Todos se cogen a mamá, capítulo 1

Un joven de dieciocho años descubre que su mamá sufre de hipersexualidad. Todo se complica cuando ella comienza a dar clases en la misma escuela donde él cursa el último año.

Un latigazo en la oreja hizo me sobresaltar.

— ¿De verdad es tu mamá? —me preguntó Ricky,  quien estaba sentado en el pupitre que se encontraba justo detrás de mí.

Por toda respuesta, asentí con la cabeza, y volví la vista hacia adelante, sólo para darme cuenta de que no eran pocos los compañeros de curso que se habían dado vuelta a mirarme, asombrados por lo que se acababan de enterar.

En efecto, la profesora que se encontraba frente al pizarrón, explicando —algo nerviosa—, cómo se desarrollaría la materia de contabilidad en los próximos meses, era mi madre. Ya lo habíamos hablado, y llegamos a la conclusión de que lo mejor sería reconocer nuestra relación filial de entrada, y por eso ella lo comentó, como al pasar, mientras explicaba cuáles serían los temas que veríamos en el futuro. Estábamos conscientes de que ese detalle llamaría la atención de muchos, no sólo por la casualidad de la situación, sino porque la profesora Delfina Cassini era inusitadamente joven, si se tenía en cuenta que tenía un hijo de mi edad, que ya estaba por el último año de la escuela secundaria. Apenas había cumplido los treinta y tres años. Es decir, me había parido siendo muy joven. Cosas que pasaban en su época.

Mamá se había vestido de manera sobria. Una falda que le llegaba hasta las rodillas y una camisa blanca con rayas celestes. El maquillaje era sutil. El pelo negro, que le llegaba hasta los hombros, estaba atado. Se asemejaba más a una oficinista que a una profesora. Su rostro reflejaba una seriedad exagerada. Sus labios finos estaban apretados, y por momentos su ceño se fruncía. Todo eso no era producto sólo del nerviosismo del momento, sino que era un estado que la acompañaba desde hacía meses. Sin embargo, a pesar de todo esto, no podía evitar irradiar ese encanto natural que era inherente en ella. Sus ojos marrones eran grandes y expresivos, y fuera cual fuera el estado de ánimo del momento, solía transmitir una extraña emoción que resultaba enternecedora. En su mejilla se formaba un pozo cada vez que reía —aunque en esa primera clase fueron muy pocas las veces que lo hizo—, y lo peculiar era que la mejilla derecha se hundía aún más, generando una sutil asimetría en su cara ovalada, que la hacía diferenciarse del resto de las personas, estuviera donde estuviera. Por otra parte, a pesar de que se había esforzado por lucir de manera que no llamara demasiado la atención, no lo había conseguido por completo, ya que la fisionomía de su cuerpo no se lo permitía. Debido a que la camisa estaba metida dentro de la falda, había quedado tan ajustada a su cuerpo, que sus pechos, que no eran particularmente grandes, pero tampoco pequeños, sobresalían, erguidos y asfixiados por su prenda. La pollera, que escondía buena parte de sus piernas, no podía ocultar en cambio, la sinuosidad de sus caderas. Siempre me enorgulleció el hecho de que mi mamá fuera la más joven, y sobre todo, la más bonita de las madres que conocía, pero en ese momento, por primera vez deseé que fuera una vieja y obesa cincuentona.

Yo estaba incluso más nervioso que ella. Para empezar, me había tomado por completa sorpresa el hecho de que comenzara a ejercer la docencia, y mucho mayor fue el asombro cuando me dijo que iba a dar clases en la escuela a la que yo mismo asistía. No tenía idea de que su título de contadora pública le permitiera dar clases, pero por los visto así era. Pero lo cierto era que, lo que más me alteraba, era el hecho de que, en los días previos, había descubierto algo sobre ella que me tenía sumido en una confusión e impotencia que ahora se veía agravada.

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En esa época, ella se había quedado sin trabajo. Fue algo repentino y mamá no quería dar muchas explicaciones al respecto. Lo único que dijo fue que la empresa en donde trabajaba estaba pasando por un mal momento y se vieron obligados a hacer una reducción de personal. Cosa que no me convenció en absoluto.

Apenas se encontró desocupada, se puso a llevar su currículum a muchos lugares, pero pasaban los meses y los únicos que la llamaban no la terminaban de convencer, ya que ofrecían salarios muy bajos. Por este motivo se vio obligada a sacar el as que guardaba bajo la manga. Solicitaría puestos de suplencia en distintas escuelas secundarias, y además daría clases particulares de matemáticas y contabilidad. De a poco fue tomando horas, y se hizo de unos cuantos alumnos que iban a casa, principalmente chicos que pretendían pasar el curso de admisión de distintas universidades, y necesitaban mejorar sus habilidades, ya que en la escuela secundaria el nivel solía ser muy bajo.

Pero a pesar de que estaba progresando, la notaba de un humor lúgubre. Tenía insomnio, y no pocas veces la descubrí vomitando en el baño. Le recomendé en varias ocasiones que fuera al médico, a lo que ella me respondía que no era nada, que ya se le iba a pasar.

