Todos se follan a mi mujer 4
Valeria seduce a uno de sus alumnos particulares.
7
Mi alumno se animó a tocarme
Como todos saben, soy profesora particular de Matemáticas. Por distintos motivos, nunca di clases en escuelas, salvo algunas cortas suplencias. La docencia no es algo que me apasione, sólo hice el profesorado de matemáticas, porque mis padres, cuando yo contaba con diecinueve años, se pusieron muy insistentes con el tema de que debía hacer algo productivo con mi vida. Elegí esta profesión porque no me iba mal en matemáticas, y era una carrera más corta que una universitaria. Sin embargo, nunca tuve grandes habilidades pedagógicas, ni tampoco sentía una gran atracción por los niños pequeños.
Desde que me casé con Andrés, a los veinticuatro años, él se ocupó de satisfacer todas mis necesidades. Si bien sólo es un empleado de nivel intermedio, siempre se las arregló para que no me faltara nada. El hecho de que sus padres nos regalaran una casa también contribuyó a que pudiésemos llevar una austera, pero cómoda vida de jóvenes de clase media.
Sin embargo, mi marido es bastante tacaño a la hora de comprarme cosas. No entiende que las mujeres, a diferencia de los hombres, no nos arreglamos con cuatro o cinco mudas de ropa. No puedo llevar la misma ropa cada vez que me encuentro con las chicas. Y, sobre todo, me gusta mucho la lencería íntima. Andrés no sabe apreciarlo. Para él todas mis tangas son iguales, y no le atrae en lo más mínimo los disfraces, o los encajes.
Tengo que reconocer que mi necesidad de tener ingresos propios surgió hace tres años, fecha que coincide con la primera vez que engañé a Andrés. ¡Cuántos recuerdos! Y pensar que aquella vez me sentí tan sucia, tan culpable. Si mi yo de ese entonces supiera todas las cosas que haría en el futuro, enloquecería.
Perdón, ya estoy imaginando las voces de algunos lectores quejándose porque me estoy yendo por las ramas. La cuestión es que hace algunos años, decidí dar clases particulares de matemáticas. Cerca de casa hay una universidad, así que pegué volantes en algunas de las paradas de colectivo. Pronto me empezaron a llamar chicos y chicas ansiosos por aprobar el curso de ingreso de la universidad.
Supongo que, en mi inconsciente, el hecho de haber elegido dar clases a chicos ya creciditos fue con doble intención. Desde mis primeros momentos de profesora, me encontré con muchachos atractivos. Muy pocos eran los que no me miraban con interés, y alguno que otro se animó a invitarme a salir. Pero como saben, en mis primeros años de mujer infiel, tenía muchos temores y limitaciones, y por otra parte, esos chicos inexpertos tampoco supieron usar las palabras adecuadas para seducirme.
Pero en febrero, en medio del calor bochornoso del verano, un chico bello y atolondrado se presentó en mi casa.
Normalmente trato de vestirme lo más seriamente posible cuando recibo a mis alumnos. Pero este verano se rompió el aire acondicionado de la planta baja, y Andrés, como siempre, tardó mucho en hacerlo arreglar. Mi nuevo alumno se llamaba Benito, y su aspecto era tan tierno como su nombre. Delgado, petiso, incluso más que yo, de saltones ojos celestes, pelo rubio, peinado con un jopo, y mejillas eternamente rojas, como si viviera avergonzado. Sus ojos se abrieron como platos cuando vieron a su profesora particular. Creo que ese día me había puesto mi vestido floreado. Es bastante suelto, su escote no es muy grande, y casi me llega a la rodilla. Pero de todas formas llamó mucho su atención. En realidad, casi todo lo que uso parece ser muy seductor para los hombres. Algo en mis genes, en mi fisionomía, hacen que, use lo que use, parezca atractiva. Mi cola se mantiene parada sin necesidad de mucho ejercicio; mis piernas son muy largas, mis caderas curvas, mis pechos, pequeños, pero bien paraditos. Soy una privilegiada y uso ese privilegio a mi favor.
— Hola, soy Benito, yo llamé ayer por teléfono. —Me dijo el chico, al otro lado de la reja.
