Tormenta de verano

El verano de mis dieciocho años pasé más tiempo en casa de mi amigo Alfonso que en la mía propia. No voy a decir que era como de la familia y no lo voy a decir porque Sara, la hermana de mi amigo, me gustaba demasiado.

ESTE TEXTO ES UNA ADAPTACIÓN/REVISIÓN DEL RELATO HOMÓNIMO ESCRITO POR elamanuense.

Tormenta de verano

El verano de mis dieciocho años pasé más tiempo en casa de mi amigo Alfonso que en la mía propia. Nos conocíamos desde el parvulario, habíamos crecido juntos, compartiendo juegos y aprendizajes, siempre habíamos sido íntimos, hasta finalizar el instituto. Sin embargo, había llegado septiembre y la universidad amenazaba con separar nuestros caminos. Por eso aprovechábamos el tiempo juntos haciendo deporte, jugando a la videoconsola, hablando de chicas…

No voy a decir que su familia era como si fuese mi familia. No lo voy a decir porque Sara, la hermana de mi amigo, me gustaba demasiado. Tenía dos años más que nosotros, veinte por aquel entonces, la piel morena, una dulce silueta, y claro, yo estaba secretamente enamorado de ella. Para tranquilidad de mis hormonas y desasosiego de mi corazón, aquel verano sólo tuve que aguantar un par de semanas la dulce tortura de verla en bikini. A mitad de julio Sara se fue a trabajar de niñera a Inglaterra con el objetivo de mejorar su inglés.

Aquella noche, como tantas otras, había terminado cenando en casa de Alfonso. Estaba a punto de marcharme cuando se desató una de esas tormentas de verano. De pronto el ruido de la lluvia se vio superado por el estruendo de miles de bolas de granizo, gordas como nueces, que atronaban sobre los tejados de casas y coches. No era cuestión de salir en esas circunstancias, así que me tuve que quedar aguardando que el cielo concediera una tregua. Sin embargo, contradiciendo al refrán, después de la tormenta, llegó el diluvio. Tanto llovía, que la madre de Alfonso, Inma, decidió por todos que lo mejor era que pasara la noche allí. Me indicó que llamara a casa para que no se preocuparan y se dispuso a prepararme la habitación de su hija.

— No hace falta. No te preocupes, puedo dormir en el sofá —comenté.

Ella arguyó que no era necesario.

— Podría enfadarse si se entera —insistí. La perspectiva de una discusión con su hija terminó convenciéndola.

Tal vez hubiese estado bien dormir en la cama de Sara, sumergirme en su universo, impregnarme en su aroma, pero yo sabía que mi amor no era nada platónico y que lo que en realidad habría sucedido era que alguna prenda de su ropa interior acabaría escondida entre las mías, inspirando mis pajas primero y limpiándolas después. Así que mejor dormir en el sofá y evitar tentaciones.

Después de ver un rato la tele, llegó la hora de acostarse. Alfonso se fue a su cuarto, sus padres a su habitación y yo me quedé sólo en su sofá. Me quité los pantalones, la camiseta y, en calzoncillos, me metí bajo la manta que Inma me había ofrecido. No tardé en arrepentirme, tenía calor, estaba incómodo y el resplandor de los relámpagos convertía la noche en día. Además, el sonido de un trueno se hilaba con el siguiente hasta crear un rugido infernal. Hubiese estado más cómodo en la cama de Sara, pero ya no había remedio. Era plena madrugada y no podía dormir. De pronto, la luz de uno de aquellos relámpagos descubrió fugazmente una figura fantasmagórica que avanzaba por el salón.

— Vaya, lo siento. ¿Te he despertado? —era la voz de Inma que se detuvo al comprobar como me revolvía en aquel sofá.

— No, no se preocupe. No podía dormir.

— Voy a la cocina, ¿quieres que te traiga un vaso de agua? —preguntó servicial.

— Tranquila, ya voy yo —dije

Inma prosiguió su camino mientras yo me incorporaba y me ponía la camiseta. Cuando por fin encendió la luz ésta nos cegó y, sin saber cómo, me hallé de pronto en la cocina. Ella estaba de espaldas, con zapatillas de andar por casa y un camisón blanco que dejaba sus piernas a la vista. Sacó una botella del frigorífico y vertió agua en dos tazas. Vino hacia mí, me ofreció el vaso y se sentó. Yo le di las gracias y la imité sentándome cerca de ella.

