no la retiró, al contrario, comenzó a masajear de manera inconsciente como había hecho otras veces con su marido. Él lo interpretó como una invitación.
No hubo besos, sólo una reacción animal, salvaje. Lidia llevaba un vestido que tardó segundos en sacarse. Él, sólo levaba pantalones bajo la bata. Cómo cayeron al suelo es aún secreto de estado. Lidia pensaba que esa tarde recibiría otro tratamiento bucal, pero le encantó el cambio, degustando una polla enorme, mientras dedos hábiles apartaban la exigua tela de sus bragas ara bucear en su encharcado chochito.
Alberto puso en posición completamente horizontal el sillón, para poder hacer un 69 con aquella hembra caliente. Sus jugos eran ligeramente ácidos y muy cremosos, al contrario de los de Montse, que solían ser afrutados y transparentes.
Cuando él se clavó hasta el fondo del sexo de Lidia, ella se quedó sin respiración, sintiendo cómo palpitaba su coño atrapando ese regalo de los dioses. Más de media hora de bombeo duro, sin piedad, y varios orgasmos de Lidia más tarde, Alberto se derramó en aquel coño que aspiraba su polla como ninguna mujer lo había hecho antes.
Una vez la pasión cruzó el umbral de la consulta, mientras los amantes se vestían, Alberto se sintió liberado, cansado pero feliz. Hacía tiempo que no había disfrutado tanto, y se propuso repetir, y no sólo con Lidia, sino con las otras clientas que se le habían insinuado. Si bien para mantener apariencias no se divorciaría de Montse, sí se había acabado la dependencia emocional hacia ésta. Y esa misma noche lo puso en práctica, rechazando el abrazo de su mujer.
Un par de semanas más tarde, Montse lucía unos cuernos preciosos sin saberlo. A Alberto le parecía increíble la facilidad con que algunas de sus clientas se abrían de piernas. La crisis matrimonial repercutió en su trabajo, hasta el punto de que sus encantos ya no eran suficentes, y tuvo que ponerse a trabajar en serio. Sólo una persona estaba al corriente de ello, y era su compañera Lidia, quien en un par de ocasiones más se benefició de los orgasmos que le regaló Alberto. Tenía remordimientos, y se confió a su amigo Luis, un mediodía que comieron a solas.
Luis tenía una visión diametralmente opuesta a Lidia. Y así se lo hizo ver: convertir una mentira en algo verdadero. Ante el escepticismo de ésta, él simplemente dijo: -Hagamos que sea infiel. Quién sabe, hasta igual le gusta y se aficiona como el marido.
Se convocó una cena entre compañeros de empresa a la que solícitamente, se insistió muchísimo que asistiera Montse. No fue demasiado difícil, ante la falta de estímulos que últimamente recibía desde su casa. Además, la falta de actividad sexual comenzaba a hacer mella en ella. El organizador, Luis, lo planificó todo de manera que él y Lidia no dejaran ni a sol ni a sombra a su objetivo. Cuando fueron luego a tomar unas copas, el grupo se dispersó, quedando sólo ellos tres en un bar musical tomando unos mojitos.
El alcohol desata las lenguas, y pronto salió el tema del sexo en la conversación. Hábil comunicador, Luis no tuvo reparos en explicar algunas de las fiestas a las que había asistido, ni algunos secretillos, que fueron los que más gustaron a sus dos espectadoras. Interactuando, logró arrancar de Lidia que había tenido algunas aventuras, y de Montse que siempre le había sido fiel a su marido, pero que se daba cuenta que hay más mundo fuera de las cuatro paredes del matrimonio. Tras el segundo mojito, Luis jugó sus cartas más altas, ofreciéndoles a ambas la posibilidad de ir a un local muy especial que él conocía. Lidia no las tenía todas consigo, pero la curiosidad mató al gato, y aceptó sin rechistar, igual que Montse.
El taxi los dejó en un polígono industrial cercano. Había mucho ambiente nocturno, típico de jóvenes alcoholizados, pero en un pasaje oscuro, había una puerta con una débil luz. Allí se dirigieron los tres. Luis habló con el vigilante de la entrada, que les franqueó el paso con una sonrisa en los labios.
