Todos se follan a mi mujer 6 (capítulo final)

El día más largo en la vida de Andrés llega a su fin.

11

Sometida por el enemigo de mi esposo, parte 4

Lo de Mario se me está yendo de las manos. A veces invento excusas para no verlo, pero sólo me sirven para dilatar el encuentro por algunos días. Además, se está volviendo más exigente. Ya no se conforma con verme una vez por semana. Para colmo, parece tener tiempo de sobra, así que no puedo contar con tener la suerte de que alguna vez sea él el que no pueda asistir a nuestra cita.

En las últimas dos semanas nos vimos cinco veces en el pequeño departamento que tiene en el centro. El vigilante del edificio ya me deja pasar como si fuese una inquilina más. Y me mira con ironía. Seguramente cree que soy una puta. Es lógico. Qué iba a ser una chica de treinta años, linda, en el departamento de un veterano de cien quilos, durante dos horas. Además, Mario suele ordenarme que me maquille como una prostituta. Era cada vez más difícil salir de casa, vestida de manera sensual, para luego maquillarme en el colectivo.

Lo más chocante de todo esto es que yo misma me estoy acostumbrando a ser su putita personal. Acato cada orden al pie de la letra, y hasta encuentro algo de placer en sentirme usada como un juguete sexual. Ya no me cuestiono el porqué, cada vez que llega la hora de acudir a esa cita, voy a su encuentro como una autómata. Ya ni siquiera necesitaba reiterar la amenaza que pendía sobre mi marido.

Salgo con otros hombres para recordar lo que es tener el control, y me escribo con otros para tener opciones. Pero durante una o dos veces a la semana, la mujer libre, que ni siquiera se deja reprimir por las normas morales, ni por el contrato del sagrado matrimonio, se convierte en una esclava. Una esclava sexual.

El jueves recibí el mensaje de Mario recordándome que a las seis teníamos una cita. Me ordenó que me pusiera un diminuto short y un top negro. Y que me atara el pelo en dos trenzas. Debía pintarme los labios de un llamativo color violeta, y la sombra de los ojos tenía que hacer combinación.

Le pedí que por favor me deje vestirme así en su departamento. Si salía con esa apariencia, sola, a las cinco de la tarde, llamaría demasiado la atención, y las habladurías que ya sabía que empezaban a correr sobre mi persona, aumentarían, e inevitablemente llegarían a Andrés. Pero él fue totalmente inflexible al respecto. Debía llegar así al encuentro, y no se hable más. Para algo era su putita.

Hice trampa. No podía andar por el barrio vestida como una puta adolescente. Así que me puse uno de mis vestiditos, y metí las prendas que debía usar con Mario en mi cartera. Salí de casa con tiempo y compré el labial y la sombra. Cuando estaba a dos cuadras de la dirección de Mario, me metí en un McDonald. Fui directamente al baño del primer piso. Me quedaban treinta minutos. Si llegaba tarde, Mario me castigaría de alguna forma. Me metí en uno de los cuartitos con inodoro. Me cambié en un santiamén. Guardé el vestido en la cartera. Las trenzas me llevaron su tiempo. Debí tener paciencia. Después me pinté los labios y los ojos frente al espejo.

No hubo hombre que no se diera vuelta a mirarme. Incluso algunos que llevaban de los brazos a sus novias, me observaron idiotizados. Y un montón de bocinas sonaron en la calle. El short apenas cubría mis nalgas, y el top hacía lo mismo con mis tetas. La vestimenta generaba la sensación de desnudez, y el llamativo color de labios y ojos terminaban de lograr que mi apariencia fuese exageradamente llamativa. Si no fuese joven, y no tuviera todas las cosas en su lugar, me vería ridícula. Pero, al contrario, todos parecían encontrarme fascinante.

El vigilante del edificio tardó en reconocerme, y cuando por fin me abrió la puerta me dijo “que la pases bien”, con una sonrisa grotesca en su rostro.

