Todos se follan a mi mujer 5

Andrés al fin lee el relato donde su mujer confiesa que lo traicionó con su peor enemigo.

9

Respiré hondo. La casa estaba silenciosa y oscura. Lo único que emanaba luz era mi computadora. Creo que era el ambiente adecuado para leer ese relato: rodeado de penumbras. Apenas leí la primera frase, quedé totalmente inmerso en la historia. Efectivamente, era el odioso Mario el responsable de que mi esposa haya escrito cuatro relatos en su honor. ¿Qué tenía de diferente de sus otros amantes? Pronto lo descubriría.

Sometida por el enemigo de mi esposo, parte 1

Al final mi vecino consiguió lo que tanto anhelaba. Siempre me dije, y también lo dije en algunos relatos (ustedes están de testigos) que nunca me entregaría a alguien que no desease. Yo decido con quien me acuesto y en qué momento cortar la relación. Pero a veces la vida te da sorpresas, y eso fue lo que me pasó antes de ayer.

Ya mencioné a Mario en otros relatos. Es un hombre que vive a unas cuadras de mi hogar. Siempre tengo que pasar por su casa cuando hago las compras del supermercado, y él siempre está en el patio delantero de su casa, tomando mate. Al principio sólo me miraba libidinosamente. Después empezó a saludarme. Yo le devolvía un corto “hola”, y continuaba mi camino mientras él me seguía con la mirada.

Pero desde hace un par de meses, se puso más intenso. Me empezó a decir cosas como “que linda estás bebé”, y de a poco, se fue tomando mayores libertades. “Qué lindo te queda ese shortcito”, “Un día de estos te voy a invitar a salir”, “Mamaza, vos con esas curvas, y yo sin frenos”, y ese tipo de estupideces que no calientan a ninguna mujer.

Le quité el saludo, y cada vez que cruzaba por su casa, y escuchaba lo que me decía, fingía que no lo oía. Pero tampoco me molesté en cruzarme de vereda, o de cambiar de camino. Se entabló entre nosotros un juego morboso. Durante esos segundos en que yo pasaba frente a su casa, teníamos una intimidad única. Como saben, me gusta calentar a los hombres. Me gusta volverlos locos. Mario no me atraía ni un poquito, pero me gustaba el hecho de que cada vez que me veía se volvía un primate descerebrado.

Pensé que él entendía el juego. Que sabía que lo nuestro no pasaba de un histeriqueo. Yo fingía ignorarlo, pero pasaba todos los días a recibir sus guarangadas. Pensé que, al ser un hombre mayor y enorme como un ropero, entendía que una mujer como yo nunca se interesaría realmente por él. Pero estaba equivocada.

Ahora las frases eran del tipo “Que lindo vestido te pusiste, como me gustaría arrancártelo con los dientes”, “No sabés las cosas que te haría, putita”, “qué trolita divina sos”, y cosas por el estilo.

La cosa ya se me estaba yendo de las manos. Así que decidí, ahora sí, cruzarme de vereda. Pero Mario se las ingenió para continuar acosándome. Comenzó a pasear al perro a la hora en que yo pasaba con las compras. Siempre se ponía en mi camino, y me susurraba cosas. Varias veces me sentí expuesta frente a algún vecino que también andaba caminando por ahí.

Cambié de horarios para salir a comprar. Y en lugar de hacerlo todos los días, iba lo menos posible. Pero Mario siempre me encontraba. Sospechaba que pasaba horas observando desde la ventana de su casa, esperando a verme. Se estaba obsesionando conmigo, me estaba acechando.

Pensé en decírselo a Andrés. Después de todo, no había nada entre Mario y yo. No necesitaba ocultárselo. Pero mi marido es muy frágil. No solo físicamente, sino también mentalmente. No sabría cómo lidiar con un tipo que insulta y le dice cosas obscenas a su mujer. Probablemente buscaría una manera de no hacer nada. Es tan pusilánime el pobre.

