Traicionado y esclavizado 1

Relato de dominación gay en un mundo distópico

[Inicialmente colgué este relato en la sección de Grandes relatos, pero lo vuelvo a colgar aquí, pienso que es más adecuado]

El mundo estaba totalmente cambiado. Tras la pandemia y después del desastre económico, mi país se había convertido en una dictadura y los derechos civiles habían sido reducidos drásticamente. La peor parte, no obstante, se la habían llevado los hombres homosexuales. Si bien las lesbianas eran toleradas, los gays habían sido considerados “enemigos del estado” y había comenzado una feroz persecución. Al principio eran simplemente detenidos y llevados a prisión, sin embargo, después se dio un paso más: eran desposeídos de todos sus derechos como individuos y comenzó a hacerse frecuente que se les declarara como esclavos y pasasen a ser una mera propiedad de alguien, normalmente de aquella persona que les había denunciado.

En esta despiadada sociedad es donde da comienzo mi historia...


Aquella mañana salí a pasear y a hacer unas compras. En mi recorrido me di cuenta de que cada vez se veían más esclavos por la calle o en las tiendas. Era muy fácil reconocerlos. En primer lugar, porque iban desnudos completamente, salvo por una especie de taparrabos que cubría sus genitales, aunque en días fríos se les permitía llevar una especie de uniforme sucinto de saco que les cubría el cuerpo. También porque todos ellos llevaban un collar especial al cuello. Yo nunca había visto uno de cerca. Según había oído se utilizaban para el adiestramiento y el control de los esclavos. Producían unas descargas eléctricas que inutilizaban al esclavo para cualquier acto rebelde. La verdad es que despertaban mi curiosidad. ¡Poco podía yo imaginar en ese momento lo que un collar de aquellos iba a significar en mi vida!

Al ver a uno de aquellos esclavos con su dueño, me acordé de mi amigo Jose. El amo llevaba al esclavo de una correa atada al cuello, y el esclavo iba a cuatro patas siguiéndolo como podía. Al menos el amo había tenido la piedad de ponerle unas rodilleras para que no se hiriese demasiado en su recorrido. Recordé que yo había jugado una vez a aquello con Jose. Él era un hombre al que había conocido -en una época libre- a través de un portal de contactos de BDSM y fetichismo. Yo buscaba sexo con un cierto toque fetichista, me gustaba ser humillado verbalmente, adorar pies, alguna práctica guarra…. Jose, sin embargo, buscaba un esclavo absoluto, alguien que se entregara totalmente a él. Él era heterosexual, pero le excitaba especialmente dominar a hombres. Le hacía sentir más poderoso. Como no era aquello lo que yo buscaba no llegamos a mucho sexualmente. Nunca acepté la “entrega total” que él me pedía. No obstante, exploramos en algunas sesiones nuestros gustos comunes: adoré sus pies, fui su perro para algunos juegos, incluso le había comido la polla o lamido el culo alguna vez como muestra de sumisión, ya que a él no le interesaba demasiado el sexo homosexual. Sexualmente prefería a las mujeres. A raíz de aquello, sin embargo, habíamos desarrollado una buena amistad, comíamos juntos de vez en cuando, incluso había pasado algún fin de semana en su casa. Vivía en las afueras de la ciudad, en una casa de campo, en una urbanización. En aquel momento lo recordé y tomé nota mentalmente de llamarlo, ya que hacía bastante de nuestro último encuentro.

La visión de aquellos esclavos me resultaba bastante perturbadora, al ser yo mismo homosexual y saber que mi suerte podía ser aquella si era descubierto. No obstante, no tenía demasiado miedo. Me había mantenido bastante en el armario y cuando habían empezado las cosas a ponerse feas había borrado todas mis aplicaciones de ligar y había renunciado totalmente al sexo, de manera que era muy difícil que fuese descubierto. Además, ahora era más complicado que te denunciaran, ya que, en vista de los abusos que había habido con las denuncias en un primer momento (era muy goloso denunciar a tu vecino o a cualquiera por homosexual y quedarte con todo su patrimonio), el gobierno había establecido que no se aceptara ninguna denuncia que no aportara pruebas y, además, las denuncias falsas conllevarían la esclavitud del denunciante. En estas circunstancias, ¿quién podría denunciarme? Aparte de la gente con la que había mantenido relaciones -que, obviamente, también eran homosexuales- solo sabían de mi condición mi padre y mi hermano. Mi relación con ellos no era buena, mi padre me consideraba un vago y un inútil, no obstante lo cual seguía ayudándome cada vez que me quedaba sin empleo (cosa que me ocurría constantemente). Pero, incluso así, no les creía en absoluto capaces de denunciarme. Y aunque lo hubieran hecho no podían aportar ninguna prueba. Solo su palabra.