Si bien el vestuario era excesivo, no imaginé que me esperase una noche muy diferente a las otras. Mario me haría desnudarme despacito, me acariciaría por todas partes con sus manos callosas. Quizá me ordenaría que llame a Andrés mientras me manoseaba. Me metería la pija y los dedos por todas partes, y si estaba de buen humor, me practicaría un delicioso sexo oral. Me obligaría a tragarme su semen. Yo debería decirle que era su puta, su putita personal, su esclava, su sumisa.

Mario me abrió la puerta. Me acarició el culo mientras entraba. Si bien el departamento estaba silencioso, sentí el denso humo de cigarrillo. Mario no fumaba.

En el pequeño comedor había tres hombres sentados alrededor de la mesa. En el centro de la mesa, un mazo de cartas.

— Apa, apa, mirá la que se tenía guardada Marito —dijo uno de ellos. Un flaco de ojos hundidos, con el pelo rubio pajoso, con algunas canas.

— Les presento a mi putita —dijo Mario.

Todos tenían más de cuarenta años, y rozaban los cincuenta. Los otros dos eran un hombre de anteojos y pelo negro, bien corto, vestido con traje. Y el último era un musculoso, pero panzón, de remera negra, con aspecto de patovica.

— Nunca estuve con tantos —me quejé.

Mario me acarició la mejilla con indulgencia.

— Sólo vas a estar con los ganadores —dijo.

— ¿Qué?

— Lo que escuchaste zorrita —dijo el rubio de pelo pajoso.

— Vení —dijo Mario— vamos a jugar un jueguito.

  • ¿Qué jueguito? – pregunté, intrigada y asustada.

— Eso Mario, ¿Qué jueguito? —dijo el hombre de traje.

— Muy simple. Vamos a tirar las cartas. El primero que saque un doce (un rey), tendrá derecho a una mamada de mi putita.

Los otros tres festejaron como niños. Yo estaba parada al lado de Mario, que ya estaba sentado en uno de los extremos de la mesa. Ni siquiera se molestaron en darme un asiento.

— Esperá Mario. Entonces al final va a estar con todos. -dijo el de traje. – ¡si los reyes son cuatro, y nosotros también!

— Nada de eso. Sólo los primeros dos. Los otros se quedarán con las ganas de la mamada, y esperarán al siguiente juego.

— Que tramposo Marito —dijo el rubio— A vos te la habrá chupado mil veces, y la podés tener cuando quieras, no deberías participar.

— ¡Dejá de quejarte! ¿Cuándo vas a tener a una yegua como esta gratis?

— Tiene razón Mario —dijo el de aspecto de patovica—. Encima que nos entrega este bombón te quejás.

— Vos lo decís porque sos un voyeur y te conformás con mirar —retrucó el rubio.

— Eso no lo niego —confeso el patovica.

— Bueno, basta de discusiones. Empecemos, que a esta putita le encanta la verga. No la hagamos esperar.

No dije nada. Me quedé ahí parada, mientras escuchaba sus palabras denigrantes, y se disputaban mi cuerpo como si fuese un trofeo.

— Así que estás casada —dijo el hombre de traje.

Mario empezó a repartir las cartas lentamente. Me pareció ridículo el juego. ¿Por qué no me ordenaba que se las chupe a todos y listo? No podía decirle que no. Y no sólo debido a mi obediencia. Estaba en un departamento con cuatro hombres. No podría hacer nada para resistirme.

— Claro que está casada, y al cornudo del marido lo desmayé de una trompada. No tienen idea de lo cagón que es.

Los cuatro estallaron en carcajadas, mientras Mario les relataba minuciosamente aquel altercado que dio inicio nuestra sórdida relación.

— Genial. Vení acá putita.

El hombre de pelo rubio pajoso tenía un doce de basto sobre la mesa.

— Ahí tenés maricón. Tato que te quejabas y fuiste el primero en ganar — dijo el patovica.

No esperé a que me lo ordene Mario. Me acerqué a ese tipo del que ni siquiera sabía el nombre. Él empujó la silla para atrás para hacer espacio. Me puse en cuclillas, a sus pies, en lugar de arrodillarme, para no lastimarme.

— Hacelo despacio y con cariño zorrita —dijo. y dirigiéndose al patovica agregó—. Acá tenés, disfrutá del espectáculo, degenerado.

