Tormenta de verano

Sara se ve sorprendida por una tormenta de verano.

Levantándose finalmente de la cama y gimoteando como una niña pequeña, Sara caminó torpemente hacia la cocina. En el exterior, el ensordecedor sonido de las cigalas y el húmedo calor del verano mediterráneo le impedían dormir la siesta. Al abrir la puerta de la nevera, una bocanada de frescor abrazó su desnuda piel y calmó levemente el calor que sentía sin poder evitar sentir un leve escalofrío. Con visión borrosa y con disgusto, comprobó que se encontraba ante dos dificultades: la nevera estaba vacía y se había quedado sin lentillas de contacto. Nada le apetecía menos que tener que vestirse y salir a comprar pero no podía olvidar el hecho de que era Sábado y si no lo hacía, se pasaría el fin de semana pasando hambre y con la visión borrosa.

Paseó su desnudez con total desasosiego por el piso dirección a la ducha consciente que tendría todo verano el piso para ella sola, cuando, al encender la luz del cuarto de baño recordó que aún estaba bajo los efectos de la resaca que sufría desde esa mañana. Sin pensárselo dos veces, se metió bajo el chorro de agua de la ducha. Tardó dos gritos y lo que se tarda en tener la piel de gallina en regular la temperatura a su gusto y con gran placer, disfrutó aliviando el calor que había acumulado en el intento de dormir la siesta. Al salir de la ducha dirigió su mirada instintivamente hacia el espejo pero no lograba ver más que un borrón. Apenas podía distinguir su melena castaña por el vaho y su malograda vista, cuanto menos podía disfrutar de la silueta que su envidiable cuerpo formaba. Con la piel aún húmeda se dirigió hacia el armario de ropa con pasitos cortos y cautos tratando de no resbalar. Forzando la vista y usando la memoria, trató de adivinar que prenda cogía y se imaginaba a sí misma con ella puesta.

El sol de la localidad era implacable a esas horas, así que no tardó por decidirse por un vestido blanco ligero. Al abrir el cajón de la ropa interior, el calor se había instalado de nuevo en su cuerpo y al no encontrar ropa interior a juego con el vestido se imaginó, no sin una sonrisa pícara en los labios, lo fresca que iría a comprar sin ropa interior. Sin pensárselo dos veces más, pasó su cabeza por debajo del vestido renunciando a llevar ropa interior y dejó que la liviana tela blanca ocultara su desnudez. Sacudiendo su melena castaña un par de veces a modo de peinado descuidado y enfundándose unas sandalias blancas a juego con su vestido, cogió 50€ para las provisiones y el juego de lentillas del mes, y salió a toda prisa del piso no sin un último toque de perfume.

Bajó con energía por la escalera pensando en los planes de esa misma noche. Cuanto menos tardara en terminar de comprar, antes podría llamar a sus amigas y quedar para flirtear un poco con algún chico en la discoteca. Abriendo la puerta del portal del edificio, el calor la golpeó sin piedad y el sol la obligó a entrecerrar los ojos volviéndola a recordar que tenía resaca ese día. Lamentó olvidar sus gafas de sol pero esto no la almendró ni una pizca y, con paso ligero, se dirigió hacia el supermercado mientras la falda de su vestido ondeaba con la brisa marina. Mirando al suelo y haciendo caso omiso a las cigarras que seguían ensordeciendo la localidad con su monótono canto, siguió el camino con brío mientras seguía pensando en los planes que haría con sus amigas.

El supermercado se encontraba solo a una docena de calles, pero en una de ellas, había mucho tráfico y el único semáforo que existía tardaba una eternidad en cambiar a verde. En esa eternidad, esperando a que el semáforo cambiara para cruzar la penúltima calle que separaba a Sara del supermercado es cuando se hizo consciente por primera vez desde que saliera del portal de todo cuanto le rodeaba. El sol había desaparecido tras una nube grisácea y el monótono cantar de las cigarras era interrumpido por truenos lejanos de alguna tormenta de verano próxima. Con una mueca en la cara, Sara comenzó a temer que los planes de aquella noche se fuera a aguar literalmente. El verde del semáforo le indicó a Sarita cuando podía pasar y con decisión cruzó las última dos calles para entrar en el supermercado.

