Todos se follan a mi mujer 3

Andrés lee un nueva relato de su mujer. Pero no sólo descubrirá cosas de ella, sino también de él mismo.

5

Sentí de nuevo que mi verga crecía adentro del pantalón. Me lo desabroché y bajé un poco el cierre, para estar más cómodo. Los cuentos que había subido mi esposa Valeria esperaban a ser leídos. Arranqué por el más liviano, no porque su contenido no fuera potente, sino porque era el más predecible. En “Mi novio dura poco”, Valeria se explaya sobre mi falta de virilidad, sobre mi abandono físico, y mi negación a ver la realidad. Nombra a varios amantes diferentes. Entre ellos Pablo, que yo supuse que era “P”, el otro imbécil que le había escrito esa noche. De ese texto corto, sólo pude obtener la confirmación del desprecio y la decepción que sentía mi esposa hacía mi persona. Comencé a pensar que esto que estaba haciendo (leer sus relatos) era exactamente lo que la mente enfermiza de Valeria había planeado. Su silencio inflexible era compensado, con creces, con aquellos relatos que me mostraban pasajes de su vida que hasta ahora estaban ocultos. Terminé con esa publicación y seguí con los otros tres relatos. Decidí empezar por el menos interesante (comparado con los otros dos, claro está) hice clic y el relato se abrió ante mis cansados ojos.

Una mamada al chofer de Uber frente a mi casa

Aunque algunos no me crean, no siempre miento. Cuando el domingo le dije a Andrés que iba a juntarme con unas amigas del profesorado, fue totalmente cierto.

La noche transcurrió normal. Fuimos a comer a un lindo restorán de caballito. Nos dedicamos, como corresponde, a sacarle el cuero a nuestras respectivas parejas. Emilia estaba contenta por su nuevo trabajo; Juliana confesó que tenía un romance con un compañero de la escuela donde daba clases, y no se decidía entre dejar a su novio, dejar a su amante, o no dejar a ninguno; Florencia, la santurrona, la miró con indignación, y luego comentó lo bien que le iba con el troglodita de su marido. Siempre tuve cierto rechazo hacia Flor. Si no fuese porque compartíamos la amistad de Emilia y Juliana, nunca hubiésemos sido amigas. Pero más allá de eso, se comportó de manera agradable, no salió con sus discursos moralistas y religiosos. Cuando oía algo que la escandalizaba, sólo fruncia el ceño y se llamaba al silencio.

Yo no comenté mis aventuras. No por la mojigata de Florencia, sino porque las otras dos también se escandalizarían al conocer mi faceta más promiscua. Es que hay mucha hipocresía entre las mujeres. Emi y Juli se llenan la boca hablando de la libertad sexual de las mujeres, pero una cosa era una anécdota, como la de Florencia, en donde se debatía sentimentalmente por dos hombres, u otras historias más inocentes, como la de una aventura excepcional en algún lugar remoto. Eso no estaba mal, y hasta era cool y sofisticado presumir de esas historias. Pero muy diferente serían sus reacciones, si se enteraban de todas las experiencias que viví, tan numerosas como depravadas.

Así que simplemente les mentí, y les dije que mi matrimonio con Andrés iba muy bien, que ya éramos una pareja estable y madura, y que me sentía feliz y plena. Nos despedimos a las once de la noche. Fui la última en esperar en la vereda el Uber que había solicitado. Un hombre que se metía en su Chevrolet Camaro se ofreció a llevarme a donde quisiera. El tipo no estaba ni mal ni bien, pero el auto era increíble, y sentí una sorpresiva excitación sexual debido a ese tremendo fierro. Le dije que no, muchas gracias. Si no hubiese encargado el Uber, o si me hubiese insistido más, el niño rico podría haber sumado una conquista más en su haber.

Llegó mi chofer. Un jovencito de veintetantos años, vestido con un barato, pero elegante traje azul, sin corbata. Conducía un Fiat bastante nuevo, que seguramente todavía estaba pagando.

— Wow, qué categoría. —dije, al ver su aspecto—. Así me voy a sentir como una niña rica con chofer propio. — Él rió.

— ¿Querés viajar adelante? —me preguntó, mientras abría la puerta, y medio disimuladamente, me miraba las piernas. Yo vestía un enterito gris corto, y unas sandalias altísimas que hacían ver espectaculares mis ya de por si buenas piernas torneadas. Me había planchado el pelo, y estaba bien maquillada. En síntesis, estaba muy linda.

— Eso rompería mi fantasía de sentir que tengo chofer propio, pero está bien. — dije, riendo.

