Tradiciones Dolorosas: La Caminata

Dos hermanos, un conflicto y una piedra pesada.(Ballbusting)

Saludos, lectores de TR. Hoy presentare el primer capítulo de una serie que he llamado, Tradiciones Dolorosas. Basadas mayormente en escenarios antiguos y ficticios, veremos cómo tradiciones inmemoriales torturan o acaban los huevos de nuestros protagonistas. Y recuerden, no odiar es malo…

PD: El otro relato que sobrevivió en el móvil.

En el siglo VII a.C, en una aislada comunidad matriarcal, de las pocas en el mundo, vivía un pueblo extremadamente currante y antiguo. En el pueblo, unas cuantas familias convivían sin conflictos internos o externos, ya que no creían en la guerra y su deidad principal, la diosa Esthei; era la mediadora en los conflictos internos, mayormente sobre bienes y pactos.

En cierto sentido, era una realidad. Además de esa mediación por medio de sus sacerdotisas, también existía otra ancestral tradición, denominada Atamin, o simplemente La Caminata. Era exclusivamente hecha por los hombres y consistía en trasladar a un extremo del pueblo una piedra que permanecía custodiada en el templo de Esthei. El hombre en cuestión, despojado de sus vestidos, era atado a la piedra sagrada por los huevos y debía arrastrar la piedra tras de sí hasta el templo de la diosa, en el otro extremo.

Era una ceremonia pública y solemne. El hombre, que era escogido por una mujer designada en dicho mes para elegir al individuo, no podía negarse y tampoco debía recibir ayuda en el trayecto. La piedra, de unos 8 kilos de peso; lastimaba en gran manera los testículos y muy pocos habían logrado soportar el recorrido. El ser elegido, implicaba que entre ambas personas había un conflicto u odio y la ceremonia era una manera de zanjar la disputa.

La distancia que se debía recorrer era aproximadamente tres kilómetros, pero podía variar y ser mayor o menor, dependiendo si caminaba por varias calles o seguía la ruta más directa al templo. Jeenaa, mujer de 39 años miembro de la aristocracia local, había observado la costumbre y en par de ocasiones había sido designada para elegir al hombre que efectuaría La Caminata, una de ellas en contra del asesino de su amado esposo.

Fruto de esa relación, había tenido dos hijos. El mayor, llamado Pahdo, tenía 19 años; cabello largo y negro, ojos café y era de complexión atlética, su hermana se llamaba Hessa, de 15 años, rubia como su madre, ojos verdes, senos pequeños, cintura estrecha, caderas anchas. Una chica muy hermosa pero de mal carácter. Como era previsible, ambos hermanos discutían constantemente; incluso habían peleado, en contra de la costumbre de pelear. Una tarde, mientras contemplaban a un hombre que arrastraba la piedra sagrada en medio de gritos de dolor, conversaban en voz baja.

“Que patético… ni que fuese tan difícil arrastrar una simple piedra,” dijo Pahdo con cierto desdén.

“Si… porque imagino que tu si lograrías hacerlo,” le contestó su hermana menor.

“Soy uno de los más fuertes en nuestro pueblo, incluso puedo cargaros sobre mis hombros,” respondió Pahdo mientras caminaban lentamente, siguiendo al hombre y la piedra.

Hessa le miró con desgana y esbozo una leve sonrisa.

“Pero no es lo mismo llevar atada una roca a tus huevecillos, o si?”

“Estas celosa porque nuestra madre os ha negado entrar al servicio de la diosa y no eres tan fuerte como yo,” se burló el joven.

“No me hagas enojar, podría daros una bofetada aquí frente a todos,” amenazó Hessa.

“No serías capaz, hermanita. Lamento que solo podáis hacer eso,” siguió Pahdo.

La jovencita se mordió el labio inferior con fuerza, mirando a su hermano mayor.

“No me retes… no sabes de lo que puedo ser capaz,” advirtió Hessa.

Pero Pahdo ya no le prestaba atención, sino que siguió la procesión al tiempo que el hombre, desplomándose en el suelo, suplicaba a la mujer a su lado, que le había elegido; que le liberase de ese suplicio.

Al comprobar que sus huevos ya no servían para nada, la mujer le desató y siguiendo el rito, le indicó que todo estaba en el pasado. Los días transcurrieron, y Hessa seguía molesta con su presumido y orgulloso hermano, que se ejercitaba a diario, conservando su físico delgado pero atlético. Tras varias discusiones, un día la jovencita; harta de su hermano, fue hasta su madre.

“Madre, puedo pedirte algo?”

Jeenaa, que vestía una simple túnica blanca ceñida con un fino cinto de hilo de oro, se sentó e instó a su hija a hacer lo mismo.

“Por supuesto, mi querida Hessa. Que deseas pedirme?” preguntó su madre.

