Todo sencillo (2)
La razón por la que Gael era el gatito de Ricardo, todo tras una noche en unas fiestas de la ciudad.
Hace ya algún tiempo quise conseguir ser monitor de ocio y tiempo libre para chavales, y fue por eso que durante todo el mes de julio estuve trabajando en un campamento, tras lo cual conseguí mi título. En esa situación estaban otras 6 personas, lidiando con las tirolinas, canoas, manualidades y demás actividades. Por culpa de otro de mi edad, Nico, conocí definitivamente que me gustaban los tíos, también. Mi primera vez fue con él, pero no me algo mágico ni magnífico. Después de haber estado tonteando con él durante semanas sin siquiera haberme dado cuenta, nos decidimos a probar algo más. La penúltima noche nos adentramos a escondidas en el bosque cercano. La conclusión de mi primera vez fue dolor cuando intentó penetrarme (a lo que me negué a ir a más), incomodidad entre todas las ramas, hojas y rocas, e insatisfacción, pues casi nos pillan dos monitores que habían salido de la tienda de campaña a fumarse un cigarro. Él estaba nervioso, yo más y no, no nos gustó para nada. El poco tiempo restante resultó tenso para los dos, y nunca más he sabido de él.
Al siguiente curso empecé a salir con Susana, una chica que me encantó cuando por primera vez hablamos, en una fiesta con gente del instituto, y que me fue encandilando en su aura de misterio. Ella era tímida, como yo, y parece que fue eso lo que nos hizo desenvolvernos tan bien en una conversación cargada de carcajadas y miradas que enganchaban los ojos ajenos. Ese día no pasó nada, pero ya se encargaría de ir enamorándome poco a poco con pinceladas de sorpresivo cariño, sonrisas sugerentes, bromas con un mínimo doble sentido. Ella fue la que me hizo quererme a mí mismo, me hizo apreciar mi cuerpo y mi mente, y me hizo quererla. Sin embargo, lo bonito de más de un año y medio juntos se empañó cuando decidió irse a estudiar a Salamanca lo que siempre había querido: Medicina. Logramos aguantar hasta poco más de cumplir dos años de pareja, viéndonos escasos fines de semana y con llamadas que fueron desapareciendo. Finalmente un día de febrero, tras hacer el amor de la manera más tierna que se nos ocurrió, ambos supimos que lo nuestro no iba para más. Fue emotivo, pero lo correcto.
Sólo dos semanas más tarde me invitó Elsa, una amiga de clase, a ir con ella y su grupo de amigos de su instituto a las fiestas de su barrio. Entre ellos estaba un tal Ricardo, un tío más alto que yo, con un pelo rubio oscuro que se antojaba suave, peinado con un look que lo hacía casual pero perfectamente cuidado. Tenía ojos verdes, de felino, a los que yo no me atrevía a fijar la mirada por miedo a quedarme paralizado, tez blanca, con algunas pecas en sus mejillas. Él era muy risueño, de los que te contagia con su risa, risa pura, pero cuando sus dientes se tornaban en sonrisa, yo me descolocaba de mí mismo. Luego averigüé que su sonrisa era su arma de seducción más potente, sabía usarla cuando se le antojara. De cuerpo parecía fibrado tras esa camiseta blanca con motivos de la ciudad de Nueva York, la cual también remarcaba sus brazos, con unos bíceps grandes. Era el tipo de cuerpo que me encantaba de los tíos pero que lamentablemente nunca había tenido en mi poder. Cuando me lo presentó Elsa la mayoría del grupo estaba sentado en la hierba y ya habían comenzado a llenar sus vasos de tubo.
Ese día quizás yo bebí más de lo que debería, pero me volví más desinhibido de lo normal. Recuerdo que me reí muchísimo con Cristina, una amiga de Elsa, como si nos conociéramos de toda la vida. En nuestra conversación Ricardo entraba de vez en cuando, matándome con sus ojos de gato y su afabilidad, para luego volver a charlar con otra gente.