Abrí el portón. Lo saludé con un beso. Fuimos a sentarnos a la mesa de la cocina, y ahí fue la primera clase, llena de miradas curiosas y sonrisas nerviosas.
Benito era el típico nene de mamá de clase acomodada. Había ido a una escuela privada, pero sus conocimientos en matemáticas eran escasos. Me sorprendió que haya podido pasar el secundario. Pero, de todas formas, sus ganas de empezar una carrera hacían que toda la vagancia a la que estaba acostumbrado fuera reemplazada por un inusitado entusiasmo por los números. Había comenzado el curso de ingreso en la universidad esa misma semana, y traía los ejercicios que le mandaban de tarea.
Esa era la dinámica de nuestros encuentros. Él venía con los ejercicios, y los hacía frente a mí. Yo se los corregía, y sin resolverlos por él, le indicaba en qué cosas se equivocaba. También repasábamos conceptos elementales que no tenía frescos en su cabeza.
Durante el mes que duró el curso de ingreso, Benito venía dos o tres veces a casa. Al principio se comportaba muy tímidamente. Respondía con monosílabos, y me miraba de reojo cada vez que me levantaba para servirle un vaso de agua, o para buscar cualquier otra cosa. A mi me daba mucha ternura su timidez exacerbada. Después de la tercera clase, cuando ya lo sentía con un poco de confianza, me tomaba unos minutos para preguntarle cosas ajenas a las matemáticas. Se puso como un tomate cuando le pregunté si tenía novia. imagínense si le preguntaba si era virgen.
Si bien venía hasta mi casa sólo, siempre pasaba a buscarlo su papá, que, dicho sea de paso, también me tenía mucha hambre. Todas estas cosas me daban mucha dulzura, y como todo en mi vida, este sutil cariño que empecé a sentir por él se degeneró hacia el lado sexual.
Empezó a obsesionarme la idea de si era virgen o no. Como ya saben, en mis encuentros sexuales no sólo pienso en mis fantasías personales. También me gusta cumplir los deseos de los hombres que me poseen. No hay nada que me resulte más placentero que ver el comportamiento de mis compañeros sexuales cuando hago en detalle, lo que ellos me ordenan. Estaba segura de que a Benito le volaría la cabeza debutar con su profesora de matemáticas.
Empecé a seducirlo sutilmente. En general lo esperaba con mis vestidos, sobrios pero bonitos, o con una pollera y una blusa. Cuando entraba en casa, y caminábamos hasta la cocina, Benito siempre iba detrás de mí. Aproveché esa situación para jugar con él. Cambiaba bruscamente el ritmo de mis pasos, cosa que hacía que Benito, involuntariamente, chocara con mi cuerpo, haciendo contacto su pelvis con mis nalgas. Él se disculpaba, sonrojado. Y tomaba mayor distancia. Esto sucedió cuatro o cinco veces, y quizá el chico había entendido la indirecta, porque en una ocasión en que, de repente, disminuí la velocidad de mis pasos, me encontré con la cara externa de su mano, que rozó mis glúteos por unos instantes.
También tomé la costumbre de caminar de acá para allá, mientras él resolvía los ejercicios. Dejaba una estela de perfume a su alrededor. Y Benito, cada dos por tres, levantaba la vista del cuaderno, para mirarme arriba abajo. Nuestras miradas se cruzaban cada tanto. Él se ponía rojo y hundía la cara en el cuaderno. Pero como nunca lo reprendí por distraerse con mi figura, a medida que pasaban las semanas, me miraba con mayor obviedad, y hasta se animaba a sostenerme la mirada cuando yo “descubría” que me estaba observando.
Sin embargo, el tiempo pasaba, y no se había animado a hacer ni decir nada. Pero no lo culpaba. Apenas tenía dieciocho años y su inexperiencia era evidente.
El curso de ingreso llegó a su fin. Faltaba sólo una semana para que rinda el examen de, y yo estaba casi convencida de que no pasaría nada con él.
En las otras materias iba bien, pero en matemáticas, si bien había avanzado mucho, no estaba del todo seguro de si había alcanzado el nivel requerido. Los exámenes de ingreso eran muy difíciles, repetía siempre que podía.
