Tormenta de verano
Cuando una tormenta de verano me obligó a tener que quedarme a dormir en casa de mi amigo no imaginaba que acabaría compartiendo confidencias y mucho más con su madre.
El verano de mis dieciocho años pasé más tiempo en casa de mi amigo Pedro que en la mía propia. Nos conocíamos desde el parvulario, habíamos crecido juntos, compartiendo juegos y aprendizajes, siempre habíamos sido íntimos, hasta finalizar el instituto. Pero se anunciaba septiembre y la universidad amenazaba con separar nuestros caminos. Por eso aprovechábamos el tiempo juntos, perdiéndolo de cualquier manera, haciendo deporte, jugando a la videoconsola, charlando de ligues… No voy a decir que su familia era como si fuese su familia, pero casi. Y no puedo decir que lo fuera, porque su hermana Sara me gustaba demasiado para haberla tenido como hermana. Tiene tres años más que nosotros, 21 por aquel entonces, la piel morena y una dulce silueta, y hacía ya un tiempo que estaba perdida y secretamente enamorado de ella. Para tranquilidad de mis hormonas y desasosiego de mi corazón, aquel verano sólo tuve que aguantar un par de semanas la dulce tortura de verla en bikini y en vestiditos cortos de vida alegre, que diría la canción. Y es que a mitad de julio se había marchado a trabajar a Inglaterra con el objetivo de mejorar su inglés. Tengo que reconocer que me volvía loco pensar que, aprovechando la independencia estival, estuviera liada con cualquiera, pero al mismo tiempo, su ausencia me hacia sentir más cómodo, me permitía ser más yo.
Aquella noche, como tantas otras, había terminado cenando en casa de Pedro. Ya estaba por marcharme cuando se desató una de esas típicas tormentas de verano. De pronto el ruido de la lluvia se vio superado por el estruendo de miles de bolas de granizo, gordas como nueces, que hicieron saltar tejas y alarmas de los coches. No era cuestión de marcharme en esas circunstancias, así que me tuve que quedar aguardando que el cielo concediera una tregua. Sin embargo, y contradiciendo al refrán, después de la tormenta, parecía llegar el diluvio. Tanto y tan fuerte llovía, que la madre de Pedro, Inma, decidió por todos que lo mejor era que pasara la noche allí. Me hizo avisar a la mía para que no estuviera preocupada, y se ofreció a preparar la habitación de su hija ausente para que durmiera en su cama.
- No hace falta, no te preocupes, yo puedo dormir perfectamente en el sofá - dije. Ella insistió, pero terminé por convencerla de que no era necesario. – Además le podría sentar mal a Sara si se entera que he dormido en su cuarto. - terminé por convencerla. Tal vez hubiese estado bien dormir en su cama, sumergirme en su universo, impregnarme en su aroma, pero… sé que no tengo un espíritu tan elevado y romántico, y que lo que en realidad sucedería sería que alguna prenda de su ropa interior acabaría escondida entre las mías, alimentando primero y limpiando después, mis pajas. Así que mejor evitar tentaciones dejándolas al otro lado de la puerta, y dormir en el sofá.
Después de mirar un rato la tele, llegó la hora de acostarse. Pedro se fue a su cuarto, sus padres a su habitación, y yo me quedé sólo con mi sofá. Me quité los pantalones y la camiseta, y solo vestido con los calzoncillos, me tapé con la manta que me habían ofrecido. Seguramente hubiese estado más cómodo en la cama de Sara, pero ya no era momento de cambiar. Tenía calor, estaba incómodo, el cielo se iluminaba por el resplandor de miles de relámpagos que alumbraban más que una linterna, y el sonido de un trueno se hilaba con el siguiente hasta crear un rugido infernal. Era plena madrugada y no podía dormir. De pronto, iluminada por la fugaz luz de un relámpago, observé una figura como fantasmagórica que avanzaba lentamente por el salón, procurando no hacer ruido.
- Vaya, cuanto lo siento, ¿te he despertado? - era la voz dulce de Inma que se detuvo al sentir que me revolvía en mi lecho.
- No, no se preocupe, no podía dormir - le contesté en baja voz.
- Voy a la cocina, ¿quieres que te traiga un vaso de agua? - preguntó ella muy servicial.
- Tranquila, ya voy yo, muchas gracias - le dije mientras me incorporaba y me cubría con la camiseta.
Mientras tanto, ella siguió su camino, encendió una luz que yo seguí medio adormilado, y me encontré de pronto en la cocina. Estaba de espaldas, con zapatillas de andar por casa y un camisón de satén blanco. Sacó una botella del frigorífico y vertió el agua en dos tazas que ya tenía preparadas. Vino hacia mí, me alargó la mano con el vaso y se sentó. Yo le di las gracias y la imité sentándome al otro extremo de la blanca mesa de formica.
- Hubieses estado mejor en la cama de Sara. A ella no le importaría - dijo después de apurar en un trago tres cuartas partes de la bebida.
Me encogí de hombros. – Tal vez, pero es por el calor que no podía dormir - dije tras refrescarme con el agua que me había ofrecido. – ¿ Usted tampoco podía dormir? - añadí.