Tras unas cortinas densas, unas luces suaves, a juego con una música casi hipnótica. Lo que más se oía eran gemidos, masculinos y femeninos. Con decisión, Luis se puso entre ambas y las llevó cogidas de la cintura hasta un grupo de gente. Sin excesiva resistencia, logró ponerse en primera fila. Allí las asombradas mujeres vieron el espectáculo que el resto de personas miraban: una mujer, follada doblemente por dos hombres, mientras un tercero bombeaba su boca. La sincronicidad de los cuatro actores era sorprendente, fusionada con los ritmos que se oían por todo el local. Lidia aún pudo ver el resto de público que tenía la actriz, que la verdad parecía más una ama de casa que una trabajadora del porno: hombres y mujeres, con los ojos fijos en la escena, y algunas manos furtivas acariciándose las entrepiernas, o buscando la de su vecino voyeur. Se fijó en Montse. Estaba hipnotizada mirando, mientras Luis le decía algo al oído. Tan absorta estaba Lidia, que tardó en notar una mano que la acariciaba el culo. Un hombre maduro, abrazado a una dama de edad similar, sin reparos le amasaba el trasero, mientras que la dama tenía una mano dentro de la bragueta del hombre.
Unos minutos más tarde, se alejaron del grupo, yendo a parar a otro corrillo. En ese otro, una mujer estaba siendo lamida por cinco personas, hombres y mujeres. Ninguno usaba sus manos. La estoica mujer estaba atada a un armazón metálico de cama, pero más alto, que permitía al grupo de lamedores acceder a todos los rincones de su cuerpo.
Lidia notó un estremecimiento a su derecha. Montse estaba agarrada fuertemente a Luis por el brazo, pero había un hombre detrás, cuya mano desaparecía dentro del vestido de ella. Se veía maniobrar a la altura del coño, y ella parecía entregada. Sin que le sacaran la mano de la entrepierna, Luis la acercó al cuerpo femenino lamido, y como una perrita obediente, Montse empezó a hacer lo mismo que las otras personas. Sin moverse de su posición, para facilitar al intruso las maniobras en su sexo.
Luis entonces se dirigió a Lidia, y la cogió de la mano hasta un punto oscuro. Allí la desnudó. Ella se sorprendió de cómo se dejó hacer con tanta facilidad, y más aún cómo se dejo colgar de esos arneses que imitaban a un columpio, pero que además la obligaban a tener las piernas abiertas. Él dio la luz y ella quedó enfocada, colgando desnuda. La balanceó suavemente, y cada vez que se acercaba a él, éste la acariciaba tetas o coño. Se sentía caliente, en sus manos. Podía hacer cualquier cosa, y de hecho lo hizo. En la siguiente hora fue follada por personas que pasaron por delante, unas con más gracia que otras, pero la mayor morbosidad fue cuando Luis acercó a Montse a su entrepierna, y a hizo comerle el clítoris y toda la mezcla de flujos suyos y de los otros hombres que inundaron su cuerpo. El orgasmo que tuvo fue brutal. Aún estuvo un rato más en una segunda tanda de sexo, esta vez por quienes desearon probar la puerta trasera de Lidia. Cuando fue descolgada, tambaleante, fue acompañada por un solicito Luis hasta un nuevo grupo. No le cabía ninguna duda que en el centro la estrella sería Montse. Y efectivamente así fue. Ella estaba en una amplia cama redonda a 4 patas, mientras un tipo la bombeaba por el culo salvajemente, y otra mujer le lamía le coño con una suavidad contrastada. Al principio no lo reconoció, pero luego se le heló la sangre. El hombre que entraba y salía del culo de su compañera era Alberto, el marido.
-No podíamos romper un matrimonio sin más, ¿no? Le dijo Luis a Lidia al oído. Por eso lo arreglé todo. Ya se han visto. Ya saben que a partir de ahora nada será igual, pero todo será lo mismo. Bueno, no todo. Estamos nosotros, que podremos participar siempre que queramos. Y empujando a la cansada Lidia hasta la cama, la puso de manera que Montse la pudiera volver a lamer dulcemente mientras su marido cual poseso la enculaba fieramente. Moviendo los labios pero sin emitir sonido alguno, Lidia entendió a Alberto: -Prepárate, eres la siguiente.