Llegó la última clase particular con aquel muchachito tímido y encantador. Me pareció injusto privarlo de una experiencia sexual única, sólo porque él no se había animado a avanzar sobre su profesora. Pensé seriamente en ser más directa, en proponerle hacer algo ese mismo día. Pensé en simplemente desnudarme frente a él, a ver si era capaz de soltarse y dejar de reprimir sus instintos. Pero era tan inocente, que probablemente, por más que me deseara mucho, si se enfrentaba a una situación tan directa, no sabría cómo actuar.
Preferí seguir con mis insinuaciones sutiles. Quedaría en sus manos hacer algo o no.
Ese día me puse una pollera negra, larga, con lunares blancos, y una blusa blanca. Me recogí el pelo y me maquillé.
— Estás muy distinta con el pelo recogido. —Me dijo Benito, cuando se acomodaba en el asiento.
— ¿Peor o mejor que cuando tengo el pelo suelto?
— De las dos maneras te queda muy bien. —Me dijo. Eso era lo más cercano a un piropo que iba a obtener de él.
— Gracias, que caballero —le respondí, en un tono sensual—. ¿Estás nervioso por el examen?
— Mucho. Es mañana. Por eso quería repasar los temas más difíciles con vos.
— Los nervios te juegan en contra. Tenés que tratar de calmarte. Respirá hondo. Acordarte de no obsesionarte con los ejercicios que no te salen. Seguí con otros, y vas a ver que cuando vuelvas a esos que no podías resolver, te van a salir.
— Sí, gracias.
— Bueno, ¿Qué te parece si hacemos un ejercicio de cada tema?
— Dale.
Elegimos los seis ejercicios más difíciles de la guía que le habían dado en la universidad. Puse música, cosa que no había hecho hasta ese día. Mientras hacía los ejercicios me paré, apoyándome sobre el lavabo. Miraba sus labios finos moverse, susurrando algo cada vez que hacía cuentas mentales. Benito me miraba y sonreía.
En un momento me hiso una pregunta sobre un ejercicio. Yo me puse a su lado y me incliné para ver lo que había hecho. Mi cadera rozó su codo. Me quedé unos segundos sin interrumpir ese contacto físico. Benito me miraba. Yo sentía su respiración en mi cuello.
— Está perfecto — le dije.
— Gracias.
Lo noté confundido. Me preguntaba si era por los ejercicios o por la innecesaria cercanía física de hace un momento.
— ¿Podés venir de nuevo? —me preguntó, sonrosado— No me acuerdo de eso de la condición de positividad y de negatividad.
— No creo que lo tomen. Pero igual es fácil —le dije.
Me puse a explicarle. Esta vez me coloqué un poco más adelante. Me incliné. Su brazo quedó unos milímetros detrás de mi cola. Él movió apenas el codo, y yo sentí cómo ese hueso duro recorría mi glúteo y se volvía a alejar. Repitió el movimiento tres veces. Yo hacía de cuenta que no lo notaba. El contacto era muy sutil, apenas un roce.
— ¿Entendés? —le dije, irguiéndome.
— Sí, gracias.
Lo notaba algo turbado. Seguramente se preguntaba si yo me había dado cuenta de que me había tocado intencionalmente. Pensé que iba a repetir la inocente estratagema en cada uno de los ejercicios, pero creo que se acobardó.
— Terminé. — Me dijo, cuando faltaban sólo diez minutos para que su papá lo pasara a buscar.
Podría haber agarrado el cuaderno, acomodarme en mi silla, y corregir los cuatro ejercicios restantes tranquilamente. Pero decidí darle una última oportunidad. Me puse a su lado. Me incliné. Sentí su mirada clavada en mí, su respiración era cada vez más agitada.
— Este está muy bien —dije. Y cuando me di vuelta, descubrí su mirada deleitándose con mi culo.
— ¿Y los otros? —dijo, haciéndose el tonto.
— En eso estoy, no seas ansioso. —Lo reprendí con una sonrisa.
Empecé a sentir, otra vez, el codo moviéndose arriba abajo sobre mis nalgas, en intervalos cada vez más largos, y menos espaciados. Me preguntaba si se iba a animar a levantarme la pollera. De momento, sí se animó a aumentar la intensidad de los movimientos. Ya no eran simples roces. El codo se frotaba con fruición, y se hundía mi piel.