“Quisiera… quisiera ser la designada para el próximo mes en la ceremonia de Atamin,” dijo Hessa con cierto nerviosismo.

Su madre, sorprendida por tal solicitud, contempló a su hija brevemente antes de hablar.

“Me sorprende que me pidas esto, Hessa. No sabía que tuvieses alguna disputa con alguien,” contestó Jeenaa, sin preguntar con quién, pues no era permitido saberlo hasta el día de la ceremonia.

“Si madre. Por eso te lo pido, porque sé que no tengo la edad para elegir,” respondió la chica.

“De acuerdo, hare lo que me pides. Solo evita más conflictos con esa persona hasta el día de la ceremonia, en donde será terminado,” aclaró Jeenaa y asintiendo, Hessa se despidió de su madre, con una sonrisa.

Finalmente, el día había llegado y todas las personas del pueblo fueron reunidas en un extremo, para dar inicio a la ceremonia. Hessa vestía un vestido negro largo y llevaba el largo cabello suelto, su hermano Pahdo, un poco alejado; usaba una túnica corta que le llegaba a los muslos, y por encima; un peto de cuero y un cinto de cuero para ceñirse, más su calzado. Se hizo silencio, mientras las sacerdotisas de Esthei debatían sobre quien de ellas designaría a la mujer. Hablaron en silencio por largo rato, tanto que Pahdo estaba impaciente por que todo terminase para irse a dar un baño.

Tras una larga espera, Jeenaa dio un paso al frente y se aclaró la garganta, Pahdo reconoció su voz al no poder verla.

“Una vez más, estamos reunidos para celebrar Atamin. En esta ocasión, en virtud de las circunstancias, yo designaré a la hermana que llevara a cabo la ceremonia. Designo a mi querida hija Hessa,” indicó Jeenaa y Pahdo se extrañó, pues su hermana no tenía la edad.

Hessa se acercó a su madre, llena de emoción y con una mirada de triunfo en su hermoso rostro. Jeenaa la dejó sola y la chica se abrió paso entre la multitud y se paró junto a la piedra sagrada.

“Hoy, quiero elegir a mi hermano Pahdo, para celebrar Atamin!” exclamó la muchacha y se hizo silencio.

Jeenaa permaneció tranquila en su asiento. No expresaba ningún sentimiento en su mirada, en cambio Pahdo, al escuchar a su hermana, se quedó de piedra. Por un momento pensó que se trataba de una broma de mal gusto, pero pronto la gente a su alrededor lo empujó hasta dejarlo junto a su hermana, que le miraba con una amplia sonrisa. Pahdo había palidecido y luego de mirar hacia donde se hallaba su madre, no encontró apoyo en ella.

“Por fin, hermano. Es momento de probaros,” dijo Hessa.

“He-He-Hessa…” tartamudeó Pahdo y luego miró la pesada piedra junto a ellos. Tragó saliva, lleno de miedo.

“Déjame ayudarte…” musitó la chica y comenzó a desnudar a su hermano mayor.

Las manos no le respondían, incapaz de oponerse a su hermana. Temblaba de miedo, nunca había imaginado que esto podría sucederle pero allí estaban, pronto Hessa lo dejó desnudo y se rió al ver su rabo, reducido y flácido por el miedo.

“Que pasa? Hoy me podrás mostrar toda tu fuerza,” dijo Hessa mientras se agachaba y cogía la cuerda atada a la piedra, para atar el otro extremo a los huevos de Pahdo.

Con una mano amasó sus huevos mientras enrollaba la cuerda en la base de su escroto. Sentía náuseas y pequeñas punzadas de dolor cuando su hermana menor apretaba sus pelotas y continuaba atando sus joyas a la piedra sagrada. Cuando terminó, Pahdo miró a su entrepierna, con terror; la cuerda atada a sus pobres huevos y luego de reojo contempló la piedra a su espalda. Por último, miró delante de él, era un largo camino, jamás había notado que tan lejos era, hasta ese momento.

La angustia se apoderaba de él a cada segundo, las piernas le temblaban y su hermana le miraba con maldad.

“Ya es hora, Pahdo. Camina…” le indicó Hessa.

Con ojos llorosos, el chico apretó los dientes y dio un paso. Sintió un salvaje tirón en sus huevos que le cortó la respiración, su hermana lo observaba con ambas manos a la cintura.

“Que ocurre? Demasiado peso?” se mofó la jovencita.

Negando con la cabeza, el orgulloso muchacho cogió aliento y movió su pierna izquierda. De nuevo, otro fuerte tirón le hizo gemir y mirar a su hermana, que estaba muy lejos de conmoverse con su sufrimiento.

“Vamos, debes terminar hoy,” le recordó Hessa y Pahdo cerró los ojos.

Tensando todo su cuerpo, Pahdo comenzó a moverse. La piedra se movía con lentitud, sus huevos se estiraban como nunca antes lo habían hecho, y los tirones eran constantes y muy dolorosos. Tras veinte pasos, apoyó sus sudorosas manos en sus rodillas, aún quedaba un largo camino.

