Traicionado y esclavizado 6
Una tarde de torturas y terror
Nota para los lectores: este capítulo contiene ciertas dosis de violencia y sadismo que pueden no ser adecuadas para mentes sensibles. Tenedlo en cuenta antes de leerlo, por favor
Me encontraba planchando unas camisas de Jose cuando sentí la pequeña sacudida en el collar con la que requería mi presencia. Lo había dejado en su dormitorio, echando una siesta. Allí fui a buscarle, aún estaba tumbado, me mandó darle un masaje en los pies -le encantaban-, y al rato se incorporó y me dijo que quería mear. Ya sabía lo que tenía que hacer. Me arrodillé y me tragué entera su meada. Mientras estaba así me dijo:
-Tengo ganas de jugar un poco esta tarde. Vamos a la mazmorra.
Me eché a temblar, sin embargo, ya no me atrevía a cuestionar sus órdenes, e inmediatamente obedecí, bajando tras él las escaleras, hasta llegar a aquel agujero. Estaba allí, de pie, temblando como una hoja, mientras Jose inspeccionaba sus cosas. Lo primero que hizo fue traer unas pinzas de la ropa y me las quiso poner en los pezones. Yo estaba temblando de tal modo que no acertaba a ponérmelas. Al tercer intento se cabreó y me soltó una violenta bofetada:
-¡Quieto, ostias! ¡Cálmate! Como tenga que calmarte yo va a ser mucho peor, te aviso.
Dolorido, casi mareado por el bofetón, me esforcé al máximo por dejar de temblar. Al fin Jose pudo ponerme las pinzas en los pezones. Aquello no fue demasiado doloroso, pero entonces se agachó y comenzó a prendérmelas en los huevos. ¡Dios! Aquello sí dolía. Empecé a retorcerme sin poder evitarlo. Jose se levantó y de nuevo me dio una fuerte bofetada con su manaza abierta:
-¡Aguanta un poco, nenaza! ¡Sé un hombre por una vez!
Siguió poniéndome las pinzas, no sé cuantas me prendió, pero mis testículos ya no se veían. Entonces me tomó de los brazos y me hizo agacharme sobre un potro que había en la habitación. Una vez tumbado sobre el potro procedió a atarme meticulosamente los brazos y las piernas a las patas del mismo. Entre el dolor de las pinzas y la angustia por lo que esperaba yo creía morir. Me faltaba el aire. En ese estado me sorprendió el primer golpe en mi culo.
No podía saber con qué me estaba golpeando, ya que la postura en que me encontraba atado me impedía volver la vista. Era un objeto plano y muy duro, luego supe que era una raqueta de pádel. Empezó a azotarme rítmica y metódicamente, con fuerza. Al principio el dolor no era excesivo, pero a medida que mi culo iba enrojeciendo comenzó a hacerse insoportable. Además, a cada azote mi pelvis se movía y las pinzas de mis huevos golpeaban el potro, produciéndome un intenso dolor también en esa parte. En un momento dado no pude contener un grito e inmediatamente el collar me dio una fuerte sacudida, lo que no provocó más que la risa de mi torturador:
-Jajaja… aguanta marica. O si no, al menos aguanta sin lamentarte. Ya ves lo que te pasa si no estás calladito, jajaja…
Seguí sufriendo los golpes mucho rato, conteniendo como podía los gritos que venían a mi garganta. Al fin, cuando creía que perdería el conocimiento, Jose paró. Me desató y me dio la vuelta, atándome ahora sobre el potro boca arriba. Entonces me quitó las pinzas, muy lentamente, regodeándose con el intensísimo dolor que me producía cada pinza que quitaba. A continuación, vi como tomaba una vela y la encendía. Mirándome a los ojos, solazándose en mi miedo, puso la vela sobre mí y empezó a dejar caer la cera hirviente en mi cuerpo. Sentí la quemazón, que en mi pecho y estómago no fue muy grande. Sin embargo, cuando empezó a dejarla caer sobre partes más sensibles, sobre todo después de la tortura de las pinzas, mis pezones, mis huevos, mi polla, creí morir. Me retorcí desesperado mientras Jose continuaba con total frialdad llenando mi cuerpo de cera hirviente, y deteniéndose con especial fruición donde sabía que me hacía más daño.