Al entrar en el supermercado pudo disfrutar el frescor del aire acondicionado y el olor dulce de la fruta. A esas horas, el supermercado estaba desierto a excepción de la cajera y un reponedor que si su visión borrosa no le engañaba apenas acababa de entrar en la pubertad. Con celeridad se dirigió a la zona de frutería y se hizo con una buena provisión de frutas y verduras. Después pasó por congelados y recogió un par de platos pre-cocinados. Finalmente se dirigió hacia la zona de licores, y fue allí fue donde se dio cuenta de que había cometido un pequeño error. Para elegir una bebida alcohólica no necesitaba una vista de águila ya que cada marca tenía sus colores y su forma, pero para elegir un buen vino era otro tema, las letras sin lentillas bailaban una melodía digna de una canción muy cañera. Tenía que haber pasado primero por la óptica para recoger sus lentillas. Sin pensarlo dos veces, lo solucionó llamando al mozo reponedor para que la ayudara.

Al llegar el mozo, Sara se sintió como una vieja al explicarle que no podía leer por olvidarse las lentillas. El muchacho, con la mirada perdida y mucho esfuerzo, trataba de explicarle a Sara qué vinos le podrían interesar mientras tartamudeaba intensamente. Sara vió claramente como el rubor se instalaba en las mejillas del mozo. Al principio le pareció extraño pero no tardó más de medio minuto en comprender que estaba pasando. El efecto la humedad del sudor de su piel debido al camino de su casa al supermercado bajo ese intenso calor y el aire acondicionado del supermercado junto al hecho que había pasado antes por la sección de congelados habían endurecido levemente sus pezones, que quedaba totalmente marcados en la fina tela blanca. Ese hecho, junto con la recién pubertad estrenada en el chico lo que produjo una ineptitud total para expresarse con claridad. Sara se sonrojo al principio sin saber si debería enfadarse o sentirse alabada, pero para sorpresa de ella misma, comenzó a experimentar un puntito de excitación que la empujaba a juguetear con el inocente crió que tenía delante. Fingiendo ingenuidad, Sara le dio la espalda al muchacho y se agachó con las piernas rectas, consciente de que su corto vestido no podría amparar del todo su desnudez, y agarró una botella de vino blanco. Al darse la vuelta se encontró al mozo con la boca abierta y los ojos como platos. Entonces Sara, con un dedo jugueteando con su pelo, haciendo un ovillo, y con la botella colocada entre sus pechos, pregunto al chico:

-¿Y este blanco? ¿Es bueno para una noche loca para dos? - El chico, evidentemente sonrojado, apenas pudo asentir con la cabeza mientras miraba a los pechos de Sara cuando de golpe se le cayó una de las botella de vino que aguantaba con una de sus temblorosas manos. La botella estalló en mil pedazos salpicando levemente a Sara el vestido con vino tinto.

Sara soltó una carcajada despreocupándose de las pequeñas marcas de vino en su vestido blanco mientras el mozo, rojo como un tomate, trataba de disculparse y se agachaba con dificultad ,debido a una más que evidente erección, a recoger los pocos pedazos grandes de la botella de vino que había en el suelo. La voz de la cajera se escuchaba de fondo llamando la atención al muchacho con un sonoro “¡Qué diablos te pasa niño!” cuando de golpe, un rayo compitió durante un instante con la iluminación de supermercado y, tras un pequeño instante, un gran trueno invadió hasta el último rincón del supermercado e hizo olvidar por un momento lo sucedido a los protagonistas. Sara, conservando la sonrisa de victoria en los labios, se dirigió hacia el mostrador donde la cajera mostraba en su cara una más que evidente muestra de enfado ante el juego de la chica con el joven.

Tras pagar y recoger la compra, Sara salió del supermercado sintiendo la hostilidad de la cajera y mirando al cielo. Las nubes grises de tormenta se iluminaban al azar con cada rayo y las primeras gotas de agua comenzaban a oscurecer el suelo. Pese a todo seguía haciendo mucha calor y Sara ya no se preocupaba tanto por los planes de aquella noche como el hecho de llegar a casa calada hasta los huesos. Con prisa, Sara se dirigió tan rápidamente como le permitían las pesadas bolsas de compra que llevaba en cada brazo y sus sandalias dirección a la óptica donde tenía reservadas sus lentillas. Las gotitas dejaron paso a una cortina de agua justo cuando el semáforo del eterno rojo volvía a autorizar el paso a Sara para cruzar la calle.