— Están todos muy bien —le dije, sin cambiar mi postura—. Seguro te va a ir perfecto.
Lo miré, y me quedé ahí, inclinada, sin decir nada más. Benito, esta vez, extendió su mano, y deslizó la yema de los dedos, lentamente, en mis nalgas. Dibujó la redondez de mis glúteos uno y otra vez. Su sexo estaba hinchado. Se mordía los labios, y me miraba y reía, estupidizado, mientras me magreaba una y otra vez.
Entonces sonó la bocina del auto.
— Tu papá vino a buscarte.
Él abrió los ojos desmesuradamente. Miró la hora con incredulidad. Su mano seguía en mi culo.
— Te tenés que ir —le dije.
— Sí —contestó, y alejó su mano lentamente.
Guardó sus cosas. Lo acompañé a la salida. Cuando llegamos a la puerta. Me abrazó e intentó besarme. Yo, cruelmente, lo esquivé.
— Acomodate eso. —Le dije, señalando el bulto que se había formado en su pantalón. Él se lo acamodó y estiró su remera hacia abajo. Su excitación quedó casi oculta—. Y cambiá esa carita —le sugerí, ya que su rostro revelaba que algo había sucedido.
Abrí la puerta. El papá de Benito estaba en la vereda.
— ¿Y? ¿Está listo? —preguntó.
— Seguro le va a ir bien —dije—, pero le propuse que pase por acá mañana antes de ir a la universidad. —Benito me miró extrañado, pero enseguida se repuso.
— Si, mañana a las cuatro, ¿no? —dijo.
— Sí. —Y luego dirigiéndome a su padre agregué—. No se preocupe, sólo vamos a repasar dos cositas simples que probablemente no entren en el exámen, pero que es mejor que las sepa. Es culpa mía por no haberme dado cuenta antes, así que no le voy a cobrar. Además, voy a aprovechar para enseñarle algunos ejercicios de relajación que aprendí en yoga. Le van a venir bien.
— Por supuesto que te voy a pagar la clase, y mil gracias por ser tan considerada con mi pibe.
El día en que Benito debía rendir el exámen de ingreso, hacía treinta y tres grados. El aire acondicionado seguía roto. Me puse mi vestido floreado. Me recogí el pelo, recordado que al chico le había gustado cómo me quedaba. A las cuatro en punto sonó el timbre.
Mi alumno vestía una remera roja, bermuda negra, y sandalias. Me gustó que se haya vestido de manera casual. Apenas cerramos la puerta a nuestras espaldas, me abrazó y me dio un beso apasionado, mientras me acariciaba el culo, esta vez con desesperación.
— Vení, vamos. Mi marido llega en una hora —le dije.
—¡En una hora! ¿En serio?
Me dio gracia su cara de asustado. Pero de todas formas me siguió, escaleras arriba.
— Sos muy nervioso. No quiero que desapruebes el exámen por eso. Como tu profesora, no lo toleraría —le dije, bromeando.
Entramos a la habitación.
— ¿Acá dormís con tu esposo? —Preguntó, mirando con cierto pavor la cama.
— Sí —le contesté. Rodeé su cuello con mis manos y le di un tierno beso en los labios— ¿Sabés qué es lo mejor para los nervios y el estrés?
— ¿Qué?
Me quité el vestido. No llevaba nada debajo. Benito me miró fascinado. Me subí a la cama, le di la espalda y me puse en cuatro patas.
— Coger. Eso es lo mejor. Cogeme y seguro aprobás el exámen.
Benito se desnudó en un santiamén.
— Soy Virgen. —Confesó.
— Ya lo sabía. ¿Trajiste preservativos? —me miró avergonzado—. No importa, yo tengo. Andrés no se va a dar cuenta de que falta uno. —Agarré uno de la mesa de luz. Ayudé a que se lo ponga, y me puse en cuatros otra vez— ¿Así te gusta? —pregunté.
— Sí —contestó.