Pasaban los días, y mi preocupación iba aumentando. Yono tenía mucha idea de cómo actuar para ayudarla. Era evidente que su despido había sido en condiciones muy diferentes a la que me había contado, y que eso, por algún motivo, la tenía aún triste y preocupada. Además, hacía un par de años que había muerto Daniel, su pareja más duradera, y quien había oficiado como algo parecido a un padre para mí. Es decir, estaba sola, y tampoco tenía muchas amigas, cosa que jamás comprendí, pues antes de su despido, se caracterizaba por tener un carácter alegre que siempre la hacía sobresalir, y atraía la atención tanto de mujeres como de hombres. Era de esas personas que le caían bien a todo el mundo, sin embargo, casi nunca la veía con amigas del barrio o del trabajo. Parecía que, por algún motivo que yo desconocía, era difícil intimar con ella.

Hubo una tarde, apenas unos días antes del comienzo de clases, en la que mi preocupación había crecido tanto, que decidí tomar una medida radical.

Una de las cosas buenas que tenía mamá, era que siempre respetó mi intimidad. Siempre golpeaba la puerta de mi cuarto antes de entrar, y no me atosigaba con preguntas. En alguna ocasión había llamado a la puerta cuando me encontraba en plena paja, a lo que yo le pedí que volviera después. Ahora, viéndolo una década después, me doy cuenta de que ella se percataba perfectamente de mis momentos de masturbación, pero nunca me puso en evidencia. Hacía de cuenta de que no pasaba nada. Habría pensado que era algo perfectamente natural. Mamá no era de hablar mucho de cuestiones sexuales conmigo, más allá de lo que se considera educación sexual, pero pronto me daría cuenta de que era muy abierta en esas cosas. Pero me estoy adelantando.

El respeto por la intimidad fue algo que se traspasó a mí, sin que ella jamás tuviera que darme un discurso al respecto. Yo simplemente la imitaba. Nunca iba a su cuarto a husmear qué guardaba en él. Ni siquiera cuando estaba en la edad en la que empezaba a darme curiosidad los temas sexuales, y quizá me hubiese gustado saber cómo se sentía colocarse un preservativo, por dar un ejemplo cualquiera.  Tampoco le exigía que me dijera con quién había estado en esos días en los que llegaba a casa al anochecer. Pero la cosa es que ese día decidí romper con la intimidad de mamá. Había llegado a la conclusión de que la situación lo ameritaba.

De hecho, ya lo venía meditando desde hacía un par de semanas. El hermetismo de ella me inclinaban a hacerlo. Una vez, mientras estaba viendo un programa en la televisión, vi que le llegó un mensaje. De reojo, observé detenidamente dónde presionaba para desbloquear el teléfono. Dos, tres, uno, cero. Pude ver la clave perfectamente, sin que se diera cuenta. Así que, cuando por fin me decidí a hacerlo, mientras se estaba duchando, fui a su cuarto, donde suponía que estaba el celular. En efecto, ahí se encontraba, sobre la cama. Así que, escuchando el sonido de la cortina de agua cayendo sobre su cuerpo, mientras se bañaba, hice una rápida inspección al aparato.

Lo primero que hice fue revisar su Whatsapp. Ahí me encontré con la primera cosa llamativa. Los únicos mensajes que había eran los de sus nuevos alumnos, para coordinar cuándo vendrían a casa a tomar clases. Vi rápidamente dos o tres conversaciones, sin encontrar nada raro. Lo inusual era que no había otros mensajes recientes. Si bien mamá no tenía muchos amigos, sí que solía chatear, con quienes yo suponía que eran pretendientes, o algo parecido. Pero ahí no había nada. Luego pude ver muchas conversaciones viejas con su madre, o con alguna colega, pero nada llamativo.

Entonces, dándome cuenta de que no contaba con mucho tiempo, fui rápidamente a las redes sociales. En esa época sólo utilizaba Facebook. Aquí me encontré con muchos más mensajes, pero otra vez, nada interesante, aunque en este caso no me dio la sensación de que podía haber conversaciones borradas, como había sucedido con WhatsApp. Con quien más interactuaba en esa red social era con su profesora de manualidades, pues cuando se había quedado sin empleo se había anotado en todo tipo de cursos; también había un intercambio de mensajes con una pastelería a la que le había encargado una torta por el cumpleaños de su mamá, y con otros contactos que no parecían trascendentes. Sí había muchos mensajes de tipos que ni siquiera eran sus contactos en esa red. Pero ella no les respondía a ninguno. Eran hombres a los que seguramente les había gustado su foto de perfil y se tiraban el lance a ver si pescaban algo. En esos tiempos no había Tinder, y Facebook cumplía con ese rol, el menos en parte.

Entonces decidí ir al buscador de internet del celular. Si tuviese una enfermedad que no me quisiera develar —cosa que era una de mis hipótesis—, seguramente aparecería en el historial, pensé. Así que eso fue lo primero que hice. Fui a configuración, y di clic en historial.

Viéndolo en retrospectiva, quizá hubiese sido mejor no haberlo hecho, aunque tampoco me siento arrepentido de ello.

Enorme fue mi sorpresa cuando comprobé que las páginas que más visitaba mi madre eran pornográficas. Entre los distintos títulos que logré leer, pude notar que tenía preferencia por los videos de sexo grupal y dominación. En ese entonces, enterarme de esa manera de que mi propia madre fuera tan pervertida, era algo que me resultaba muy chocante. Pero lo que no sabía era que la cosa apenas empezaba. Sólo me había topado con la punta del Iceberg.

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— No les des bola —me dijo Ernesto, el chico que se sentaba al lado mío.