Apuró su vaso antes de contestar: - Trátame de tú, por favor. Me había dormido, pero luego he tenido unos sueños que… - dejó caer sin terminar la frase.
- ¿Una pesadilla? - pregunté yo.
- No, no, todo lo contrario - respondió dibujando una sonrisa en sus labios.
- ¿Entonces? - volví a preguntar sin imaginar dónde terminaría llevándonos mi curiosidad.
Ella resopló, rió, y mirándome a los ojos dijo: ¿no pretenderás que te cuente mis sueños eróticos, verdad?
La verdad es que yo me quedé muy cortado. Era un adolescente, el sexo llenaba casi todos mis pensamientos, pero en aquel momento, compartiendo un vaso de agua con Inmaculada, la madre de mi mejor amigo, he de reconocer que me puse colorado en el acto. No es que no hubiese imaginado ni por asomo la clase de sueños que alteraban su descanso, es que ni siquiera podía imaginar que esa clase de sueños se conjugasen en el cerebro de una madre. Tal vez me hubiese fijado en otras mujeres maduras, pero nunca en Inma. No sé, era como una segunda madre, como mi tía, la conocía de toda la vida, y aunque me tratara con dulzura, yo no veía más allá pues simplemente no había nada más que ver. Era una mujer normal, de una belleza sosegada. Ni muy guapa, ni muy fea, morena, alguna cana en su media melena, un rostro corriente, que solo al ser cruzado por sonrisas como la que entonces lucía, adquiría una luz especial. Su cuerpo también era bastante usual. Piernas cortas, caderas anchas, su cintura no era la de un maniquí, pero tampoco pudiera decirse que era gruesa. Una mujer normal y corriente, con sus marcas en la cara, con sus ojeras, con sus curvas, con… con unos pechos algo caídos y redondeados en los que yo nunca había pensado hasta que esa noche la tenía sentada frente a mí, confesándome sin confesar sus sueños húmedos, y de los que yo no podía de repente apartar la vista pues el calor y el sudor de aquella noche de verano pegaban el camisón a su cuerpo marcándole los pezones.
Aunque mi cerebro exigiese otra cosa, mis ojos se habían vuelto de golpe unos librepensadores, y no conseguía apartar la mirada de ese montículo que se insinuaba bajo la ropa. Durante unos instantes ella no reparó en qué centraba mi mirada, y cuando por fin lo hizo, ni se tapó, ni se levantó, ni siquiera me miró con mala cara. Tan sólo, como quien se aparta el pelo de la cara, pinzó el camisón con sus dedos, lo separó de su piel, y volvió a dejarlo caer en unas milésimas que ante mis ojos parecieron pasar a cámara lenta. Y entonces fue peor, porque ya no era uno, sino los dos pezones los que se marcaron en su ropa. Y aunque yo tratara de no mirar, siempre un vistazo ligero y furtivo se me escapaba, y eso era suficiente para que comenzara a sentir un ligero cosquilleo en mi entrepierna. Ella mirando las musarañas, y yo tratando de vencer la atracción gravitatoria que ejercía sobre mi cuello su presencia, permanecimos un rato en silencio.
- Carlos, cielo, ¿me servirías un poco más de agua?, por favor - dijo de pronto. Yo me levanté como un resorte. – Por supuesto- le contesté. Pasé a su lado intentando no fijarme en lo único que me podía fijar, y al hacerlo sentí su mirada clavándose en mí, y una mueca parecida a una sonrisa se dibujó en sus labios al ver lo que esa conversación de madrugada estaba comenzando a despertar bajo mi calzoncillo. Llené de nuevo los dos vasos y los dejé sobre la mesa. – Gracias, cielo - usaba esa coletilla a todas horas y con todo el mundo, así que no me lo tomé como un cumplido personal- Siempre tan educado, quizás debería contarte lo de ese sueño… - dejó caer. Y sólo la posibilidad de que aquello ocurriera, desató en mí tal nerviosismo que no acertaba a cerrar la botella hasta que el tapón acabó cayéndoseme de las manos. Evité la tentación de mirar sus piernas al recogerlo, pero luego no podía apartar la mirada del piso. Miraba mis pies desnudos sobre el frío suelo cerámico, pero por más frío que estuviera, yo seguía teniendo mucho calor. Saber de su sola presencia a apenas metro y medio hacía que mi temperatura aumentase sin cesar. Permanecimos sin mirarnos, en un silencio que no era más incómodo que las pocas frases que habíamos intercambiado hasta entonces. Se incorporó, dejó las tazas en la fregadera, y pensé que al salir por esa puerta, todo habría acabado. Pero no.
Cerró la puerta de madera y cristales rayados y translúcidos, volvió sobre sus pasos, y se sentó sobre la mesa muy cerca de mí. Al sentarse el camisón se le recogió ligeramente, y yo no pude evitar mirar sus muslos. Si intentaba mirarla a la cara, lo primero que veía, como un par de montañas infranqueables, eran esos dos pezones erizados coronando sus senos, así que opté por seguir mirando la nada erótica pared de baldosas que tenía frente a mí. Pero aún así me era imposible negar la erección que comenzaba a reflejarse bajo mi calzoncillo. Sentía la sangre afluir y afluir, poniéndome la polla cada vez más dura, cada vez más larga, hasta hacerme incómodo incluso el estar sentado.