— Así lo haré —dijo el aludido, poniéndose en un lugar donde podía ver todo.

Acaricié la verga por encima del pantalón. Todavía no estaba erecta, así que lo masajeé hasta sentirla dura. Después corrí el cierre del pantalón, y delicadamente, saqué el miembro, y me lo llevé a la boca.

— Esta zorrita sabe lo que hace —dijo, sintiendo cómo lo pajeaba mientras mi lengua devoraba la cabeza del pene.

Su miembro era normal, pero parecía pequeño al lado de la tremenda pija de Mario, de la que ya estaba acostumbrada. El rubio me agarró de las trenzas, y empezó a hacer movimientos pélvicos, logrando que me trague toda su verga, y que su pelvis peluda choque con mi rostro una y otra vez. Traté de sacármelo de encima cuando supuse que ya iba a acabar. Pero me agarró de la nuca, y eyaculó adentro. El semen impactó en mi garganta. Me hizo toser y escupirlo en el suelo.

— Que puerquita hermosa —dijo el maldito.

Mientras se disputaban quien sería el próximo en meterme la verga en la boca, me puse a limpiar el enchastre que hice.

El siguiente a quien debía mamar era al hombre de traje.

Este era más educado, y dejaba que yo haga todo el trabajo, sin obligarme a tragármela entera. Me acariciaba la mejilla con ternura, y me repetía una y otra vez lo hermosa que le parecía, entre jadeos.

Cuando me dijo que ya no aguantaba más, lo masturbé frenéticamente y lo hice acabar en mi cara.

— Hey, no te vayas a enamorar amigo —le dijo el rubio, y todos rieron.

Fui al baño a limpiarme la cara. Cuando regresé, Mario explicaba el siguiente juego.

— Ahora voy a tirar una ronda de cartas. Sólo uno para cada uno. El que saque la carta más alta tendrá derecho a ordenarle a mi putita que se saque una prenda. El que le quite la última, podrá cogérsela, pero tendrá que hacerlo acá, en frente de todos.

— Pero Mario, ¿las zapatillas cuentan como una sola prenda o dos? — preguntó el de traje.

— Como una sola.

— ¿Y los ases le ganan a todas las demás? —dijo el rubio.

— Claro que sí. Y si hay empate, se desempata entre los ganadores. ¿Queda claro?

En la primera ronda, al rubio le tocó un once que nadie pudo superar.

— A ver zorrita, empecemos por lo más aburrido. Chau zapatillas.

Me las saqué. No iba a pasar mucho tiempo para que culmine el juego. Solo vestía el short, la tanga y el top. Mario fue el siguiente en ganar, y me ordenó que me saque el top.

— Mirá que lindas tetitas tiene la zorra —dijo el rubio.

— Ya ven que mis putas no son cualquier cosa —se regodeó Mario— Carne de primera calidad.

— Bajate despacito el short —dijo el patovica, que acababa de ganar la tercera apuesta —, date vuelta y menea el culo mientras los hacés —agregó.

Así lo hice, y recibí los chiflidos del rubio, Mario, y el propio patovica. El único que no se comportaba como un infradotado cunado estaba frente a una mujer semidesnuda, era el de traje.

Jugaron la última ronda. Mario y el patovica empataron.

— ¿Hace falta que desempatemos Marito? —Dijo este último—, si vos la tenés siempre. Dejámela a mí. No vaya a ser cosa que me vaya de acá sin ganar nada.

— Qué maricón. Te parecés a uno que ya sabés —dijo Mario, señalando con la vista al rubio— si perdés ya vas a tener tu oportunidad, más adelante. Acá van las cartas.

Mario sacó un cuatro, y el patovica un seis.

— Vení para acá bebé —dijo el ganador.

Me incliné delante de él y apoyé el torso sobre la mesa. El patovica me arrancó la tanga y la hizo hilachas. No me importaba. En la cartera tenía otra, y Mario, a diferencia de Andrés, no tenía problemas en comprarme ropa interior.

Se mojó la mano, y me la metió en mi sexo.

— Ya está mojada la putita —dijo, cosa que era cierto.