— Hubieses estado mejor en la cama de Sara —dijo después de apurar en un trago tres cuartas partes del vaso.

— Tal vez —me encogí de hombros, pero me negué a reconocer mi equivocación y rápidamente devolví la pelota a su tejado— ¿Usted tampoco podía dormir?

Apuró su vaso antes de contestar.

— Trátame de tú, por favor —indicó con un resoplido— Me había dormido, pero he tenido un sueño que…

— ¿Una pesadilla? —pregunté yo.

— No, no, todo lo contrario —respondió esbozando una sonrisa.

— ¿Entonces? —volví a preguntar sin imaginar dónde terminaría llevándome mi curiosidad.

Ella tomó aire, sonrió y, mirándome a los ojos, dijo…

— ¿No pretenderás que te cuente mis sueños eróticos, verdad?

Me quedé muy cortado. Yo era un adolescente y el sexo llenaba gran parte de mis pensamientos. He de reconocer que me puse colorado en el acto. No podía imaginar que esa clase de sueños abordaran a una mujer de su edad. Desde luego me había fijado en algunas mujeres maduras, pero nunca en la madre de un amigo. Para mí, Inma era prácticamente como una tía o la vecina de toda la vida y no podía verla como otra cosa.

La madre de Alfonso era una mujer normal, de una belleza natural. Ni guapa, ni fea. De piel morena, media melena con alguna que otra cana y un rostro corriente que al sonreír adquiría un brillo especial. Su cuerpo también era bastante corriente. Piernas cortas, caderas anchas, su cintura no era la de un maniquí, pero tampoco podía decirse que era gruesa. Una mujer normal y corriente, con sus canas, con sus arrugas propias de la edad, con sus curvas, con unos pechos contundentes en los que yo nunca había pensado hasta esa noche y de los que, de repente, no podía apartar la vista pues a la madre de Alfonso se le marcaban los pezones en el fino camisón.

Naturalmente, ella no tardó en percatarse, pero ni se tapó, ni se volvió ni tampoco me miró con desaprobación. Tan sólo, como quien se aparta el pelo de la cara, pinzó la fina tela con sus dedos, la levantó un poco y volvió a dejarla caer. Un gesto que habría logrado delatar el estado de sus pezones si yo no hubiera estado ya al corriente de ello.

Yo intenté no mirar, vencer la atracción gravitatoria que su presencia ejercía sobre mi cuello.

— Alberto, cielo. Sírveme otro poco de agua, por favor.

Me levanté como un resorte. Pasé a su lado intentando no fijarme en lo único que me quería fijar y, al mirarle las tetas, sentí su mirada clavándose en mí. Una sonrisa se dibujó en sus labios, Inma era consciente de lo que esa conversación trasnochada acabaría despertando en el amigo de su hijo. Llené de nuevo los dos vasos y los dejé sobre la mesa.

— Gracias, cielo —usaba esa coletilla a todas horas y con todo el mundo, así que no me lo tomé como algo personal— Siempre tan educado… Quizá debería contártelo.

La mera idea de que Inma me confesara los detalles de su sueño erótico desató en mí tal nerviosismo que no acerté a cerrar la botella y el tapón acabó resbalando entre mis dedos. Evité la tentación de mirar sus piernas al recogerlo. Aunque me quedé mirando el frío suelo, ya era tarde para eso, mi miembro había comenzado a crecer. Permanecimos sin mirarnos, en un silencio aún más incómodo que las pocas frases que habíamos intercambiado hasta entonces. Entonces, Inma se incorporó, dejó las tazas en el fregadero y pensé que todo había acabado, pero no.