Ernesto era lo más cercano que tenía a un amigo en ese curso. Yo había arribado ese mismo año. Antes iba al turno tarde, pero por cuestiones que para esta historia no resultan importantes, me cambié de turno. Conocía a la mayoría de los chicos, al menos de vista, ya que en las clases de educación física nos cruzábamos con todos los cursos de la escuela. Y con alguno que otro, como con Ernesto, tenía una buena relación. Era un chico de rulos castaños y muchos lunares, delgado, y si no lo hubiese visto con el torso desnudo, después de un partido de fútbol, creería, erróneamente, que se trataba de un chico débil. Era mucho más maduro que yo y que la mayoría de nuestros compañeros. Siempre parecía mantener la calma, y no solía meterse con nadie. Y cuando alguien lo hacía con él, sabía evadir la situación sin necesidad de recurrir a la violencia.

Su comentario se debía a que, aparte de Ricky, había muchos chicos a los que pareció llamarle demasiado la atención mi relación con la joven y bella profesora. Cuando iba al otro turno, la mayoría de los chicos la conocía, al menos de vista, y no eran pocos los que me hacían bromas sobre lo linda que era mi mamá, aunque nunca había pasado de eso. Pero ahora estaba en un curso cuyos alumnos casi no me conocían, por lo que aún no me ganaba su respeto, y además, ya estábamos más grandes, y era natural que algún pendejo se sintiera atraído por ella. Aunque en ese momento dudaba de que alguno se atreviera a manifestárselo a mamá, pues ella mantenía una actitud seria y distante con los alumnos. Sin embargo, no tardé en descubrir que estaba equivocado.

— ¿Alguna pregunta? —dijo mamá, ahora convertida en la profesora Cassini.

— Yo —escuché decir a Ricky—. ¿Cuántos años tiene?

— Eso no es de su incumbencia, señor… ¿Cómo es su apellido?

— Luna. Luna Ricardo… Ricky para las chicas lindas como usted —dijo el imbécil. Un coro de risas condescendientes lo arengaron.

— Señor Luna, me refería a si tenían alguna duda sobre la materia.

— No, yo solo quería saber su edad, porque, o es mucho mayor de lo que parece, o tuvo a Lucas de muy chica.

Mamá pareció tensa. Esta vez, por suerte, no hubo muchas risas que lo corearan. Yo sentí que mis orejas ardían. Ernesto me miraba de reojo, y me decía algo, aunque en realidad no hablaba, solo movía los labios. “No le des bola”, supuse que eran las palabras que intentaba transmitirme.

— Como le dije —dijo la profesora Cassini, ahora tratando de esconder su ira, pero mostrándose firme—, eso no es de su incumbencia. Además, si usted es tan inteligente como parece, debería saber la respuesta sin la necesidad de formular la pregunta —ahora algunos de mis compañeros se rieron de Ricky, aunque enseguida apagaron sus risas, pues no era bueno enemistarse con él—. Que quede claro —siguió diciendo ella, ahora dirigiéndose a toda la clase—. No me interesa que la clase transcurra en un ambiente tenso o estricto. No es esa mi intención. Pero no voy a dejar pasar las faltas de respeto, ni las que son dirigidas a mí, ni las que se produzcan entre ustedes.

Me gustó que le pusiera un alto al prepotente de Ricky. Era de esos tipos que pretendían llevarse el mundo por delante. Se trataba de un chico rubio, más alto que la mayoría del resto. Tenía el pelo hasta los hombros, y casi siempre lo llevaba suelto. Su mentón era enorme, casi parecía una caricatura, pero eso no parecía molestarles a las chicas de la escuela, pues siempre estaba rodeado de ellas, y cambiaba de novia cada semana. Analizándolo ahora, mi desprecio hacia él venía incluso desde antes de que yo empezara a cursar en el turno mañana. Cuando iba a la tarde, una chica que me gustaba mucho, Sofía, me había rechazado aduciendo que ya estaba saliendo con él. La pobre creía estar enamorada de ese proyecto de hombre, y soportaba toda clase de infidelidades y otro tipo de humillaciones de su parte. Al final se convirtió en una adolescente triste. Y por supuesto, él no tardó en abandonarla, cuando encontró a otra con un mejor trasero.

Como venía diciendo,  me alegró que mamá le llamara la atención y marcara un claro límite con ese energúmeno. Estaba claro que en el futuro iba a tener problemas con él. Era de los que disfrutaban haciendo Bullyng. Aunque claro, allá por dos mil diez, esa palabra ni siquiera se conocía. Yo, por suerte, no era el blanco típico para esos abusadores. Tal como lo había comprobado en los primeros días de clases, las víctimas preferidas de Ricky y sus secuaces eran los más débiles. Por ejemplo, Lucio, que además de tener ese nombre horrible, utilizaba unas gafas con el armazón cuadrado y el cristal muy grueso. O Mauri, que tenía un sobrepeso anormal. Pero ahora con esto de que mamá daría las clases de contabilidad todos los jueves, era probable que pretendiera tomarme de punto. Si bien solía estar fuera del radar de esos imbéciles, había lidiado con alguno de ellos cuando era más chico, y la verdad es que había comprobado que lo mejor era seguirles la corriente y reírme de vez en cuando de sus chistes. Me preguntaba si con él funcionaría eso, o más aún, me preguntaba si yo podría tolerarlo y esgrimir aquella sonrisa condescendiente, ya que en esta ocasión, requeriría de un grado de hipocresía que no sabía si estaba dispuesto a soportar.

