Traicionado y esclavizado 10

Cena con unos invitados inesperados...

Los días iban pasando. Mi vida, incluso en las circunstancias en las que estaba, empezó a hacerse rutinaria: trabajo en el supermercado por las mañanas, trabajo doméstico por las tardes. Eso sí, algo cambió profundamente en aquellos días. Mis sentimientos por David se hicieron cada vez más fuertes y tuve la inmensa alegría de verme correspondido por él. Una mañana, aprovechando que nuestros compañeros estaban dentro, nos dimos en el patio nuestro primer beso. Fue algo completamente mágico. Yo había estado ya enamorado, pero nunca había sido correspondido, y entonces solo conocía la cara amarga del amor. Aquel beso puso mi mente patas arriba y, desde entonces, viví para aquellos 15 minutos al día que pasaba junto a mi adorado David. Incluso llegamos a más de un beso, un día escondidos en el cuarto de las cosas de limpieza. No pudimos hacer nada realmente, teníamos demasiado miedo a ser descubiertos, pero al menos pudimos sentir el contacto de nuestros cuerpos. Para mí fue como estar en éxtasis. Nunca pensé que pudiera albergar sentimientos tan fuertes hacia otro ser humano. Me producía mucha pena pensar que nunca nos sería permitido estar juntos, pero, por el momento, aquello fue como una explosión de luz en mi oscura existencia y me proporcionó una razón para seguir viviendo.

Mi vida junto a Jose era por lo general soportable, aunque con altibajos. Normalmente no era muy exigente mientras cumpliese mis labores domésticas y le atendiese en todo lo que requiriera. Aunque, por otra parte, me trataba de forma muy diferente unos días u otros, según el humor del que se encontrara, y así había días que me dejaba tomar comida normal y dormir en la habitación de invitados, y otros en los que volvía a encerrarme en la jaula y me hacía comer de nuevo el pienso para perros. Yo le obedecía puntualmente en todo y procuraba que siempre estuviese perfectamente atendido. Sin embargo, él no terminaba de estar contento. Me decía con frecuencia que había progresado mucho pero que notaba que yo no era feliz a su lado (supongo que eso yo no era capaz, o no quería, fingirlo), y eso era -según él- porque aún me resistía a entregarme a él en cuerpo y alma. Y una vez y otra insistía en que acabaría venciendo esa resistencia y haciéndome totalmente suyo.

Como parte de esa estrategia, aunque yo no lo pude sospechar en ese momento, un día me dijo que iban a venir dos invitados a cenar. Yo me eché a temblar, recordando mi experiencia con sus amigos, pero él, viendo mi turbación, me aseguró que no eran Paco ni Juan Carlos y añadió, sonriendo misteriosamente, que su identidad era una sorpresa para mí.

Me quedé perplejo y preguntándome de quién se podía tratar, mientras preparaba una suculenta cena. Sabía que a Jose le encantaba ser un buen anfitrión. Cuando el timbre sonó y fui a abrir, nada ni nadie podía haberme preparado para lo que me encontré en la puerta…

¡Eran mi padre y mi hermano! Los dos me sonrieron y mi hermano bromeó, dándome una palmada en el brazo:

-Vaya, hermanito. Te ves realmente bien, tan depilado y calvo, jajaja…

Yo estaba atónito ante lo que veía. ¿Qué hacían mi padre y mi hermano allí? La verdad es que no había vuelto a pensar en ellos desde mi esclavización, y había supuesto que no tenían permitido verme. En ese momento me alegré de verlos, tal vez venían a ayudarme o al menos a saber cómo me encontraba. ¡Qué equivocado estaba!

Mientras estaba allí embobado, Jose apareció detrás de mí y, dándome una fuerte colleja me dijo:

-¿Qué pasa esclavo? ¿Has olvidado cómo se saluda a tus superiores?

Totalmente aturdido me postré y besé los zapatos, primero de mi padre, Eduardo, y después de mi hermano, Pedro. Ambos sonrieron ampliamente y mi padre le dijo a Jose:

-Vaya, estoy realmente impresionado. Sí que lo has educado bien…

Esas palabras me dejaron desconcertado. ¿Estaba mi padre felicitando a Jose por su conducta? Me puse en pie, mientras Jose les hacía pasar:

-Pasa Eduardo. Me alegro mucho de volver a verte -. Vi que mi padre llevaba un objeto en la mano que enseguida reconocí. Era una antigua radio vintage que yo tenía en mi habitación en casa de mi padre. La tenía un cierto cariño ya que había sido un regalo de mi madre, muerta hacía muchos años. Se la tendió a Jose y este, al tomarla, me informó: -Estuve en casa de tu padre hace tiempo viendo tus cosas, por si alguna me podía interesar. En un principio le dije que no, pero ahora lo he pensado mejor y le pedí si me podía traer esta radio, que me gusta, y de paso le invitaba a cenar.