Me voy a mear –anuncié a la par que me ponía en pie. El alcohol no daba tregua a mi vejiga.
Te acompaño, que yo también me meo –comentó Ricardo.
Yo empecé a ponerme nervioso. Qué absurdo, ¿no? Si únicamente quería mear y aprovechaba para no ir solo. Mi imaginación estaba a cada trago más desatada, pero ya se sabe, es imaginación, no la realidad. Cruzábamos la pradera donde nos encontrábamos para situarnos frente a unos setos de un colegio y descargar la orina. Fue Ricardo el que inició la conversación:
Bueno, ¿y cómo es eso de estar en un laboratorio?
La verdad es que para ser el primer año de carrera las asignaturas y la parte práctica están muy interesantes –respondí yo. De repente noté su mano en mi hombro y me puse más nervioso-. Lo poco que he visto me gusta bastante.
A mí eso de la química y la biología no me va mucho, pero gracias a ellas Elsa te ha conocido y por eso estoy yendo a mear con un tío cojonudo –dijo mirándome con sus ojos verdes y una sonrisa en la cara. Lo vi con el rabillo del ojo, porque no me atrevía a levantar la cabeza. ¿Qué me estaba pasando? Tragué saliva-. ¿Y no andas con nadie? –preguntó de repente, justo después de sacudirnos las últimas gotas de orina y guardárnosla de vuelta en el calzoncillo.
La verdad es que hace poco que rompí con mi novia –comenté yo, cada vez más cortado-. Fue de mutuo acuerdo.
Pues en ese caso habrá que buscarse a otra persona, ¿no?
Sí... bueno... me imagino... –mis palabras no podían atravesar el nudo que tenía en la garganta. ¿Qué me pasaba?
Su mirada quemaba, y su sonrisa terminaba de derretir. De repente me encuentro con que no conozco dónde estamos. Ni ese parque ni ese barrio me los conozco, Ricardo sí, y el muy perspicaz había logrado llevarme a un sitio donde muy poca gente discurría. La oscuridad de la noche se cernía sobre toda la ciudad, mientras que los ojos felinos se cernían sobre mí, un ratoncito a punto de caer en la trampa. El rubio cargó de nuevo:
Yo creo que hoy al final acabas con alguien. No me extrañaría con lo guapo que eres.
Gra... gracias... Tú también estás... muy bien –fue lo único que se me ocurrió decir. Mi tartamudeo se convertía en una clara evidencia de mi nerviosismo.
¿Te parezco guapo? –preguntó Ricardo-. Porque a mí tú me pareces muy guapo –puntualizó.
Desde hacía un rato permanecíamos de pie. Él se colocó justo enfrente de mí, evitando que yo mirara a otra parte que no fuera él, sus ojos verdes y su sonrisa cautivadora. Tras unos instantes conseguí responder:
- Sí..., eres guapo –mi voz era un susurro, el nudo de mi garganta no me permitía más fuelle.
Ricardo se aproximó con un paso para quedar a medio metro el uno del otro, y yo di un pequeño paso hacia atrás. Sin perder el ánimo dio otro paso hacia delante.
Sé que te gusto –comentó con firmeza-, y tú me gustas. Puede resultar algo bonito, ¿no crees?
Ehm... yo no... –balbuceó mi boca-, yo no...
Y me plantó un beso que me calló al instante. Yo no daba noticias de responder a él, pero de eso Ricardo se encargaba. Su mano derecha estaba situada en la parte superior de mi cuello y su pulgar me acariciaba la mejilla. Su pecho firme rozaba mi torso. Su boca vivaz me daba el mejor beso de mi vida. Era un beso caliente, lento pero con prisa. Mi corazón latía a una velocidad de vértigo, mientras que mi respiración se había detenido completamente. El movimiento de sus labios masajeaban los míos, y su lengua intentaba invadir mi boca, que yo me dejara hacer. Pero yo seguía paralizado.
No me había dado cuenta de que yo había cerrado mis ojos. Tras un minuto él se separó de mí, pero su mano permanecía en su posición anterior. Por inercia (o por necesidad) aproximé mi cara a la suya, como si mi fuente vital se hubiera esfumado y quisiera recuperarla.