Me prometí hablar con Mario, aclararle que no tenía ningún interés en él, y rogarle que me deje en paz. Pero el domingo pasó algo: Teníamos que hacer algunas compras. Le pedí a Andrés que fuéramos en su auto, pero él se encaprichó con que quería caminar. Sólo eran unas cuadras, y no teníamos que llevar muchas cosas, no hacía falta el auto, dijo.

Cuando volvíamos, Mario estaba paseando al perro. Nunca me había dicho nada mientras yo estaba con Andrés, pero como hace rato intentaba esquivarlo, pensé que quizá estaba ofendido, y que esta vez no tendría reparos en decirme alguna obscenidad frente a mi marido. Pero no fue eso lo que sucedió. El perro de Mario atacó a Andrés. Yo vi cómo ese maldito acosador soltó de la cadena para que el animal se tire encima de mi marido.

Andrés se enfureció. Me gustó verlo, al fin, con carácter. Le dijo a Mario que por qué no andaba con más cuidado. El vecino se burló de él. Yo noté la expresión violenta en su mirada. Andrés le recriminó la herida que tenía en el brazo, y Mario le estampó una piña que incluso me duele a mí de sólo recordarla. Le rogué a Mario que lo deje en paz. Andrés me miraba desde el piso, con la patética mirada del hombre derrotado.

Durante varios días la cosa estuvo tensa en casa. A Andrés le duró varios días las secuelas físicas de la agresión. Se tomó unos días de licencia laboral. Tuve que soportar verlo con su hombría por el piso, merodeando por la casa como si fuese un fantasma. Traté de animarlo. Le hacía chistes tontos para sacarle una sonrisa, le hablaba mal del vecino, y dejaba en claro que cualquier hombre caería al piso al recibir una piña de un gorila como Mario. Y me ocupé de complacerlo en la cama, cosa de la que no me ocupaba con ese esmero desde hacía años. Incluso cuando se mostraba desganado, yo le decía que se relaje, que solo se acueste, que él no debía hacer nada.

Esquivamos la casa de Mario. En ese par de días evitamos hacer compras, y cuando nos faltaba algo, íbamos al almacén que queda en dirección contraria al supermercado. Algunos vecinos habían presenciado la situación ocurrida el domingo, y se solidarizaron con Andrés, le sugirieron que se olvide del asunto, y que evite cruzarse con Mario. En el barrio se sabía que era un tipo peligroso, que andaba en negocios turbios.

Saber que todos temían a Mario levantó un poco el ánimo de mi esposo. Al fin y al cabo, él le hizo frente, cosa que pocos se animaban a hacer. Volvió al trabajo, para mi tranquilidad, no sin estar algo preocupado, porque temía que me pasase algo si me cruzaba con el orangután del vecino. Pero lo convencí de que nada pasaría. Al fin y al cabo, a pesar de lo violento de la situación, a mí no me había hecho nada, su encono era sólo con Andrés.

Todo lo que relaté en las líneas anteriores, no es más que una introducción. La verdadera historia comenzó, como adelanté en las primeras líneas, hace dos días.

Yo me había quedado sola en casa. Mientras hacía tareas domésticas empecé a preguntarme si lo de Mario quedaría ahí o la cosa empeoraría. El tipo estaba obsesionado conmigo, y ese ataque a mi marido era una muestra de sus celos y envidia. Temí por mi pareja, como nunca. Si Mario descargaba su frustración por no tenerme, hacia él, las cosas podían terminar mal. Ahora que me enteraba de que el tipo no sólo era una bestia violenta, sino que andaba en negocios ilegales, entendía que era mucho más peligroso de lo que imaginaba. Hacía mucho que no me sentía unida a Andrés, pero un sentimiento de protección se despertó en esos días, cosa que me hizo recordar a nuestros primeros años de matrimonio, cuando no me molestaba ser la que tuviera los pantalones en la casa.

Decidí que tenía que hacer algo al respecto, pero, como muchas otras veces en mi vida, me di cuenta de que me encontraba sola. Si alguno de mis amantes pasajeros fuera policía, o algo por el estilo, podría hacer que le den un escarmiento al gordo maldito. Pero los hombres que pasaban por mi cama eran oficinistas, adolescentes virginales, y hombres a los que no volvía a ver. Con mis amigas tampoco podía contar. Cuando les relaté cómo lastimaron a mi marido, se compadecieron de nosotros, y sugirieron que hagamos la denuncia. ¿Qué podían hacer aparte de eso?