Me agarró de las caderas y me la metió, despacito. Los otros tres no se perdían detalle de la escena. Tenía mucha fuerza en las piernas. Cuando ya estaba dilatada, empezó a moverse con más velocidad. La mesa empezó a desplazarse hacia adelante mientras me cogía. Cerré los ojos, deseando que esa noche no sea tan larga como me lo imaginaba. Le había escrito a Andrés que llegaría tarde, como tantas otras veces. Pero no quería aparecer en casa a las dos de la madrugada.

El patovica retiró su miembro, se sacó el preservativo y eyaculó en mis nalgas.

El hombre de traje tuvo la gentileza de entregarme un pañuelo descartable para limpiarme.

— Muy bien, ya nadie se puede quejar. Todos tuvieron algo de mi putita. — Exclamó Mario.

— ¿Ya se terminaron los juegos?

— Nada de eso. Falta un último juego. Vamos al living —dijo. Yo los seguí, desnuda.

Mario sacó de un cajón una cajita con cuatro dvds.

— Mirá putita —dijo, dirigiéndose a mí—. Acá hay cuatro películas diferentes. Sólo tenés que elegir una. El juego es muy simple, vos vas a tener que hacer lo que haga la actriz de la película que elijas. Y también vas a elegir quiénes de nosotros harán el papel de los hombres de la película. Si tenés suerte, sólo vas a tener que hacer un par de petes. Si no la tenés, vas a tener que lidiar con cuatro pijas a la vez.

— Qué buena idea Marito —dijo el patovica.

— Me imagino que hay al menos una película donde le hacen una penetración anal y vaginal, mientras uno se la mete por la boca, y el otro es masturbado por la misma chica —fantaseó el rubio—. Ojalá que toque una película así.

Elegí un video al azar, sin pensarlo mucho. El morbo que les generaba esos jueguitos, a mí me resultaba aburrido.

Mario puso un video. En la pantalla apareció una chica, mucho más joven que yo, completamente desnuda, arrodillada en el piso. De repente, aparecieron en escena cuatro hombres desnudos. La rodearon. Sus vergas estaban erectas, y se acercaban a ella. La chica empezó a chuparlas, una por una. Mientras que con las manos masturbaba a otros dos.

— Fijate que no usa las manos con el que se la está chupando —dijo Mario.

Yo asentí con la cabeza.

— Y cambia a cada rato de pija —dijo el patovica.

Era cierto. Sólo estaba unos segundos con el miembro en su boca, y enseguida cambiaba de hombre. Los otros giraban a su alrededor, para cambiar de turno.

Mario adelantó el video, y se vio cómo los cuatro hombres eyacularon en su cara, dejándola repleta de semen.

— Considerate afortunada. Este no es el más difícil —aclaró Mario. Yo supuse que tenía razón. El más difícil seguramente sería uno muy similar al que describió el rubio.

Mario tuvo la gentileza de poner un almohadón en el piso, para que me arrodille sobre él. No era necesario elegir al “actor” que haga el papel correspondiente de la película, porque de todas formas, debían ser cuatro.

Mario y sus secuaces se desnudaron. Mi amante ya tenía la verga inmensa al palo. El rubio y el de traje ya estaban a media asta, y el patova se masturbaba. Me rodearon. Yo manoteé la bestial pija de Mario, que tenía a mi derecha, y con la otra ayudé al patovica a que se le endurezca el miembro. El rubio estaba al frente mío. Abrí la boca, y recibí de nuevo su verga. Todavía estaba pegajosa y con un fuerte sabor a semen.

Era muy difícil imitar a la chica. Me costaba mucho succionar la pija sin ayuda de mis manos, y a la vez, coordinar mis movimientos para masturbar a los otros dos al mismo tiempo. Cuando el miembro entraba dos o tres veces en mi boca, cambiaba por otro. Les di, sin querer, algunos mordiscones. Así que decidí no usar mucho mis labios, sino más bien mi lengua.

Un hilo de baba caía constantemente de mi boca, cada vez que entraban y salían esos cuatro instrumentos. Muchas veces tuvieron que instarme a que los masturbe, porque, sin darme cuenta, había dejado de hacerlo. La verga de Mario era la más difícil con la que tenía que lidiar, porque me llenaba la boca, y si no la sacaba rápido, yo comenzaba a toser y escupir.

