Todo por un Camisón

Cuenta la historia de un jovencito y un hombre veinte años mayor y el papel que jugo en sus vidas un camisón. De no haber sido por el camisón...

TODO POR UN CAMISON

por

Eduardo de Altamirano

2014

Nota Preliminar : Si algún lector quisiera ver las fotos que se mencionan en el relato, puede pedírmelas a buenjovato@yohoo.com.ar y con gusto le enviaré la versión pdf donde puede verlas.

TODO POR…

Bueno, no sé si es tan así. Tal vez, si yo no me hubiese venido de mi Rojas natal a Buenos Aires esto no habría ocurrido y vaya uno a saber cuál sería mi historia. Pero vine a Buenos Aires y un camisón me cambió la vida.

La historia es así. Yo nací en Rojas, al NO de la provincia de Buenos Aires. Eso fue en 1987. Mi padre trabajaba en un tambo y mi madre era maestra. Hoy sigue siendo maestra, pero, esta jubilada. Soy el menor de tres hermanos, dos mujeres y yo. Cuando estaba por cumplir 13 años perdí a mi padre que murió en un accidente automovilístico. Quedamos mi madre, mis hermanas y yo solos y con un montón de problemas porque pasamos a depender de lo que ella ganaba ejerciendo la docencia. En Buenos Aires teníamos una tía que nos ayudaba muchísimo. Era hermana de mi abuela materma, ya fallecida. O sea que era tía abuela mía. Se llamaba Ofelia.

La situación económica de la tía Ofelia era más que excelente. Se había casado con un gallego que tenía el oro y el moro. No tuvieron hijos, pero si departamentos, casas y de cuanto Dios creó. Tanto el gallego como mi tía tenían ojo clínico para los negocios. No eran amarretes, al menos con la familia. Con nosotros, la tía se comportó maravillosamente bien. Nos sacó de todos los atolladeros que debimos enfrentar.

Para las fiestas de fin de año del 2001, como Buenos Aires era un polvorín a punto de estallar, la tía decidió festejar esas fechas con nosotros y se mandó para Rojas en un remisse ya que había decidido no  manejar más. Hasta un par de años antes lo supo hacer y muy bien. Tenía 78 años y se la veía espléndida. Entonces yo acababa de cumplir los 14 y estaba en plena edad del pavo.

Quizá este sea el momento de precisar que, aunque jamás lo había hecho público, yo siempre desee ser mujer. ¿Por qué?. Pregúntenselo a otro porque yo no lo sé. Lo cierto y concreto era que yo trataba de disimularlo, pero cada vez se me hacía más difícil. Mis amigos y compañeros se perfilaban cada vez más como hombrecitos comunes y corrientes mientras yo me perfilaba como nada porque no sentía los mismo impulsos que ellos manifestaban. Ideaba una y mil estratagemas para no tener que hacer lo que ellos hacían con toda naturalidad sin que mi renuencia fuese interpretada de manera diferente a la que yo quería que se interpretase.

La visita de la tía Ofelia que, según ella, se extendería hasta que las cosas se calmaran en Buenos Aires me proporcionaba una excusa perfecta para no hacer nada de lo que no fuera lo que yo quería hacer. La excusa era “atender a la tía”. En casa estaban mi mamá y mi hermana que bien podían atenderla; pero mamá tenía a su cargo casi todas las tareas de las casa y mis hermanas era buenas para nada. Lo que pasaba con ellas era que las dos tenían sus noviecitos y eso no les dejaba tiempo ni para respirar. Las dos eran mucho más grandes que grandes que yo. Laura tenía 25 años y Anita 24. La mayor se había recibido de Maestra Jardinera y la otra estaba estudiando computación.

Cuando llegó la tía me le pegué como estampilla. Me gustaba porque era una mujer bien dispuesta y con un sentido práctico increible. Yo le vine de periquete porque podía mandarme a hacer cualquier cosa con la seguridad y la tranquilidad que, de una forma o de otra, la haría y bien. Yo siempre estaba dispuesto y, modestia aparte, no me chupaba el dedo. Siempre tuve noción de todo. Mi mamá me tenía de auxiliar y jamás tuvo que decirme dos veces la misma cosas. Yo aprendía rápido y actuaba más rápido. Era, como ella decía: “un alivio”.

Mi alegría de esos días, sin embargo, se veía opacada por algo que sucedía en mi cabeza. No podía dejar de pensar que esa dicha tocaría a su fin a corto plazo, cuando la tía alzara vuelo y se volviera a Buenos Aires. ¿Qué sería de mi, entonces?. ¿Debería seguir sorteando escollos para que no se descubriera que yo no era lo que todos pensaban que era?. Para contrarrestar estos malos pensamientos, me decía “Josecito, no te hagas problemas antes de tiempo?.” Porque, no lo dije antes, yo me llamo José. José Pedro Ramos Espinoza.

Este mal pensamiento se disipó una tarde en que ocurrió algo, para mí, totalmente inesperado. En efecto, como hacía mucho calor y la lluvia se resistía a venir, Mamá y la tía Ofelia se sentaron en la galería a disfrutar de la tenue brisa que, en el atardecer, comenzaba a insinuarse. Mientras se refrescaban hablaban de sus cosas sin sospechar que detrás de una ventana  estaba yo y que, aunque no era mi propósito, las escuchaba como si me estuvieran hablando al oído.

