Traicionado y esclavizado 7
Nuevo escenario para Ramón...
A la mañana siguiente Jose me explicó durante el desayuno:
-Como te dije vas a trabajar en el supermercado de la urbanización. El director es un buen amigo mío desde hace años y le había avisado de que estaba buscando un trabajo para ti. El sábado por la noche me escribió y me dijo que acababa de quedar vacante una plaza de reponedor en el super. Hasta ahora la ocupaba un esclavo, que al parecer hizo enfadar a su amo y este le dio tal paliza que quedó completamente tullido. Lo han llevado al hospital y lo más probable es que lo sacrifiquen.
Así era, en efecto. Cuando un esclavo dejaba de ser útil por vejez o enfermedad se le daba muerte sin contemplaciones, como antiguamente a los caballos cuando se rompían una pata. El Estado no quería cargas. Me estremecí al oírlo, y Jose lo notó:
-No te cuento esto porque sí, sino para que veas y aprecies la suerte que tienes de tener un amo justo y protector.
“Sí, ¡menuda suerte tengo contigo!”, pensaba yo, recordando la tarde anterior. Jose continuó:
-Durante el día de ayer resolví con el director todo el papeleo por correo electrónico. Vas a trabajar a media jornada, hasta las 3, estrictamente el tiempo que yo paso en la oficina. Te quiero disponible para mí siempre que esté en casa -Jose solo iba a la oficina por las mañanas, comía allí y después volvía a casa y trabajaba desde allí, si era necesario, por la tarde-. Te pagarán el salario mínimo, más algunas bonificaciones. Bueno, eso de que te pagarán es un decir -se corrigió-, tu nómina va a ir directamente a mi cuenta, por supuesto -dio por terminado el desayuno y se levantó. Cuando estuvo de pie reparó en mí y puso un dedo en mi cara, hinchada y enrojecida aún por sus bofetadas del día anterior: - la verdad es que me hubiera gustado que estuvieses más presentable pero, bueno, a nadie le importa nada el aspecto de un esclavo. Así que, ¡vamos! Tápate y ve al coche. Podrías perfectamente ir caminando, solo está a 15 minutos de aquí, pero ya sabes que eso no está permitido, así que yo te llevaré en el coche y te recogeré cada día.
Me puse el taparrabos y salí de la casa, seguido por Jose. Cuando llegamos al coche abrí la puerta de atrás para entrar, pero entonces Jose me detuvo con un gesto y me dijo:
-Los asientos del coche son solo para las personas. Las cosas van en otro sitio, ¿no es así?
Comprendiendo, cerré la puerta con un gesto de fastidio que no pude disimular y me dirigí hacia la parte trasera. Entonces sentí una fuerte descarga del collar, que me hizo caer de rodillas sobre el duro asfalto de la entrada.
-Esclavo, cuida tus modales con tu amo y ojo con las caras que me pones. Empieza a exasperarme tu actitud y como sigas así dejaré de ser tan tolerante contigo -me dijo Jose ásperamente.
“¿Tolerante conmigo?”, pensé. Estaba seguro, de hecho, de que en lugar de usar el collar me hubiese dado una buena bofetada de buena gana, si no hubiera sido porque no quería destrozar más mi pobre rostro. Cuando pude levantarme -Jose, esta vez, no movió un dedo para ayudarme-, abrí el maletero y me tumbé dentro. Jose lo cerró y me dejó en la oscuridad, sumido en mis pensamientos. A veces no sabía qué me indignaba más, si las humillaciones y los golpes o la constante cantinela de Jose diciéndome lo bueno que era conmigo y lo agradecido que debía estarle.
El coche de Jose era grande y asimismo su maletero, por lo que no estaba excesivamente incómodo. No obstante, empecé a sentir bastante claustrofobia allí tumbado y encogido en la oscuridad, mientras sentía el coche moverse. Afortunadamente el trayecto duró muy poco. La distancia era mínima y, como había dicho Jose, podía haber ido perfectamente caminando, pero, efectivamente, los esclavos no tenían permitido caminar solos en el exterior sin alguien que los vigilara. Se habían dado casos de esclavos que habían escapado en esas circunstancias, al tener algún fallo de seguridad sus collares. También había habido secuestros e incluso linchamiento de esclavos que caminaban solos. Y eso, aunque a nadie se le imputaba delito alguno por ello, podía resultar en incómodos vídeos colgados en las redes sociales, que importunaban al gobierno, poco interesado en que atrocidades como aquella trascendieran a otros países.
