Todos se follan a mi mujer 2

Andrés comienza a leer los elatos de su mujer y comienza a descubrir la verdad. Pero ese es apenas el comienzo.

3

Los dedos me temblaban. Deslicé el mouse hacía el link para leer el relato. Sin querer, cliqué antes de llegar al título que pretendía abrir, y para colmo, se abrió otro relato. El wi-fi andaba lento, así que debí tener paciencia. Volví a la página anterior, y esta vez sí hice clic sobre aquel relato turbio.

Comencé a leer, línea a línea, y cada vez que me internaba más en ese texto perverso, mi incertidumbre iba desapareciendo, para dejar paso a la terrible verdad. La noche estaba silenciosa, o quizá era mi profundo ensimismamiento el que no me dejaba oír los ruidos nocturnos. Mi cabeza sólo se ocupaba de absorber esas palabras, y de imaginar, con lujo de detalles, cada escena. El relato decía así.

Me encontré con un lector

No suelo dar mucha importancia a los mails que recibo de mis lectores. La mayoría busca llevarme a la cama, creyendo que soy muy fácil – No se rían, no lo soy – Pero si realmente prestaran atención a mis relatos, se darían cuenta, de que, salvo contadas excepciones, soy yo la que elige con quién me voy a encamar. Además, suelen decirme cosas vulgares, con las que ni en sueños me seducirían.

Pero con Leandro fue diferente. Me intrigó que solo me escribiera para felicitarme por el último relato que subí. Le di las gracias, y le pregunté si no le parecía mal que una mujer casada actúe como yo. Él se sorprendió, porque estaba convencido de que mis relatos eran ficticios, y hasta insinuó que le estaba mintiendo. Eso hirió un poco mi orgullo, así que le aseguré que mis relatos eran cien por ciento reales. Él me respondió que, si de verdad era tan putita, le parecía perfecto.

Durante varias semanas chateamos, hablando de cosas ajenas al sexo. Yo le expliqué de lo mal que estaba mi matrimonio, de mi necesidad de conocer a otros hombres. Me invitó a salir varias veces, pero lo rechacé. No es que dudara de serle infiel a Andrés. Ese límite ya lo había cruzado hacía rato. Pero ¿Qué pasaba si no me atraía físicamente? Le confesé esto, y me propuso encontrarnos en un café, para charlar un poco, y si nos atraíamos físicamente igual que nos atraíamos virtualmente, quizá podríamos pasar un buen momento juntos. “¿Y vos no tenés miedo de que yo sea una gorda horrible?”, le pregunté, para chicanearlo. “No lo creo, pero si fuese así, también tengo derecho a dar marcha atrás, jaja” contestó Leandro.

Acordamos encontrarnos al día siguiente, en un café de Palermo. Yo sabía que a dos cuadras había un hotel alojamiento. La comodidad ante todo jeje.

Le dije a Andrés que me iba a la clase de zumba. Me miró con su carita de perro herido. Se notaba que desde hace rato sospechaba algo, pero nunca me dijo nada concreto. Me puse una calza negra bien ajustada, y un top blanco.

— A lo mejor vuelva tarde gordi. Acordate que los viernes salimos con las chicas a tomar algo después de clase.

— Sí, pasala bien. —me dijo.

Ya conté varias veces lo exasperante que me resulta la cara bovina de mi marido cuando salgo sola, vestida de manera sensual. Sus ojos miopes se abren desmesuradamente detrás de su anteojo cuadrado de marco negro. Parece querer decirme algo, pero no se anima a hacerlo. Allá él, si no tiene los pantalones para retener a su mujer, se merece todo lo que le hago.

Perdón el exabrupto. Como venía diciendo, me fui de casa, dejando a Andrés solo. Para cuando volviese, seguro me estaría esperando una rica comida en el horno, y él estaría durmiendo como un bebé.

Leandro resultó ser un cuarentón de rasgos marcados. Era alto, tenía la mandíbula cuadrada, el pelo canoso a lo George Cloney, espalda ancha, brazos musculosos, ojos verdes y avispados. En fin, estaba muy bueno.