Comenzó a besarme las nalgas. No me lamió el ano. Quizá eso era demasiado para un chico virgen. Tenía el pene chico, pero no me importó. Me penetró, retiró su sexo, y cuando intentó introducirlo de nuevo, erró el blanco. Cuando pudo meterla empezó a hacer movimientos más cortos y rápidos. Se vino enseguida.
— No te preocupes, es normal acabar rápido la primera vez —le dije, al ver su rostro decepcionado de sí mismo.
Dejé que jugara con mi cuerpo un rato. Era como un niño con juguete nuevo, explorado cada parte de mi cuerpo, introduciendo sus dedos en cada hendidura, lamiéndome en todas las partes prohibidas. Le hice notar cómo se endurecía mi pezón cuando lo estimulaba; probó el sabor de mi sexo empapado de fluidos, y abrí mis nalgas frente a su cara, para que por fin me diera un delicioso beso negro. Me senté a su lado, y lo masturbé, viendo cómo cambiaba su gesticulación cuando se aproximaba el orgasmo.
— Acabame en la cara. —Ofrecí, sabiendo que él no se animaría a pedirlo.
Me puse frente a él. Cerré los ojos, y abrí la boca, moviendo la lengua arriba abajo. Enseguida sentí el sabor viscozo de su semen.
— Limpiate y vestite. En diez minutos llega mi marido —le dije, después de escupir el semen en el inodoro—. Yo me doy una ducha rápida y ya vengo.
Me metí en la ducha, y me bañé, sin mojar mi pelo. Me puse ropa interior y luego el vestido. Bajamos. Me dio un beso, que se extendió hasta que escuchamos la puerta abrirse.
— Te presento a Benito —le dije a mi marido Andrés—. Es un excelente alumno, hoy rinde el exámen de ingreso.
— Un gusto Benito, y mucha suerte. —Lo saludó Andrés.
Afuera sonó la bocina de un auto. Acababa de llegar su padre.
— Que contento está mi hijo, cualquiera pensaría que ya aprobó el exámen. — bromeó el hombre cuando vio la sonrisa tonta de Benito.
— Seguro lo va a aprobar —dije, y me despedí de ambos.
Por supuesto, Benito Aprobó el exámen y entró a la universidad. Después de ese día me escribió muchas veces. Yo le invento excusas, porque creo que si lo sigo viendo se va a terminar enamorando de mí, y eso no me interesa. Pero quien sabe, si sigue insistiendo, tal vez…
Fin.
8
Ya eran las dos de la madrugada. Mi verga, flácida, todavía largaba hilos se semen. El relato sobre el alumno era más largo que los anteriores, y lo leí detenidamente, mientras imaginaba cada escena.
No conocí a muchos alumnos de Valeria, porque las clases eran mientras yo trabajaba. Pero recordaba a Benito, porque me lo había cruzado ese día en el que mi esposa le había dado la supuesta clase en un horario inusual. Recuerdo cuando ella me lo presentó. Me dio buena impresión. Un chico joven, humilde, que se esforzaba por comenzar una carrera. Me dio gracia que su padre lo haya ido a buscar, ya que se trataba de un muchacho bastante grande.
Nunca me hubiese imaginado que, diez minutos antes, terminaba de coger con mi esposa en mi propia cama.
No podía reclamarle nada al chico. Cualquiera que se encontrara con una mujer tan bella como Valeria, una profesora lujuriosa, dispuesta a entregarse a su alumno, no haría otra cosa más que cogerla. Yo mismo, si me encontrara en una situación similar, caería ante mis impulsos sexuales.
¡Qué solidaria mi Valeria! Dispuesta a calmar los nervios de un adolescente virginal, usando su sexualidad como medio.
Recuerdo que en una ocasión le pregunté a mi mujer si sabía cómo le había ido a su alumno.
— Entró a la universidad, y ahora le está yendo muy bien en la carrera — había contestado.
No me pareció llamativo el detalle de que todavía estaba en contacto con el chico. ¡Pero qué le hacia una mancha más al tigre! Eran tantos los detalles que no me habían parecido llamativos, y que, sin embargo, fuero señales claras. A medida que iba leyendo los relatos de Ninfa123, me daba cuenta de que mi responsabilidad en el deterioro de nuestra relación era más grande de lo que creía. ¿Por qué tenía que ser tan predecible? Debí romper, de vez en cuando, la rutina. Debí llegar temprano a casa, alguna que otra vez. No podía ser que Valeria se atreviera a engañarme unos minutos antes de que llegara. Sólo la seguridad de tener un marido torpe y confiado le permitía darse el lujo de caminar en la cuerda floja.