Sin embargo, toda esa falsa seguridad que sentía iba a saltar en pedazos aquella misma tarde…

Me encontraba en casa leyendo las ofertas de trabajo cuando llamaron agresivamente a la puerta. Extrañado, pues no esperaba a nadie, fui a abrir, para encontrarme con tres policías grandes y fornidos.

-¿Ramón Molina? -inquirió uno de ellos con voz fuerte y autoritaria.

-Sí… soy yo -respondí amedrentado.

E inmediatamente y antes de que pudiera reaccionar, dos de ellos me dieron la vuelta, me agarraron los brazos y me los esposaron a la espalda. El oficial al mando siguió:

-Queda detenido por conducta inmoral y desviada. Tiene derecho a guardar silencio, etc, etc, -continuó citándome mis derechos como en las películas mientras yo escuchaba atónito. Sin embargo cuando acabó, cambió totalmente el tono oficial y burlonamente me dijo: -pero no te preocupes, muy pronto ya no vas a tener ningún derecho, jajaja… -rio, siendo acompañado en su risa por sus dos compañeros.

Me metieron bruscamente en un coche oficial y se pusieron en marcha. Dos de ellos iban delante y el tercero a mi lado. Cuando pude controlar los desbocados latidos de mi corazón, inquirí:

-Agentes, ¿puedo saber de qué se me acusa?

Iban hablando entre ellos y me ignoraron completamente. Empecé a sentir indignación y elevé la voz:

-Agentes, ¡EXIJO SABER DE QUÉ SE ME ACUSA!

Me miraron sorprendidos. Sin embargo, como única contestación el que estaba a mi lado sacó una pistola taser que llevaba al cinto y me la puso en el cuello. Sentí una tremenda sacudida eléctrica e inmediatamente perdí el conocimiento.

Cuando lo recobré estaba tumbado en un suelo duro. Al incorporarme me di cuenta de que me habían quitado las esposas, pero me encontraba en una celda grande, con otros hombres en ella. Algunos llevaban el collar y el taparrabos de los esclavos. Ninguno me prestó la menor atención. Parecían ensimismados en sus propios problemas. Me acerqué entonces a los barrotes y golpeándolos empecé a llamar:

-¡EH! ¡EH! ¿ME OYE ALGUIEN?

De una puerta cercana salió un policía de una cierta edad, también grande y fornido. Me dijo con displicencia:

-Vaya, ¿vas a empezar a dar problemas? Deja de armar escándalo, anda.

-¡Quiero saber por qué estoy aquí! ¡Tengo derecho!

Se acercó a los barrotes e inesperadamente golpeó fuertemente una de mis rodillas con su porra. Caí al suelo, con un inmenso dolor, mientras el policía me decía condescendientemente:

-Hijo, empieza a acostumbrarte de que ya no tienes derecho a nada. Y vete también cuidando tu lenguaje. Vas a ser un esclavo dentro de poco y, para un esclavo, cualquier hombre libre es un superior, al que respetar y obedecer. A partir de ahora te dirigirás a los hombres libres como “Señor” y les obedecerás en todo. Si no te va a ir realmente mal -dijo esto último casi con una cierta piedad.

Mientras el policía volvía a salir y yo me retorcía de dolor en el suelo, me quedó claro que aquello solo podía deberse a que había sido denunciado por homosexual. Pero, ¿quién podía haber sido? ¿Cómo?

Después de muchas horas en la celda, durante las cuales no me ofrecieron ni un vaso de agua, apareció de nuevo el policía mayor acompañado de un hombre vestido de traje, sin duda algún tipo de funcionario. El hombre comprobó unos papeles que llevaba y me señaló. Entonces el policía abrió la celda y bruscamente me dio la vuelta y volvió a colocarme unas esposas en las manos. Esta vez no se limitó a eso y además tomó una mordaza, de esas que llevan una bola en el centro, y me la puso en la boca. Después me hizo seguirles con aspereza. Miré suplicante al hombre del traje y este me dijo sucintamente:

-Vas a ser ahora juzgado

No añadió ni una palabra más. Después de recorrer algunos pasillos llegamos a una gran habitación donde había mucha gente. Era la típica sala de juicios. Había un estrado donde se sentaba un juez, unos cuantos policías y unas cuantas personas en bancos. El policía que me llevaba me condujo hasta un punto un poco elevado donde me hizo quedarme de pie. Entonces lo vi…

¡Mi amigo Jose! Estaba allí en un banco destacado, vestido de traje y hablando con otro hombre, también de traje, que llevaba una carpeta y papeles, sin duda un abogado. El corazón me dio un vuelco tal que a punto estuve de desmayarme. ¡Había sido él! ¡Él me había traicionado!

Continuará?