La luz me deslumbró cuando Jose abrió el maletero. De nuevo no movió un dedo para ayudarme y tuve que arreglármelas para salir solo. Estábamos en el aparcamiento del supermercado. Aún estaba desierto a aquellas horas. Jose me habló:
-He anulado el programa de tu collar que te impedía hablar. No quiero privarte del uso de la palabra en tu trabajo. Puede ser necesario. Eso sí, espero que recuerdes que un esclavo nunca habla si no es preguntado y siempre lo hace con el máximo respeto a sus superiores. Y para ti, no lo olvides, cualquier hombre libre es un superior y siempre cumplirás cualquier orden que te dé, sea cual sea.
-Sí, Señor -logré articular, encontrando de nuevo mi voz. Jose continuó:
-Igualmente espero que te comportes y que tu trabajo aquí sea impecable. Si no es así el encargado podrá castigarte, voy a entregarle el mando de tu collar. Pero, ¡ay de ti si, a pesar de ello, recibo alguna queja de tu comportamiento o de tu rendimiento! -me dijo con verdadero fuego en sus ojos-. ¡Como me dejes en mal lugar te aseguro que lo de ayer te van a parecer caricias comparado con lo que sufrirás a mis manos!
Así era mi vida ahora. Una sucesión de humillaciones y de espantosas amenazas por parte de alguien a quien creía un amigo. Bajé la mirada, abatido. Jose entonces pareció apiadarse un poco y poniendo un dedo bajo mi barbilla me hizo mirarle a los ojos y me dijo sonriendo y en un tono más cálido:
-Confío en ti. Sé que lo harás bien.
-Así será, Señor -balbuceé. Y sin más nos dirigimos a la puerta del supermercado. Acababan de abrir y aún no había ningún cliente. Jose entró y me indicó que esperara en la puerta. Enseguida un hombre, supuse que el encargado, se dirigió hacia él. Era un chico algo más joven que yo, de unos 27 años y rasgos agradables. Estuvo hablando un par de minutos con Jose, que le pasó el mando electrónico del collar y después me hizo señas para que me acercara.
-Este es Fernando y a partir de este momento te pones a sus órdenes. Tiene mi autorización para castigarte si es necesario, pero espero por tu bien que no tenga que hacerlo -al ver que no me movía preguntó impaciente: -¿Cómo saluda un esclavo a su superior?
Inmediatamente reaccioné, me postré y besé los zapatos del chico. Noté que se revolvía, un poco incómodo, mientras que el rostro de Jose expresaba su satisfacción por mi buen adiestramiento. Después se despidió del encargado y salió, diciendo que volvería a buscarme a las 3. En cuanto nos quedamos solos Fernando me hizo levantar y mirando fijamente los moratones de mi rostro me dijo apenado:
-Vaya, parece que no te tratan muy bien, ¿verdad? -me encogí de hombros. No iba a andar hablando de mis desventuras con un desconocido, aparte de que no sabía cuál podía ser su reacción si hacía alguna crítica de mi amo. Fernando continuó: -¡Ven! Voy a enseñarte cómo va a ser tu trabajo.
-Sí, Señor -dije mientras me disponía a seguirle. Él entonces se volvió y repuso: -Cuando no haya clientes cerca puedes llamarme simplemente Fernando. Yo no soy tu Señor ni el Señor de nadie.
Enseguida me di cuenta de que la actitud de Fernando era completamente distinta de la que había encontrado hasta entonces, en mis pocas interacciones con otras personas desde mi esclavización. Aunque no lo expresaba en alto, era evidente que estaba completamente en contra de todo aquello y, por primera vez en varios días, me sentí de nuevo tratado como un ser humano, mientras me explicaba en qué iba a consistir mi labor allí. No fueron necesarias muchas explicaciones. Aparte de no ser un trabajo nada complicado, yo había sido ya reponedor varias veces en mi historia laboral y conocía perfectamente el oficio. Cuando Fernando consideró que ya me había dado suficientes explicaciones llamó a los que iban a ser mis compañeros para presentármelos. Estos se reunieron con nosotros. Eran dos chavales de uniforme y un esclavo, como yo, completamente calvo y vestido únicamente con el taparrabos.
-Estos son Luis y Carlos -me presentó Fernando a los dos chicos de uniforme- y este es David -dijo, señalando al esclavo. David me saludó sonriente, pero inmediatamente vi que la actitud de Luis y Carlos era totalmente distinta a la de su jefe. Me miraron con desprecio y Luis dijo agriamente:
-¿No te han señalado cómo saludar a tus superiores, esclavo?
