Todo sencillo (5)

Un dulce beso y un placer enorme tras hablar con un profesor.

¿Sabéis eso que cuentan de que el primer beso siempre se recuerda, se queda clavado en el hipotálamo o donde sea? Bazofias. Yo no me acuerdo de mi primer beso, ni del segundo ni del quinto, aunque sé en qué contexto se dio. El juego de la botella. Bien cutre, ¿eh? Yo diría penoso, lamentable, penoso otra vez. Aún así yo lo achacaría a ciertas razones. Vamos, que la culpa siempre sienta mejor cuando es ajena.

De pequeños Libia y yo pasábamos un mes en verano en el pueblo de mi abuela. Era un pueblo sin demasiadas cosas que hacer para unos chavales como nosotros, pero en esa estación se llenaba de gente de ciudad que quería alejarse de los humos de los coches para respirar pura naturaleza y tranquilidad, trayendo más chicos para hacernos abandonar el aburrimiento. Lo que existía era un calor sofocante en las horas centrales del día, levemente soportado a la sombra de los árboles de las afueras o dentro de una casa cerrada a cal y canto. Había una piscina grande, con vasto espacio de césped, que prácticamente todos los veraneantes usábamos. Además, un río lo suficientemente ancho como para bañarse en sus gélidas aguas, bordeado por sauces, era un paraíso exquisito.

Mis tíos poseían una casa, la cual solían utilizar casi cada fin de semana, y yo llegué a una cierta edad en la que no podía más con las reglas de mi abuela, por lo que terminé por afincarme esas cuatro semanas compartiendo habitación con mi primo Juan Carlos, de mi misma edad. Libia, por suerte, no me acompañaba. Era una niñata consentida y pesada. Por ella fue que también huí donde mis tíos. Mi primo León, hermano de Juancar, iba con el grupo de “los mayores”, como nosotros los llamábamos, un grupo dominado por las hormonas adolescentes, donde todo el mundo se había enrollado con todo el mundo y el ciclo se volvía a repetir. Como patéticos que éramos el grupo de “los pequeños”, tres años menores, pretendíamos ir por las noches al río con ellos y divertirnos como ellos.

León y sus amigos nos introdujeron en el juego de la botella cuando éramos nosotros muy jóvenes, manipulándonos gracias a nuestra inocencia y sumisión para darnos hasta morreos con contacto directo lengua-campanilla. Casi todas las noches volvíamos a lo mismo, hasta que ellos se aburrían y desaparecían. Desde entonces siempre he visto esos besos como los más vergonzosos y patéticos de mi puta vida. ¡Pero no! Siempre hay manera de caer más bajo, y esta vez fue ya siendo mayorcito.

Disfruté de ese beso los cinco segundos de rigor para que una sorpresa se transforme en respuesta. Jesse me separó apoyando sus manos en mis brazos, negándome esos labios de una manera cortés. Eso hasta jodía más.

  • Creo que te has confundido –me dijo con tranquilidad mientras alejaba mi boca de él.

  • Pero... ¿tú no...? –expresé con un gran uso de vocabulario.

  • Me caes bien –contestó-, pero te debo de haber confundido.

  • Ah... lo siento –comenté. Sentí cómo me moría de la vergüenza. Me estaba poniendo rojo, lo notaba en la temperatura de la piel de mis mejillas.

  • ¡Hey! No te preocupes, ¿ok? –me puso una mano sobre mi hombro y me miraba a la cara, a pesar de que mis ojos preferían contar ahora los cristales de azúcar de la mesa que enfrentarme a los suyos-. Le puede pasar a cualquiera.

Casi hubiese preferido que me apartara de golpe, se cabreara, me llamara maricón y se pirara, porque eso de tenerle hablándome tan amablemente para quitar hierro al asunto me hundía más en la tierra, esperando que ésta se abriera para tragarme y escapar de esa incomodidad. Sin embargo Jesse se empeñó en pagar el desayuno y en acompañarme a mi casa en un paseo mañanero. Fue por ello que noté que él cada vez me gustaba más y por lo que yo estaba cada vez más cortado en la conversación. ¿Colarme por un hetero? ¡Anda ya! Eso sólo pasa en las películas, ¿no?