Las dos horas se hicieron eternas. Cuando tocó el timbre, todos guardamos las carpetas en nuestras mochilas, y nos dispusimos a retirarnos.

— Luna, quédese un minuto por favor —le dijo mamá a Ricky.

Yo la esperé afuera del aula. Me preguntaba de qué estarían hablando. Recordé nuevamente, aquello que había descubierto en el celular de mamá.

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Resultaba que no solo visitaba páginas de videos pornográficos. Había otro tipo de páginas a las que también ingresaba con frecuencia, incluso con mayor asiduidad que las webs de películas.

Eran páginas de relatos eróticos.

Ni siquiera sabía que existían ese tipo de sitios. Me di cuenta de que había entrado a muchos relatos. Algunos títulos eran tan peculiares como “La milf más deseada”, “Cuidando a mi sobrina huérfana”, “la universitaria culona y el casero”, y otros tantos. Pero noté que había entrado repetidas veces a un relato en particular: “Confesiones de una mujer hipersexual”, se llamaba. Leí apenas unas líneas, pues no contaba con tiempo suficiente como para leerlo completo. Por lo visto, se trataba de un relato narrado en primera persona por una mujer que sufría algún tipo de problema psicológico que la obligaba a practicar sexo con una regularidad exagerada. Estaba firmada por una tal mujerinsaciable. De repente dejé de oír el sonido del agua de la ducha. Me dispuse a salir de la página y dejar el celular en donde estaba. Pero antes de hacerlo, me di cuenta de algo importante. En la parte superior derecha de la página aparecía la opción de “Mi cuenta”, lo que significaba que esa página funcionaba de manera similar a una red social, en donde cada usuario tenía una cuenta con sus datos. Hice clic rápidamente, instado más que nada por un fuerte presentimiento. Y ahí fue cuando conocí la verdad.

Al dirigirme a la cuenta de mamá, apareció su nombre de usuaria: Mujerinsaciable.

Estupefacto, y sin poder asimilar las dimensiones de lo que eso significaba, dejé el celular y huí del cuarto, como quien huye de un sótano lleno de fantasmas.

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— Chau amigo —me saludó Ricky con un guiño de ojo—. Es brava tu mami —comentó después, sin esperar respuesta.

Abrí la puerta del aula. Mamá guardaba unos papeles en su portafolios, dispuesta a terminar su jornada laboral.

— ¿Está todo bien? —pregunté.

— Sí, no te preocupes. Es que a veces es mejor poner límites desde un primer momento.

— Estoy de acuerdo —dije—. Si te creen débil, te van a pasar por encima.

— Exacto —afirmó— ¿Viste? No fue tan malo —comentó después, pues yo había manifestado tener muchas dudas sobre lo positivo que podría resultar que diera clases justamente en mi curso. Y de hecho, las seguía teniendo—. Además, es sólo un par de horas por semana —agregó al final, como para terminar de convencerme.

Era cierto que fuera del chiste de Ricky, y de las miradas molestas de algunos de los otros chicos, la cosa había resultado bien. Pero lo que me preocupaba era lo que podía pasar a futuro, ahora que conocía lo que afectaba a mamá.

Fuimos por el auto, y volvimos juntos a casa. Todavía no podía sacarme de la cabeza que mamá, la profesora Delfina Cassini, y Mujerinsaciable, eran las mismas personas. Tampoco podía sacarme de la cabeza lo que había leído después de conocer esa incómoda verdad. Ojalá lo hubiera sabido de antes, me decía una y otra vez. En ese caso habría puesto mayores trabas para que no tomara ese cargo. Trataba de tranquilizarme diciéndome que iría todo bien. Las cosas no podrían salir tan mal como a veces me imaginaba. En ese entonces no conocía la ley de Murphy, aquella que decía que todo lo que puede salir mal, entonces saldrá mal.

A pesar de que la cuenta de mamá fue eliminada después de un tiempo, borrando todos sus posteos en el acto, yo copié los textos en unos archivos de Word que aún conservo, por lo que pude transcribir ese primer texto de manera fiel y exacta. El relato decía así:

Confesiones de una mujer hipersexual

No termino de comprender cuál fue el impulso que me hizo escribir en esta página. En primer lugar, no soy escritora. Además, encontré este sitio de pura casualidad, mientras navegaba buscando videos para masturbarme (así es, las mujeres también vemos pornografía y nos masturbamos). Supongo que lo que me llevó a hacer esto, fue darme cuenta de que aquí puedo desahogarme, y a la vez, no temer que en el futuro me miren como si fuera un bicho raro, o peor todavía, que se aprovechen de mi confesión y de mis puntos débiles, que no tardaré en enumerar. Aunque soy algo optimista, ya que supongo que en un sitio como este, las personas tienen una mentalidad más abierta que en otros círculos.

En fin, el título de este “relato” es bastante explícito. Y es que hace no mucho tiempo descubrí que soy hipersexual. Lo que algunos llaman ninfómana.

Sabrán disculparme si no logro contar las cosas de la mejor manera, pues como ya dije, no soy escritora, ni me dedico a nada cercano a las letras. Al contrario, soy contadora, y me llevo mejor con los números que con las palabras. Pero voy a hacer lo mejor que pueda.