Como yo no decía nada, mi hermano me preguntó, burlón:

-¿Qué pasa hermanito? ¿Se te ha comido la lengua el gato?

Jose les informó del programa del collar que me impedía hablar. Y cuando yo pensaba que iban a protestar por aquella medida tan cruel, me encontré con que mi padre le decía:

-Wow, eso es realmente genial. Siempre habló mucho más de la cuenta. ¡Ojalá hubiese podido hacer yo eso con él cuando era adolescente!

Las palabras de mi padre se me clavaron como puñales y comprendí que no podía esperar nada absolutamente de ellos. No obstante, aún no era ni mínimamente consciente de hasta dónde iba a llegar la infamia de mi padre aquella noche.

Se sentaron a la mesa y me puse a servirles, mientras empezaban a charlar animadamente. Mi padre alabó la comida y, cuando supo que era yo quien la había preparado, le dijo a Jose que no tenía ni idea de que yo podía cocinar tan bien, que en casa nunca movía un dedo y que era un vago y un inútil. De nuevo le felicitó, desgarrándome el alma, por la labor que había hecho conmigo. Continuaron hablando sobre mí, en general criticándome, como si yo no estuviese delante, durante bastante rato. Podéis imaginar mi sentimiento de humillación e impotencia al no poder decir nada en aquella conversación en la que quedaba tan mal parado. En un momento dado Jose le preguntó a mi padre si sabía anteriormente que yo era homosexual (bueno, él dijo “maricón”, por supuesto). Ante la respuesta afirmativa de mi padre, Jose inquirió por qué no me habían denunciado. Podría haber sido su esclavo. Mi padre pareció vacilar un poco y dijo:

-Hombre, es mi hijo. No sé si le podría haber hecho una cosa así. Además, no creo que me hubiesen dejado ser el dueño de mi propio hijo.

-En eso te equivocas -repuso Jose-. Tengo un conocido que tenía un hijo adolescente realmente rebelde. Ya no sabían qué hacer con él. Pues bien, lo denunció, a pesar de que el chaval no era homosexual. Era la época en que aún no se habían puesto estrictos con lo de probar la acusación y bastó su palabra para condenarlo. Su hijo se convirtió en su esclavo y, gracias al collar, pudo someterlo completamente y volverlo un corderillo dócil a todos sus deseos. Además, adoptó de tal forma su papel de amo que la última vez que lo visité me dijo que casi había olvidado que era su hijo, y de hecho lo trataba como a un perro, incluso le hacía dormir fuera de la casa, en una caseta.

La historia me produjo escalofríos e, involuntariamente, me imaginé siendo esclavo de mi padre. ¿Me trataría también así?

En otro momento de la cena Pedro, extrañado, le preguntó a Jose si yo no comía nada, y este le contestó:

-Normalmente los esclavos nunca comen con sus superiores. Lo hacen luego, en la cocina u otro lugar. Pero como vosotros sois familia, hoy podemos hacer una excepción -se volvió a mí, y me dijo: -Esclavo, ve a buscar tu comida… -hizo una pausa y sonrió socarronamente-, y me refiero a tu comida… especial, y te la traes para cenar aquí con nosotros. Y… -añadió- quiero que la sirvas aquí, para que podamos verla.

Así que de eso se trataba. Quería humillarme todo lo posible delante de mi familia. Rojo de ira y de vergüenza, fui a la cocina y volví con el bol y la lata de comida para perros. Lo puse en el suelo, abrí la lata y lo serví, empezando a comer arrodillado en el suelo. Sabía que eso era lo que Jose quería, degradarme al máximo. Naturalmente mi padre y mi hermano se percataron perfectamente de qué tipo de “comida” era.

-Bufff, ¿a qué sabrá eso? -dijo mi hermano. Y agachándose tomó un poco con la mano y se lo llevó a la boca, para inmediatamente escupirlo asqueado: -¡Dios! ¡Esto es repugnante! ¿Cómo puedes comer esto?

-Porque es lo único que le permito comer -le contestó Jose-. Recuerda que ya no es un ser humano y no merece para nada que se le trate como tal.