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El lunes quedé con Nica cerca de su facultad para comer y contarle todo lo sucedido. Preferimos omitir el humor en la conversación, básicamente porque se me notaba que a mí no me apetecía que encima se burlase. Por ello es que Nica y yo somos tan buenos amigos. No creo que pudiera vivir sin ella, sinceramente. Me escuchó atenta, aportando los comentarios insultantes cuando Saúl era el tema central o los de apoyo cuando Jesse aparecía en el aire, justo cuando yo lo necesitaba.

  • La verdad es que es una persona cojonuda, pero me imagino lo incómodo que pudiste estar después del beso –dijo la morena.

  • ¿Así que te has liado con alguien este fin de semana? –Álvaro debió de habernos visto en el camino entre su facultad y el metro y se acercó. Su lapa estaba bien adherida-. ¡Cuenta, cuenta!

Nica y yo nos miramos, cerrando el pico totalmente. No sé cómo se tomaría Álvaro el que a mí me molen los tíos, pero de todas formas ni de coña diría nada delante de Siamesa. Nuestro silencio no fue, digamos, discreto, cualquiera se daría cuenta de que no queríamos seguir hablando delante de ellos, y él entonces intervino molesto:

  • Ah, perdonadme. No tendría que haberme metido en una conversación entre amigos –resaltó esta última palabra. Cogió a su novia de la mano-. Vámonos, Bea –se alejaron hasta volver a la calle principal.

No sabíamos qué hacer, dudábamos si decírselo o no. Finalmente grité:

  • ¡Espera! –al ver que Álvaro y Siamesa continuaban caminando, corrí hacia ellos y me puse delante para detenerlos-. Espera, tío. Entiende que no era una situación... cómoda –dirigí una mirada de soslayo a Siamesa para que mi colega comprendiera que en su presencia no me apetecía enseñar mi intimidad. Aún así, su enfado no desaparecía de su cara, por lo que le hablé a su novia-. Ambos sabemos que tú y yo no somos amigos.

  • Ya –confirmó ella mientras mascaba su chicle con la boca abierta.

Álvaro parecía desconcertado.

  • Pero es mi novia.

  • Exacto, tu novia –le señalé con el dedo-, no la mía.

  • Puedes confiar en ella, te lo aseguro.

  • Siento decirte que soy yo el que elige en quién confiar. Al ser tu novia, –resalté- debes confiar en ella. O más te vale, porque es tu pareja. Pero si yo quiero contarte algo sobre mí lo suficientemente privado como para que no quiera que Siam... –corregí-, Bea no lo sepa, ni ella puede estar presente ni tú puedes decírselo, por mucho que confiéis el uno en el otro, porque es un tema mío. Cuando lo comprendas y lo hagas, vienes un día o me llamas por teléfono –giré mi cabeza hacia Siamesa-. Y perdona, no pretendía ofenderte.

  • Ya –repitió. No sé si lo había entendido o si se había molestado, pero bueno, lo que ella piense me traía al pairo.

Acto seguido volví con Nica, que esperaba impaciente saber la reacción de Álvaro. Estuvo de acuerdo conmigo en que desde que se había echado novia era imposible contarle algo íntimo. No era muy agradable el que Siamesa supiera cosas que no le habíamos dicho, no sólo porque fuera como una extraña para nosotros, sino también porque nos caía como el puto culo y adivinábamos un escaso cerebro para en un momento dado cerrar la boca y no soltarlo a cualquier otra persona. No, gracias.

Una vez terminados los bocadillos, Yaiza se nos acercó.

  • ¿Qué tal, Gaelillo?

  • Hola, bruja –nos conocíamos de hacía poco, pero las bromas entre nosotros se hicieron habituales rápidamente-. Te traigo información.

  • Saúl no es gay –habló Nica. Yaiza sonrió satisfecha.

  • ¡Genial! ¿Y cuándo me lo presentáis? –inconscientemente se colocó sus tetas y mostró mas escote.

  • Salida, ¿eh? –mi amiga le dio un codazo cómplice.

  • Un poco –rió-, pero es que está muy bueno y yo llevo mucho tiempo sin catar.

  • De todas formas, yo no estaría seguro al cien por cien de que no es gay –intervine.

  • Pero si después de lo del bar... –dijo Nica.

  • ¿Qué pasó en el bar? –preguntó Yaiza.