La madre de Alfonso cerró la puerta de madera y cristales translúcidos, volvió sobre sus pasos y se medio sentó en la mesa cerca de mí. Su forma de caminar, su mirada, sus gestos, su mera presencia estaba haciendo que mi tempera corporal aumentase de forma alarmante. Esa forma de sentarse sin sentarse hizo que el camisón se le subiera ligeramente mostrando sus muslos. Fue sólo una breve e involuntaria ojeada, pero suficiente turbadora como para saber que sería mejor seguir mirando las baldosas. Con todo, mi erección ya comenzaba a notarse. Sentía la sangre afluir poniéndome la polla cada vez más dura, cada vez más grande, haciendo incómodo el estar sentado.

— ¡Qué vergüenza! —dijo quitándose las manos de la cara— Vas a pensar que soy una fresca, pero… ¡Ay, Dios, creo que a ti te lo puedo contar! No se lo dirás a nadie, ¿verdad?

Yo negué con la cabeza, diciéndole y diciéndome que nunca la delataría.

— No sé... —dudó— En fin... ¿A ti te gusta que te la chupen? —preguntó de sopetón.

La miré azorado y el gesto de mi cabeza se transformó en afirmativo.

— ¿Y a Alfonso? —volvió a preguntar.

Mi afirmación se hizo rotunda. Aquello me superaba, no era capaz de pronunciar palabra, toda mi soberbia juvenil había desaparecido de golpe ante la incómoda pregunta de la madre de mi amigo. Había, no obstante, una parte de mi cuerpo que no estaba amedrentada. Mi polla tenía ganas de gresca.

— Pues a su padre no —declaró Inma disgustada— Nunca lo he entendido. Se supone que a todos los hombres les gusta eso, pero a él no. Se pone nervioso y se le baja —Inma hizo un gesto explícito— Siempre ha sido muy formal, muy introvertido. Claro que si conocieras a mi suegra, lo entenderías. ¡Menuda es!

Yo no me atrevía a intervenir, me limitaba a escuchar su monólogo cada vez más impresionado.

— Por eso me gusta tanto ese sueño, porque no es que ese hombre me lo pida, es que me exige que se la chupe y cuanto más lo hago más grande se le pone y entonces… ¡Uf! —hizo un aspaviento— Me da la vuelta a lo bruto y me la clava sin contemplaciones. Yo me sobresalto, ya que el muy canalla no me la ha metido por donde es debido, si no por detrás… y yo no lo entiendo, porque eso debe hacer un daño terrible, pero a mí no me duele y entonces empieza a… ¡Madre mía! Siempre me despierto ahí.

Estaba alucinado. La madre de mi amigo no sólo me había contado ese sueño, me había confesado las calamidades de su vida sexual y, la verdad, me había dejado sin palabras. Tal vez un terapeuta sexual hubiese diagnosticado una serie de frustraciones que le impedían disfrutar de su sexualidad, pero yo era tan sólo un adolescente y mi única certeza era una soberbia erección.

— ¿No dices nada? —preguntó Inma sacándome de mi estupor.

— Perdón. Yo… no sé qué decir —balbuceé.

— ¿Creerás que soy una chiflada?

— No —respondí rápidamente.

Inma sonrió.

— Gracias, eres un cielo —respondió— pero yo no sé qué pensar, la única vez que le insinué algo de esto a mi marido, poco menos que me dijo que estaba loca.

—Nada de eso —la atajé— Usted es normal, el raro es su marido.

El padre de mi amigo también se llamaba Alfonso. Aunque sedentario y anodino, a mí siempre me había parecido un buen hombre. Tenía una tienda de informática, también reparaba ordenadores. Era muy trabajador, serio y correcto. Yo le tenía sencillamente por un tipo hogareño y aburrido, pero, tras la confidencia de su esposa, Don Alfonso se había convertido en un cretino.

Inma ladeó la cabeza y me dedicó una de esas sonrisas que iluminan su rostro.

— Ven, anda. Dame un abrazo —dijo Inma con candidez.

Me incorporé como si sus palabras fueran las órdenes.

— ¡Pero si estás empalmado! —alzó la voz mirando boquiabierta mi paquete— Ya decía yo que estabas muy callado.

Ante mi asombro, Inma se puso en cuclillas sin más y comenzó a bajar mi calzoncillo. Creí correrme cuando mi polla se trabó con la tela, creí correrme cuando sus manos la liberaron, creí correrme cuando el primero de sus dedos tocó la punta y creí correrme cuando asió mi miembro, diciendo: “¡Guau! ¡Menudo rabo!”.