Mi padre torció un poco el gesto. Fue la única vez en toda la noche que pareció disgustarle un poco mi situación, pero repuso:

-Bueno, al menos su manutención te saldrá bien barata…

Cuando acabaron de cenar, Jose les invitó a tomar un café en los sofás del salón. Allí se sentaron mientras yo les servía el café. En cuanto lo hice, Jose le preguntó a mi padre si le apetecería un masaje de pies. Aunque aquello no me sorprendió y, por desgracia, me lo esperaba, no pude evitar que el corazón me diera un vuelco. Mi padre, un poco desconcertado, accedió y, a una señal de Jose, no tuve más remedio que arrodillarme y descalzar a mi padre, que me miraba como hipnotizado. Tenía unos pies ásperos y muy grandes, pues mi padre era un hombre alto y corpulento, como Jose. Empecé a masajearlos con todas mis ganas.

-Emplea todas tus técnicas, esclavo -me ordenó Jose. Sabía a qué se refería y, resignado, comencé a alternar mis dedos en los pies de mi padre con mi lengua. Mi padre estaba completamente atónito, pero enseguida, gracias a la magia de mis manos y mi lengua, pasó de la sorpresa al placer absoluto.

-Ummmmmm, ¡Dios! ¡Es increíble! ¡Qué suerte tienes de poder tener esto a diario! -gimió. Y, para mi absoluta desolación, añadió: -La verdad es que tienes razón, si hubiese sabido que podía disfrutar de esto, lo hubiese denunciado y hecho mi esclavo… ummmmm…

Continué después con los pies de mi hermano, que parecía disfrutar inmensamente de mi degradación. Sentía en aquel momento como si mi vida se hubiera convertido en una de esas pesadillas recurrentes en las que te ves obligado a hacer lo mismo una y otra vez. Y ese sentimiento pareció corroborarlo más aún lo siguiente que ocurrió. Mi padre se puso en pie y le pidió a Jose ir al baño. La sangre se me heló en las venas. ¡No! ¡No podía ser que Jose fuera tan inhumano! Me volví hacia él con una mirada aterrorizada que claramente suplicaba: “Por favor, no, no lo hagas”. Por supuesto, no me sirvió de nada. Jose, creo que disfrutándolo más aun al ver mi terror, sonrió y le dijo a mi padre:

-En esta casa el urinario habitual es la boca del esclavo.

Mi hermano bufó, incrédulo:

-¡No! ¡No es posible que haga eso! ¿De veras?

-Compruébalo -se limitó a contestar Jose. Y chasqueando los dedos me señaló el suelo frente a mi padre, en muda orden. Obedecí abatido y me arrodillé, quedando mi cara a escasos centímetros de la bragueta de mi padre. Esperé unos segundos, esperando que mi padre reaccionara y rehusara. ¡No podía ser que permitiera aquella infamia!

Me equivoqué. Mi padre permaneció callado y quieto, expectante. Supongo que él tampoco terminaba de creer lo que iba a hacer. Resignado abrí la bragueta de su pantalón y saqué su polla. Nunca la había visto en toda mi vida. Tontamente pensé que era de buen tamaño y realmente bonita. La puse en mi boca y esperé. Mi padre se concentró, era evidente que le costaba empezar a mear con tanta expectación alrededor. Al fin logró relajarse y un pequeño chorro de orina maloliente, que en pocos segundos se convirtió en un poderoso flujo, se derramó en mi boca. Tragué rápidamente, sintiéndome humillado como nunca. ¡Mi propio padre se estaba meando en mi boca! Me vino a la cabeza el hecho de que aquella polla que estaba mancillando mi boca era la misma que me había hecho hacía 30 años…

Mi hermano, mientras tanto, casi brincaba de regocijo:

-¡Dios, lo está haciendo de veras! ¡No puedo creerlo!

Mi padre acabó y con cuidado devolví su polla a su sitio, cerré su bragueta y él se volvió a sentar satisfecho. Naturalmente mi hermano quiso también su turno y, mientras estaba bebiéndome su repugnante meada, se interesó por mi collar y le preguntó a Jose acerca de su funcionamiento.

-Te lo explico -repuso este-. Y puedes probarlo si quieres. Mira, se maneja desde este mando -lo sacó de su bolsillo. Quedé perplejo. ¿No estaba aquel mando en poder de Fernando, mi jefe? Sin duda Jose lo había recuperado en algún momento, lo cual confirmó la sospecha que tenía desde hacía rato de que todo aquel encuentro había sido meticulosamente planeado por él. Continuó enseñándole a mi hermano: -¿Ves? Se pulsa aquí. Cuanto más tiempo lo pulses mayor es la descarga que recibe el esclavo.

Mi hermano tomó el mando y lo pulsó. Una sacudida agitó mi cuerpo. Lo pulsó un par de veces más y de nuevo el collar descargó en mi pobre cuello, haciéndome retorcer de dolor.