Creo que todo empezó después de la muerte de Daniel, mi última pareja estable. Esto fue hace dos años. Él era un mecánico de labia afilada que me conquistó cuando tenía que hacer unas reparaciones en mi auto. Estaba muy enamorada de él. Además, era muy bueno con mi hijo. Teníamos una vida normal, y feliz. Con los dos sueldos que llevábamos a casa nos alcanzaba para vivir cómodamente. El sexo era increíble. A pesar de que ya rozaba los cuarenta, tenía una libido impresionante. Yo no podía pasar más de dos días sin coger, por lo que era muy importante tener a mi lado a alguien que me siguiera el ritmo. Pero un día sufrió un ACV en el trabajo. En ese momento se encontraba solo, por lo que no recibió ningún tipo de auxilio. Esto fue tan fulminante como el propio ACV. Daniel estaba muerto cuando, después de varias horas, lo encontró su ayudante.

Voy a referirme de manera abreviada a todo el drama que le siguió a ese momento, más que nada porque fue algo que prefiero no rememorar. Pero la cuestión es que después de eso, caí en una profunda depresión. Y lo peor de todo es que en ese entonces no me percaté de eso, sino que lo sé recién ahora que me encuentro haciendo terapia.

Estuve yendo al trabajo, como una autómata. Si bien todos sabían que había sufrido una pérdida, nadie sospechaba que por dentro sentía que nada valía la pena. Lo único que me aferraba a la vida era mi único hijo.

Prefiero no decir su nombre, dadas las circunstancias. Me había costado mucho que él me llamara mamá. Yo lo había tenido cuando era apenas una adolescente, por lo que en ese momento me vi imposibilitada de criarlo sola, pues su padre había desaparecido de mi vida, sin dejar rastro. Quien ocupó el rol maternal fue mi propia mamá. Yo era prácticamente una tía para él. Apenas siendo un niño, decidió llamar madre a su abuela, mientras que a mí me decía Delfina. En vano mamá trató de hacerlo cambiar de opinión. El chico parecía tener cierto rencor hacia mí, por no haberle dado un padre. Por cierto, la historia del padre de mi hijo es un caso aparte, que por el momento prefiero no contar, pues si me detengo en cada cosa significativa de mi vida, esto no sería un relato, sino una novela.

Como iba diciendo, me costó mucho que mi niño me otorgara el título de madre. Creo que si yo no lo reprendía por llamarme por mi nombre de pila, era porque prefería que algún día me diera de regalo ese reconocimiento.

Eso sucedió recién cuando ya contaba con unos diez años. Yo estaba llena de júbilo. En ese entonces conocí a Daniel, así que decidí mudarme con él, llevándome a mi niño conmigo. Por supuesto, le aseguré que veríamos a la abuela todas las veces que quisiera, cosa que por supuesto, cumplí. Además, mamá vive a apenas unos kilómetros de nosotros, así que no hay inconvenientes con eso.

Perdón, no puedo evitar irme por las ramas.

Dejando de lado las cuestiones sentimentales, iré a la parte que deduzco les resultará más interesante a los lectores de esta página.

Pasado algunos meses de la muerte de Daniel, decidí un cambio de aire. Yo trabajaba en el departamento de auditoría interna de una empresa multinacional. Renuncié a dicho cargo cuando un colega me ofreció llevar las cuentas de su empresa. Una compañía mucho más pequeña que aquella en la que trabajaba, pero que me permitiría estar involucrada en muchos sectores de la misma, y de esa manera no me veía obligada a hacer todos los días lo mismo.

Mientras tanto, también decidí que ya era hora de permitirme ciertos placeres carnales.

Siempre fui una mujer muy sexual. Y nunca en mi vida había estado tanto tiempo sin tener relaciones. Pero la fidelidad a un fallecido no podía durar para siempre. Ya bastante luto le había guardado a Daniel.

La cosa fue tan paulatina, que no alcancé a darme cuenta de que mi personalidad fogosa, lentamente, se iba transformando en una insaciable. Iba a bares, y me dejaba seducir por cualquier hombre que me pareciera mínimamente atractivo. Algunos se sorprendían de lo fácil que resultaba que me abriera de piernas, o me pusiera de rodillas. Pero hasta el momento, más allá de que estaba experimentando una promiscuidad que nunca había vivido, digamos que aún entraba en la esfera de la normalidad. Simplemente era una mujer joven, que vivía a pleno su soltería. Si bien siempre había sido lujuriosa, solía estar con un hombre a la vez, saliendo con ellos durante meses o años, dependiendo hasta dónde llegaba la relación. Ya contando con treinta años, no había tenido demasiados compañeros de cama, pero ahora entraba en una etapa en la que me permitiría saltar de verga en verga, sin remordimientos de consciencia (ya lo sé, sueno muy puta).

Pero de repente me di cuenta de que esta creciente promiscuidad no era una cuestión meramente física. Ante cualquier palabra amable de algún hombre, yo lo interpretaba como una insinuación sexual. Parecía necesitar la aprobación de todo el que conocía. Necesitaba que me dijeran que era hermosa, que era especial. Y la única manera de estar segura de eso era entregándome por completo a ellos. No crean que todo esto era algo que yo lo pensaba de manera consciente. En esos momentos no me percataba de mi necesidad de aceptación y de complacencia. Apenas logré verlo ahora que me estoy haciendo tratar por una profesional.

Pero fuera de eso, casi cualquier hombre que se topara conmigo era un potencial amante. Para algunos de ellos, inteligentes y experimentados, una mujer como yo era fácilmente reconocible. Mi sonrisa provocadora les daba el valor para encararme.

Pero hubo un momento en que todo eso se torció aún más.