Su mano comenzó a subir y bajar a lo largo del tronco. La madre de Alfonso me había sorprendido como sólo una mujer madura es capaz de hacerlo. Yo permanecí inmóvil, expectante. A unos pocos metros su marido y su hijo dormían plácidamente, ajenos a la tormenta que acababa de desatarse en la cocina.

— Alberto, quiero pedirte una cosa —preguntó con la voz más dulce que yo hubiera oído nunca.

—Sí.

La madre de Alfonso sonrió con malicia.

— ¿Me dejas?—dijo mientras circundaba mi glande con uno de sus dedos en un bucle infinito— ¿Harías realidad mi sueño?

Hacía tres vueltas que yo no podía negarle nada a aquella mujer, así que volví a afirmar con la cabeza.

Aferrando mi polla, mirándome a los ojos, Inma me giró contra el borde de la mesa.

— ¿Qué quieres que haga, Alberto?

Recordé lo que me había contado. En su sueño, ese hombre le exigía que le chupara la polla, así que supuse que yo también debía hacerlo.

— Chu… Chúpamela —farfullé.

Ella ladeó la cabeza con desaprobación y dijo…

— Así no. Ordénamelo.

Reaccioné impulsivamente, estaba impaciente. Sujeté la mano con la que Inma agarraba a su vez mi miembro, la cogí del cogote y la forcé a tragarse mi miembro.

El calor de su boca y el roce de su lengua lograron elevarme a dos metros del suelo. La esposa de Don Alfonso emprendió un rítmico sube-y-baja y pronto distinguí el fluir de la saliva dentro de su boca. Mi excitación era total, pero milagrosamente logré contener mi orgasmo. Seguí disfrutando mientras Inma me comía la polla ávidamente. Arriba y abajo, arriba y abajo... Sintiéndome duro al hacerme sentir su pasión.

Aunque era tan sólo la segunda vez que me la chupaban, a mí me dio la impresión que la madre de mi amigo mostraba una destreza impropia de alguien que no acostumbraba a hacer aquello. Su saliva bañaba mi polla, sentía en mi glande el aleteo de su lengua y las caricias de sus dedos en mis testículos. No se me ocurrió pellizcarme para comprobar si aquello era real, aunque si hubiese sido un sueño tampoco hubiese querido despertar. La negrura de sus cabellos no me dejaba ver. Sin embargo, al contorsionarme para poder contemplar mi polla en su boca, observé por el escote de su camisón sus grandes pechos coronados por unos pezones terriblemente duros. Colé la mano para sentir la tersura de sus pechos. Le pellizqué los pezones provocando unos gemidos que su mamada se encargó de ahogar.

Anclado a sus tetas me dejé hacer. De pronto se aceleraba y mi polla daba un respingo, de pronto se pausaba para tomar aire y darme un respiro. Mis gemidos no reflejaban en absoluto el inmenso placer que Inma me estaba proporcionando. Su incesante “chup chup” se confundía con el “tic tac” del reloj de cocina y mis jadeos los acompañaba al compás.

Nos habíamos olvidado de todo, estábamos solos, aparte en el espacio tiempo hasta que de pronto un sonido nos sobresaltó. Inma se apartó y fue rápidamente a apagar la luz. Nos miramos pensando en los otros habitantes de la casa, su marido y mi amigo. Tal vez Don Alfonso había notado la ausencia de su mujer, tal vez mi amigo había sentido ganas de orinar. Fuese quien fuese no debía encontrarnos allí, o por lo menos de aquella guisa.

Apenas acerté a subirme el calzoncillo, en parte por las prisas, en parte porque mi polla protestaba furiosa al ser guardada sin haber cumplido lo prometido. Ajena a mí, Inma abrió la puerta con cuidado y salió sin más.

Después de lo sucedido ni que decir tiene que no pude conciliar el sueño. El incómodo sofá y mi alterado estado hormonal tras ese ser y no ser se encargaron de ello. Me quedé contando los minutos de uno en uno, lamentando no haber finalizado aquel sueño por un ruido que, a fin de cuentas, seguramente no habría sido más que el último trueno de la tormenta causante de todo.

