Todo un detalle
El ronroneo del motor fue la música que acunó la parea mientras el movimiento acompasado facilitaba el roce ardiente de ambos sexos.
La miraba alejarse con su camisa blanca cayendo libremente sobre la tableada falda gris acampanada, compañera inseparable de la danza bamboleante del andar tropicano.
En el interior de sus muslos se dibujaba vívido un hilo blanquecino, delator implacable de la pasión estallada.
El ómnibus, desvencijado y cargado de efímeros pasajeros, seguía su recorrido cansino con el traqueteo de los años y el chirrido quejoso de los frenos.
Parado, con sus libros a cuestas, improvisado de tanta soledad, estupefacto por un despertar irrepetible: Al frente la vida y sus misterios.
Atrás el tiempo pisado que le enseñó por primera vez el calor esencial de ser humano.
Atrás el parque de ensueños que le descubrió por primera vez el calor del coño.
Las piernas desnudas, cubiertos solo los pies, bajan, una a una de la escalerilla trasera del colectivo, en un movimiento casi felino apurado solo por el premura del conductor y la presión de la maraña de personas apretujadas en el interior del micro. Aparece, primero, una rodilla desnuda que se prolonga en un muslo grueso y torneado, modelado por las manos del escultor universal, mas arriba la pollera tableada remedo de un uniforme escolar de secundaria que se queda agarrado entre la personas amontonadas en las puertas, levantándose y dejando a la vista una importante parte del redondeado trasero. El frescor de un céfiro erógeno le bañó la entrepierna arrancando una sensación de placer eléctrico no previsto en la tarde estival.
En el difícil movimiento de bajar del micro apareció la otra pierna, la blusa blanca afuera de la falda, con los botones medio abiertos, jalados hacia atrás por la fuerza de escape de ese amuchamiento, poniendo de relieve la redondez turgente de sus pechos apresados en la copas del soutien, mientras sus brazos alargados lograban la libertad necesaria para terminar el descenso.
Su cabeza, de largos cabellos rubios que abrazaban el cuello hasta cubrirle los hombros, revueltos en el esfuerzo, lograron escaparse de ese amontonamiento y a poco estaba afuera, con su bolso a cuestas y, sin mirar atrás, emprendía su camino por la estrecha acera del parque.
Con un movimiento en la masa informe de personas, como si fuera el volver de un estómago revuelto, apareció la pierna enfundada en el jean y después se descolgó el cuerpo flaco del muchacho, quien terminó de liberarse cuando sus pies hicieron tierra, recobrando el equilibrio. La joven se encontraba a más de una decena de metros caminado cimbreante con su pelo al viento y su mochila al hombro, alejándose como en el mito griego de la fortuna.
Un combatiente desarmado, aletargado tras la batalla, se relajaba entre los fluidos de su propio hervor que había empapado la gruesa tela del vaquero dejando una delatora marca.
Atrás, en medio del gentío, hamacados por el movimiento constante del ómnibus en el que todos viajaban hacia ningún lugar, a su frente los glúteos firmes de la mujer, apretados en contra de su ingle, aprovechando cualquier barquinazo para hundirse más la candente carne que se insinuaba detrás del vaquero. La mano de la mujer, disimuladamente, cubierta por el bolso, fue al encuentro de esa verga ígnea, abriéndole, en un titánico esfuerzo de discreción, la bragueta hasta liberar la gruesa y ardiente que, cubierta entre la falda, se alojó entre los muslos desnudos.
El ronroneo del motor fue la música que acunó la parea mientras el movimiento acompasado facilitaba el roce ardiente de ambos sexos hasta que alguna frenada, o un infaltable bache, unido a un instintivo movimiento de la mujer, permitió el ingreso del erecto falo en el resbaladizo túnel de la hembra, quien no pudo evitar un discreto gemido al sentir la cabeza abriéndose paso en su sexo.
Si algún pasajero estuvo al tanto de los movimientos eróticos de la pareja, fue una fiesta para sus ojos que no refrenó el coito en marcha, hasta que movimientos espasmódicos de la niña dieron cuenta de su público y encubierto orgasmo. El joven siguió por unos minutos hasta que sus ojos se voltearon hacia atrás, apretó aún más el cuerpo de la joven contra el suyo y sintió los estallidos de su breva.
Habían subido ambos en la misma parada sin hablarse, sin mirarse, solo midiéndose en su amanecer adolescente. Ella, adelante, había llegado al hueco que hizo suyo reservando espacio para él a su retaguardia. La carraspera del motor avejentado, era el único sonido en el que comulgaban ambos, hasta que él se inclinó, sin quererlo, como todos los días, sobre ella, presionando con su sexo expectante las firmes nalgas, en tanto ella, con los ojos perdidos en el infinito de un paisaje repetido y nunca conocido, acomodó su porte a la creciente vena que, rápida, ocupó su lugar abrazado por el calor de los vehementes cachetes. Ayudado por sus manos, y manteniendo un equilibrio inestable ante el movimiento del micro, sus dedos calentaron rápido los muslos y se adueñaron del mojado sexo de la joven; con movimientos propios las yemas descubrieron la suavidad de sus labios y se entregaron a ondeantes meneos alrededor de clítoris, desterrando toda resistencia.
La tanga rodó al el piso, quedando olvidada por la pasión. Los dedos de la mujer bajaron el cierre del jean, contagiándose del calor de la verga hirviente.
La miraba alejarse lentamente, bamboleando su hermoso culo, mientras un hilillo blancuzco descendía de su entrepierna y se perdía en el lado interno de la redondez de sus muslos.
El joven se perdió entre la arboleda.
Allá el ómnibus desaparecía en su eterno recorrido llevándose consigo la colorida tanga con el detalle de una brillante mancha.