Fue una ocasión en la que salí bastante tarde del trabajo. Ya estaba anocheciendo. A mitad de camino, dejé el auto frente a una casa que no tenía garaje, por lo que esperaba que no fuera una molestia hacerlo. Caminé un poco, hasta encontrarme con un kiosko. Compré unos caramelos de menta, una botella de agua fría, una barra de cereales, y en el último momento se me ocurrió comprar unos preservativos. El kioskero era un chico de unos veinte años, que se había quedado mirándome como bobo mientras me atendía, y se había puesto colorado cuando le pedí los preservativos.

Hacía varios días que no tenía relaciones, cosa que cada vez se hacía más pesado de tolerar. Le sonreí al chico, a ver si se animaba a decirme algo.

— Linda sonrisa —comentó.

— ¿Sólo eso te parece lindo en mí? —lo apuré.

— No, claro que no—dijo rápidamente, casi tartamudeando—. Tenés una cara hermosa. ¿Cómo te llamás?

— Delfina —respondí, sin molestarme en preguntarle su nombre, pues no me interesaba saberlo realmente.

— Delfina, me alegraste el día —dijo el chico.

— ¿Ah sí? Y eso por qué —pregunté yo.

— No sé, simplemente haberte atendido me puso de buen humor. No veo a muchas mujeres como vos por acá.

— ¿Mujeres como yo?

— Sí… no sé. Tan lindas y elegantes —contestó.

— ¿Y tu novia no se pondrá celosa si se entera que andás piropeando a otras mujeres?

— Para nada, no tengo novia —dijo. El rubor de su rostro no había desaparecido, pero ahora parecía más envalentonado—. Además, si la tuviera, igual te diría que sos hermosa.

— Tramposo, como todos los hombres —bromeé.

Entonces vino otra mujer a comprar. El chico del kiosko no pudo evitar mostrar la frustración en su semblante, ya que se le había terminado el histeriqueo con la mujer sexy, es decir, conmigo. Pero para jugar un poco con él, me quedé a un costado, como si estuviera decidiendo qué más compraría, mientras él atendía a la mujer.

— ¿Trabajás hasta muy tarde? —le pregunté, a ver si se animaba a invitarme a salir.

— No. El kiosko queda abierto toda la noche, pero mi turno termina en quince minutos.

— Ah —dije.

Como si hubiese sido conjurado por las palabras del chico, su relevo se presentó en ese mismo momento. Era un tipo grueso, de barriga prominente y brazos musculosos, de venas marcadas. Era lo opuesto a su compañero, quien era esbelto, y daba la impresión de ser muy frágil. Además, le llevaba por lo menos quince años. Le calculaba unos treinta y cinco.

Ya era hora de volverme a mi casa. Otra vez debería conformarme con una paja solitaria a la medianoche. Tenía una lista de admiradores que no dudarían en encontrarse conmigo, pero yo necesitaba una verga urgentemente, y no tenía paciencia como para que empezaran a dar vueltas y hacerme esperar durante horas. Así que antes de darme por vencida, opté por hacer un último intento.

— ¿Me harías un favor? —le pregunté al chico. Se había puesto a hablar con su compañero, aunque algo fastidiado, ya que evidentemente prefería seguir charlando conmigo. Ambos me miraban de reojo.

— El que quieras —respondió el chico.

— ¿Me prestarías el baño? —dije, acercándome a él. Y después, arrimando más el rostro, para hablarle en un susurro, agregué—: Es que me muero de ganas de hacer pis.

El chico rió, avergonzado. Me encantaba que se pusiera rojo cada vez que le decía algo.

— Obvio —respondió, y después me indicó—. Mirá, es allá, al final de aquel pasillo. La anteúltima puerta a la derecha.

Su compañero, sin sacarme la vista de encima, lo codeó.

— Andá a acompañarla, Joel. A ver si se pierde la señorita.

El chico, que ahora tenía nombre, lo miró sorprendido. Habría pensado que era absurdo pensar que yo podría llegar a perderme. Pero ante la fulminante mirada de su amigo, pareció entender, al fin, lo que debía hacer.

— Claro, vení, yo te acompaño.

El hombre me miró de manera descarada el culo, mientras yo seguía los pasos de Joel. Esa noche vestía un vestido negro, que solía usar para ir a la oficina. Me llegaba casi hasta las rodillas, y no tenía prácticamente escote, pero como contrapartida, era bastante ajustado. Era sexy, pero lo suficientemente formal como para usarlo en el trabajo. Encima de él, un saquito del mismo color. Cargaba con una cartera en donde había guardado las cosas que compré.

— Es acá —dijo Joel, abriendo la puerta del baño.

Me metí en el cubículo, sin cerrar la puerta.

— ¿Me ayudás? —le pregunté.

El chico por fin pareció entender de qué se trataba la cosa. Miró hacia donde estaba su compañero, quien imagino que lo instó a seguirme el juego. Así que Joel entró al baño, y cerró la puerta a sus espaldas.

El espacio era muy pequeño. Por suerte, se encontraba limpio, y olía a desinfectante y desodorante de ambiente. Joel se arrimó a mí, y me tomó de la cintura. Estuvo a punto de comerme la boca, pero lo esquivé.

— Sacame la bombacha —le ordené.