El muchacho se llamaba Walter, tenía el pelo negro bien cortito, y su cara afeitada. Parecía un chico bueno, un nene de mamá, y era muy bonito.

Me senté en el asiento de acompañante. Le mandé un mensaje a Andrés avisando que ya estaba en camino. En media hora debería llegar a casa. Walter parecía un poco temeroso, manejando en la avenida. Supongo que había aprendido a manejar hace muy poco tiempo. Cada vez que podía, su mirada se desviaba a mis piernas.

— Espero que no seas un abusador.  —le dije, cuando sus miradas ya eran muy obvias.

— Claro que no, además, Acordate que nosotros estamos todos registrados.

— Sólo estaba bromeando. —aclaré— además, si habré tenido historias turbias con taxistas…

— Me imagino que muchos te quisieron seducir. —dijo Walter.

— ¿Seducir? Eso no me molestaría. Un degenerado me mostró la erección que tenía. Otro me llevó por un camino que no era el correcto. Si no me hubiese bajado del taxi, andá a saber a dónde me iba a llevar, y qué cosas me hubiese visto obligada a hacer. Y otros viejos que no paraban de decirme “piropos”. ¿De verdad los hombres piensan que se pueden llevar a la cama a una chica así?

— Algunos hombres son unos desgraciados. — Dijo Walter.

— Vos parecés bueno. Será porque sos de otra generación —le dije, con una sonrisa seductora—- Sólo me mirás un poco las piernas.

Rió, avergonzado. Su rostro adquirió color.

— Es difícil no mirarlas —se aventuró a decir.

— Los hombres miran siempre. No se pueden sacar esa mala costumbre de encima. Pero yo ya estoy acostumbrada y mi marido también.

Se hizo un silencio incómodo durante algunos segundos. Por lo visto la alusión a mi esposo lo había descolocado. El auto dobló una esquina, y retomó por Avenida Rivadavia.

— Así que tu marido también está acostumbrado a que te miren —dijo, al fin.

— En realidad, no sé si está acostumbrado o simplemente no le importa — contesté, recordando todas las veces que, mientras caminaba con Andrés por la calle; algún tipo me comía con la mirada, y él fingía no darse cuenta de nada.

— Lo que pasa es que es muy difícil salir con una chica linda —acotó Walter—. En algún punto te tenés que hacer el boludo, porque si te vas a ofender cada vez que te miran a tu mujer, te vas a terminar agarrando a piñas cada dos por tres.

— ¿Estás defendiendo a mi marido? —dije, fingiendo indignación.

— No —dijo él, sin dejar de sonreír—-, sólo digo que así son las cosas. Además, también te dije linda.

— Sí, me di cuenta —dije, y miré hacia la carretera, sintiendo cómo me devoraba con los ojos—. Pero no me contestaste lo que te pregunté hace rato. ¿Los hombres se piensan que se pueden levantar a una mujer, así, adentro de un auto, o diciéndoles estupideces cuando se la cruzan en las veredas?

Él se quedó con expresión pensativa, luego dijo:

— La verdad que no soy de hacer esas cosas, pero conozco casos de amigos que tienen buenas anécdotas sexuales, en situaciones que a lo mejor te sorprenderían.

— ¿Cómo cuáles? —pregunté, intrigada.

— ¿De verdad querés saber?

— Claro, pero apurate que enseguida llegamos a mi casa.

— Bueno, por ejemplo, un amigo, Ernesto, trabajaba en un supermercado, un día fue a entregar un pedido, y se terminó cogiendo a la dueña de la casa.

— No te creo, esas cosas no pasan —mentí, ya que yo misma tenía historias más inverosímiles que esa—. Seguramente ya se conocían. Habrán salido un par de veces, y aprovecharon el reencuentro casual —aventuré.

— Se conocían, sí, pero sólo de cuando ella compraba en el super. Se ve que le tenía ganas al pibe. Ernesto es fachero, y ella ya estaba bastante veterana, aunque bien cuidada. Ernesto no es de mentir, así que yo le creo. Cuando él fue a entregar el pedido, ella lo hizo pasar. Se fue un rato y volvió en pelotas. “¿Qué iba a hacer Walter?, no iba a quedar como un puto”, me dijo el pobre de Ernesto, medio con culpa.

— ¡Qué locura! —dije, alucinada— ¿Y qué más?

— Bueno, otro amigo trabaja en un boliche, en la barra. Tiene la costumbre de regalar tragos a cambio de sexo oral. Te sorprendería la cantidad de chicas que aceptan hacer un pete a cambio de unos tragos gratis. El domingo pasado una chica lo hizo con todos los empleados. Cinco a la vez. Una locura.