Mi miembro se negaba a volver a su estado normal, estaba tan furioso o más que yo. Después de todo tuve que masturbarme, esa sería la única forma de conciliar el sueño. Estaba tan cabreado que no se me ocurrió nada mejor que meter la polla entre los cojines y fantasear que ese era el sexo de Inma. Sí, me follé aquel maldito sofá como un animal, no paré hasta llenar el hueco con mi abundante y pegajosa esencia. Fue una placentera venganza, de eso no cabe duda.

Amanecía y con las primeras luces el mundo parecía volver a la vida. En mi duermevela había intuido movimiento a mi alrededor, pasos, sonidos cotidianos, voces bajas que intentan no despertar a los demás. No me atrevía a abrir los ojos. Me encontrase a quien me encontrase al abrirlos no hubiese sabido como reaccionar. Casi deseaba que aquello no hubiera sido real si no producto de un sueño alterado por la tormenta de una víspera ya lejana.

Una mano sacudió mi hombro y me sobresalté cuando vi que era Don Alfonso quien me zarandeaba. Dijo algo que mi cerebro a medio rendimiento fue incapaz de procesar, pero lo dijo con una sonrisa y eso me tranquilizó. Cuando terminé de vestirme fui a la cocina. Todos, incluida Inma, parecían adormilados. Tenían la vista centrada en sus respectivas tazas y todos sus movimientos eran gestos mecánicos e iguales encaminados a dar cuenta del café y las tostadas.

Miré a Inma, busqué una sonrisa o un guiño furtivo, algo que me recordara lo que había sucedido horas antes en esa misma cocina, pero no encontré nada. La madre de Alfonso llenó amablemente mi taza y volvió a sentarse junto a su marido. Llevaba una bata de lunares que la cubría de pies a cabeza y que nada tenía que ver con aquel sugerente camisón de la noche anterior. No podía dejar de pensar que bajo esa prenda antimorbo se hallaban los grandes pechos que mis manos habían amasado unas horas antes. Entonces Inma se dio cuenta de que la estaba mirando y cerró aún más la bata. Enojado, unté con saña mantequilla sobre mi maldita tostada.

¿Dónde estaban su lujuria, su pasión, su manera de asirme la polla mientras la mamaba? Me parecía inconcebible. No pedía que le temblaran las piernas, como me sucedía a mí, pero, no sé, algo. Sin embargo, Inma permanecía inalterable frente a mí, con la bata herméticamente cerrada y los brazos cruzados. Aún así, yo sabía que nada volvería a ser igual que antes. Era tan extraño, un día esperaba a mi amigo en la puerta de su casa y al siguiente trataba sin éxito de encontrar algún atisbo de la complicidad en el rostro de su madre.

— Adiós Alberto, espero que hayas descansado —dijo avanzando hacia mí con los brazos abiertos— Vuelve en quince minutos —susurró en mi oído al darme un casto beso en la mejilla.

No lo podía creer. Mi corazón empezó a latir desbocado. Inma lo había conseguido una vez más, me había trastornado con cuatro palabras. Aquella mujer con carrocería de coche familiar escondía en realidad un súper deportivo capaz de llevarte de cero a cien en tres segundos. Me quedé tan estupefacto que mi amigo tuvo que darme un empujón para que saliese por la puerta. El descenso en ascensor fue para mí vertiginoso. Mi amigo tenía que entrenar y su padre pretendía acercarme a casa de camino a la piscina. Debía hallar la forma de librarme de ellos.

— No hace falta, tengo el bonobús. Ya os he causado bastantes molestias —dije echando a caminar en dirección a la parada del autobús para no darles opción a replicar. Afortunadamente no insistieron demasiado, afortunadamente torcieron la esquina antes de que llegara el siguiente autobús.

Llegué al portal con las pulsaciones a mil por hora. Llamé al timbre y alguien abrió sin preguntar. Opté por subir las escaleras a pie, tal vez ese esfuerzo me ayudara camuflar mi nerviosismo. Devoré los escalones de dos en dos y llegué a la puerta del octavo piso mejorando cualquier marca anterior.