  • Aún así... –pasé completamente de responderla.

  • ¿Qué pasó en el bar? –repitió.

  • Digamos que... –explicó Nica, haciendo varias interrupciones- ciertas actitudes este fin de semana significarían que es hetero –se refería al interrogatorio en la barra que Saúl me hizo.

  • Ya, pero hubo un comentario que dijo que me descolocó.

  • ¿Cuándo?

  • Antes de que él... –contesté.

  • ¡Ah! –Nica supo que fue antes de que Saúl me confesara que oyó todo lo que me dijo Ricardo-. ¿Y qué fue?

Yaiza nos miraba sin entender nada de la conversación, totalmente perdida, pero intentando enterarse de algo. La miré y respondí:

  • Le comenté que Yaiza quería con él y Saúl dijo que llevaba mucho tiempo sin tener a alguien en su cama. No dijo “mujer” o “tía”, dijo “alguien” –subrayé.

Las dos se quedaron calladas sin saber qué decir.

  • De todas formas –reanudé-, es un gilipollas, Yaiza.

  • Me da igual –nos sorprendió-. Está bueno. Aunque sea un subnormal, un polvo no vendría nada mal.

Saltamos todos en carcajadas. Sí, estaba muy salida y probablemente hacía tiempo que no mojaba.

  • Pues cuando quieras te lo presento –dije.

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Ese día temía encontrarme con Saúl y verme envuelto de nuevo en un interrogatorio. Sin embargo, él no se me acercó en ningún momento. De hecho, volvió aquella situación en la que no nos hablábamos. Casi la vi más cómoda, sin farsa alguna que me pudiera noquear. Así pasaron algunas semanas, sin nada nuevo, sin ningún rollo, sin novedades. Únicamente rutina y algunos trabajos complejos que impedían salir de fiesta.

Jesse me llamó varios días para quedar y tomarnos algo por la tarde, a lo cual la falta de tiempo en mi agenda no era impedimento. Eran unos cafés, unas cervezas o unos refrescos muy gratificantes. Poco a poco la incomodidad que yo sentía fue desapareciendo, principalmente gracias a su actitud. Ninguno de los dos hablamos del tema, no había por qué. Teníamos suficiente con contarnos nuestro pasado, las anécdotas divertidas, los problemas que acechaban nuestro presente y nuestro futuro, los artistas pendientes de ver en concierto...

Lamentablemente todo esto hacía que Jesse me gustara cada vez más, inevitablemente. ¿Dónde quedó aquella época en que todo era sencillo? Susana y yo éramos felices, con bonitas reconciliaciones tras nuestras nimias peleas, Nica, Álvaro y yo nos montábamos miniviajes de fin de semana y mi mayor preocupación era hacer de rabiar a Libia. Sí, sí, sé que es absurdo ponerse nostálgico cuando poca vida había transcurrido y la mayor parte estaba por llegar, pero comerse la cabeza cansa demasiado.

Un día, miércoles creo que era, tenía pocas clases, y con todo un lío de trabajos y la época de exámenes amenazándonos, decidí ir a una tutoría con un profesor para conseguir un poco de ayuda. No me hacía mucha gracia estar en estas fechas, currando como un cabrón, y ver el lunes anterior cómo mi madre y mi hermana hacían sus maletas para marcharse durante una semana a la playa. Es como lo siempre deseado: casa sola para mí. El problema es que no tenía tiempo para hacer ninguna fiesta ni nada por el estilo, lo pasaba hincando codos y buscando información en libros e Internet.

Estaba subiendo las escaleras de la facultad hacia el despacho del profesor Rivas cuando me llegó un mensaje al móvil cuanto menos curioso, por decirlo de alguna manera: «¿Te viene bien mañana a la hora de comer? Me muero por metértela hasta la campanilla.» Remitente desconocido. ¿Quién coño me había enviado ese SMS? Me imaginé que se habían equivocado de número y le quité importancia.

La reunión con el profesor me sirvió para aclarar ciertas dudas que me obstaculizaban el estudio. Por eso fue que volví relativamente animado en el camino a casa. La puerta de mi portal estaba abierta, como suele suceder en los días de buen tiempo cuando el portero tiene que hacer algún recado fuera de su puesto. Entré en él mientras buscaba las llaves del buzón. De repente alguien me tapó los ojos desde atrás mientras su otro brazo me bloqueaba el cuerpo, cruzado por mi pecho.