- Ay que vergüenza, vas a pensar que soy una fresca… - dijo cubriéndose la cara con las manos pero dejando el hueco necesario entre sus dedos para observar mi reacción - pero te lo voy a contar, siempre has sido tan correcto conmigo, que creo que a ti sí puedo contártelo… y esto no se lo vayas a decir a nadie, ¿eh?... - dijo de pronto. Yo negaba con la cabeza. Movía rápido la cabeza de lado a lado, diciéndome y diciéndole que no, no era ninguna fresca, y que por supuesto nunca se lo contaría a nadie, pero sí, quería oír esos sueños que perturbaban sus noches. – Verás; ¿a ti te gusta…ya sabes… que te la chupen? - preguntó mirándome. Aun a riesgo de tener que ver sin querer esos pezones, la miré y el gesto de mi cabeza se transformó en afirmativo. – Y a Pedro, ¿crees que le gusta? - No es que lo creyera, es que lo sabía, pues a ambos nos la había chupado la misma tía, aunque aquello no era para tanto, pues según decían las malas lenguas, se la había comido a medio instituto incluyendo algunos profesores. Yo seguí afirmando con la cabeza, pues era incapaz de pronunciar la más mínima palabra. Toda la soberbia de mis dieciocho años había desaparecido de golpe aquella noche escuchando hablar a la madre de mi mejor amigo. Lo único que no estaba intimidado en mi cuerpo era la polla, que seguía despertándose bajo las ropas. – Pues a su padre no le gusta. No sé por qué, yo pensaba que a todos los hombres les gustaba eso, pero no a él. Alguna vez lo hemos hecho, siempre por iniciativa mía, pero…no puede… es que él es muy tradicional. Fíjate, en treinta años de matrimonio nunca, nunca - recalcó- me ha pedido hacerlo por el culo. Claro, que yo no le hubiese dejado, porque no soy de esas, y además dicen que duele mucho y tengo miedo, pero no sé, su papel de hombre es el de al menos pedirlo, ¿no? Por eso me gusta tanto este sueño, porque no es que me lo pida, casi me exige que se la chupe, y yo lo hago, y cuanto más lo hago, mas grande se le pone, y al final siempre acabo…empapada en sudor - me confesó de golpe.
Yo estaba alucinado. No es que me hubiese contado su sueño, es que se había abierto de tal manera a mí que poco menos me había contado toda su sexualidad, y la verdad, me había dejado sin reacción. Tal vez un terapeuta sexual hubiese interpretado en ese relato una serie de frustraciones que le impedían disfrutar de una sexualidad plena, pero yo era tan solo un adolescente empalmado, y toda mi reacción era una innegable erección. Aunque ella parecía esperar algo más de mi parte.
- ¿Eh, no dices nada? - preguntó sacándome de mi estado.
- Per…perdón - balbuceé como toda respuesta.
- ¿Qué que te parece, crees que soy una rara por tener esa clase de sueños? - volvió a preguntar. Yo negué con la cabeza, y sonriéndome dijo: eres un cielo de niño, siempre me lo has parecido, y seguramente sólo quieras hacerme sentir bien, pero yo no sé qué pensar. La única vez que se lo comenté a mi marido, poco menos que me dijo que estaba enferma, y tal vez tenga razón.
- No - dije escuetamente. El padre de mi amigo, que también se llamaba Pedro, siempre me había parecido un hombre admirable. Con éxito en los negocios, inteligente, simpático, poseía un don de gentes natural… era la clase de adulto en la que cualquiera quiere convertirse, pero ante esa confesión de madrugada que me hacía su esposa, de pronto había caído para mí, de golpe y para siempre, en la categoría de calzonazos. Así que repetí, en voz alta pero para mí mismo: no tiene razón.
Al oírme decir aquello, Inma ladeó la cabeza, y me dedicó una de esas sonrisas que iluminan su rostro. – Ven aquí y abrázame - dijo, y yo, como si sus palabras fueran las órdenes de un hipnotizador, me levanté sin reparar en la tremenda erección que mis boxers granates ya no podían disimular. Ella, al contrario, si que parecía haberse dado cuenta.
- ¡Vaya, pero esto qué es! - alzó por un momento la voz. Ya más bajo prosiguió: que calladito te lo tenías… menuda joya… ¿pero tú sabes la maravilla que tienes aquí? - dijo echando una ojeada nada disimulada a mi paquete. Yo había compartido unos cuantos vestuarios, y sabía que la tenía grande, algo más grande de la media al menos, pero las pocas chicas que habían disfrutado de ella, nunca habían hecho mención a un tamaño excesivo, aunque seguramente Inma tuviera más experiencia, o eso me gustaría pensar a mí… ¿Me dejas verla? - preguntó de pronto. Y sin darme tiempo a responder comenzó a bajar lentamente mi calzoncillo. Creí correrme cuando la polla se trabó con la tela, creí correrme cuando ella la asió suavemente entre sus dedos, tuve que apretar los dientes cuando el primero de sus dedos acarició la punta de mi capullo, y me abandoné definitivamente cuando rodeó el tronco con su mano al tiempo que repetía, pausadamente y como una letanía: que pedazo de rabo tienes.