— Las chicas están terribles.

— Y mi hermano se acostó con la mamá de su mejor amigo.

— ¿En serio? ¡Esas cosas no se hacen! —dije, fingiendo indignación.

— Lo mismo piensa el amigo de mi hermano. Hasta el día de hoy no se hablan.

— De todas formas, creo que tengo razón. Al final, ninguna de tus historias son de tipos que seducen a mujeres en medio de la calle, o en un taxi.

— Historias de taxis hay muchas, lo que pasa es que es difícil saber cuáles son reales y cuáles no.

— ¿Y vos? —pregunté— ¿Alguna historia memorable? —Miré, disimuladamente, la bragueta de su pantalón. Se notaba que recordar tantas historias lo habían excitado.

— Yo soy aburrido. Sólo tengo historias típicas. Con alguna novia, con algún amor pasajero de verano… esas cosas.

— Todavía estás a tiempo. Sos muy chico.

— tengo veintitrés.

— Por eso —dije, mientras transitábamos las últimas cuadras.

— Ya llegamos, qué lástima, estuvo muy entretenida la charla. Ojalá todas las pasajeras fueran tan divertidas como vos.

— Gracias. —le dije. Me acerqué y le di un beso en la mejilla, más largo de lo necesario.

El auto paró justo frente a mi casa.

— Mi marido me debe estar esperando —dije. Apoyé mi espalda en el respaldo del asiento, como si pensara quedarme en el auto. Nos miramos a los ojos—. Me debe estar esperando en el living, viendo alguna serie. Pero no creo que salga al portón a recibirme. No es de hacer esas cosas. Ni siquiera me preguntó si ya estaba llegando.

Walter se acercó, y me comió la boca de un beso, mientras me acariciaba las piernas. Eran las doce de la noche. El barrio estaba silencioso. Mi casa estaba con las luces internas apagadas y las persianas bajas.

— ¿Te gustaría tener una historia para contarles a tus amigos? —le pregunté, mientras deslizaba mi mano por su pantalón. Tanteé el sexo erecto y comencé a masajearlo por encima de la tela.

— Si, me gustaría mucho. —Me contestó, y luego me besó de nuevo.

— ¿Te gusta? —dije, mientras aumentaba el ritmo de la masturbación—. Me encanta.

— Dejame ver hacia la puerta. Si se abre y sale mi marido nos separamos y hacemos de cuenta que no pasa nada. Pero no te preocupes, no va a salir. Vos mirá al otro lado, avisame si pasa algún vecino.

Me besó el cuello, mientras sus dedos intentaban meterse por adentro del enterito. Le bajé el cierre, y ahora sentía en mi mano el sexo caliente y rígido. Él me agarró de la nuca e hizo fuerza hacia abajo.

— No —dije—. Eso no. Necesito ver afuera para que no nos descubra nadie.

— No te preocupes, no voy a tardar mucho, estoy a punto de explotar —dijo Walter, al tiempo que hacía mayor presión hacia abajo.

Malditos hombres, todos eran iguales. La caballerosidad les dura poco. Mis labios ya estaban haciendo contacto con la cabeza de su sexo, así que no me quedó otra que metérmelo en la boca. Me concentré en el glande, para que acabe rápido. Él me acarició el pelo, y con la otra mano el culo, cosa que pareció gustarle aún más que mis piernas.

Hizo un gemido profundo y su cuerpo se contrajo, y apretó con más fuerza mi nalga, por lo que supuse que ya iba a acabar. Me erguí, y mientras volvía a masturbarlo, miré para todas partes. A dos cuadras una de las vecinas estaba paseando al perro. Rogaba que no tuviese buena visión. La polla de Walter comenzó a largar su leche, que saltó unos centímetros y cayó sobre mi mano y ensució su pantalón.

Me limpié con un pañuelo descartable, mientras veía cómo la vecina con el perro se acercaba lentamente.

— ¿Nos vemos otro día? —Preguntó Walter.

— Sólo te prometí una anécdota divertida para contar. Y espero que sepas ser reservado. No des nombres ni direcciones —le exigí, sabiendo que era improbable que cumpla con ello.

— Está bien, no te preocupes. Gracias —dijo.

Bajé del auto. Entré a casa. Andrés estaba en el living oscuro mirando una película. Si hubiese reparado en el ruido del auto cuando llegamos, y si se hubiese asomado por la persiana, me hubiera visto en acción, y así me evitaría tener que mentirle descaradamente.

— Hola gordi —saludé a la distancia—. Ya vengo, no doy más de las ganas de a ver pis. — No quería que sienta el olor a semen en mi boca o en mi mano.