Tomé una decisión radical. Lo pensé una y otra vez, pero no encontraba una solución más efectiva que esa: tenía que hablar con Mario.

En Argentina estamos en primavera. El clima es muy agradable, ni calor ni frío. El cielo estuvo despejado toda la semana, y una brisa tibia ventilaba la casa. Dejé los quehaceres domésticos para más tarde. Estaba con un short y una remera, bastante viejitos, para usar entre casa. No pensaba producirme mucho para ir a hablar con esa bestia, pero, por otra parte, mi vanidad no me permitía salir a la calle, así como estaba. Me puse un vestido casual, negro con lunares blancos, con un cinturón marrón en la cintura. Me peiné un poco y me dejé el pelo suelto. Y así fui, con determinación, a ver al enemigo de mi esposo, con la sincera intención de poner fin a sus delirantes fantasías.

Eran las tres de la tarde. Hora de la siesta. Los pocos negocios del barrio estaban cerrados. Sólo se veían algunos autos circulando por la calle, y había muy poco movimiento de personas. Sólo me crucé con un par de vecinos. Uno trabajaba en la vereda de la esquina de casa, y otros dormitaban en sillones en el patio delantero de sus respectivos hogares. Llegué a la casa de Mario. Toqué el timbre. Miré a los lados, a ver si algún vecino era testigo de ese encuentro. Prefería que no haya nadie. Así no se inventaban historias distorsionadas respecto a ese encuentro. La charla no duraría mucho, debía ser concisa.

Mario salió con cara de asombro y lascivia. Vestía una bermuda negra, y una camisa rayada que tenía varios botones desabrochados, y dejaba ver su frondoso vello en el pecho. Tenía barba de varios días, que contrastaba con su cabeza completamente calva. Parecía un oso, y no precisamente un oso cariñoso.

— Hola putita —dijo, recibiéndome de esa manera tan violenta.

— De eso te quería hablar —le dije, y sin dejar que me interrumpa, seguí diciendo —. Mirá, ya sé que hice mal en no ponerte límites. Pero yo estoy casada, y no quiero nada con vos. Te quiero pedir que por favor dejes en paz a mi marido.

Miré de nuevo para todas partes, no había mucho movimiento, sólo pasaron dos autos que no creo que sean de personas conocidas, y en la otra cuadra un niño jugaba en la vereda, sin prestarnos atención.

— ¿Y si digo que no? —me contestó él.

— Mi marido no te hizo nada. Por favor no lo vuelvas a agredir.

Mario soltó una carcajada.

— Qué pollerudo tu maridito. Mandando a su mujer.

— Él no me mandó. No sabe que estoy acá.

— Hay muchas cosas que tu marido no sabe. —Me contestó.

— ¿Cómo? ¿Qué decís? Vos no sabés nada de mí. Y ya me tengo que ir. ¿Vas a dejar de molestarnos? Te lo estoy pidiendo por favor.

— ¿Te pensás que no conozco a las putitas como vos? No tengo cincuenta años al pedo —me dijo. Y viendo que yo, mientras lo escuchaba, miraba a un lado y a otro, agregó. —¿Qué pasa? ¿estás preocupada porque alguien te vea acá? El barrio ya te conoce.

— ¿Qué mierda estás diciendo? —dije, exaltada, pero sin levantar la voz.

— Todos los días te veo pasando por acá, meneando el culo para que te mire. Y cuando te digo cosas sonreís como la puta que sos.

— ¡Qué decís! Estás delirando. Y basta de decirme puta —dije indignada—. Ya me tengo que ir.

— Conozco a las zorrita como vos. Traté con muchas en mi vida. Te veo salir sola por las noches. Te veo volver tarde sin el cornudo de tu marido. Todos saben cómo sos. Salvo tu marido. Como dicen, el cornudo siempre es el último en enterarse.