Inmediatamente me eché al suelo y besé sus zapatos y los de su compañero. No quería por nada del mundo crear el menor problema. Luis me miró desde arriba con una sonrisa de satisfacción. Fernando cortó entonces la escena en seco:
-Bueno, basta, todo el mundo a trabajar. Y, Ramón -se dirigió a mí de nuevo cuando me levanté-, solo obedecerás las órdenes que vengan de mí directamente, ¿de acuerdo? -Y miró a mis dos compañeros en una muda advertencia. Estos pusieron un gesto de fastidio y todos nos marchamos a nuestra faena. En el super trabajaban también dos chicas como cajeras, pero apenas llegué a conocerlas mientras trabajé allí. De hecho, ni siquiera me las presentaron. La sociedad se había vuelto tan pacata que se intentaba separar en espacios diferentes en el trabajo a mujeres y a hombres, y mi interacción con las cajeras fue prácticamente inexistente en ese tiempo.
Me di cuenta de que no me había equivocado al juzgar a Fernando, por su actuación en un incidente que tuve aquella misma mañana. Estaba colocando unos productos en las estanterías del super cuando un cliente me llamó. Era un hombre de unos 45 años, alto y fornido, y a quien acompañaba otro de similar edad y complexión. Cuando llegué a su altura me dijo:
-Esclavo, creo que estos zumos no están muy bien colocados, ¿no crees? -y, tomando un brick de zumo, lo tiró al suelo y lo aplastó con su bota, haciendo que todo el zumo se derramara. El corazón empezó a latirme con fuerza. No querían más que crearme problemas.
-Vaya, mira -dijo el que le acompañaba, fingiendo sorpresa-. Te ha manchado las botas -y dirigiéndose a mí, me dijo: -¿Qué vas a hacer ahora, esclavo? Habrá que limpiar eso, ¿no?
-Sí, Señor, deje que vaya a buscar un poco de papel… -dije deseando alejarme de allí. Obviamente la cosa no iba a ser tan fácil.
-Tenemos un poco de prisa -dijo el que había destrozado el zumo. Y acercando su rostro, que apestaba a tabaco, al mío me espetó en voz baja: -Yo creo que es mucho mejor que lo limpies con tu lengua…
Resignado y aterrorizado por aquellos dos hombretones y por las consecuencias que podía tener desobedecerlos, me agaché inmediatamente y empecé a lamer el zumo de la áspera superficie de las botas. Los dos hombres empezaron a reír ruidosamente:
-Jajajaja… mira el maricón como tiene claro su lugar. Esto es lo que se merecen los gusanos pervertidos como tú -decían mientras me escupían desde su altura. Pero, como yo me temía, la cosa no se quedó ahí y en un momento dado el que le estaba lamiendo la bota me dio una fuerte patada en la cara. Caí al suelo y ambos empezaron a patearme el cuerpo. Cuando comenzaron las patadas sentí que iba a morir y, francamente, me sentía tan dolido y humillado que en ese momento no me importaba mucho. No obstante, afortunadamente no tuvieron tiempo de hacerme daño de verdad, ya que inmediatamente Fernando vino corriendo y les dijo, en tono respetuoso:
-Señores, señores, por favor… Este esclavo tiene un dueño y es algo valioso para él. Si lo deterioramos gravemente puede demandar al supermercado y crearnos un serio problema. Les suplico que lo respeten, por favor…
El rostro de los hombres se contrajo en una mueca de fastidio y pareció que iban a contestarle airadamente. Sin embargo, se lo pensaron mejor y, lanzándome uno de ellos una última patada no muy fuerte, se alejaron de allí sin decir nada. En cuanto se fueron Fernando me tomó la mano y me preguntó, con verdadera preocupación en su rostro:
-¿Estás bien Ramón?
Ya simplemente el que usara mi nombre en lugar de llamarme esclavo me conmovió profundamente. Asentí como pude, aun sin aliento por las patadas y por el pánico que había sufrido y Fernando me ayudó a levantarme. Entonces pareció olvidar su discreción y espetó:
-¡Dios, cómo odio a este tipo de gente! ¡Yo sí que les destrozaría la cara a patadas si pudiera!
Su vehemencia me hizo sonreír, a pesar del estado en que me encontraba. Se aseguró de nuevo de que no había sufrido ningún daño importante y ambos marchamos a continuar con nuestro trabajo…
Continuará?