Cuando sus manos me libraron definitivamente del calzoncillo, mi polla apuntó al cielo, y ella la acogió entre sus manos, que paralelas, subían y bajaban deliciosamente lento acariciando mi tronco. Inma sentada en el borde de la mesa, yo de pie frente a ella, incapaz de hacer nada que no fuera aguantar sin eyacular… me estaba seduciendo como sólo una mujer madura es capaz de seducir, mientras a pocos metros su marido y su hijo dormían plácidamente ajenos a la tormenta que se acababa de desatar en la cocina.
– Carlos, ¿te puedo pedir una cosa? - preguntó con la voz más dulce que yo hubiera oído nunca. Afirmé con la cabeza. Ella sonrió con una mezcla de malicia y satisfacción, y prosiguió: una polla como ésta no la voy a volver a encontrar y… ¿me ayudarías a hacer realidad mis sueños? - dijo mientras que circundaba con uno de sus dedos, una y otra vez, en vueltas infinitas, mi capullo. Hacía ya mucho que yo no podía negarme a lo que fuera que ella me pidiera, así que volví a decir que si con la cabeza.
- Bien, entonces ayúdame a bajar - Mis manos en sus caderas guiaron su movimiento. Antes de que quisiera darme cuenta, me había girado, arrinconándome contra la mesa. Me pidió que me sentara en ella y así lo hice. Siempre mi polla en su mano, Inma me miraba a los ojos y yo apenas podía sostener su mirada. Al cabo de unos instantes, dijo: ¿no me vas a pedir nada? Recordé lo que me había contado. En su sueño su marido se lo pedía, así que yo también debería de hacerlo.
- Chu… chúpala - tartamudeé. Ella ladeó la cabeza, hizo un sonido desaprobatorio y dijo: Así no, recuerda, me lo tienes que ordenar . Respiré profundo, reuní fuerzas antes de dar un paso que creía definitivo, y forzando la voz para que resultara más adulta, dije: Cómeme la polla .
Como un relámpago, una de esas sonrisas suyas cruzó su cara. Colocó su mano en la base de mi polla, tirando de la piel, haciendo que resplandeciera mi glande, dio un paso hacia atrás, e inclinando el tronco hacia delante fue descendiendo lentamente hasta posar sus labios en la punta de mi rabo. Me regaló un sonoro beso que consiguió erizar el vello de todo mi cuerpo, y tras unos segundos, abrió ligeramente la boca y dejó que mi polla se fuera adentrando en ella. El calor, la humedad, el suave rasgar de sus dientes, el choque con su paladar…todo unido a la excitación de la escena hacía que estuviera continuamente al borde del orgasmo. Afortunadamente aguanté para seguir disfrutando. Inma movía su cabeza arriba y abajo, lento, sintiéndome y haciéndome sentir... Yo nunca había manejado el dinero suficiente para comprobar las artes de las profesionales, pero… ¡joder!, la madre de mi amigo estaba mostrando una maestría en el mamar impropia de alguien que no acostumbra a hacerlo. Su saliva bañaba mi polla, sentía los aleteos de su lengua en mi glande, las caricias con las que mimaba mis cojones… No se me ocurrió pellizcarme para comprobar si aquello era real, aunque si hubiese sido un sueño tampoco hubiese querido despertar. La negrura de sus cabellos tapaba la mamada, y mientras contorsionaba mi cuello intentando ver cómo mi polla desaparecía en su boca, observé divertido que al inclinarse hacia delante, el escote de su camisón dejaba a la vista unos senos pequeñitos pero muy bien formados y coronados por, ahora ya no tenía que adivinarlos, unos pezones anchos y chatos que se intuían terriblemente duros. Estiré el brazo hasta colar la mano y sentir en mis dedos el tacto firme de sus pechos. Cada uno de mis dedos fue reconociendo el terreno, pellizcando esos pezones, provocándole gemidos que Inma ahogaba en la mamada.