Las mandíbulas me dolían de tanto abrirlas y cerrarlas. Entre mis piernas, se había formado un pequeño charco de baba. Nunca me había sentido tan sucia, ni tan humillada. El primero en acabar fue el rubio. Pero yo tuve que seguir un buen rato con los otros tres, con la incomodidad que me generaba tener el semen pegado en mi cara.

No sé cuánto tiempo estuve chupándoselas, pero se me hizo eterno. Eyacularon, uno a uno en mi cara. Cuando terminaron, Mario me agarró del brazo, y me llevó al baño.

— Mirate —me dijo, cuando estábamos frente al espejo—. Eso sos — agregó, mientras me acariciaba el culo.

Mi cara estaba cruzada por un montón de hilos de semen. Y en algunas partes, donde había mayor abundancia, se empezaba a deslizar hacia abajo.

Me dejó sola. Me limpié la cara mientras escuchaba cómo hablaban de lo bien que me había comportado. Fui a buscar mi cartera.

— ¿Ya me puedo ir? —pregunté.

— Sí putita, después arreglamos para otro encuentro —dijo Mario.

Sus tres compinches coincidieron con el hecho de que les gustaría verme de nuevo.

Me puse la ropa interior limpia y el vestido, frente a ellos. No me quise bañar ahí. Quería irme cuanto antes.

Me tomé el colectivo, porque temía que, en un taxi, el chofer sintiera el olor a semen que todavía había en mi cuerpo. Me senté en el fondo, apartada de los otros pasajeros. Me saqué la pintura del labio, y el resto del maquillaje. Y de repente, me largué a llorar.

Llegué a casa a medianoche. Me di una ducha antes de meterme en la cama con mi marido.

— ¿Estás bien? —me preguntó Andrés, al notarme turbada.

— Sí —le contesté.

Me dio un beso en el hombro y en seguida se durmió.

Fin

12

Siempre fui un perdedor. En la secundaria era el típico chico al que todos molestaban. Malo en los deportes, con aspecto de nerd, pero sin las ventajas de la inteligencia que supuestamente venían junto a esa condición. Tímido hasta la desesperación. Torpe. Apocado. Y, por su puesto, terminé la secundaria siendo virgen.

Tenía pocos amigos. Y la mayoría de ellos se fueron alejando de mi vida (y yo de la de ellos). El único con el que conservaba contacto regular era con Marcos. A él lo conocí en mi solitaria época de adolescente. Era dos cursos más avanzado que yo. No éramos realmente amigos en ese entonces, porque a esa edad, llevarse dos años es demasiado. Pero siempre me trató bien, y más de una vez me salvó de alguna golpiza de los abusadores de la escuela. Años después fuimos compañeros de trabajo durante un tiempo, y ahí fue cuando se afianzó nuestra relación. Era el único amigo que me quedaba, y por eso, cuando Valeria me dejó y empecé a leer los relatos, fue el primero y el único al que llamé para contarle mis penas.

Cuando terminé de leer el relato de Mario, vi que me habían llegado varios mensajes. Revisé ansioso el celular, deseando que fuese Valeria, pero se trataba de Marcos, quien me había dejado tres mensajes. Pensé que seguramente estaría preocupado por mí. No me molesté en leerlos. Sabía que me encontraría con el mismo texto que me mandó a la noche, “no leas los relatos”. Demasiado tarde amigo.

Ya había amanecido, el día estaba hermoso y los pajaritos comenzaban a cantar. Si esto fuese una película con finales trillados, ese bello amanecer, simbolizaría un final feliz, o un nuevo y venturoso comienzo para el protagonista. Pero eso estaba por verse.

Me resultaba difícil decidir si alguna vez podría perdonar a Valeria. Supongo que ni siquiera debía plantearme la posibilidad de hacerlo o no hacerlo, pero las cosas no son tan simples. Algunos quizás llegaron a estas líneas esperando una venganza implacable. A todos ellos, sigan esperando.