Continuó moviéndose lentamente, a veces más rápido pero lastimando mucho su gónadas, a medida que sus huevos enrojecían violentamente y se estrangulaban con cada estirón. Pahdo gemía angustiado y mareado, más nadie le ayudaba, solo su hermana Hessa permanecía a su lado, disfrutando el sufrimiento de su orgulloso hermano mayor.

“Vamos, tu novia nos observa,” comentó Hessa.

Sin atreverse a mirar donde Hessa había indicado, Pahdo siguió su paso, entre grandes gemidos de dolor. “DUELE!!! ME DUELEEE!!!” gritaba con desesperación tras haber alcanzado los 500 metros de recorrido. Hessa no podía estar más complacida.

En ese punto, las piernas le flaquearon y cayó a cuatro patas en el suelo, luchando por resistir el incesante y ardiente dolor en sus gónadas. Hessa se agachó a su lado, mientras hundía sus manos en el cabello mojado de su hermano, “Pobre Pahdo… te dije que no me retaras…” le dijo la jovencita con fingida empatía y se puso de pie, instándole a continuar.

Bufando por el dolor agobiante que venía de sus huevos, subía por su vientre y llenaba cada rincón de su cuerpo, Pahdo negaba con la cabeza.

“No pue… no puedo… m-m-me… duele…” dijo con un hilo de voz.

“No puedes detenerte, no has terminado y aun conservas los huevos,” aseguró Hessa, ya que eran las únicas condiciones para terminar Atamin, terminar o perderlos en el camino.

Con mucho cuidado, Pahdo se puso de pie nuevamente y avanzó un poco más, siempre con su hermana a su lado. Sudado, extenuado y al borde de la locura por lo salvaje de la ceremonia, el muchacho ignoró lo mejor que pudo el dolor y caminó, no miraba al frente ya que estaba muy preocupado por sus cosas, que estaban al límite.

Después de dos horas de caminata, y tras alcanzar la mitad del recorrido, Pahdo dejó escapar un grito atroz. Su testículo izquierdo, estrangulado por la cuerda, se le reventó dentro de su escroto y el chico se desplomó en el suelo, maldiciendo mentalmente a su hermana y esa condenada piedra.

“TU GANAS… YA ME RINDOOOO!!!” grito Pahdo, extenuado y abatido.

Hessa se arrodilló a su lado y en efecto, comprobó que el testículo izquierdo de Pahdo era una masa deforme e irregular. Su escroto estaba hinchadísimo y era poco probable que su hermano aguantase por mucho.

“Así no funciona. Debes terminar, o perder ambos,” le volvió a recordar Hessa.

Pahdo tardó un rato en recuperar la compostura. Las piernas le temblaban incontrolablemente, los huevos le dolían a horrores y se sentía mareado.

“Por… por favor… Hessa…”

“No. Tú me dijiste que esto era muy fácil, quiero que lo hagas,” dijo Hessa, sin ninguna misericordia.

Derrotado y aceptando su destino, Pahdo; con mucha dificultad se volvió a levantar, pero el dolor ya no le dejaba moverse. Iba a perder los huevos, ya estaba seguro de ello. Con mucho cuidado y lentitud, Pahdo siguió caminando, las personas que le seguían estaban seguras de que perdería el otro, pero no sería por negarse a completar la caminata.

Pronto el templo de Esthei se alzó ante ellos, Hessa pensó que tal vez después de todo, su hermano si podría realizar semejante hazaña y continuaba a su lado, atenta a su hinchado escroto. Ya a 20 pasos, el chico sintió como sus piernas flaquearon y se desplomó en el suelo, al hacerlo, su testículo sobrante se exprimió como el anterior, estrangulado por la cuerda y Pahdo lanzó un desgarrador alarido. Su hermana sonrió satisfecha al ver a su hermano mayor en el suelo, con los huevos hechos una tortilla y completamente derrotado.

El dolor alcanzó cotas elevadas y tras gritar un par de veces, Pahdo se desmayó. Hessa se arrodilló junto a él, y desató la cuerda; admirando la enorme masa deforme de color morado que eran ahora sus testículos.

“Pahdo… ya estamos en paz ahora,” murmuró la jovencita, encantada por terminar el conflicto con su hermano.

Sirvientas de su madre se aproximaron para llevarse al muchacho y tras un largo procedimiento, removieron el destrozado escroto del joven. Llevado en camilla como muchos otros, Pahdo tardó mucho tiempo en recuperarse de sus heridas, pero el trauma psicológico fue permanente y ya no se mostraba orgulloso o arrogante debido a su fuerza y físico. Muchos más, al igual que él, perdieron sus huevos hasta que el pueblo fue conquistado y su tradición, olvidada… hasta ahora.