Anclado a sus pechos me dejaba llevar. Dejé que ella marcara los tiempos de la mamada, y realmente sabía como hacerlo. De pronto se aceleraba y mi polla daba un respingo al sentir próximo el fin; de pronto la pausaba y dándome un lengüetazo en el glande me regalaba las mejores sensaciones que un hombre pueda tener. Su cabeza se movía, arriba y abajo, de una manera constante, y yo, con la boca abierta, sólo era capaz de emitir unos sonidos guturales que no reflejaban en absoluto el inmenso placer que Inma me estaba haciendo sentir. Sus pechos, ni blandos ni duros, tenían la consistencia que debían tener, y sus pezones se endurecían al contacto de mis dedos. El repetitivo chup-chup de la mamada se mezclaba con nuestras respiraciones y con el ruido del segundero del reloj de cocina que colgaba en la pared. Disfrutando de esa mamada nos habíamos olvidado de todo. Parecíamos solos en el espacio y en el tiempo. Hasta que de pronto un sonido brusco en la noche nos sobresaltó. La aparté de mí, ella se recompuso el camisón, se limpió los labios y rápidamente apagó la luz. Sin decirlo, ambos pensamos en su marido y en su hijo. Tal vez él había notado su ausencia en la cama, tal vez alguno de los dos tuviera que ir al baño, el caso es que no podían encontrarnos de esa manera. Yo apenas acertaba a subirme el calzoncillo, en parte por los nervios y el miedo a ser descubierto, en parte porque mi polla erecta protestaba al ser guardada sin haber completado lo prometido. Inma abrió la puerta de la cocina con cuidado, temerosa de encontrarse a alguno de los hombres de la casa al otro lado. Avanzó a hurtadillas. La vi alejarse hacia su habitación, y entendí que no tenía más remedio que volver a mi incómodo sofá.
Apenas dormí en toda la noche. El estado alterado de mis hormonas tras ese ser y no ser aceleraba el ritmo de mi corazón. El simple roce de la ropa sobre una polla que la mamada de Inma había dejado al borde del orgasmo y que no quería volver a su estado normal, me provocaba una mezcla de dolor y placer que me hacía apretar los dientes para evitar correrme de tan ridícula manera. Mirando el techo con los ojos abiertos como platos fueron pasando las horas, pensando, lamentando haber dado por finalizado su sueño por un ruido que, a fin de cuentas, seguramente no era sino un último trueno estertor de la tormenta. Con el alba y las primeras luces del día, el mundo parecía volver a la vida. En mi duermevela sentía movimiento a mi alrededor, pasos, ruidos de tareas cotidianas, voces bajas que no quieren despertar. No me atrevía a abrir los ojos. Me encontrase a quien me encontrase al abrirlos, no hubiese sabido como reaccionar. Casi deseaba que aquello no hubiese sido real, sino producto de un sueño alterado por la tormenta de la víspera que hoy parecía tan lejana. Pero no, no habían sido mis sueños, sino los suyos. Una mano sacudiendo mi hombro me sobresaltó. Más aún al comprobar que era Pedro padre quien me despertaba. Dijo algo que mi cerebro a medio rendimiento fue incapaz de procesar. Pero lo hizo con una sonrisa, algo que me tranquilizó. Cuando terminé de vestirme y volví a la cocina, todos, incluida Inma, parecían sumergidos en su mundo. Ellos, sentados el uno frente al otro tenían la vista hundida en sus respectivas tazas, y todo su movimiento eran unos gestos mecánicos para llevar la tostada a la boca. Miré a Inma, buscando que nuestras miradas se cruzaran, queriendo encontrar una sonrisa, un guiño furtivo, algo que recordara lo que había sucedido horas antes en esa misma cocina. Pero nada. Preparaba más café de espaldas a mí. Llevaba puesta una bata tan alejada de aquel sugerente camisón… Apenas si dejaba a la vista un trozo de su piel entre el tobillo y la pantorrilla. Llenó mi taza, le di las gracias y sin cruzar mi mirada se sentó junto a su marido. La miré de nuevo, buscando bajo esa bata la forma de esos pechos que mis manos habían recorrido. Cuando observó que la miraba, cerró aún más su bata, y a mí no me quedó más remedio que bajar mi vista hacia la taza como hacían los demás.
¿Dónde quedaban sus sonrisas, sus halagos, esa manera tan escandalosamente deliciosa de asirme la polla? Me parecía inconcebible. No pedía que le temblaran las piernas, como me sucedía a mí tan sólo con recordar lo que sucedió la noche anterior, pero… Permanecía inalterable frente a mí. Con su bata perfectamente cerrada, los brazos cruzados y una mano en el cuello. Sabía que ya nada volvería a ser igual con ella, ni siquiera sería igual con mi amigo. Por eso, mientras Pedro y yo esperábamos a su padre, y mientras nos despedíamos, trataba de encontrar en el rostro de Inma algún atisbo de la complicidad que teníamos horas antes. Pero nada.
- Adiós Carlos, vuelve cuando quieras - dijo avanzando hacia mí. – Te espero en cinco minutos - añadió susurrando a mi oído al inclinarse para darme lo que parecía un casto beso en la mejilla. No lo podía creer. Me dio un vuelco el cuerpo, el corazón me latía desbocado. Una vez más lo había conseguido, había hecho saltar por los aires todo mi aplomo con tan sólo unas pocas palabras. Aquella mujer, con su aspecto de coche familiar, escondía en realidad un súper deportivo capaz de llevarte de cero a cien en escasos segundos. Me costó reaccionar. Pedro tuvo que darme un pequeño empujón para invitarme a salir. El cómodo viaje en el ascensor junto a él y su padre fue para mí una jornada en el parque de atracciones. Mi corazón acelerado se me movía como si estuviese en una montaña rusa. No me atrevía siquiera a mirarles a la cara. Igual que no había podido mirar a Inma después de que pronunciara esas palabras. ¿De verdad iba a volver? Claro que iba a volver. Lo pedía mi polla, mi corazón y todo mi cuerpo. Ahora sólo tenía que rezar porque mi cerebro encontrara la manera de librarme de la invitación que, sin duda, me haría el padre de mi amigo para acercarme hasta casa.