- Sabía que te gustaba –dijo Ricardo. Su sonrisa se ensanchaba por momentos.
Me besó de nuevo, con más intensidad que antes. Mi inconsciente sucumbió a unos deseos que intentaba ocultar, y esta vez mi participación permitió que su lengua se adentrara para conocer a la mía, con una fuerza increíble. Su mano bajó a acariciar mi espalda, mientras que la otra me sujetaba por mi cintura derecha. Mi equilibrio necesitaba un apoyo, así que mis músculos se movieron dejando una mano en su nuca y la otra en su mejilla. Él se sonrió, ya me tenía más que ganado. La saliva fluía cómoda en una cavidad bucal continua donde una lucha de lenguas se llevaba a cabo y donde perdía mi cuerpo. El cabrón de Ricardo me había desatado, como si un alter ego dentro de mí se hubiese revelado.
Creo que estuvimos unos diez minutos largos y jugosos morreándonos en la noche. Yo me recreaba en este deseo que podía más que nada en esos momentos. Cuando sus manos decidieron situarse agarrándome el culo, volví a la realidad. Una alarma iluminó de rojo mi cerebro. Dejé de besarlo, le quité inmediatamente las manos de donde se encontraban y le di un pequeño empujón. Mi enfado habló:
- ¿Pero qué coño haces? Mira, Ricardito, ni se te vuelva a ocurrir, ¿te queda claro? –y comencé a caminar hacia donde creía que estaba el resto del grupo.
Al rubio se le borró la sonrisa de la boca durante un segundo, pero rápidamente reaccionó para colocar su torso frente a mí, bloqueándome el camino.
Reconoce que lo estabas deseando –soltó-. Reconoce que te ha encantado.
¡Mira, imbécil, a mí no me vuelvas a besar ni agarrar el culo ni hostias! –yo estaba realmente enfadado.
Hey, hey, relaja, Gael. Tanto tú como yo sabemos que no he sido el único que ha metido lengua.
Tenía toda la razón del mundo. Mi enfado no era porque él me besara, sino porque mi autocontrol había fallado. Estaba enfadado conmigo mismo, por dejar que alguien me arrebatara el manejo de mi organismo. ¡Me cago en la puta! ¡Este tío había conseguido lidiar conmigo! Eso no me gustaba nada. Mierda.
Intenté serenarme respirando hondo, pero lo que más me decía mi diablillo a mi oído era que le pegara una puñetazo en la cara y gritarle toda una sarta de insultos, los más vulgares a ser posible. Me sacó de mi trance cuando dijo:
Deberíamos volver a donde están los otros, ¿ok?
Sí, tienes razón –comenté tras unos segundos de búsqueda de la serenidad interior.
Reanudamos la marcha de vuelta al sitio en el que el resto de gente se encontraba.
- Perdona –dije de repente.
Ricardo redujo su paso cuando lo oyó, sus ojos mostraron su sorpresa, y pronto me puso su brazo por los hombros y volvió a sonreír.
Al fin llegáis de vuelta –soltó Elsa con una mirada inquisidora y a punto de echarse a reír-. ¿Os habéis estado liando o qué?
Si ya decía yo que os traíais algo vosotros dos –apuntó Cristina con una risita-. Richi, que te conocemos.
Don Gael y su grado etílico le han hecho vomitar y se encontraba algo mal –mintió el que hasta hace poco me estaba besando-, así que nos hemos quedado por ahí hasta que se le ha pasado un poco.
Todos los ojos se posaron en mí, iba a excusarme también, pero Elsa dijo algo que me descolocó:
- Ya, claro, Ricardo, y como desde que cortaste con Diego no has tenido nada, has ido a por el nuevo, encima borrachito.