De todas formas, incluso si la perdonara, era inviable empezar la relación de cero. Más allá de todo esto jamás podría perdonarme a mí mismo. Mi visión inocente y desganada sobre la vida, mi cobardía, mi desinterés por los detalles, y tantas otras falencias, me costaron mi matrimonio. Un matrimonio, que probablemente nunca existió más que en los papeles.

Siempre asumí que Valeria valía más que yo. Que debía estar agradecido con la vida, porque una mujer como ella se diera vuelta a mirar a alguien con tantos defectos y tan pocas virtudes. Me convencí de que nuestra relación marchaba al ritmo de sus deseos, y no hice nada cuando empezó a pasar menos tiempo en mi cama, y más tiempo en la calle.

No sé si hubiese podido contener a una mujer tan caprichosa y desprejuiciada como ella. Pero lo que sí sé es que nunca lo intenté.

Al otro al que no podría perdonar nunca era a Mario. Su placer por la humillación de otros, su prepotencia, su agresividad, y ahora que había leído los relatos, su misoginia, su sadismo, y su crueldad absoluta, eran cosas que nadie debía dejar pasar.

Es cierto que Valeria lo provocó y se dejó caer en sus garras. Pero lo demás, obligarla a vestirse como puta, arriesgando a que se exponga ante todos. Humillarla cada vez que la poseía, y sobre todo, obligarla a copular con tres desconocidos. Mario era un hijo de puta con todas las letras. Y si no fuese Valeria, sería otra chica, probablemente más inocente, la que convirtiera en su puta personal.

No me podía sacar de la cabeza la posibilidad de que, en ese mismo momento, Valeria estuviese con él. Tal vez atada y amordaza, mientras usaba su cuerpo como un juguete sexual.

Valeria me venía dando señales desde haía tiempo, y yo me negué a verlas. Sólo cuando vi un montón de indicios junto empecé a abrir los ojos.

Recordé cómo, por la noche (hace mil años), dejó el teléfono celular sobre la mesa, y se fue a bañar. Probablemente muchas veces había hecho algo similar, pero recién en ese momento me digné a prestar atención a los indicios, y me animé a revisarlo. Sin dudas Valeria esperaba recibir algún mensaje a esa hora. Probablemente les pidió a sus amantes que lo hagan justo en ese momento. A esas alturas, sus llamados de atención eran un pedido de socorro.

Ella necesitaba que yo sepa. Necesitaba sacarse de encima al lastre de su esposo. Al no tener que ocultarme su doble vida, sería libre de nuevo. Hasta podría dejar a Mario sin temor a represalias.

Era raro. No había dormido por muchas horas, pero me sentía más lúcido que nunca. Fui a la cocina. Agarré un cuchillo afilado, no muy grande, ya que necesitaba esconderlo en mi cintura. Salí de mi casa. Era la primera vez en mi vida que me sentía tan determinado.

Eran las cinco y media de la mañana. Las calles estaban desiertas. Sólo tenía que caminar trescientos metros, pero se me hicieron larguísimos.

Cuando llegué, no me molesté en tocar el timbre. Me trepé por las rejas. Recordé que Mario tenía un perro, pero por lo visto estaba en el fondo. Golpeé con violencia la puerta. Si despertaba a algún vecino, tanto mejor.

— Qué querés, idiota —escuché la voz de Mario al otro lado de la puerta.

— Dónde está mi mujer —exigí saber.

Él, confiado, abrió la puerta.

— Aparte de cornudo sos boludo vos, que te pen…

No lo dejé terminar. Le devolví la trompada que me había dado hacía unos meses. Pero apenas se movió, y mi mano me dolió mucho.

— Ah, sos loquito vos —dijo. Me agarró del cuello y me metió para adentro.

Me dio una piña en la panza que me dejó sin aire.

— Así que ahora sos el príncipe azul. —lo escuché decir.

Intenté sacar el cuchillo de la cintura, pero antes de lograrlo recibí una patada en la cara. Mi nariz y boca sangraban. Las encías dolían mucho. Sentí un diente flojo, y el labio inferior tenía una herida profunda. Quise aferrarme al cuchillo, quise levantarme y pelear. Pero no me podía mover. Mario me sacó el cuchillo de mis débiles manos.