-¡Wow! Esto es realmente divertido -rió Pedro-. ¿Quieres probar, papá? -le tendió el mando.

-Claro -aceptó de buena gana mi padre tomándolo en su mano. Y de inmediato, cruel y despiadadamente empezó a pulsarlo una y otra vez, mientras yo me sacudía de un lado a otro, volviéndome loco con las descargas.

-Jajaja… -reía mi hermano-. ¡Vaya danza que nos estás haciendo, hermanito!

Vi la cara de mi padre y parecía estar divirtiéndose como nunca.

-¡Esto es fantástico! -le dijo a Jose, que lo contemplaba todo, tremendamente complacido-, ¡ojalá hubiera tenido esto en su momento para educar a este niñato, jajaja…!

Aparte del dolor de las descargas, aquello me estaba destrozando moralmente por completo. ¿Cómo podía estar haciéndome algo así? Sabía que no nos habíamos llevado bien, pero nunca imaginé que mi padre, la persona que supuestamente más debía quererme en el mundo, pudiese disfrutar de ese modo viendo a su hijo sufrir.

Continuó durante un par de minutos, en los que incluso me dio deliberadamente un par de descargas tan fuertes que casi perdí el conocimiento. Al final le tendió el mando a Jose, pero no había terminado aún la infamia de aquella noche…

-Es estupendo -le dijo-, pero donde esté una buena azotaina para educar… Me hubiera gustado mucho dársela, pero en ese momento no estaba bien visto pegar a los hijos. Lástima, seguro que si lo hubiera hecho no me hubiese salido así.

-Bueno -repuso Jose, y sus siguientes palabras acabaron de hundirme en la miseria más absoluta: -no tienes por qué quedarte con las ganas -. Vi que mi padre entendía y se le iluminaba la cara.

Dicho y hecho. De repente apareció, no sé de dónde, la raqueta de pádel y Jose me ordenó desnudarme del todo y tumbarme sobre las rodillas de mi padre. Sintiéndome de nuevo como un niño travieso, obedecí, y enseguida mi padre empezó a golpear con firmeza mi culo. Me di cuenta, no obstante, de que, al menos, no estaba utilizando todas sus fuerzas. Mi padre era un hombre grande y poderoso y podía haberme destrozado en cualquier momento si hubiese querido. A pesar de ello, el dolor era considerable, aunque nada comparable al dolor que sentía en mi alma. La sensación de humillación y vergüenza era tal que solo me quería morir.

Al fin mi padre se cansó y me empujó al suelo, donde quedé tumbado y abatido, para seguidamente levantarse y decirle a Jose que le agradecía de veras aquella velada y que era hora de irse. Antes de marchar se dirigió a mí diciendo:

-Hijo, espero que sigas siendo un buen esclavo y le agradezcas debidamente a tu amo la oportunidad que te ha dado de ser algo valioso en la sociedad. ¡No sabes lo contento que estoy de que alguien haya hecho la labor que yo no pude hacer contigo!

Mi hermano también se despidió, dándome una patada en el costado y diciendo burlón:

-Adiós hermanito. Espero que tengas una vida feliz. Y que sepas que no tengo ningún problema en que seas maricón. Así toda la herencia va a ser para mí, jajaja…

Salieron. Me quedé allí, tumbado boca abajo en el suelo mientras Jose les despedía en la puerta. Sabía que si volvía y me encontraba así se enfadaría y probablemente me castigaría, pero en ese momento literalmente no podía moverme. Estaba completamente roto.

Jose, no obstante, al volver se sentó un momento en el sofá junto a mí y me dijo en un tono de voz muy suave:

-Supongo que has adivinado que no tengo el menor interés por tu radio, de hecho va a ir a la basura ahora mismo. Solo fue una excusa para traer aquí a tu familia. Sé que todo esto ha sido muy cruel para ti, pero necesitaba demostrarte que ya no tienes a nadie ahí fuera. Todo tu mundo ahora soy yo. Cuando antes te entregues por completo y seas totalmente mío, antes serás feliz-. Se levantó y antes de salir añadió: -Reflexiona sobre ello y, cuando te sientas con ánimos, recoge todo esto y ve a dormir.

Reflexioné, sí, pero lo que Jose no supo es que sus palabras tuvieron en mí exactamente el efecto opuesto al que pretendía. Una voz llena de furia se alzó en mi interior, devolviéndome, aunque fuera ficticia y momentáneamente, mi dignidad. Y, mientras me ponía de nuevo en pie, me hice a mí mismo una promesa: “¡Jamás seré tuyo, Jose, JAMÁS! ¡Antes me quitaré la vida!”…

Continuará...