- No os preocupéis, ya cojo el autobús, que vosotros tenéis que ir en otra dirección y no quiero que lleguéis tarde por mi culpa - les dije cuando me lo propusieron y repropusieron. Les di las gracias cuando pararon el coche delante de la parada del autobús que yo hacía ademán de esperar. Afortunadamente me hicieron caso y siguieron su camino antes de que ningún autocar parara y yo tuviera que encontrar una excusa por no haberme montado. En cuanto el semáforo en verde les permitió acelerar y desaparecieron de mi vista, desaparecí también yo de la parada. Las pulsaciones seguían aceleradas, al igual que la respiración. Llegué al portal, llamé al timbre, y sin preguntar Inma abrió la puerta. No había ningún ascensor en el bajo, así que opté por subir las escaleras a pie, tal vez así encontrara justificación a lo alterado de mi estado.
Devoré los escalones de tres en tres, y batiendo los mejores registros llegué a la puerta del octavo piso. Golpeé con los nudillos. La puerta se abrió y allí estaba Inma, con su bata y su misma cara de aquí no ha pasado nada. ¿Y si sólo quería aclarar lo sucedido? Me había hecho unas ilusiones que tal vez no fueran a cumplirse. Cerré la puerta, Inma se giró, caminando ofreciéndome su espalda, con toda la naturalidad del mundo, dijo: Iba a ducharme, ¿quieres ducharte conmigo? - al tiempo que dejaba caer suavemente la bata que la cubría y yo comprobaba que, bajo ella, estaba completamente desnuda.
Cuando logré superar la impresión y viéndola partir, reaccioné. La camiseta y las zapatillas primero, luego los pantalones y por último el calzoncillo y los calcetines dejaron rastro de mi búsqueda de su espalda. Llegué al cuarto de baño siguiendo su estela. Al sentir mi presencia se giró ofreciéndome una vista frontal de su desnudo cuerpo. Mis ojos recorrieron su cara, bajaron por su torso, reconocieron sus pechos, y continuaron descendiendo por su imperfecto vientre hasta centrarse en el descuidado vello que recubría su pubis. – Ven aquí, no seas tímido - dijo abriendo la puerta de la mampara. Yo había perdido de nuevo toda iniciativa, así que seguí sus palabras como las órdenes que para mí eran. Volvía a convertirme en un juguete en sus manos de la manera más literal posible, pues tan pronto como me tuvo al alcance, sus dedos empezaron a estirar mi polla. Pasamos dentro, cerró la puerta y abrió la ducha. Hubiese deseado una lluvia fría que calmara mis calores, pero un agua tibia comenzó a caer por mi cabeza, mojando mi cuerpo, humedeciendo las suaves caricias que Inma volvía a regalar a mi polla. Me masturbaba despacio, consiguiendo darle poco a poco a mi pene ese máximo esplendor que tan poderosamente había llamado su atención horas atrás. Acercó su cara a mi pecho. Sentí la dulzura de sus besitos, el cosquilleo de su lengua y el frío dolor de sus dientes mordisqueando mis pezones. Después comenzó a enjabonarme. El cuello, los hombros, el pecho, los brazos… Retorció la esponja y un chorro mezcla de agua y jabón bañó mi polla, escociendo mi capullo. Pronto sus continuos manoseos consiguieron cambiar ese escozor por simple y puro placer. Me tendió la esponja, y poniéndose de espaldas, entendí que había llegado mi turno de enjabonarla. Conseguí que soltara mi rabo a regañadientes, coloqué sus manos en el cristal, y ella inclinó su espalda todo lo que el estrecho habitáculo permitía. Mi ardiente polla rozaba su piel mientras yo observaba divertido como el agua que caía por su espalda se perdía en la maravillosa imperfección de sus nalgas. Besé su nuca, froté sus hombros, mis manos se deslizaron por su cuerpo con la esponja como guante. Una lenta catarata de espuma bajaba por sus piernas. Solté la esponja y mi mano desnuda rodeó sus caderas buscando la parte más baja de su vientre. Gimió al sentir mis dedos rondando su sexo. Mi mano sobre su concha la atrajo hacia mí. Rió al sentir la dureza de mi pene chocando en su trasero. Un nuevo viaje de mis dedos abriendo sus labios, e Inma separó las piernas acomodándose. Colé la polla entre sus muslos, la golpeé un par de veces sobre su clítoris, y aprovechando la lubricación del agua, fui adentrándome en ella. – Aaaaahh, si, así, que bueno…ummm - dejó escapar entre suspiros cuando la rellené por primera vez. Su coñito era estrecho. Sentía como en cada uno de mis viajes las paredes de su vagina trataban de adaptarse a mi polla. Se la sacaba lento e igual de lento la devolvía dentro. Ella gemía y gemía y yo me concentraba en follarla. La postura era forzada; Inma tenía media cara empotrada contra el cristal, y yo tenía que agacharme mucho para poder acceder a su coño, pero no era cuestión de quejarse. Si mi polla resbalaba de su chocho, una mano siempre la guiaba de vuelta. Aunque mi polla lo redujese todo al roce con un sexo, aquel no era un polvo cualquiera. Cierto es que Inma no era una maravilla de mujer, al menos en lo físico, pero era mucho más. Era la madre de mi mejor amigo, era quien, en la soledad de una noche de verano, me confesara sus sueños más húmedos, era una mujer madura que desde lo alto de sus cuarenta y tantos años contemplaba y disfrutaba a la vez de mi inexperiencia y de la juventud de mi cuerpo.