Él también pareció muy conforme con lo que veía cuando me acerqué a la mesa donde estaba sentado.

— Supongo que sos Leandro —dije— solo un pervertido usa una camisa como esa. – agregué, refiriéndome a la horrible camisa a cuadros con la que me había dicho que iba a estar vestido.

— Por fin te conozco Ninfa123. —dijo él.

— Debés sentirte privilegiado, a muchos lectores les gustaría meterse entre mis pantalones.

— ¿Eso significa que este encuentro va a tener un final feliz?

— Salvo que no sea de tu gusto.

— Siempre tan directa. —dijo él sonriendo—. No solo sos de mi gusto, sino que superaste todas mis expectativas.

— Me gusta que me digas esas cosas, tengo un ego insaciable.

— ¿Tu marido no te dice esas cosas?

— Mi marido no hace nada.

— ¿Estamos lejos de tu casa?

— ¿Tenés miedo? —lo provoqué.

— Para nada, sólo preguntaba.

— ¿Y tu esposa dónde piensa que estás? —inquirí, señalando con la mirada su anillo.

— haciendo horas extras.

— Que mentira tan poco original.

— Pero muy efectiva. Mis compañeros me cubren en caso de que llame o aparezca en el local.

— Así que sos un pirata con experiencia. —bromeé. El rió.

— No te creas, sólo cubrí mis espaldas por esta ocasión especial.

— No hace falta que mientas.

— No te miento.

— No importa. ¿Vamos?

— ¿A dónde?

— Pagá la cuenta y llévame al hotel de acá a la vuelta. —ordené—. Si te portás bien, puede que nos sigamos viendo.

Subimos al auto, porque preferimos dejarlo en el estacionamiento del hotel. En el trayecto, no paró de manosearme las piernas y las tetas, como probando la mercancía. Yo comencé a excitarme. la sensación de vileza se apoderaba de mí, y me embriagaba. Me gustó, como tantas otras veces, sentirme una cualquiera, una puta. Me gustó sentir esos dedos ásperos y fuertes sobre mi cuerpo, mientras mi pareja preparaba la cena en casa. Mis pezones se endurecieron, y mi sexo comenzó a lubricarse.

Entramos a la habitación, mientras Leandro no dejaba de pellizcarme el culo. Yo palpé su sexo, y noté que ya estaba hinchado.

— parece que ya estamos listos. —dije.

Me abrazó por la cintura y me atrajo hacía él. Su erección se apretaba en mi abdomen. Acaricié su rostro, áspero por la barba que comenzaba a crecer después de una reciente rasurada. Mientras sus manos enormes se abrían para acariciar mis nalgas en su totalidad. Mis pechos erectos también se frotaban en él.

— Mi marido cree que estoy en la clase se zumba. —susurré—. Está cocinando.

— Sos una atorranta.

— Soy muy mala. —dije a sus oídos, empalagosa—. Soy muy mala.

Me abrazó con más fuerza. Cada músculo de su cuerpo se sentía con dureza sobre el mío. Parecía estar atrapada en una cárcel de músculos de la que no quería escapar. Me besó. Su lengua se metió con audacia en mi boca. Mientras lo hacía, se quitaba los zapatos. Yo lo imité. Me quitó el top.

— ¿Esta ropita usas en la clase de zumba?  —Me preguntó.

— Sí. ¿Te gusta? —sus dedos bajaron hasta el elástico de la calza—. Me vas a tener que hacer transpirar. Así Andrés no sospecha.

— Así que sos de las puerquitas que salen transpiradas del gimnasio. —dijo, comenzando a bajarme la calza—. Cada vez me gustás más.

Cuando quedé solo en ropa interior, me arrodillé, y le abrí la bragueta del pantalón.