— No tenés idea de lo que decís. Veo que vine hasta acá al pedo —dije, sintiendo cómo la preocupación aumentaba en mi interior. Nunca fui muy cuidadosa con mis infidelidades, pero no tenía idea de que ya me había ganado el título de la puta del barrio.

Mario abrió el portón.

— Entrá —me ordenó.

— ¿Qué? —pregunté, asustada.

— Si no entrás te voy a meter a rastras.

— No voy a entrar. Yo sólo vine a decirte…

— Los dos sabemos a qué viniste —dijo. Agarró mi muñeca y me metió adentro.

— Soltame, me estás lastimando. —le dije. Puso su mano detrás de mi cintura, y me hizo avanzar a empujones.

— Dale, gritá. Gritá para que todos te escuchen.

Durante algunos segundos titubeé. Miré a todos lados, esta vez esperando que sí haya algún vecino mirando la escena. Pero no encontré a nadie. ¿Dónde están los viejos chismosos cuando se los necesita?

— ¡No, basta! – exigí en voz alta, pero Mario ya me estaba metiendo en su casa y cerró la puerta a nuestras espaldas.

Su enorme mano se cerró en mi mentón. Y con su impresionante fuerza me puso contra la pared.

— Por favor no me lastimes. —Rogué. Estaba aterrorizada. Pensé en gritar. Pero recordando el golpe que le había dado a mi esposo, estaba segura de que me dejaría inconsciente en un santiamén, apenas levantara la voz. —Voy a hacer lo que quieras, pero no me lastimes.

La mandíbula me dolía por la presión de su mano.

— ¿Vas a hacer lo que quiera? ¿Todo lo que quiera? —preguntó con una sonrisa perversa. Yo asentí con la cabeza—. Vení para acá.

Liberó mi mentón, tomó mi mano y me arrastró hasta su habitación. Me paré en la esquina del cuarto. Me crucé de brazos. Me sentía como una nena a punto de recibir una terrible reprimenda. Me daba cuenta de que ya no había marcha atrás. Mario tapaba la puerta con su monumental cuerpo. Fue un error ir hasta su casa sola. Probablemente el mayor error de mi vida.

— Sacate el vestido —me ordenó.

Yo retrocedí, pero solo me encontré con la dura pared.

— Si no te lo sacás, te lo voy a arrancar yo y lo voy a hacer hilachas —dijo.

Desabroché el cinturón del vestido. Mario se lamía el labio superior y se acariciaba el pene. Agarré la parte inferior del vestido, y haciendo un movimiento hacia arriba, me lo saqué.

Sólo vestía ropa interior blanca.

Mario se acercó con pasos lentos. Extendió su mano, y acarició con ternura mi mejilla. El tacto era áspero.

— Sos muy hermosa —me dijo.

Yo miré al costado. No quería verlo a él. Pero me hizo girar el rostro, y nuestras miradas se encontraron.

— Sos una puta muy hermosa.

Con su otra mano agarró el elástico de la bombacha, y tiró para abajo. Me la bajó hasta los talones, sin tocarme. Después me sacó el corpiño. Me agarró de la cintura, y me levantó con increíble facilidad. Caminó unos pasos hacia la cama, conmigo a cuestas, y me tiró sobre el colchón. Quedé acostada boca arriba, completamente desnuda.

Él se quitó la camisa. Su torso y su abdomen estaban llenos de un horrible vello negro. Parecía una bestia, y yo, la bella joven que había caído en sus garras. Se sacó las zapatillas y la bermuda. En su entrepierna colgaba una enorme verga, y dos grandes testículos con abundante vello.

Ya perdí la cuenta de cuántas pijas entraron en mi cuerpo. Pero estoy segura de que ninguna era tan impresionante como la de Mario. Larga y gruesa como una anaconda. Sentí tanta curiosidad como pavor cuando la vi. Y el hecho de que todavía no estaba totalmente erecta, no era un detalle menor.