¿¡Qué!? ¿Que todos sus amigos saben que es gay? Eso quiere decir que había estado ligando conmigo y todo el mundo estaba enterado. Por eso todos evitaban meterse en nuestra conversación, salvo Cristina, que era como el enchufe directo. O sea que yo, a ojos de ellos, era la presa del rubiales. ¡No, no! Era la presa de todos ellos, sobre todo Elsa, que seguro que estaba planeando este embrollo antes de invitarme a las fiestas del barrio. ¿Pero cómo ha supuesto Elsa que a mí me van los tíos? ¡Si yo le presenté a Susana en la Nochevieja Universitaria! ¿Qué mierdas estaba pasando? Puta idea mía de ir sin alguno de mi bando, como Nica. Yo me parto conmigo. Mientras pienso todo esto mi subconsciente me ha hecho moverme para servirme otro cubata, como si me dijera “disimula”. Por lo menos lo he salvado... ¿no?
- Ojalá, Elsa –comentó Ricardo-, pero Gael no me ha dejado meterle la lengua, ¿verdad, gatito?
Me atraganté con mi vodka-limón y empecé a toser como un condenado. ¿Cómo? ¿Gatito? Este tío es un gilipollas. Después de calmarme, pude decir:
- No digas mentiras, bombón, que me has ensalivado tanto la boca con tu lengua que he tenido que mear el triple.
Todos me miraron alucinados, sin decir nada, en ese silencio típico. Tras sólo unos segundos la risa de Elsa tronó, y todos los ojos se dirigieron hacia ella. Ella era la única de allí que conocía mi ironía. Pronto el resto de gente se unió a ella y se olvidó el tema del rubio y servidor. Cuando se hubo reanudado el ambiente de juerga Ricardo me susurró al oído:
- Bien que te ensalivaba yo todo el cuerpo, como lo que estas manitas ya han palpado –refiriéndose a mi culo.
¡Aargg! Tenía ganas de matarle. Gilipollas... Bueno, por suerte ya todo se había terminado. Me podría librar del rubiales, simplemente evitaría ir a mear para que hiciera lo mismo. Parecía sencillo, ¿verdad? Mi vejiga no opinaba lo mismo. La estaba atiborrando a alcohol por los uréteres en un continuo flujo. Así a lo tonto aguanté media hora en la que si me presionaban la barriga les salpicaba a todos con pis, y cuando no podía más tuve una ingeniosa idea:
Elsa, yo creo que me voy yendo. Cogeré un búho o un taxi, pero no me encuentro muy allá y me estoy sobando.
¿Pero qué dices? –gritó Elsa, que ya iba algo perjudicada-, si sólo son las tres y media.
Después de tres minutos de tira y afloja, gané yo. Me despedí de todos ellos con un adiós general, para evitar saludar a Ricardo tan de cerca, y mis pies me llevaron primero a un árbol a vaciar la vejiga, y luego a la parada del autobús. Mierda, faltaban 40 minutos para el bus, pero pasaba de volver. Ni de coña.
Habían transcurrido 15 minutos oyendo a la gente borracha, y decidí sacar mi MP3. Algo alcanzó mi oreja antes que el auricular:
- Tú no te me escapas.
¿Pero qué...? Ahí estaba, Ricardo, ante un incrédulo servidor.
Me sé los horarios de esta línea a la perfección, y empieza a hacer algo de fresco –dijo-, así que te propongo que duermas conmigo para entrar en calor. Tengo muy buena calefacción –apuntilló con autosuficiencia.
Escucha, Ricardo, pasa de mí, ¿quieres? –respondí, me giré y me puse los auriculares. “…but I’ll just scream: I’m only one voice in a million, but you ain’t taking that from me…” .
Me quitó un casco y me susurró:
- Te quiero a ti, ahora, y puedo hacerte gritar de placer.
Un escalofrío de excitación me recorrió de pelo a dedo gordo del pie. Debe de ser que él lo notó, porque con todo su morro pegó su pecho a mi espalda, me rodeó con sus brazos y me habló:
- ¿Ves? Ese escalofrío te lo puedo calmar yo en mi casa.