Finalmente dejó la vela y me desató. Creía que todo terminaría ahí, pero estaba muy equivocado. Me llevó entonces a una cruz de San Andrés que colgaba del techo de la mazmorra y me ató a ella los brazos y las piernas, de espaldas a la cruz. En esa postura alzó su pie derecho y comenzó a darme patadas en los huevos. Os podéis imaginar el dolor, acentuado además por las torturas anteriores. Los golpes no eran muy fuertes. Se veía su experiencia en el tema y cómo sabía infligir dolor sin riesgo de producir lesiones permanentes. Aún así el dolor era tan terrible que me hubiera doblado en dos si no hubiese estado atado.
Después de un rato golpeando mis pobres testículos lo vi tomar una navaja muy afilada y empezó a pasarla por mis genitales, mientras me decía, pegando su cara a la mía:
-¿Qué te parece si te corto los huevos? ¿O la polla? Total, para lo que le sirven a un puto maricón como tú no sería mucho desperdicio, ¿no?
Sentía el frío del metal en mis carnes. Comencé a temblar como una hoja. Entonces Jose empezó a pasarme el filo de la navaja por la cara.
-O igual te puedo rajar esta cara bonita que tienes. Desfigurarte tanto que nadie pudiese verte sin volver la vista -me acercó el filo de la navaja a los ojos, mientras seguía diciendo con sadismo: -O sacarte los ojos. A ver, ¿qué utilidad podría sacarte siendo ciego? Ummmmm -hizo como si pensara. Mi corazón en ese momento parecía que iba a explotarme en el pecho.
Después acercó la navaja a mis pezones:
-Bueno, lo que sí puedo hacer es arrancarte esto, ¿no? No tiene ninguna utilidad…
Clavó un poco la navaja en mi pezón, sacando una gota de sangre. Mi terror fue ya en ese momento tan grande que, sin poder evitarlo, me meé encima. Al estar desnudo, mi meada salpicó el pantalón de Jose, que montó inmediatamente en cólera:
-¡Maldito cerdo maricón! De verdad que te voy a matar -soltó la navaja y empezó a abofetearme en la cara, con ambas manos y una violencia increíble. Pensé que iba a perder algún diente. Así estuvo casi un minuto, y entonces salió deprisa de la mazmorra.
Unos minutos después regresó. Se había cambiado el pantalón y parecía más calmado. Yo en ese momento estaba llorando desconsoladamente y todo mi cuerpo se convulsionaba en terribles espasmos. Jose se acercó, me desató de la cruz y me tomó en sus brazos. A continuación, me hizo sentar sobre el potro y se sentó a mi lado.
-Vamos, vamos… tranquilízate, tranquilo… -dijo suavemente mientras aún me sostenía en sus brazos-. ¿De veras crees que te haría algo así? Solo estaba vacilándote, metiéndote miedo. Pero también quiero que asumas que tu vida, que tu bienestar, están ahora completamente en mis manos. Entrégate a mí en cuerpo y alma y todo irá bien. Si no… pueden pasarte cosas terribles.
Vi que ahora tenía en la mano un ungüento que comenzó a aplicar primero en mi dolorido culo, luego en mis huevos y en mis pezones y finalmente en mi cara, totalmente enrojecida después de su explosión de bofetadas. Me lo dio suavemente, a conciencia, casi con cariño. -Esto te calmará el dolor -me dijo.
Completamente destrozado, yo no podía dejar de llorar. No podía pensar, no podía… ¡nada! ¿Cómo podía alguien a quien había considerado un amigo tratarme así? Al fin, me calmé poco a poco, Jose se apartó y me dijo:
-Vamos esclavo, sube a preparar la cena. Y hoy… -pareció pensarlo y me dijo sonriendo- haz dos raciones. Tú también comerás de lo que prepares. Te lo has ganado.
Subí y me dirigí a la cocina. Efectivamente esa noche Jose me permitió alimentarme como un ser humano, aunque, por supuesto, no me dejó sentarme a la mesa con él. Hube de comerlo después, en la cocina. Aún me esperaba, no obstante, una sorpresa aquella noche.
En efecto, cuando Jose cerró mi jaula para dormir, se agachó y me dijo:
-Mañana empiezas a trabajar en el supermercado de la urbanización. Y tengo que dejarte allí antes de ir al trabajo, así que procura dormirte pronto. Hay que levantarse temprano
Salió, apagando la luz. Me quedé de piedra. ¿Al día siguiente empezaba a trabajar?
Continuará?