Pareció decepcionado por no poder saborear mi boca. Pero pronto disfrutaría de mis otros labios. Se puso en cuclillas. Me miró desde abajo, con cierto temor, como si pensara que todo era una cruel broma, o quizás imaginaba que se me habían salido un par de tornillos, cosa que no estaba muy alejada de la realidad. Pero cuando metió las manos adentro del apretado vestido, y sus dedos empezaron a juguetear con mis nalgas, todo rastro de temor desapareció, y en su lugar afloró una sonrisa infantil, como si se tratara de un niño que estaba haciendo una travesura.

Disfrutaba tanto de magrear mi culo, que se tardó bastante en hacer lo que le había pedido. Mi bombacha apareció en sus manos. Como no sabía dónde meterla, se la guardó en el bolsillo.

— Ahora sí podés besarme —le dije.

El tonto estuvo a punto de ponerse de pie, pero yo lo detuve, apoyando mi mano en su cabeza.

— Besame —le ordené.

Joel levantó el vestido, hasta dejarlo a la altura de la cintura. Besó mis muslos, con dulzura. A pesar de que era torpe y muy tímido, no parecía un completo inexperto. Siguió besando y lamiendo, yendo lentamente hacia mi sexo palpitante. Pronto se encontró con la humedad de mi intimidad. Pareció sorprendido de descubrirme empapada. Lamió los labios vaginales, impregnando su lengua de mi esencia, y después se concentró en el clítoris, ese hermoso botón del placer.

Cuando la lengua  se frotaba intensamente en él, puse mis manos a los costados de su cabeza, e hice presión en dirección opuesta, para inmovilizarlo, y que se diera cuenta que ahí era donde debía quedarse, masajeándome en ese punto tierno y sensible, que me hacía retorcerme ahí parada, contra la pared de ese diminuto baño. Noté que el compañero de Joel estaba atendiendo a alguien. Hice lo posible por contener los gemidos, pero me fue imposible hacerlo. Y el chico tampoco podía contenerse, parecía que se había encontrado con la ambrosía de los dioses en mi entrepierna, y le resultaba imposible dejar de saborear ese manjar que era mi sexo sazonado con mis flujos.

De repente se empezó a escuchar música a un volumen muy alto. El hombre que ahora atendía el kiosko había encendido el equipo, para amortiguar el escandaloso ruido del placer. Entonces di rienda suelta a mi lujuria. Le rogué a Joel que no dejara de comerme la concha, mientras sentía cómo los músculos de mi cuerpo empezaban a contraerse. El orgasmo estaba a punto de llegar, cosa que me ponía eufórica.

Mis muslos apretaron como tenazas el rostro del pobre Joel. Extendí mis manos, y las apoyé en las paredes que tenía a cada uno de los lados, para ayudarme a no perder el equilibrio, pues me conocía, y sabía que cuando alcanzaba el clímax, perdía la noción de dónde estaba, y si en ese momento me pasaba eso, podía terminar cayéndome y lastimándome en el acto.

Y entonces me vine. Sentí que de mi sexo surgía una deliciosa explosión. Mi cuerpo se retorció contra la pared en donde estaba apoyada, y mis muslos se cerraron aún con más fuerza.

Totalmente agitada, y con el cuerpo temblando de punta a punta, liberé al chico, quien se irguió con la cara roja, esta vez no por la vergüenza, sino la presión que había ejercido en ella. De todas formas se veía feliz de haberme hecho acabar. No tenía idea de que, con lo caliente que estaba en ese momento, daba lo mismo quién lo hiciera, el resultado sería ese.

Vi que tenía una potente erección que me pareció muy tentadora. Se merecía que le devolviera el favor, de eso no tenía dudas.

Pero entonces el otro hombre nos interrumpió.

Se metió en el baño, y vio la escena, divertido.

— Ahora me toca a mí —dijo, pasando al lado de Joel.

Me agarró de la muñeca, me hizo girar, y me puso de espalda contra la pared.

— No sé de dónde mierda saliste, putita —me dijo, mientras me levantaba el vestido que yo ya había empezado acomodarme—. Pero no te vas a ir de acá sin que te coja.

— ¡Dejala! —dijo Joel, intentando defenderme.

Lo cierto era que me había alarmado la manera brusca en la que había entrado su compañero. Había supuesto que iba a intentar aprovechar la situación, pero la forma en que me había puesto contra la pared me asustó.

— ¿No ves que ella no se queja? —dijo el tipo.

Miré a Joel, sin decir nada. No estaba entusiasmada con el troglodita de su amigo, pero ya estaba con el vestido levantado, el trasero al aire, y las piernas separadas, así que dejé que hiciera conmigo lo que quisiera.

— Pero yo todavía no terminé —se quejó el chico, señalando con los ojos su erección.

El hombre tenía su mano en mi trasero, como si este tuviera un imán que lo atraía, y no se podía separar. Sin dejar de manosearme, meditó un rato.

— Vamos acá al lado —dijo, dirigiéndose a los dos.

Primero vio que en la entrada del local no hubiera nadie. Después nos hizo señas para que saliéramos. Noté que había puesto las rejas, por lo que ahora el kiosko estaba cerrado, para ser atendido por una pequeña ventana, una medida de seguridad típica de Buenos Aires, cuando caía la noche, pero no por eso dejé de sentir temor al verme encerrada con dos hombres que acababa de conocer. Además, nadie sabía dónde me encontraba.

Entramos en fila a un cuarto un poco más grande que el baño, que además tenía una mesa pequeña.

— ¿Y quién atiende el kiosko? —preguntó Joel.

— Si querés, atendelo vos —dijo el otro.