Tras una serie de idas y venidas por su sexo, mi polla escapó de su coño. A tientas con la mano traté de devolverla a su sitio. Sentí una obstrucción y una dificultad que antes no encontraba, y al mirar, comprobé que estaba apuntando a su estrecho ano. De pronto la idea me pareció atractiva. Coloqué mi polla a la entrada, y pregunté: ¿Puedo?
- Ya sabes que por ahí no… y menos con semejante cipote… pero me ha encantado que me lo pidieras - contestó girando la cabeza para mirarme. Resignado me cercioré de apuntar esta vez sí al agujero indicado, y su cuerpo respondió estremeciéndose. Inma echaba su cuerpo hacia atrás, yo la agarraba por las caderas y no dejaba ni un momento de embestir, y en el chocar de sus nalgas con mi vientre nacía una explosión de agua que la ducha seguía derrochando ajena a la sequía que anunciaban los telediarios. Una tanda más y los chapoteos que provocaban nuestros cuerpos moviéndose invadieron sus entrañas. Sentí su orgasmo, las convulsiones de su vagina, sus flujos bañando mi polla.
Se la saqué, giré su cuerpo e Inma entendió que sus sueños eran más reales que nunca. Se agachó en unos instantes que a mi enrojecida polla se le hicieron eternos, hasta que su boca la cazó al vuelo. Sentía que se me partía cuando la voluntad de sus cabeceos contrastaba con la dura física de mi rabo. Su boca mecía mi polla, su lengua me servía de lecho. Coloqué mis manos sobre su nuca, presionando pero sin obligarla a tragársela entera, y viendo como el agua caía sobre su cabeza, le obligaba a cerrar los ojos, dejé que mi polla explotara llenando de leche su garganta. Ella la escupió mezclada con saliva y con agua, formando unos grumos que se pegaban a nuestra piel y que nos obligaron a lavarnos de nuevo.
Desnuda, Inma secaba su piel dejándose abrazar por la blancura de la toalla. Un par de pasos por detrás yo la imitaba. Veía su media melena con canas diseminadas, su encorvada espalda, sus nalgas caídas y me parecía la mujer más bella del mundo.
- ¿Inma? - rompí el silencio.
- Dime - dijo girándose.
- ¿Tu crees que esto se volverá a repetir? - pregunté.
- Los dos sabemos que es mejor que esto se quede aquí - respondió. En la sequedad de su respuesta había sin embargo matices de dulzura, un rastro de agradecimiento que era mutuo.
- Entonces vamos a hacerlo bien - repuse. Mis manos rodearon su cuerpo, ella rió sorprendida, la atraje contra mi pecho desnudo, ladeé mi cabeza y abrazando sus nalgas nos fundimos en un profundo beso en el que intercambiamos bastante más que saliva. Una pausa, una mirada y un silencio, y nuestras bocas de nuevo se lanzaron la una contra la otra. La aupé en el aire. Sus brazos rodearon mi cuello, sus piernas mi cintura. Yo perdí la toalla que cubría por debajo de la cintura, y nuestros sexos de nuevo se encontraron. Avancé con ella enroscada a mi cuerpo. Llegué a la habitación de matrimonio con la cama todavía por hacer. La dejé de pie, y sus pechitos quedaron a la altura de mis ojos. Los besé, los acaricié y los apreté entre mis grandes manos antes de que mi lengua reclamara su turno para jugar en ellos. Sus pezones tan anchos y duros como siempre se erizaron nada más empezar a mamar de ellos. Inma se mordía los labios, echaba hacia atrás la cabeza y se deshacía en suspiros. Muy despacio se dejó caer sobre la cama y yo caí también con ella.