Me agarró de los talones y me arrastró hasta el borde de la cama. Él se arrodilló. lamió mis piernas. Sentí la aspereza de su barba en mi piel. Su lengua subió lentamente, dejando un camino de baba a su paso. Cuando llegó a la parte interna de mis muslos, mi cuerpo empezó a reaccionar a sus caricias linguales. Es que no soy de palo lectores. Como dicen, el diablo sabe mucho, pero sabe más por viejo que por diablo. Y este viejo diablo sabía chupar una concha.

Cuando se dio cuenta de que mi cuerpo estaba estimulándose, aumentó la intensidad. Lamió los labios vaginales, haciendo un ruido escandaloso cuando sus labios y su lengua se frotaban con ellos. Extendió su mano y me agarró de las tetas. Mis pechos, ya de por sí pequeños, parecían diminutos mientras esos dedos grandes se frotaban en ellos. También me hacía un delicioso masaje en el abdomen, mientras comenzaba a jugar con mi clítoris.

Lo frotaba con intensidad, y cada tanto, lo apretaba con sus labios. Mario es muy paciente. Habrá estado con el rostro hundido entre mis piernas durante, al menos, veinte minutos.

Cuando salí de casa, dispuesta a poner fin con la obsesión de Mario conmigo, y con su encono hacia Andrés, no hubiese imaginado que un rato después estaría en pelotas, en su cama, recibiendo el mejor sexo oral de mi vida. Sentí cómo mis músculos se contraían. Mis manos, en forma de garras, se aferraron a las sábanas, y mi entrepierna, incendiada, explotó en un maravilloso orgasmo.

Quedé agitada, casi desmayada, y mi cuerpo hacía involuntarios movimientos espasmódicos.

— ¿Te gustó putita? Yo sabía que te iba a gustar —dijo Mario.

Él pesa más de cien quilos, y yo no llego a los cincuenta. Así que imaginen lo que fue ver su cuerpo de bestia salvaje subir a la cama, y ponerse encima de mí.

— Ahora te voy a enseñar lo que es coger —susurró.

Abrí las piernas todo lo que pude. Su estómago se apretaba sobre mí, pero con un brazo extendido y apoyado en el colchón, como si fuese un pilar que sostenía una estructura inmensa, evitaba cargar todo el peso de su cuerpo sobre el mío. Con la otra mano me agarró del mentón y me obligó, otra vez, a mirarlo a los ojos. Un dedo se metió en mi boca, y yo lo chupé. Empujó su pelvis hacia adelante, e introdujo los primeros centímetros de su sexo.

— Por favor, despacito —le pedí, mientras sentía cómo se introducía más y más en mí.

— ¿Te gusta así, putita?

— Sí —contesté sinceramente.

— ¿La querés más adentro?

— Sí, pero despacito —le pedí.

La verga de caballo se metía más y más adentro. Yo gemía de placer. Ya no me molestaba ocultar que disfrutaba de esa hermosa pija. No usaba preservativos, y yo no me animé a pedirle que se ponga uno. Además, la sensación que me producía la piel desnuda frotándose con mis paredes vaginales, era sensacional. A pesar de su físico, Mario tenía mucha energía y vitalidad. Mi cuerpo se sacudió por mucho tiempo, mientras me penetraba, ahora ya con salvajismo, una y otra vez. Sentí sus vellos púbicos haciendo contacto con mi piel, cuando su miembro ya estaba completamente adentro. Los resortes del colchón chirriaban. Mario retiró su verga lentamente, y eyaculó una increíble cantidad de semen sobre mi cuerpo, machándome desde el ombligo hasta la cara.

— Así te quería ver, putita —dijo, totalmente agitado—, bañada con mi leche.

— En un rato tengo que volver a casa —dije—, ya tuviste lo que querías. Dejame irme.

Me agarró del cuello.

— No te hagas la estúpida —gritó—. Sé muy bien que te gustó. ¿Cuánto tiempo tenemos?

— Mi marido llega a las cinco. Pero tengo que irme antes. Acordate que a esa hora los chicos empiezan a salir de la escuela, y el barrio se llena de gente. Por favor, Mario, sé más razonable. Ya te di lo que querías. Además…

— ¿Además qué?