Voy a morir, pensé. Tenía la vista nublada. Me preguntaba dónde clavaría el cuchillo.

Pero entonces lo escuché gritar, dolorido. Y después algo parecido a un palo chocando con un balde de plástico. Mario cayó al piso, a mi lado. Estuve cerca de que me aplaste.

Durante un instante pensé que quien lo había golpeado había sido Valeria. Una historia tan bizarra como esta terminaría con un final acorde. Finalmente era ella la que acudía a mi rescate. Sin embargo, el que me habló fue un hombre.

— Andrés ¿Estás bien? —lo escuché decir— ¿Estás bien?

— ¿Marcos? —susurré, reconociendo a mi viejo amigo—. Marcos ¿Por qué…?

Entonces me desmayé.

Desperté en su casa catorce horas después.

— Qué suerte que no tenés nada grave —dijo.

— Me salvaste. ¿Qué hacías ahí?

Tenía la boca hinchada, y apenas podía hablar.

— No me contestabas los mensajes —aclaró, y cambiando de tema, agregó—. Tenés que ir a que te vean esas heridas. Principalmente la del labio.

— ¿Está muerto?

— Ni idea. Al final los leíste, ¿no?

Por una vez en la vida, mi cabeza funcionó con perspicacia.

— Vos tam… Vos también estás en los relatos —dije, y no era una pregunta—. Por eso no querías que los lea.

— Fue una sola vez —me prometió, con cara de congoja—, te juro que fue una sola vez. Fue cuando me quedé a dormir en el sofá de tu casa. Me buscó a la madrugada, cuando dormías. No le pude decir que no.

— Y quien puede hacerlo —respondí.

— Después de eso, la esquivé como si tuviera lepra.

Supongo que después de todo lo que había leído, y teniendo en cuenta que me acababa de salvar la vida, no podía reclamarle nada. Al menos en ese momento.

— ¿Y Valeria?

— Ni idea. En lo de Mario no estaba.

— ¿Y con quien está?

— Quizá con nadie.

Me quedé unos días en su casa. Me hice atender las heridas. Por lo visto Mario estaba en terapia intensiva. Circulaba el rumor de que uno de los drogadictos a los que le vendía drogas lo había atacado salvajemente.

Seis meses después

Sé que ahora está con sus padres. Doña Beatriz y don Román son buenas personas. Incluso cuando ella les dijo que me oculten su ubicación, me llamaron y me lo informaron. Mario, por fin, pasó al otro mundo. Y mi héroe Marcos, quedó totalmente indemne de la situación. Tampoco hubo imputados. A nadie le importaba quien había matado a un dealer de poca monta. Mario se creía Tony Montana, pero era solo otro rastrero más. Totalmente reemplazable. El inútil aparato de la justicia nos jugó a favor.

Volví a casa. Muchos vecinos me miraban con curiosidad, y algunos se animaban a preguntarme por Valeria. Yo les contestaba, sin vueltas, que nos separamos.

Mi amistad con Marcos continúa. No sólo por haberme salvado, y luego cuidado. La forma en que Valeria lo había seducido, yendo semidesnuda en mitad de la noche, a donde él estaba durmiendo, casi podía considerarse una violación. Y así se relata en el cuento “Con el amigo de mi marido, mientras duerme”. Tengo que admitir que todavía me masturbo leyendo algunos de sus relatos. Pero ya no sintiendo que estoy leyendo cómo se cogen a mi mujer, porque el marido de Valeria, ese de los relatos, es otro distinto a mi yo de ahora.

Creo que por fin hay algo que entiendo de mi mujer. Escribir sobre los sucesos de su vida y compartirlo con desconocidos, es una especie de catarsis. Por eso ahora, en homenaje a quien, para bien o para mal, es la mujer de mi vida, publico mi historia.

Ayer recibí un llamado de Valeria. Pero no le contesté. Ahora estoy rehaciendo mi vida y no quiero volver al pasado. Quizá más adelante podamos tener una charla agradable, pero por ahora no.

Fin