Las primeras gotas de agua que mojaban los azulejos de la óptica procedían del vestido blanco mancado de vino y de la melena empapada de Sarita justo cuando, tras ella, la puerta golpeaba una pequeña campanita que anunciaba al optometrista su nueva cliente. El aire acondicionado volvió a endurecer los pezones de la chica y le puso la piel de gallina. Sara se sorprendió al ver la misma cara de estupor que tenía el muchacho de supermercado en la cara del dependiente de la óptica al acercarse al mostrador, pero la expresión de este no mostraba inofensiva inocencia, en su ojos había algo mucho más oscuro. Con despreocupación, pese a que el ortometrista se la estaba comiendo con la vista desvergonzadamente, la chica deslizó por el cristal el billete y le indicó al optometrista cual era su número de pedido. Tras un segundo de espera, el dependiente le dio el pequeño paquete que contenía las lentes de contacto no sin antes de hacer un amago, como si no fuera a dárselas y mostrar una sonrisa de lo más descarada. Sara estaba perpleja, nunca la habían tratado de esa forma en un lugar tan formal como ese, pero el tiempo apremiaba, quería que llegar a casa cuanto antes y no tenía tiempo ni ganas para increpar la actitud poco decorosa al dependiente. Cogió sus bolsas de la compra con las dos manos y con el codo empujó la puerta del local para salir a la calle.

En la calle, Sara caminó con la cabeza agachada, pero, a diferencia de antes, ahora no se protegía del sol si no del agua. Unos chicos con paraguas pasaron al lado de ella obligándola a apartarse hacía el borde de la acera mientras uno de ellos le silbó de manera osbcena y el otro expresó de manera muy explícita lo que le haría en una cama. Sara no cabía más en su desconcierto ante tanto atrevimiento, cuando de golpe, un coche pasó por su lado rápidamente tocando el claxon y pisando un charco que provocó que una ola la empapara de agua de pies a cabeza. Soltando un grito deseo hacer un gesto maleducado con los brazos pero con su compra colgando a ambos lados de su cuerpo le resultaba imposible y tubo que conformarse con insultar desde lejos. Con un suspiro, intentó sacar fuerzas y acelerar tanto como el peso de la compra le permitiera para llegar cuanto antes a su casa. Tras escucha un par de piropos salidos de tono y una expresión equivalente a “será puta” de una vieja, llegó al portal del bloque de apartamentos. Tubo la suerte que justo en la puerta había uno de los vecinos, que muy amablemente le sujetó la puerta para que ella pasara.

-Gracias. - dijo Sara.

-Las que tú me haces, moza. - respondió con descaro el vecino, sorprendiéndola ante tal atrevimiento. Era hombre tendría unos setenta y tantos.

Mientras estuvieron esperando el ascensor, el viejo la miraba de arriba abajo con lujuria y sin vergüenza alguna mientras Sara sentía como la ira y la vergüenza invadían su mente. Pero lo extraño del tema es que sentía algo más de ira y vergüenza, y no lograba terminar de saber que era. Sin duda, lo que no era es excitación, eso estaba muy lejos. Se podría decir que era asco hasta que lo sintió de verdad. En el ascensor, el viejo se le acerco demasiado y sin pudor ninguno, le olió el pelo mientras decía: “Si además huele bien esta florecilla”. Sara le hubiera roto los dientes de un puñetazo si no fuera porqué tenía las bolsas de la compra colgando de los brazos y que el ascensor se detuvo en su piso.