— Además… podemos vernos otro día —dije— ¿me dejás limpiarme e irme? Por favor —supliqué.

Me llevó al baño. Abrió la llave de la ducha. Me lavé en cada parte donde tenía semen, intentando no mojarme el pelo. Él se había metido en la ducha y me pasaba jabón por la espalda y las nalgas.

— Enjuagame la pija —me ordenó.

Me di vuelta. Su pene estaba lleno de espuma. Me hice a un costado. Puso su enorme miembro bajo el chorro de agua. Lo froté, sintiendo cómo se endurecía de nuevo. Sin que me lo ordenara, comencé a masturbarlo, mientras acariciaba sus enormes bolas peludas.

— Así me gusta trolita.

Lo froté con intensidad. En unos minutos largó dos chorros de semen que cayeron al piso, y fueron hasta la rejilla, empujados por el agua.

— ¿Te fijás que no pase ningún vecino? —le dije, mientras me ponía el vestido.

Inesperadamente, me agarró nuevamente del cuello.

— Conmigo no vas a jugar. A partir de ahora sos mi puta. ¡Decilo!

— Soy tu puta —afirmé.

— Anotame tu teléfono, y si tardás en contestar cuando te escribo o te llamo, te juro que a tu marido le rompo todos los huesos.

Se lo anoté, sin molestarme en inventar uno falso, por temor a represalias. Él salió primero, y se aseguró de que no había moros en la costa.

— Dale Sali —dijo.

Caminé velozmente. Crucé el portón, con la cabeza gacha. Recién cuando llegué a la esquina levanté la cabeza. No vi a nadie en la calle. Nadie era testigo de que entré a su casa, y salí una hora y media después.

Los días siguientes pensé en cómo me lo sacaría de encima. Hoy me llegó un mensaje suyo. Intenté esquivarlo, aduciendo que era demasiado peligroso vernos de nuevo en su casa. Me contestó que tenía un departamento en el centro.

Todavía estoy pensando en qué excusas poner, pero no se me ocurre ninguna.

10

Me generó cierto sentimiento de revancha, saber que Valeria, por jugar con fuego, había terminado quemada. Tanto histeriqueo con Mario, culminaron en un castigo de parte del sádico vecino. Sin embargo, la muy puta de mi mujer lo terminó disfrutando (Es la primera vez que le digo puta ¿verdad?). Además, al terminar de leer el relato, no pude evitar pensar que todo lo sucedido con Mario fue planeado minuciosamente por ella.

El provocarlo sutilmente, pasando todos los días frente a su casa en los mismos horarios; el guardar silencio cada vez que le decía vulgaridades; y el hecho de que me lo ocultase, me hacían creer que no estaba errado en mi hipótesis. Siempre era Valeria la que provocaba. Así como lo hizo con el chofer de Uber, con su alumno, y con tantos otros hombres, también lo hizo con Mario.

Pero con este último la cosa era diferente. Porque su relación con él no era tan desigual como con los otros hombres. No podía deshacerse de él con la misma facilidad con la que lo hacía con el resto de sus amantes. Mario era violento e impredecible. Y la amenaza que había hecho hacia mi persona seguramente era real. En eso tengo que darle algo de crédito a mi mujer. En parte (sólo en parte) Había terminado sometida por él, debido a su intención de protegerme. Y probablemente el hecho de que haya tres relatos más con Mario de protagonista, era porque quería evitar que me rompa los huesos.

O tal vez, simplemente quería tener nuevamente la enorme verga de Mario adentro suyo.

No descartemos que ambos motivos sean igualmente válidos. Los hechos suelen ser multicausales. No había razón para creer que este era diferente. Y ni hablemos de que nada de esto hubiese sucedido si yo estuviese más avispado.

Pensé, por enésima vez, en cuántas cosas sucedían a mi alrededor sin que yo me percatara de ellas. Ahora, las miradas de lástima de algunos vecinos, las sonrisas irónicas de otros, adquirían un claro significado. En el barrio ya se corría el rumor de que Valeria era una puta, y yo, un cornudo. Y el hecho de que su amante más reciente sea el hombre que me había humillado en la vía pública, frente a la mirada de algunos vecinos, no dejaba de envenenar mi alma.