  • Déjame, hijo de... –logré decir antes de que me tapara la boca, permitiéndome ver los buzones, pero no a mi agresor.

  • Sshh, tranquilo –era una voz de hombre, ni muy mayor ni un adolescente-. Ahora mismo vas a caminar hacia el ascensor. No sé por qué, pero me apetece conocer tu casa.

Mierda. Estaba acojonado. Quienquiera que fuese debía de haber estado vigilando para entrar en el portal cuando el portero estaba ausente. Encima mi madre y Libia se habían ido. Eso me hizo sospechar, entre el pánico que posiblemente mis ojos mostraban, que el hijo de puta que tenía detrás se había informado de que yo estaría solo en casa. Pero lo que más me ponía los pelos de punta era el hecho de que supiera cuándo iba a llegar, teniendo en cuenta que cada día yo salía de clase a una hora distinta. Además, el ladrón este o lo que coño fuera no iba a estar esperando tres horas para verme entrar al portal. ¡Joder, qué acojone!

Mis pasos eran temblorosos, pero mi captor me hacía caminar seguro hasta el ascensor. Pulsé el botón para llamarlo, mientras pensaba en lo poco que nos quedaría a mi familia y a mí después, que no vivíamos limpiándonos el culo con billetes gordos, con únicamente el sueldo de mi madre. Fue cuando se abrieron las puertas el momento en que pude averiguar, a través del espejo, quién era la persona a mi espalda, dejándome totalmente absorto.

Ahí estaba, el moreno del pendiente de coco y el piercing en el labio, sonriente por el susto que me había pegado. Me hizo entrar en el cubículo. Fue entonces cuando la fuerza con que me ataba se desvaneció. Me liberó la boca, para con las dos manos sobarme todo el torso y notar su cuerpo contra mi piel.

  • ¿No quieres enseñarme tu casa? –susurró con picardía a mi oído.

El espejo nos mostraba a ambos, yo todavía con el susto y la sorpresa en mi fachada, él con una cachondez evidente. Puse en marcha el ascensor, y como respuesta recibí un mordisco en mi nuca que me provocó un suspiro de gozo. ¡Joder! Había sentido el material frío de su piercing. ¡Si él supiera que me había hecho una paja en su nombre...! Sus manos no paraban, abriéndome la camisa, palpando mi pecho, pellizcando mis pezones, agarrando mi paquete por encima del vaquero. Además, cuando no me besaba en el cuello y en las orejas, fijaba su mirada en el espejo, comiéndome como si yo fuera una golosina.

De repente se agachó y con fuerza me bajó el pantalón y el calzoncillo de golpe, hasta las rodillas. Sus dientes se clavaron en mi nalga izquierda, para poco después notar sus manos separándome los cachetes y su lengua lamiendo mi agujero. Este tío no se andaba con rodeos, y no es algo de lo que me quejaba. El chaval estaba potente, con un morbo insuperable. El ascensor se detuvo, pero su lengua no. Yo bufaba, pero no podía hacer ruido. Le propuse entrar en mi casa, básicamente porque no sabría cómo responder a una pillada por parte de un vecino. “Buenos días, ¿cómo le va, señor Ruiz? No se preocupe por lo de este morenazo. Chupa el culo de vicio. ¿Quiere probar?”.

Nada más cerrar la puerta de casa me empotró contra la pared para comerme la boca. Estaba poseído. Quizás estaba demasiado enajenado como para dar un beso de esos sensuales que te dan escalofríos. Más bien era un morreo con mucha saliva. De hecho, en dos o tres ocasiones él separaba su boca, dejando la lengua fuera y un hilillo de líquido entre nosotros, para volver a atacar. La verdad es que el cabronazo estaba sacando poco a poco un lado de mí, el guarro, que nunca había conocido.

Mis pantalones y mis bóxers estaban desperdigados por el suelo. Sólo me quedaba la camisa, desabotonada, y los calcetines blancos. Mi polla estaba bien izada, doliendo incluso de lo dura que la tenía. Él, por su parte, estaba completamente vestido, aunque se le notaba su paquetón hacia la derecha. Una mano suya me masturbaba, y la otra me apretaba el pezón con fuerza, manteniéndome entre el dolor y el placer. Su lengua me lamía la quijada y se adentraba en mi boca de nuevo con intensidad.