Como ya dije muchas veces, los hombres que más me gustan son los que mas se diferencian de mi marido. Leandro era diez años mayor que Andrés, y su físico era imponente al lado del abandonado cuerpo de mi marido. Y si faltaba algo para terminar de seducirme, era la verga corta, pero gruesa, que salió como un resorte cuando bajé el bóxer. Acerqué mis labios al glande, y arrodillada, lo miré a los ojos, sabiendo que no hay hombre al que no le fascine ese detalle. Sin dejar de observarlo, me llevé ese tronco macizo a la boca. Mi lengua saboreó el espeso presemen que ya salía de su sexo. Observé cómo cambiaba su rostro al sentir la lengua y los labios trabajando. Hizo la cabeza hacia atrás, cerró los ojos y apretó los dientes, al tiempo que apoyaba una mano en mi nuca, y empujaba, cada vez que quería que me la meta más adentro. Luego se sacó la camisa y la tiró a un costado.

Me levanté, apoyé mis manos en sus pectorales, y lo empujé con suavidad hacia la cama. Leandro, totalmente desnudo, cayó boca arriba sobre el colchón. Me subí encima de él. Besé su cuello, mordí su pezón, bajé hacia su abdomen, y me reencontré con la polla venosa, colorada, que temblaba cuando mi boca volvía a su encuentro. Acaricié sus testículos, mientras lo pajeaba, y no paraba de lamer y succionar sus partes más sensibles. Los chorros calientes de semen no tardaron en inundar mi boca.

Fui al baño a escupir el semen.

— Sos un infierno de mujer —me dijo cuando volví.

— Ahora espero que me complazcas como yo lo hice.

— Vení, acercate putita.

Se arrodilló sobre la cama. Yo fui a su encuentro. Me quitó el corpiño, y después la diminuta tanga. Besó mis tetas. Apretó con los labios mis pezones. Acarició mis nalgas, y cada tanto, los dedos se metían, tímidamente, unos centímetros en mi ano. Su sexo comenzaba a despertarse lentamente, a medida que jugaba con mi cuerpo.

— Llamá a tu marido —me dijo—. Llamalo mientras te toco. No te preocupes, no te voy a hacer gemir. Sólo quiero escuchar cómo hablás con tu marido mientras te toco.

— Ya sabía que me ibas a pedir eso —dije, recordando que el relato con el cual me había conocido tenía una escena similar, cosa que generó mucho morbo entre los lectores.

Fui a buscar el celular, y volví a la cama, a los brazos de Leandro.

— Si me llegás a hacer gritar o gemir, te juro que te dejo con las ganas y no me ves más —amenacé, aunque sabía que, si me iba de ahí, la que saldría perdiendo sería yo, ya que todavía no tuve mi orgasmo.

— No te preocupes putita. Vos llamalo.

Marqué el número de Andrés. Leandro me abrazó. Sos manos recorrieron una y otra vez, sin detenerse, todo mi cuerpo. El teléfono sonaba, pero Andrés no contestaba.

— Parece que no tenés suerte. Habrá dejado el teléfono cargando —dije, pero cuando terminé de hablar, mi marido contestó.

— Hola amor ¿pasó algo?

Leandro, al escuchar la voz de Andrés, bajó sus manos hacia mis glúteos. Los dedos se hundieron en mi piel, causándome dolor.

— Nada gordi. Te quería recordar que hoy salgo con las chicas —dije. Los labios de Leandro se deslizaron por el cuello.

— Sí mi amor, ya me habías dicho.

Ahora bajaban hacia mis tetas.

— No no no, yo recuerdo bien que te dije que quizá volvía tarde, ahora te lo confirmo, pero quedate tranquilo que en un par de horas vuelvo.

Los dientes apretaron delicadamente mi pezón, haciendo que suelte un débil gemido.

— ¿Pasó algo? —preguntó Andrés, y Leandro, con la boca llena con mis mamas, rió perversamente.

— No, nada. Nos vemos en un rato.

— Divertite amor —dijo Andrés.

— De eso no tengas dudas. —dije, y luego colgué.

Leandro me tumbó en la cama.

— Sos un idiota, te dije que no me hagas gemir —le recriminé, al tiempo que palpaba su hermoso tronco, que ya estaba completamente erecto.