Obviamente, ninguno lo hizo. El hombre mayor hizo que apoyara mi torso sobre la mesa. Me levantó el vestido. Sentí el frío del aire acondicionado hacer contacto con mis vagina empapada, cosa que me produjo un cosquilleo exquisito. Me dio una nalgada.

— Que orto hermoso que tiene esta puta —dijo, dándome otra—. ¿De dónde carajos saliste?

Me di vuelta, y le contesté.

— Qué te importa. Sólo necesitaba que me cojan. ¿Lo vas a hacer o no?

Pareció divertirle mi franqueza. Como para quedarse con la última palabra, me dio otra nalgada, para luego bajarse el pantalón.

En el otro extremo de la mesa, Joel apoyaba un pie en una silla, para así arrimarme la húmeda y dura verga que había dejado salir a través de la bragueta del pantalón. Me la llevé a la boca, mientras sentía al otro falo meterse en mi sexo.

Y así estuvimos un buen rato. Yo dándole placer a Joel, mientras el otro me cogía con violencia por detrás. El timbre del local sonó al menos tres veces, pero ninguno estaba dispuesto a interrumpir lo que estaba haciendo.

Al final, soltaron su semen en mi cara y en mi trasero. Quedé sobre la mesa, bañada de sus blancos y viscosos fluidos. Joel me ayudó a limpiarme, y a acomodarme el vestido. Yo tenía miedo de que el otro tipo me obligara a quedarme toda la noche, para violarme como quisiera. Pero aproveché mientras atendía a un cliente, para pedirle a Joel que me abriera las rejas y me dejara salir.

Fui, apresurada, hasta la otra cuadra, donde había dejado mi auto. Se levantó una brisa fresca, que se metió por adentro del vestido, y me hizo recordar que había dejado mi ropa interior en ese kiosko. Me alejé de ahí, y desde ese entonces, jamás volví a verlos. A partir de ahí, evité pasar por esa calle.

Ese había sido, probablemente, el punto de inflexión en el que debí darme cuenta de que había pasado un límite que no era saludable para mí. Acostarme con dos hombre, sin apenas conocerlos, e incluso cuando uno de ellos ni siquiera me atraía, quizás no era el fin del mundo, pero sí debió ser una señal de alarma.

Fue a partir de esa experiencia que dejé de relacionarme únicamente con hombres que conocía en bares lejanos, y que al menos se esforzaban por seducirme. La necesidad de satisfacción era tan grande, que ya no podía conformarme con eso. Ahora, para aumentar las posibilidades de tener un buen polvo, mi radio de acción era en cualquier lugar al que iba, salvo el barrio donde vivía (al menos al principio). Tanto por respeto a mi difunto marido, como a mi hijo, prefería que en ese lugar me consideraran una señora seria y respetable.

Fue así como me acosté con tipos que conocí en los lugares más inverosímiles: en el estacionamiento donde guardaba mi auto, en el local donde hacía las fotocopias, en una vereda cualquiera en la que me protegía de la lluvia debajo del toldo de algún local, en la oficina de mi asesor de seguros… en fin, que estaba llevando a un extremo eso de ser fácil.

De a poco, mi apetito sexual fue generándome problemas. Cada vez tenía menos amigas, pues me daba vergüenza hablar de lo que me estaba pasando, y prefería aislarme. Y en el trabajo empecé a tener inconvenientes, ya que Eduardo, mi colega, ahora convertido en jefe, había decidido que no quería que fuera únicamente su empelada. Y como supondrán, no le fue difícil hacer que me bajara la bombacha. Pero eso es para otro relato, porque este ya se hizo largo.

Espero que no me juzguen. Nos vemos pronto.

Mujerinsaciable

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Me había costado mucho leer completo ese relato, narrado en primera persona por mamá. Sólo después de tres o cuatro intentos logré hacerlo, convencido de que mientras más supiera de ella, más podría ayudarla. Entre tantas cosas que me sorprendieron, me llamó mucho la atención que usara nombres reales. Al menos, tanto en su caso como en el de Daniel lo eran.

No tardé en deducir los riesgos que podría ocasionar el hecho de que trabajara en la misma escuela en donde yo asistía. Como lo había aprendido, después de buscar datos sobre su trastorno, uno de los síntomas de la hipersexualidad es el hecho de que quienes lo padecen, no suelen ser capaces de medir las dimensiones de las consecuencias de lo que hacen. Un claro ejemplo de eso era su despido en su anterior trabajo.

¿Qué pasaba si era tildada en todo el colegio como una puta? Esta vez no sólo perdería el trabajo, sino que yo me vería afectado, por ser el hijo de esa mujer a la que le resultaba tan difícil negarse a cualquier hombre que le propusiera un encuentro sexual.

Ahora, según entendía, se encontraba en abstinencia. Pero como todas las adicciones, las recaídas eran moneda corriente.

Por la noche revisé su perfil en esa página de relatos eróticos. Mi corazón se encogió cuando comprobé que había subido un nuevo relato. El título del mismo tampoco ayudaba a que me tranquilizara. “Mi nuevo trabajo, una dura tentación”, se llamaba.

Con las manos temblorosas, hice clic, para ver de qué se trataba.

Continuará

Los capítulos dos y tres ya están disponibles en mi cuenta de Patreon, para quienes quieran apoyarme como mecenas. Aquí publicaré un capítulo cada diez días aproximadamente. Pueden encontrar el enlace de mi Pstreon en mi perfil.