La puerta se abrió en cuanto puse un pie en el rellano. Allí estaba Inma, con su bata y su misma cara de “si te he visto, no me acuerdo”.

— ¿Has subido andando? —preguntó extrañada, aunque antes de que yo pudiera contestar, añadió— Anda pasa.

La esposa de Don Alfonso cerró la puerta tras de mí y, sin más, deslizó aquella condenada bata sobre sus hombros y la dejó caer al suelo. Estaba completamente desnuda.

Cuando logré superar la impresión y viendo que se marchaba, reaccioné. Mi camiseta, mis zapatillas, mis pantalones, mi calzoncillo y calcetines dejaron rastro de mi persecución. Llegué al cuarto de baño siguiendo su estela. Al sentir mi presencia Inma se giró ofreciéndome su torso desnudo. Mis ojos recorrieron cada una de sus curvas, sus pechos, su vientre, su pubis.

— Ven aquí —dijo tendiéndome la mano.

Volvía a convertirme en un juguete en sus manos y esta vez no estaba dispuesto a consentirlo. La agarré por la muñeca.

— No —negué con rotundidad— Vamos.

Tiré de ella, arrastrándola de vuelta a la cocina. Íbamos a terminar lo que habíamos dejado a medias. Yo pensaba reclamar las húmedas caricias de su boca en cuanto cruzáramos la puerta, pero una vez allí sus pechos captaron mi atención. Mis manos los acariciaron y estrujaron antes de que mi lengua reclamara su turno para jugar con sus pezones.

Inma empezó a masturbarme devolviendo poco a poco a mi pene el esplendor de unas horas antes. Acercó su cara a mi pecho y sentí la dulzura de sus besitos, el cosquilleo de su lengua y la tibieza de su aliento. Sin embargo, llegados a ese punto Inma se giró y colocó sus manos sobre la mesa, inclinó su espalda y mi ardiente polla rozó la piel de sus nalgas. Besé su nuca, estrujé sus hombros y mis manos se deslizaron por su cuerpo. Mi mano rodeó sus caderas buscando la parte baja de su pubis. Inma gimió al sentir mis dedos rondando su sexo. Cuando la atraje hacia mí, Inma rió al sentir mi duro miembro en su trasero. Inma separó las piernas acomodándome entre ellas y mis dedos abrieron sus otros labios. Colé la polla entre sus muslos, golpeé un par de veces sobre su sexo y aprovechando la profusa lubricación fui adentrándome en ella.

— ¡Ah! —suspiró al sentir como la invadía.

Aunque estrecho, su sexo se iba adaptando al grosor de mi polla según entraba. Entonces la sacaba despacio y la devolvía dentro, centímetro a centímetro, adentrándome cada vez más. Ella gemía y gemía. La postura era forzada, Inma tenía la frente contra la pared y yo debía agacharme para poder entrar en ella. Cierto es que ya no era una adolescente si no una mujer madura que, desde lo alto de sus cuarenta y tantos años, contemplaba y disfrutaba de mi inexperiencia y juventud.

Tras una serie de idas y venidas, mi polla escapó de su vagina. A tientas, traté de guiarla de vuelta, pero noté una inesperada dificultad. No entraba. Al mirar, comprendí que había errado la diana, estaba apuntando a un orificio demasiado estrecho para mi verga. Inma, sin embargo, no había protestado y de pronto caí en la cuenta de que en su perturbador sueño erótico ella era brutalmente sodomizada. El reto me pareció interesante.

Se la saqué y del armario donde había visto que guardaban las cosas del desayuno saqué la túpper de la mantequilla. Mi boca bajó beso a beso por la espalda de Inma. Hice que subiera una rodilla encima de la mesa y cuando mi lengua al fin saludó a su clítoris la escuché gemir de alegría. Obviamente, aproveché su júbilo para untarla de mantequilla de igual modo que había hecho minutos antes con la tostada del desayuno.

— Por ahí no —protestó después de todo.

— ¡Cállate!

Inma abrió la boca sin dar crédito a lo que acababa de oír, pero no dijo nada, después de todo, ella era la única culpable de mí cambio de temperamento. Si la esposa de Don Alfonso soñaba con un hombre autoritario, yo me iba a encargar de que lo tuviera.