Salió esquivando al viejo verde, que volvía a intentar acercarse con peligrosas intenciones, y terminó de deshacerse de él pegando un portazo de una patada a la vez que soltaba un imporperio. Aliviada por haber acabado esa grotesca escena, se dirigió directa a la puerta de su casa, cuando por fin terminó de descubrir cual era ese sentimiento que la estaba atormentando desde que había entrado por el portal del bloque. Con cara de tonta se quedó mirando la cerradura... “¡Mierda! ¡¡Las llaves me las he dejado dentro!!” me maldijo a sí misma. Un minuto estuvo ensimismada antes de dejar la compra en el suelo y comenzar a buscar soluciones a su problema. Con decisión, dejó de lamentarse de su torpeza y abrió el paquete de lentillas para colocarse un par en los ojos, no sin dificultad, y poder ver por fin con claridad. Empezó a recordar lo que le habían dicho sus padres para solucionar problemas como ese... En el piso de arriba vivía una vecina que era amiga de sus padres y según recordaba, ésta guardaba una copia de la llave de su apartamento. Con un poco de suerte estaría en casa y le daría la llave de repuesto.

Con un suspiro, hizo acopio de fuerza y comenzó a subir por la escalera al piso de arriba evitando volver a coger el ascensor donde podría volverse a encontrar con el viejo pervertido. Poquito a poco y con cuidado, evitando resbalarse por estar empapada, llegó por fin a la puerta de su vecina y pulsó tres veces el timbre, dos toques cortos y uno largo. Tras una leve espera se abrió la puerta. Una lengua de aire gélida la abrazo sin compasión, poniéndole la piel de gallina al instante y endureciendo sus pezones tanto que casi le resultaba doloroso. Tras sentir el escalofrío que le había producido el helado aire que escupía ese potente aire acondicionado y colocando un mechón de su pelo castaño por detrás de su oreja, se encontró con algo que ya casi le parecía como normal. Frente a ella se encontraba un chico de su edad, unos 20 años, que la miraba de arriba abajo con ojos como platos. Ya acostumbrada a esa mirada que le estaban dedicando el sexo contrario desde que salió del supermercado optó por fingir normalidad y preguntar al chico por la llame:

-Perdona, soy la vecina de abajo y me he dejado las llaves en casa. Mis padres me dijeron que aquí guardáis una copia. ¿Podrías ser tan amable de dármela?

-S...sí claro, pero ahora mismo no está mi madre que sabe dónde está, así pues pasa y espera mientras busco tu llave. - El chico se apartó a un lado dejando paso a Sara.

Justo cuando el chico se apartó a un lado para dejar que pasase, fue cuando a Sara le fue relevado el motivo de tanta agitación con todo el que se cruzaba desde que saliera del supermercado. Frente a ella pudo ver su reflejo en un espejo desde primera vez que salió de casa. Ahora era ella la que tenía los ojos como platos y recorría de arriba a abajo con la mirada su propio cuerpo. Su vestido de fina tela blanca se había pegado a su piel completamente, como un guante, se transparentaba de tal manera que más que cubrir su desnudez parecía que la acentuaba. Cada curva, cada lunar y peca, incluso el atrevimiento a no llevar ropa interior, quedaban totalmente al descubierto. Para colmo, el aire acondicionado había producido un considerable endurecimiento de sus pezones y tenía la piel de gallina. Casi instantáneamente, el rubor le encendió las mejillas y volvió la mirada hacia el suelo. Esta vez no se protegía del sol, tampoco se protegía de la lluvia, se protegía de su propia desnudez y su inseguridad ante el chico se la comía con la mirada una y otra vez mientras mostraba una sonrisa de lo más lasciva.

  • ¿Pasas o piensas quedarte ahí plantada? - Soltó el vecino sin dejar de sonreir.

En otro momento Sara había reaccionado ante tal osadía por parte de un chico, pero no en ese momento. Se sorprendió a sí misma tartamudeando como el adolescente del supermercado y pasó lentamente el umbral de la casa sin quitar ojo al espejo que tenía en frente. Podía admirar hasta el más mínimo detalle de su cuerpo a través de la fina tela empapada. Mientras entraba en el piso, fue totalmente consciente que el chico que le abría la puerta podría verle por detrás tan claramente como por delante, a través del espejo. Estaba totalmente expuesta, sin defensa alguna. Deseaba con todas sus fuerzas taparse con los brazos, o simplemente huir y volver cuando estuviese seca, pero le resultaba imposible. La excitación le había invadido con la misma rapidez que el aire gélido del acondicionado había puesto en tensión sus pezones y le impedía mover los brazos para tapar lo más mínimo de su intimidad a la vista del chico, que la devoraba con la mirada voraz, sin piedad. Sentía la sensación del cazador que tiene en el punto de mira a su presa, solo que en ese momento la presa era ella. El chico, sin prisa alguna y sin quitarle ojo de encima, comenzó a buscar lentamente las llaves en diversos cajones hasta llegar al más bajo del mueble, a ras de suelo, donde se escuchó el tirinteo de unas llaves. Con una estúpida sonrisa satisfacción dibujada en la cara, se giró y volviendo a repasarla con la mirada. Hizo un gesto con su mano en la entrepierna, evidenciando una gran erección y se dirigió hacia el sofá donde dijo:

  • En ese último cajón hay llaves, mira si es una de esas, si no tendrás que quedarte hasta que venga mi madre. - Su sonrisa se ensanchaba por momento y se sentó de tal forma que daba a entender que la situación la tenía totalmente controlada y que quería ver más de lo que estaba enseñando. Se había convertido en un juego, y ella parecía que las tenía todas de perder.

Sara fue consciente de cual era las intenciones de su vecino, pero en lo más hondo de ella misma había algo que le impedía evitar seguir exhibiéndose como una puta. Aspiró dos veces e hizo acopio de toda la dignidad que aún quedaba en ella para dirigirse hacia el cajón donde ya veía su llave. Había entrado en el juego y pensaba jugárselo todo. Con las piernas casi temblando, optó por no ignorar lo que sentía su cuerpo, que ardía de deseo. Se entretuvo un momento, y haciéndose pasar de nuevo su melena castaña por detrás de sus orejas con sus dos manos, para asegurarse mayor expectación, cuando entonces, dándole la espalda a su público, se inclinó sobre sí misma, sin doblar sus rodillas. Podía sentir como la húmeda tela de su vestido subía por sus nalgas y las dejaba totalmente sin cubrir, dejándolas completamente expuestas ante el ocupante del sofá. Casi podía sentir como la mirada del chico se clavaba en su sexo. Casi podía sentir como en la imaginación de él se abalanzaba sobre ella para follársela viva en esa misma postura. Finalmente, recogió su llaves, se incorporó, se giró y miró directamente a los ojos de su espectador. Un silencio autoritario había invadido el piso. Ambos se miraban a los ojos sin apartar la mirada, como si el tiempo se hubiera detenido para declarar en tablas el juego de tensión sexual que se respiraba en el aire. Fue entonces, cuando un fuerte estruendo de un trueno sacó a los dos de su ensimismamiento y los despertó, sacándolos a los dos a la superficie de la realidad.

Con titubeos y extraña cordialidad, se despidieron ambos avergonzados, sin apenas volverse a mirar mutuamente. Sara volvió a sentir el calor de la tarde salía aturdida del piso. Comenzó a bajar por la escalera sin prisa alguna, como si su vestido se hubiera vuelto opaco para el resto de la gente. Con normalidad, metió la llave en la ranura y la hizo girar dos veces, recogió la compra que había dejado en su puerta y entró en el piso. La puerta la cerró apoyándose sobre la misma y volvió a encontrarse con el reflejo de su cuerpo desnudo a través de la fina tela de se vestido frente al espejo del recibidor. La excitación había dejado paso al desconcierto, y finalmente a la desilusión, como si hubiera esperado otro final en el piso de su vecino. Con paso lento, se dirigió hacia la ducha y bajo el chorro de agua tibia, revivió cada uno de los momentos en que se había expuesto a desconocidos sin saberlo, tal y como había llegado al mundo, con el único obstáculo de una fina tela transparente que no ocultaba ningún detalle de su cuerpo. Finalmente cedió, y casi sin quererlo, volvió a recordar la escena final en el piso de su vecino. Sus pezones se endurecieron como jamás lo habían hecho. Dejó que una de sus manos abarcara uno de sus pechos, atrapando y acariciando un endurecido pezón entre sus dedos. Casi sin voluntad alguna, terminó por deslizar su otra mano más allá de la suave curva de su vientre, alojándose entre su piernas, donde se encontró con la humedad cálida que manaba de su interior. Se masturbó con desespero hasta que finalmente cayó de rodillas suspirando y gimiendo de placer. Se había rendido a la excitación que había experimentado en esa tormenta de verano.