— No te preocupes, no fue nada. Ni cuenta se dio el cornudo de tu esposo. — se puso el preservativo y me penetró. —¿Sos mi puta? —me preguntó.

— Hoy lo soy.

— Entonces decilo.

— ¡Soy tu puta! —grité, mientras me metía la verga en su totalidad.

— repetilo.

— ¡Soy tu puta, soy tu puta, soy tu puta! —dije una y otra vez, mientras me penetraba, hasta que me hizo acabar.

Después pudo aguantar un polvo más. Nos duchamos juntos. Me cambié de ropa, y puse las prendas de zumba en la cartera.

— Le voy a decir que me bañé en el gimnasio. No suelo hacerlo, pero no quiero que sienta tu olor en mi cuerpo.

Me dio un beso apasionado.

— Me encantó lo que hicimos. ¿Vas a escribir sobre esto?

— Obvio.

— ¿tu marido nunca sospecha nada?

— Supongo que en el fondo ya lo sabe. ¿Me acercás unas cuadras?

— Claro —dijo Leandro.

Nos despedimos a cinco cuadras de casa. Cuando llegué, había olor a carne al horno, pero no tenía apetito.

— ¿Cómo la pasaste?  —me preguntó Andrés, cuando entré al cuarto.

— Re divertido. —dije—. Qué raro que estés despierto.

— Sí, a veces me pasa. —me agarró del brazo y me atrajo hacia él.

— No gordi, hoy no tengo ganas. —Me desvestí, y me acosté desnuda a su lado. Me quedé pensado en Leandro, y decidí que volvería a verlo.

Fin.

4

La indignación ya no cabía en mi cuerpo. No había dudas, aquella historia la había escrito mi esposa. A pesar de que se tomó la libertad de no decir su nombre, y no dar muchas descripciones físicas, todo lo demás concordaba. El tal Leandro no era otro que “L”, unos de los que le había enviado un mensaje esa misma noche. ¿Hasta qué punto se puede llegar a desconocer a las personas cercanas? En mi caso, evidentemente, hasta niveles insospechados.

Cada cosa que mi mujer narraba en ese relato era más perversa y dolorosa que la anterior. El desprecio hacia mi persona era mucho más grande de lo que hubiese imaginado. Jamás sospeché que tuviera tan mal concepto de mí. ¡Qué bizarra es esta manera en que me vengo a enterar de que le desagradaba mi mirada insegura, le molestaba la supuesta dejadez de mi cuerpo y me consideraba un hombre sin pantalones! ¿Cómo pude estar tan ciego?

Sin embargo, en medio de esta situación surreal sucedió algo aun más escandaloso, si se puede. El imaginar a mi mujer arrodillada, con su pequeño cuerpo blanco, con su cabecita subiendo y bajando cada vez que se llevaba la verga del maldito “L” a la boca; el observarla imaginariamente, a medida que avanzaba en la lectura, viendo cómo aquel hombre corpulento devoraba todo su tierno cuerpo; el saber que antes de que durmiera a mi lado, su amante manoseó cada rincón de su cuerpo y le hizo saborear su semen; el imaginar como aquel cuerpo enorme se subía encima del esbelto cuerpo de mi mujer, para penetrarla salvajemente; y principalmente, aquel llamado morboso, el saber que mientras hablaba con Valeria, ella estaba completamente desnuda en los brazos de otro, todo eso me produjeron una erección increíblemente potente.

Mi vida ya no tenía sentido, sin dudas. Completamente desorientado, decidí llamar, a pesar de que era muy tarde, a Marcos, mi mejor, y prácticamente mi único amigo.

Cuando comenzó a entender de qué le estaba hablando, se espabiló y me pidió que le cuente todo de nuevo, desde el principio. Yo recapitulé, y angustiado, le expliqué detalle por detalle todo lo que había sucedido.