Este sentimiento de culpa, que opacaba mi rencor hacia mi esposa, se sumaba con la inquietante novedad de que me excitaba leer los relatos de Valeria. Me excitaba saber en detalle cómo se cogían a mi mujer.
Pero traté de excusarme. Después de todo, no estaba en condiciones psíquicas normales. Me encontraba alienado. Tantos descubrimientos, uno más sorprendente que otro, no me permitían reaccionar con total lucidez.
Quizá debía descansar unas horas. Al otro día, mas lúcido, podría tomar decisiones más acertadas.
Sin embargo, ahí estaba ese otro relato. El que más me atraía. “Sometida por el enemigo de mi esposo”.
Tres meses atrás tuvimos un problema con un vecino que vive a tres cuadras de casa. Se llama Mario. Es un hombre de unos cincuenta años, gordo, enorme. Una bestia de cabeza calva y torso peludo.
Era domingo y habíamos ido con Valeria a comprar al supermercado. Volvíamos con las compras, caminando tranquilos. Mario iba por la misma vereda, en dirección opuesta. Estaba paseando a su perro. Creo que era una cruza de pitbull con alguna otra raza. El animal era negro, delgado, pero fornido. Muy grande, y llevaba bozal. Mario pasó al lado nuestro. El perro gruñó y se nos fue al humo. El vecino tardó, quizás a propósito, en controlar a su animal. El perro se me tiró encima y raspó mis brazos con las uñas. Si no hubiese tenido el bozal, me habría herido gravemente. Algunas bolsas cayeron al piso.
— ¿Por qué no tenés más cuidado con ese animal? —le recriminé, enojado.
— ¿Qué? —dijo el gordo mastodóntico, indignado—. Si apenas te tocó, maricón.
Me encaré a él, enojado.
— Basta Andrés. Vamos a casa. —Me dijo Valeria, agarrándome del hombro.
— ¿No ves que me rasguñó?, imbécil. —Le contesté a él, sin hacer caso a mi mujer, mostrándole la sangre que manaba de mi pequeña herida.
Apenas terminé de hablar, un puño se estrelló en mi cara. Caí al piso. Quedé aturdido, las cosas daban vueltas a mi alrededor. Mi boca sabía a sangre. El perro se tiró encima de mí nuevamente.
— ¡Basta! Por favor, dejalo —gritó Valeria.
Mario tiró de la cadena y el perro quedó gruñéndome a unos centímetros. Todavía en el piso, vi la expresión de lástima con que me miraba Valeria.
— Agradecé a tu mujer, sino, te cagaría a palos —dijo con desprecio, y después, dirigiéndose a Valeria, mientras yo me reincorporaba, agregó—, discúlpame linda, pero a los salames no los banco.
Hasta ese momento, nunca había sufrido una humillación como esa (la humillación de los relatos vendría después). En casa, Valeria se mostró indignada con el tipo. Repitió varias veces que no podía creer que un violento como él fuera nuestro vecino. Sugirió que hagamos la denuncia policial, pero yo le contesté que de nada serviría. Ni siquiera lo meterían preso por algo como eso.
En los días siguientes me crucé varias veces con Mario. Me miraba con ojos asesinos, y yo no le podía sostener la mirada.
No había dudas, Mario era el protagonista de la serie de relatos que mi mujer había titulado “sometida por el enemigo de mi esposo”. Nombre morboso si los hay. Otra casa curiosa era que el primer relato había sido publicado masomenos en la misma fecha en que sucedió el incidente. ¿tan rápido había cedido mi mujer ante ese tipo despreciable? Se me ocurrió que quizá me traicionaba con él incluso antes del altercado. Pero descarté esa posibilidad, ya que el título indicaba que cuando estuvo con él ya éramos “enemigos”.
Cliqué la pestaña donde estaba el relato.
Continuará