Inma se estremeció cuando metí mi dedo índice en su esfínter, pero como no protestó yo la recompensé lamiendo su sexo. Ella gimió cuando mis dedos índice y medio dilataron el agujero entre sus nalgas, pero derrochó coraje y yo la premié chupando su clítoris. La pobre sollozó al notar como la horadaban mis dedos y yo la consolé a lengüetazos.

Después de aquel último trance, me erguí con decisión e hice que se echara sobre la mesa de la cocina. Inma estaba espectacular con los pies de puntillas y dos de mis dedos metidos dentro del culo.

Un rabioso frotamiento de su sexo me sirvió de cortina de humo para sustituir esos dedos por algo bastante más contundente. Aunque por aquel entonces la madre de Alfonso parecía resignada a aguantar lo que fuera, su cuerpo se estremeció ante la profanación de su último resquicio de virtud.

— Ya está… Ya está —intenté animarla.

Inma se deshacía en suspiros y jadeos. Con mi miembro dentro del culo acababa de descubrir que ser sodomizada era un auténtico aprieto. Muy despacio se dejó caer sobre la mesa y yo caí también con ella. Sí, me tendí encima. Besé su nuca y mi cuerpo buscó acomodo tras ella. Una ola de placer recorrió su cuerpo cuando, muy despacio, mi polla terminó de adentrarse. Suspiramos al unísono cuando mi pubis se apoyó contra sus nalgas, por fin tenía dentro mis dieciocho centímetros. La besé en el hombro, en su espalda, sintiendo como se adaptaba a algo tan extraño.

— Tócate —le indiqué al oido.

Su primer gemido fue la señal para empezar a moverme. De bruces sobre la mesa de la cocina, Inma sollozaba con cada embestida. La humedad de su interior contrastaba con su gesto de asombro. Al principio sacaba mi miembro con cautela, apenas la mitad y se lo volvía a introducir despacio, si bien cada vez más fuerte, cada vez más rápido. Gracias a la acción de la mantequilla, la repetitiva colisión de nuestros cuerpos no tardó en resonar en toda la casa.

¡Clac! ¡Clac! ¡Clac! ¡Clac!

Sólo en ese momento fui consciente de la barbaridad que estaba haciendo. Estaba follándole el culo a la madre de mi mejor amigo.

— ¿Te gusta? —inquirí con una arremetida tan bestial que se movió la mesa.

— ¡Sí!

— ¡Pues córrete, porque no pienso parar hasta oír como te corres!

Inma se volvió turbada por la pasión. La boca abierta, frustración en sus ojos por no poder alcanzar mi boca. En cuanto me acerqué a ella comenzó a comerme el morro con una lujuria desmedida.

¡Clac! ¡Clac! ¡Clac! ¡Clac!

Inma echó a gritar de placer y yo aceleré la marcha para que así fuera. Noté su orgasmo abalanzarse, sus convulsiones, sus flujos… Jadeó porque la estaban matando de gusto. En cambio, yo apretaba los dientes e intentaba que aquella leona se estuviera quieta mientras la sodomizaba con todas mis fuerzas. Sus manos se agarraban a la mesa con desesperación. Yo persistí. Compartíamos sudor, jadeos y, de tanto entrar y salir de su culo, presentí que también iba correrme. Con un esfuerzo denodado, di unas profundas y pausadas embestidas que consiguieron, no obstante, arrancarle un nuevo y tremendo orgasmo… Y entonces me corrí, hincándole mi verga en el trasero y gruñendo como un oso. Fue espectacular, Inma no paraba de temblar ni yo de eyacular. A ese paso iba a notar el regusto a semen subirle por la garganta.

— Quédate dentro —suplicó.

No me dejó desmontarla hasta que nuestros exhaustos cuerpos recuperaron una respiración normal. Pasamos unos largos minutos abrazados, sintiendo nuestro calor mutuo, piel con piel.

Al incorporarme la observé en silencio. El calamitoso estado su intimidad evidenciaba la intensidad del encuentro. Sus enrojecidos orificios parecían clamar alabanzas de mi miembro. Yo jamás hubiera sospechado que una señora de su edad sería tan valiente y apasionada.