“...and if you strip me, strip it all away, if you strip me, what would you find?…” Esa estrofa de la canción no ayudaba en nada. Pero pronto dejé de escucharla, pues Ricardo me había quitado el otro auricular y me daba un erótico mordisco en la oreja. Emití un gemido quedo. Su lengua se afanó en recorrerme la oreja al completo, y mis gemidos ya no eran tan callados como antes.
No sé cómo me transporté a su habitación, tumbado en una cama individual más grande que las corrientes, con su cuerpo aplastándome contra el colchón y su boca succionando mi cuello. ¡Joder, qué gustazo! Él llevaba la voz cantante, creo que para impedir mi huida. Pero yo no quería huir, no de ese placer inmenso y que presagiaba uno aún mayor. Sus manos subieron mi camiseta y yo alcé los brazos para facilitarlo; sin embargo, él dejó la camiseta en mis muñecas, y como si de unas esposas reales se tratasen, yo permanecí quieto. Reculó un poco su cuerpo para darme un lengüetazo en el pezón derecho, al que siguieron varios, cada vez más furiosos y húmedos. Un pequeño mordisco me llevó a liberar el aire de mi pecho con un sonoro suspiro. Sé que él se sonreía, me tenía. Pero no había tiempo para pensar, sino para disfrutar. El otro pezón sufrió las deliciosamente perversas consecuencias de su boca, mis inspiraciones y espiraciones se aceleraban. ¡Qué placer! Ricardo entonces subió a mis labios y me plantó un morreo corto pero intenso.
- Te voy a hacer disfrutar como nunca, gatito. Ya lo verás, te va a gustar tanto que no vas a desear que me detenga.
Iba a replicarle, porque seguía siendo el mismo flipado de antes, pero su lengua en mi campanilla me impedía decir palabra alguna. Ante eso uno tampoco puede quejarse, digo yo. Decidió sentarse sobre mi paquete, totalmente a reventar, para quitarse la camiseta blanca. ¡Joder! ¡Este tío estaba buenísimo! Como ya vaticiné, sus pectorales eran marcados, con unas aureolas en su justo tamaño, de color oscuro. Tenía una suave capa de vello sobre ellos, y una mínima línea bajaba por sus abdominales, los cuales no estaban muy entrenados pero apuntaban maneras. A mí tampoco me molan los tíos con abdominales excesivamente marcados, no me ponen tanto. Ese cuerpo parecía hecho por Dios a la imagen y semejanza de mis sueños más vergonzosos. Mis manos se liberaron de las esposas de tela gris y comprobaron la dureza de esos pectorales. Daba pellizcos a sus tetitas, amasaba su piel, sus músculos. Ricardo sonreía. Yo debía de tener cara de embobado, estaba hipnotizado por su cuerpo. Él solamente se dejaba hacer.
Se cansó de mi parsimonia, y volvió a la carga. Nuestros pantalones volaron al suelo en un abrir y cerrar de ojos. Los bóxers quedaron a la vista, subrayando nuestros cipotes. Ricardo llevaba un bóxer gris claro, con pernera algo larga, ajustándose a sus blancos muslos. Yo, por mi parte, tenía un mini-bóxer verde manzana, casi se podría decir que era un slip. Mi polla intentaba pedir aire, o saliva ajena, lo que fuera, pero deseaba liberarse de esa prisión sofocante. La suya se me antojó demasiado grande, teniendo en cuenta que en el campamento Nico ni siquiera me la metió. ¡Ni de coña mi culo sería capaz de abrirse tanto, y menos sin dolor! ¿En qué tipo de autocastigo sadomasoquista quería hacer partícipe a mi trasero? Tenía que huir del sufrimiento. Pero mmm...
Ricardo había aterrizado su boca sobre mi bóxer y me lo empapaba a lo bestia. Se había desquiciado y me estaba desquiciando a mí también. Su poder de convicción era sobrenatural. Mi verga palpitaba, rogando su inmersión en la cueva que le clamaba. Poco a poco fue bajando mi calzoncillo, elevando mi culo para facilitarle la operación, y cuando descendió lo suficiente, sin querer le di un pollazo en toda la nariz. Yo comencé a reírme, pero todo se transformó en un gemido desde lo más profundo de mi ser. ¡El hijo de puta se había tragado casi toda la longitud de mi cipote! Retrocedía apretando sus labios sobre el tronco, lentamente, enloqueciéndome. ¡Joder! Creí conveniente detener toda esta enajenación.