Se sorprendió y se compadeció de mi. Me dijo que Valeria estaba loca, y que era mejor que ni me moleste en buscarla. Me dijo que siempre supo que ella no era buena para mí, pero que no se animaba a decírmelo porque sabía que yo no le haría caso. Me ofreció su apoyo incondicional, y me preguntó si quería que viniese a mi casa. Le dije que no hacía falta, pero que al día siguiente seguramente faltaría al trabajo. Si me quería hacer compañía, era bienvenido. Finalmente me obligó a jurarle que no seguiría leyendo esos relatos. Yo le prometí que no lo haría, y colgué. Sin embargo, si cuando lo llamé ni siquiera había reparado en que podría haber otros relatos, ahora que me lo mencionó no me lo podía sacar de la cabeza. Fui a tomar agua, y a orinar. Volví a la computadora. Debía hacer clic en el nombre Ninfa123 para entrar a su perfil. Ahí encontraría más verdades desgarradoras. Cliqué, convencido de que ya nada podría sorprenderme, pero por supuesto, estaba equivocado.

En su perfil ponía datos reales. Al menos su edad y su lugar de residencia lo eran: treinta años, Buenos Aires. En su presentación se describía fielmente, y explicaba lo aburrida que estaba en su matrimonio. Hasta ahora, nada nuevo bajo el sol. Lo que sí me dejó anonadado era la lista de relatos subidos a la web: había setenta y cinco. ¿Acaso eran todos basados en hechos reales, igual al relato de Leandro? Si solo la mitad lo fueran, los cuernos invisibles que salían de mi cabeza eran mucho más grandes de lo que me había animado a imaginar. No pude evitar soltar una carcajada en medio de la noche solitaria. La locura se apoderaba de mí.

Había muchos títulos diferentes. Apenas terminaba de leer uno, mi vista se dirigía al siguiente. Pero hubo algunos que llamaron poderosamente mi atención.

Uno de ellos era “Una mamada al chofer de Uber frente a mi casa”, otro era “Mi alumno se animó a tocarme”; luego estaba “Mi marido dura poco”, y finalmente, el más fuerte de todos, “Sometida por el enemigo de mi esposo, parte 4”.

Todos estaban clasificados en la categoría de “infidelidad”, pero también tenían subcategorías. El del chofer de Uber, estaba clasificada en “sexo oral”, el texto que me dedicaba a mi, era de “confesiones”. Desde ya debo aclarar que mi duración no es la gran cosa, pero tampoco soy precoz. El del alumno era de “sexo con maduras”, y “sometida por el enemigo de mi esposo”, entraba en la terrible categoría de “dominación”.

¿En qué locuras se había metido Valeria? ¿Realmente le había practicado una felación al chofer de Uber frente a nuestra casa? De ser así, era muy probable que lo hiciese de noche, cuando yo estaba adentro. Era increíble el nivel de promiscuidad al que había llegado. Y siguiendo con la misma lógica, si los relatos eran reales, aquel alumno que se animó a tocar a mi mujer, habría sido alguno de los pendejos que vinieron a casa a principios de año. Valeria daba clases particulares de matemáticas. Antes del inicio del año escolar, venían adolescentes ansiosos por aprobar el curso de ingreso de la universidad. Por supuesto, yo era tan imbécil que los dejaba solos, confiado en que ella estaría trabajando responsablemente. Pero alguno de esos niñatos tuvo un encuentro con Valeria. Muy bien ¿Qué otra humillación podía esperarme? ¿Acaso no bastaba con hablar conmigo por teléfono mientras otro la manoseaba? Por supuesto que no, también debía engañarme con un pibe recién salido de la escuela. Pero claro, eso no era nada comparado con lo que me esperaba en el último relato. Yo no tenía muchos enemigos, así que ya me imaginaba de quién se trataba, y por si eso no fuera lo suficientemente perturbador, esa historia estaba escrita en serie, y hasta ahora había cuatro partes.

Mis ojos recorrieron velozmente los otros títulos. Pensé en leer el primero, el más antiguo. Ahí estaría explicado cómo empezó a degenerarse mi mujer. Pero los relatos mencionados arriba me llamaban mucho la atención. Decidí empezar por ellos. Pero no terminaba de decidir cuál de ellos sería el primero. Qué más daba, podría leer todos, si así lo quisiera.

Continuará