Leí los relatos que seguían.

Como era de esperar, Valeria no había encontrado excusas para evitar aquel encuentro en el departamento que Mario tenía en el centro. No le fue difícil desentenderse de mí. Bastó con decirme que debía ir a una clase de zumba por la tarde. ¿habrán sido al menos la mitad de esas clases reales? Vaya uno a saber.

En la parte dos de “sometida por el enemigo de mi esposo”. Valeria iba hasta el departamento de su nuevo amante. Se puso, por órdenes de él, la ceñida minifalda negra con la que la había visto en una ocasión, y una camisa blanca. Le prohibió terminantemente ponerse ropa interior, y le exigió que se maquille como una puta. Mi esposa debió viajar en colectivo durante cuarenta minutos, soportando las miradas libidinosas de decenas de hombres. Llegó al edificio. Según ella, estaba nerviosa, porque Mario le generaba sentimientos muy encontrados. Su aspecto de bestia le daba repulsión, pero su verga superdotada, y su habilidad para el sexo oral, la fascinaban.

Es muy bizarro imaginarme a ambos cuerpos, tan diferentes, unidos y enredados. Eran como un ogro y una princesa de Disney. Un animal repulsivo copulando con un hermoso unicornio. Una morsa apareándose con un cisne.

Mario metió la mano por debajo de la minifalda, y se encontró con los hermosos glúteos desnudos de mi esposa. Los masajeó, y ante la sorpresa de mi mujer, le ordenó que me llame por teléfono. (Ya entenderán de dónde había sacado la idea “L” en el primer relato que leí) Valeria intentó negarse, pero él le recordó que ahora era su putita personal. Entonces me llamó, mientras la mano rasposa seguía escarbando por debajo de la pollera. “gordi, ¿podés hacer la cena hoy?”, dijo Valeria, mientras Mario comenzaba a besar sus muslos. “Claro amor, te espero con algo rico, pasala bien”, le había contestado yo. Mario levantó la minifalda, y le dio una lamida al clítoris. Valeria se estremeció de placer. “Nos vemos en un rato gordi”, me dijo, y colgó.

Él afirmó que nunca había conocido a alguien tan cornudo como yo, y la felicitó por ser una puta obediente. Le quitó la ropa y la cogió en el piso. La penetró por la vagina, y por la boca, la cual, apenas podía recibir semejante instrumento. Luego enterró un dedo en su ano, cosa que, a lo largo de nuestros años de matrimonio, sólo se me permitió hacer en contadas ocasiones. Ya no quedaban orificios de mi esposa en los que Mario no haya entrado.

La dejó en paz después de dos horas. Valeria me tuvo que inventar que había surgido, en el momento, una cena con las chicas de zumba y que por eso llegó tarde. Esa noche durmió a mi lado, con su sexo dolorido.

En el tercer relato se veía claramente cómo mi mujer había caído en la sumisión. Aquí otra vez me dedica unas cuantas líneas debido a que yo no me daba cuenta de qué estaba pasando. Mario la había instado a ir al departamento del centro. En las semanas anteriores Valeria sí encontró excusas para evitarlo. Pero la paciencia de Mario llegó enseguida a su límite.

Valeria fue atada de manos y piernas, en la cama. Estaba asustada, porque no sabía con qué iba a salirle ese animal. Pero por lo visto sólo le gustaba verla así, a su merced. La poseyó de manera tradicional. Ella, ya sin esperar que se lo ordene, le repitió que era su puta, y también agregó que él era mucho más hombre que yo. Lo más interesante del relato fue cuando la obligó a tragar su semen, cosa que mi esposa siempre evitaba hacer.

Me estaba dando cuenta de que ahora me tomaba con mucha más naturalidad lo que leía. Hacía apenas algunas horas me había abandonado mi mujer, y me había enterado de que me fue infiel con incontables amantes. Pero ahora quedaba muy poco del espanto inicial.

Leí, ávido, la cuarta parte de la serie, y me encontré con una historia más interesante que las anteriores.

Continuará