Me lavé, y me limpié los dientes, y después sí, fui a saludarlo con un cariñoso beso. Esa noche hicimos el amor.

No creo que haya un segundo encuentro con Walter, pero en varias ocasiones vi su auto merodeando por el barrio.

Fin .

6

Estaba frente a la computadora, casi desnudo. Mi bóxer había caído hasta los talones. Mi culo peludo apoyado sobre el asiento de madera. Mi mano masajeaba la verga. Me costó contener el orgasmo, pero quería aguantar hasta el final. Casi lo logro. Pero cuando leí cómo Walter eyaculaba, yo mismo empecé a hacerlo. Mi mano se quedó manchada de semen, igual que la mano de Valeria con el semen de Walter.

Quizá debería sentir rencor hacia el conductor de Uber. Pero no me cayó mal en absoluto. Además, tenía razón en algo que dijo, y como consecuencia, Valeria estaba errada. Si yo no me molestaba cada vez que un tipo miraba sus piernas largas, o su hermosa cola con forma de manzanita, era porque eso sucedía casi todos los días. Hubiese sido absurdo molestarme cada vez que pasaba. Además, a la propia Valeria no le incomodaba.

Fui al baño a limpiarme. Intenté recordar aquella noche en que yo estaba viendo una película, mientras mi mujer se la chupaba a un desconocido a sólo unos metros de distancia. Pero el relato fue subido hacía seis meses y me resultaba muy difícil identificar esa noche en particular. Además, era muy común que Valeria saliera con sus diferentes grupos de amigas, una o dos veces a la semana. Me di por vencido. Sólo debía conformarme con saber que, en una de esas noches de hace aproximadamente medio año, Valeria estaba recibiendo en su mano la eyaculación de un tal Walter. Alguna de esas noches, una vecina estuvo cerca de descubrir a mi esposa metiéndome los cuernos en la puerta de nuestra casa.

Volví a sentarme frente a la computadora. Revisé el celular. Había recibido un mensaje de Marcos. Decía que estaba preocupado, y me repetía que no lea aquellos relatos. Le aseguré que no lo haría. Luego llamé a Valeria, pero por supuesto, su celular estaba apagado. Intenté contactara por Facebook, pero me había bloqueado. El mismo resultado obtuve con Instagram.

De todas formas, el leer los relatos era como hablar con ella. Así que la necesidad apremiante que tenía de que dé la cara, resultaba cada vez menos necesaria. Si bien no terminaba de entender, ni nunca entendería, el por qué me había abandonado así, y mucho menos, el por qué había llevado sus infidelidades a límites tan extremos, sí pude entender que yo tenía parte de culpa en el fracaso de nuestro matrimonio. Nunca reparé hasta qué punto algunas actitudes mías la irritaban. Y también fue un error garrafal no hacer caso a todas las señales que me enviaba cada vez que me era infiel. Siempre me generaron ciertas sospechas sus salidas continuas, pero nunca le di la importancia que se merecía.

Tal vez, en el fondo, siempre fui un cornudo consciente.

Tenía mucho sueño, pero no quería ir a dormir. Me preparé un café fuerte. Tomé un sorbo largo. Abrí las pestañas de los siguientes relatos que pretendía leer. Era absurda la indecisión que surgió en ese momento, porque sabía que leería ambos e incluso algunos más. Quizá se debía a la ansiedad que se había apoderado de mí desde que empecé con el relato de “L”. Ahí estaban los dos relatos. En uno me enteraría cuál de sus alumnos se había animado a tocar a mi mujer. Alguno de esos pendejitos que pretendían ingresar a la universidad, cuando vino a mi casa, se había tomado la libertad de poner sus manos en Valeria. Me llamó la atención el título del relato. Parecía insinuar que el chico no había hecho más que tocarla. A esas alturas, conociendo a mi esposa mucho mejor de lo que la conocía hacía unas horas, me resultaba difícil creer que la cosa se había limitado a un toqueteo.

Por otra parte, estaba el relato “Sometida por el enemigo de mi esposo”. Este título era demasiado impactante. Ya sospechaba de quien se trataba. ¿Cómo podía haber caído en los brazos de aquel violento hombre? ¿Cómo podía entregarse a alguien que había sido tan maleducado y agresivo conmigo? Pero no debería sorprenderme. Ya nada debería sorprenderme.

Sin embargo, este último relato tenía cuatro partes. Era mejor dejarlo para el final, como si fuese el plato principal.

Cliqué la pestaña donde estaba “Mi alumno se animó a tocarme”. Me bajé el bóxer, convencido de que tendría otra erección.