- Para, para... mmm...
No había manera. Como toda respuesta él engulló con más avidez mi polla, su velocidad iba in crescendo, como los latidos de mi corazón por mi tronco. Estoy seguro de que su lengua debía notarlos, y se alimentaba de ellos. Me enajenaba de placer.
Sus manos levantaban mis piernas. No sé qué pretendía. Su boca capturó, absorbió más bien, uno de mis cojones, dando pequeños tirones. Yo sólo conseguía suspirar, intentando mantener mi respiración. En esas estaba cuando noté algo húmedo en mi ano. Mis alarmas despertaron.
No, no, ni de coña –me incorporé, pero mi agujero seguía expuesto, ya que sus brazos no cedían a mi fuerza.
Déjame hacer. Lo vas a disfrutar.
Que ni de coña, que me vas a destrozar vivo.
Mira, te planteo un trato. En el momento en que no te guste, paramos –sugirió Ricardo.
No, no. Tío, paso, no quiero seguir con... Mmm –mi propio gemido ronco me traicionó.
El muy cabrón había anclado su lengua a mi ano como procedimiento para convencerme. Mi respiración era sonora, ya no la podía calmar. Mi esfínter recibía con gusto su lengua afilada, emitiendo un juicio más que favorecedor. Las sábanas se arrugaban bajo mis dedos. Mi cuerpo era como una serpiente, retorciéndose a cada lengüetazo recibido. Eso era lo mejor que me había pasado en la vida. No quería que parase. Era sumamente placentero. Los heterosexuales deberían pedirles a sus féminas lo mismo, y estarían gimiendo como yo.
No sé cuánto tiempo pasó cuando sus dedo índice ya se colaba por mi recto con total libertad. Mi culo cedía ante sus intereses invasores con pasión, sin dolor alguno. Su saliva debía de ser analgésica o algo así, porque no era normal. Dos dedos ahora entraban y salían tranquilamente y mi organismo únicamente emitía sonidos guturales o estrujaba las sábanas bajo él. Yo permanecía con los ojos cerrados, necesitaba intensificar las sensaciones. Era demencial. Sus falanges desaparecieron de mi recto, y noté lo que creí que era su glande.
- Con condón, por favor –murmuré.
Tres segundos más tarde su polla estaba cubierta de látex y llamaba a la puerta. Le dejé hacer. Noté las paredes de mi ano expandirse y englobar su cabeza. No, no dolía. Simplemente era una sensación rara. Mi respiración volvía a agitarse. El avance de su estaca no cejaba, y cuando casi toda ella estaba en mi interior, cierta incomodidad hizo que pusiera mi mano en su pelvis como señal de detención. Ricardo comprendió, así que retiró unos centímetros su pene de mi interior, y los volvió a clavar. Esto se repitió varias veces, de manera pausada pero firme. Cuando mi mueca se disipó, el ritmo de sus caderas se incrementó poco a poco, como si pisara lentamente el pedal del acelerador. Yo gemía y él bufaba. No sé cómo serán las setas alucinógenas, pero ese era un viaje claramente superior. No existía nada más que nuestros cuerpos y nuestras sensaciones. El resto era circunstancial. Por eso yo no evitaba el silencio, y él no me callaba. Era alucinante. Ese ritmo se estaba volviendo demencial. Menos mal que Ricardo no intentó meterla entera, sino que se conformaba con el placer que ambos estábamos sintiendo, sin necesidad de invadirme por completo y causarme algún daño. No quiero decir que era tierno, todo lo contrario: se estaba volviendo en un león salvaje. Pero era atento, y lo agradecía.