No despegué mi cara de su piel hasta no reconocer de memoria la geografía de sus senos. Mis dedos dibujaban en continuas caricias la irregular circunferencia de sus areolas, su sabor se impregnaba en mi lengua, mis labios seguían trabajando esos pezones hipersensibles. Continué descendiendo, besando su vientre nervioso, que ascendía y descendía al compás de su cada vez más acelerada respiración. Sentí las cosquillas de su vello púbico en mi cara. Inma gimió, separó y flexionó las piernas y en un prolongado suspiro se relajó. Besé cada centímetro de la cara interna de sus muslos. Acerqué la cara, inhalé su aroma, mi boca se posó sobre sus labios, y ella con los ojos cerrados sólo acertaba a gemir. Besaba su vello, tirando suavemente de él, y la forma de su sexo resaltaba ante mis ojos. Con mi lengua lo recorrí de abajo a arriba, y las manos de Inma buscaron acariciar mi cabeza. Me ayudé de los dedos para hacer resaltar su clítoris, y mi lengua dio pequeños topetazos en él que en su cuerpo provocaron descargas de placer. No había prisa, teníamos todo el tiempo del mundo. Ningún ruido nos iba a interrumpir esta vez, así que continué con la cara hundida en su sexo. Mi nariz se frotaba en su pipa, su pelo brillaba por efecto de la saliva, y mi lengua se adentraba en el pasadizo rosáceo que se hallaba tras él.
- ¿Dónde tenéis los condones? - pregunté incorporándome mientras con mi mano calibraba la dureza de mi polla. Ya estaba lista para una nueva batalla, e Inma también estaba suficientemente lubricada.
- No usamos, pero sé dónde los guarda Pedro - respondió ella. Me dio las indicaciones. Fui a la habitación de mi amigo sin pensar demasiado que era a su madre a quien iba a volver a tirarme, y volví con la polla ya enfundada en un condón que apenas me cubría medio tronco.
- Vaya, no parece que uséis la misma talla - dijo ella riendo viendo el ridículo y pequeño vestido de mi rabo.
Me tendí encima. Nos besamos, y mi cuerpo buscó acomodo entre sus muslos. Una ola de calor recorrió mi cuerpo cuando muy despacio mi polla se adentró en su coño. Suspiramos al unísono, y empecé a moverme. Lento, sintiendo como su vagina se adaptaba a unas dimensiones que le resultaban extrañas. La humedad que empezaba a bañar su interior contrastaba con su cara sofocada. Inma, las piernas al aire, gemía con cada una de mis embestidas. Yo caía sobre su cuerpo, me incorporaba sobre brazos y piernas y volvía a caer, cada vez más rápido, cada vez más fuerte. El continuo chocar de nuestros cuerpos marcaba el ritmo de la follada. Ella comenzó a gritar que se corría, y yo apreté la marcha para que así fuera. El momento de su orgasmo quedó marcado en forma de arañazo en mis nalgas. Apreté los dientes y volví a incrementar el ritmo. Sus manos se posaban en mis hombros, recorrían compulsivamente mi espalda. Al caer sus pezones duros y erectos amenazaban con rayar mi pecho. Mi frente casi pegada a la suya, compartíamos el sudor y nos respirábamos a la cara. Al cabo de un rato de entrar y salir de su coño, quería correrme. Me dejé caer hasta aplastar su cuerpo contra la cama. Ella me abrazó con brazos y piernas, no quería dejarme escapar, y yo sólo quería irme. Me movía torpemente, en impulsos cortos y bruscos que consiguieron arrancarle un nuevo orgasmo, e intentando avanzar entre las convulsiones de su cuerpo, me corrí yo también. Entre su cuello y la almohada ahogaron el grito que solté mientras mi polla reventaba a chorros en el mejor polvo de mi vida.
No me dejó desmontarla hasta que nuestros fatigados cuerpos recuperaron su ritmo habitual. Sintiendo su calor, el tacto de su piel contra la mía, y con mi polla todavía dentro de su cuerpo pasamos largos minutos abrazados, queriendo grabar en la memoria algo que no se repetiría nunca jamás. Me incorporé, enjuagué mi sudor y me vestí mientras ella miraba en silencio tendida sobre la cama, cubierta por una sábana que no tapaba nada. Mis movimientos lentos querían dilatar el momento de la despedida definitiva. De pronto ella se incorporó rápidamente.
- Espera - dijo mientras salía de la habitación con rumbo desconocido para mí. Miré su cadencioso andar alejándose, sus caderas balanceándose, sus caídas nalgas… Al poco volvió. Traía algo arrugado en la mano.
- Toma - me dijo tendiéndome lo que descubrí como unas bragas usadas. – Sé que nos va a costar, al menos a mí, pero no podemos hacerle eso a Pedro, por eso cada vez que te venga la tentación, úsalas, tú sabrás cómo hacerlo - añadió mientras su mano trataba de guardar en el bolsillo de mis pantalones la ropa interior que llevaba debajo del camisón cuando todo había comenzado. Sintió en sus dedos el roce de mi polla todavía algo crecida, y eso provocó una de esas fugaces sonrisas en sus labios. Nos miramos, suspiramos queriendo expresar así lo que no hubiéramos podido expresar con palabras, y me marché.
Después de aquella noche y aquel amanecer de verano, no volví a pisar esa casa, los estudios sirvieron de excusa para espaciar las reuniones con mi amigo Pedro, hubo otras que sacaron de mi mente a su hermana, y sólo el recuerdo de Inma y unas bragas escondidas en un cajón que fueron amarilleándose por el tiempo y el esperma de mis pajas, fueron los vestigios de aquella noche y la fantástica mañana que le siguió.