En un momento dado el moreno me empujó hasta dejarme sentado en el suelo, apoyada mi cabeza en la pared, se desabrochó el pantalón y sacó su verga, un cipote moreno de longitud normal pero bien gordo.

  • Cuando vi esa boquita me entraron ganas de usarla. ¿Puedo? –preguntó, y sin obtener respuesta me puso su capullo en mis morros.

Yo era extremadamente inexperto en eso de comer trancas, pero no le importó demasiado. Él llevaba el ritmo de la mamada, empujando sus caderas contra mí, que no tenía más espacio. Tras unos minutos en que oía sus quejidos cuando sin querer mis dientes le rozaban, logré cómo esconderlos y hacerle disfrutar. Fue por eso que el morenazo incrementó la velocidad, introduciendo más longitud en mi cavidad, ahogándome en la saliva que producía mi boca y soltando lágrimas. Cada cierto tiempo la sacaba durante más segundos para permitirme respirar con normalidad, pero no tardaba mucho en ensartarme de nuevo. Las arcadas me llegaban con más frecuencia, me hacían toser con su cipote en mi interior, por lo que la saliva salía despedida y se desparramaba por su tronco y por mi pecho, pringándome entero. La sacó otra vez y comentó:

  • Si consigues tragártela entera y retenerla cinco segundos en tu garganta, te juro que no te olvidarás del placer que te voy a dar luego. Vas a disfrutar de lo lindo.

Yo afirmé con la cara roja por el esfuerzo. Él sonrió, con ese piercing en su labio inferior brillando con picardía. Procedió a meterme poco a poco su tranca, pero dio con un tope y todavía quedaba un cacho. Mi moreno me acarició la cabeza, otorgándome todo el tiempo del mundo para relajarme. No sé cómo pero tras unos intentos logré ahuecar la garganta. Sus caderas se movieron con precisión, atravesando mi oquedad. Podía notar su lanza abrirse paso. Era una sensación muy extraña, tenía su polla pasando más allá de mis posibilidades. Cuando su vello púbico provocaba cosquillas en mi nariz, su gemido se hizo prolongado, casi un rugido. Yo no conseguía ver de lo encharcadas que estaban mis pupilas. Me ahogaba, mi cuerpo convulsionaba en arcadas, pero él no se retiraba. Fueron los cinco segundos más largos de mi vida, me faltaba el aire y era muy incómodo. Sin embargo, para cuando su polla salió de mi boca, mi verga estaba más dura de lo que nunca he visto en mi puta vida. ¡El hijo de puta me había puesto cachondo predido!

El moreno me levantó del tirón, me dio un buen morreo de corta duración y me empujó contra el sofá, donde caí boca-abajo. Poco más tarde su cabeza se amoldaba a la raja de mi culo mientras sus dedos me apretaban los muslos y me acariciaban la espalda.

  • Joder, qué bien te huele el culo –inspiró otra vez-. Estaría aquí anclado toda la vida.

Su lengua se posó entonces en mi esfínter, empujando y retrayéndose. Yo únicamente conseguía gemir como un cabrón. Este tío me estaba volviendo loco, con el ímpetu con que me trataba, con muchas ganas y determinación. Ahí le tenía, masajeando mis nalgas mientras el motor de su lengua incrementaba la intensidad y la profundidad. Sus dedos me separaban los cachetes para acceder mejor. Yo estaba en la gloria, con la camisa arrugada todavía puesta.

Dos dedos ensalivados se introdujeron en mi recto directamente, mi ano debía estar bien dilatado gracias a su trabajo bucal. Bufé de la impresión. Las paredes de mis intestinos apretaban sus dedos, que se movían en un rápido vaivén. De la inercia de sus movimientos mi polla se rozaba con la tela áspera del sofá, por lo que el placer que sentía era sobrenatural.

Sacó por completo sus falanges, me escupió en el culo para dar más lubricante, y entonces noté cómo tres dedos pretendían trepanarme. Gracias a que pensé que si podía ahuecar la garganta también sería capaz con el culo, poco a poco lo fueron consiguiendo. Sin dejarme acostumbrarme a ellos, comenzaron un ritmo bastante veloz. Mi ojete estaba rendido, babeando del gusto, y yo mordía un cojín del puto placer. El tío era un máquina.