Pudimos estar perfectamente 20 minutos en esa posición. Llegado cierto momento, yo me coloqué tumbado boca-abajo y él encima de mí. No sé por qué, pero esa postura parecía que incrementara lo que mi recto sentía de primera mano. Sus caderas golpeaban mi culo con un ruido que me ponía más cachondo, si cabe.
- ¿Ves como te está gustando? –susurraba-. Tienes un culo espectacular. Durante toda esta noche me relamía pensando en justo esto –continuaba con voz entrecortada.
Podía notar su respiración en mi oreja, y su sudor bañaba mi espalda. Sin detenerse en su vaivén, me dio un suave beso en la nuca. El escalofrío que me recorrió toda la piel me puso los pelos de punta, y junto con su tranca en mi ano me llevó a decir en voz alta:
- ¡Eres un puto dios! Eres mi Dios.
En aquel momento mi cerebro no se avergonzaba de aquellas palabras que mi garganta se encargaba de emitir cada cierto tiempo. Él comprendió que los besos en la nuca eran otra de mis debilidades, y se aprovechó de ello. ¡Joder, esto era la hostia! Pronto sus bufidos aumentaban de frecuencia, anunciando una corrida de campeonato. ¡Y vaya si la fue! Con un golpe final su cadera quedo pegada a mis nalgas, y mi ano pudo notar las palpitaciones de su polla, que pronto regaron con semen caliente mis intestinos.
Estuvimos sin movernos unos tres o cuatro minutos, recuperando la respiración. Su verga estaba morcillona cuando él la sacó de mi interior, dejándome un vacío angustioso. Por un minuto Ricardo desapareció, imagino que atando el condón y tirándolo a la basura. Volvió rápido, giró mi cuerpo y puso su mano en mi polla, la cual se encontraba flácida, pero húmeda.
¿Te has corrido? –me preguntó.
Ni me he dado cuenta –contesté tras unos instantes. Me imaginé que fue el roce de mi polla con las sábanas, la suya en mi culo y el escalofrío de la espalda fue cuando me corrí.
Ricardo se sonrió. Entró en la cama dispuesto a dormir junto a mí. Yo no tenía ganas, pero el sueño y el cansancio se apoderaban de mí, así que me resigné. Al día siguiente me fui de su casa antes de que él despertara y me volví a casa cuanto antes. Debe ser ese absurdo arrepentimiento lo que me invadió, pero quería llegar a mi ducha cuanto antes y olvidarme de todo.
Pero ahora me encontraba en el campus de la universidad, con la espalda apoyada en una pared y los brazos de Ricardo impidiéndome escapar. Su cuerpo estaba a escasos centímetros del mío, y yo temblaba.
- Gatito, si tienes frío ya sabes quién te puede dar calor –rió.
Al fin mi mente se despejó.
Qué gilipollas que eres –solté, deshaciéndome de su jaula.
¿El gatito se está volviendo león? –dijo con tono de niño pequeño-. No pasa nada, déjame domarle de nuevo.
¡A ver, imbécil! ¡Que me dejes en paz! –le grité-. ¿No te quedó claro? Te ayudo a que lo entiendas. Es sencillo. No te di mi número ni nada. ¿Qué significa? ¡Que paso de ti!
Mis piernas me alejaron de él unos cuantos metros.
- ¡Gael, reconoce que nuestro polvo fue alucinante! –dijo Ricardo en una voz lo suficientemente alta como para que algunas personas giraran la cabeza para averiguar qué sucedía-. ¿Cómo era que me llamabas? –me detuve en seco. No creía que pudiera continuar con toda esa gente oyéndolo-. ¡Ah, sí, “tu Dios”! –mis puños se cerraron con intensidad-. ¡Vaya con el ateo!
Lo que más me apetecía en ese momento era matarlo, callarlo a hostia limpia en su boca, para que la cerrara de una puta vez. Sin embargo mi móvil empezó a sonar. Miré la pantalla: Nica. Continué mi marcha, rezando porque ningún conocido hubiera presenciado la situación con Ricardo. Entonces descolgué el teléfono...