  • Venga, cabrón –decía-, gime para mí. Te encanta tragar, ¿verdad?

  • Sí... –le respondía entre suspiros.

  • Pídeme que te la meta.

Sin embargo, mi cerebro sólo trabajaba para pronunciar frases monosilábicas como máximo. En consecuencia, sus dedos se volvieron más feroces.

  • Dímelo, cabronazo. Lo estás deseando –afirmaba mi moreno, sin detenerse en su ritmo.

  • Sí, métemela –pude decir.

  • No te he oído.

  • Metémela, por favor –mi voz era un murmullo.

  • Pídemelo mejor, chaval, sé que quieres.

  • Venga, tío –me quejé.

  • Parece que no la quieres –comentó-. Voy entonces a mi casa a hacerme una paja.

  • ¡No!

  • ¿“No” qué? –arremetió.

  • No te vayas –contesté-. Métemela.

  • ¿Seguro que quieres? –yo me impacientaba. No era justo que después de todo esto no me follara. Fue por eso por lo que salté.

  • ¡Hijo de puta! ¡Claro que quiero! ¡Clávamela de una puta vez!

El envoltorio de un preservativo cayó ante mis ojos. Mi moreno sacó los dedos, dejando mi culo abierto y húmedo. Por suerte el vacío que tenía fue suplido inmediatamente. Su capullo gordo, como el resto de su cipote, estiraba aún más mis pliegues anales, sometiéndoles a un sobreesfuerzo. Era verdaderamente grueso, no sé cómo iba a disfrutarlo. Sin pausa alguna sus caderas fueron acercándose a mi piel hasta pegarse completamente a mi trasero, de una lenta pero segura estocada. Me sentía como un pavo relleno, necesitaba descansar para acostumbrarme.

Aún así, tras notar su piercing en mi oreja cuando me regaló un mordisco, su pelvis empezó a moverse sin permitirme un respiro. Todavía era lento, pero retrocedía muchos centímetros para clavármelos enteros instantes después. Yo me había quedado con los ojos cerrados y la boca abierta para tratar de regular las sensaciones de mi recto, sin emitir nada desde mi garganta. Él suspiraba y me amasaba los cachetes. Su ritmo se incrementó rápidamente, nuestras pieles emitían al chocarse ese sonido que me encantaba, que me ponía aún más cachondo. También se oía el tintineo de su cinturón desabrochado, pues no se había quitado su pantalón. Yo me sentía completamente lleno, pero deseaba más y más.

Estuvo dándome duro durante bastantes minutos, sin cambiar la postura, quizás un tanto incómoda por el respaldo del sofá. Me notaba próximo al orgasmo. Quería volver a correrme con una polla atravesándome y pulsando mi próstata, correrme a lo grande. Ambos gemíamos sin controlarnos. De repente me la sacó de golpe y me giró poniéndome boca-arriba, por lo que supuse que íbamos a probar otra postura. Sin embargo, se quitó el condón, en un segundo lo tenía a la altura de mi pecho y se corrió en toda mi cara, sin darme posibilidad el muy hijo de puta de escapar por la rapidez con que lo hizo. Me quedé quieto, recibiendo un primer trallazo desde mi frente hasta mi mejilla izquierda que me cegó el ojo, otro regando mis labios cerrados y mi barbilla, y cinco o seis más que terminaron de pringando gran parte de mi cara, principalmente el lado izquierdo, incluyendo los labios, la barbilla, la nariz, ambas mejillas y algo de mi frente. Su semen hervía en mi piel. Me sentía totalmente sucio.

Para no perder por completo mi dignidad abriendo sólo un ojo, debido a que el otro estaba empapado en esperma, dejé ambos cerrados, oyendo cómo sus suspiros se apagaban. Poco después noté su lengua lamiendo mi cara. ¡El muy cerdo se estaba comiendo su propia corrida! Se encargó de dejarme reluciente, sorbiendo sonoramente con sus labios y chupando mi piel. Entonces se levantó y me dejó tumbado en el sofá, con ganas de correrme y con un calentón brutal.

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Espero que haya gustado. Agradecería cualquier comentario. ;)