Lo que decían no era cosas importantes, pero, en un momento dado, la tía Ofelia afirmó que aunque se sentía bien y fuerte, no debía perder de vista que tenía muchos años y a corto plazo la decadencia la obligaría a buscar una solución a los problemas que la misma encierra. Dijo que había pensado ofertarle a Anita que se fuera a vivir con ella; pero al ver que Anita estaba de novia y con sus proyectos de vida desistió de esa idea. Ahí injertó una reflexión que fue clave: “si tuviera un hijo o un nieto como Josecito estaría salvada porque él se da maña para todo y podríamos ayudarnos mutuamente”. Eso me produjo un impacto tremendo y más la reacción que tuvo mi Mamá: “¿por qué no le pregunta, Tía,  si se quiere ir a vivir con usted?”. “¿Te parece? – interrogó la tía Ofelia. La respuesta de mi Mamá fue muy satisfactoria para mí porque hizo a un lado de raíz la posibilidad de que yo me preguntara si lo que hacía era sacarme a mí de encima: “Si, claro que me parece; yo no lo hago porque no quiero presionarlo; me gusta que mis hijos en todo decidan libremente”.

Con semejante aventón, la tía encontró rápido la ocasión de preguntarme si no quería irme a vivir con ella a Buenos Aires. Aunque mi respuesta era afirmativa, la condicione a lo que quisiera mi Mamá para que no se supusiera que no me importaba abandonarla. Mi Mamá estuvo de acuerdo y fue así que mi destino, como suele decirse, cambio de la noche a la mañana.

La cuestión pasó a ser organizarme para la mudanza. No fue gran cosa, porque el mayor volumen correspondía a mis ropas. Los demás efectos personales no ocupaban mayor espacio. En la casa de la tía había una pieza que me esperaba: la pieza de huéspedes, que más que pieza era un salón. La casa de la tía está ubicada en la calle José Bonifacio, cerca de la Avenida La Plata, en el barrio de Caballito. Yo saltaba en una pata. Mi primera ocupación sería encontrar una escuela donde continuar mis estudios. Yo iba a una escuela pública. La tía parecía dispuesta a bancarme un colegio privado. No solo a eso sino a muchas cosas más. La condición era  hacer lo que ella ya no pudiera hacer y por supuesto ocuparme de mi mismo. Una papa.

El 31 de enero fue a buscarnos a Rojas el mismo remisse que la había llevado. Hicimos un viaje bárbaro. En el auto entraron todas las cosas que traíamos. Para mí era un sueño lo que me sucedía y más sueño   se me hizo cuando llegamos y me encontré con la casa

Una solida construcción de los años 30’s que fue solo una casa hasta que Legarra, el difunto marido de la tía Ofelia resolvió convertirla en una propiedad horizontal, a principios de los 60’s. Cuando yo llegué, en 2002, era una casa con tres departamentos al fondo. Todo propiedad de mi tía.

Yo pasaba a ser otro habitante del complejo edilicio.

Nada me costó habituarme a mi nueva vida. Lo que la tía quería era tener alguien en quien apoyarse. Y para eso yo estaba mandado a hacer. Ese año yo debía comenzar el Polimodal y la suerte quiso que, contra todos los supuestos, encontrara un banco en una escuela a pocas cuadras de casa. Tan pocas que iba y venía caminando. Ni bien empecé las clases comprobé que mi formación en el EGB de Rojas dejaba mucho que desear. Mis compañeros me llevaban ventajas. Sobre todo en el área de Matemática. Eso lo allanó la tía pidiéndole al inquilino del departamento 1 que me diera una mano para ponerme al día con esa materia. A mí la matemática me gustaba y nunca había tenido problemas, pero había unas cuantas que debía aprender a toda velocidad para ubicarme en el mismo nivel de mis compañeros y así seguir las clases sin dificultades. Ese agionamiento podía hacerlo solo, pero me llevaría mucho tiempo. Un tiempo del cual no disponía.

Por eso la ayuda de Enrique, el inquilino del departamento 1, me vino de perlas. Enrique, Enrique Horacio Poldnisky era y sigue siendo Ingeniero en Sistemas. Cuando lo conocí en 2002 tenía 35 años para 36. Vivía solo en el departamento de la tía desde hacía muchos años, de cuando era estudiante. Su familia era de La Pampa. De entrada me cayó muy bien. Tenía una forma de ser muy agradable y enseguida se ubico para enseñarme lo que yo necesitaba. Cosa que hizo con paciencia, sencillez y efectividad. Me pareció muy atractivo y noté que me miraba mucho, pero nada más que eso: mirarme. No podía suponer nada, dígamos, rara porque, porque sabía que tenía una novia. Una mujer a la que yo había visto algunos fines de semana entrando y saliendo de su departamento y no era una mucama.

Resuelto el problema con la Matemática, mis estudios pasaron a ir sobre rieles y lo que es más importante mi vida con la tía Ofelia se fue haciendo cada vez más linda. Nos entendíamos perfectamente bien y nos complementábamos mejor. La tía se enojaba porque yo no pedía nada y cuidaba los pesitos que ella me daba todas las semana. Qué iba a pedir si ella siempre se anticipaba. Estaba en todo. De a poquito, como para que no me empachara, me fue contando su vida y cómo ella veía el futuro y su futuro personal. Yo me sentía cada vez más integrado a la casa y menos sapo de otro de pozo.

Una mañana en que tempranito salí para la escuela, casi al llegar a la esquina de Beauchef y Pedro Goyena, divisé al pie de un árbol un montón de cosas que alguien había tirado a la calle para que se la llevara algún cartonero. Miré y en una bolsita de negocio vi un par de zapatos de tacos altos. No pude con mi genio y saqué uno. Eran bastante grandes. Como nadie me miraba,  alcé la bolsita junto con otra a la que estaba enganchada  y me volví corriendo a casa. Entré a mi pieza y la escondí. Desde su cuarto la tía me preguntó que pasaba, le dije que me había olvidado unas hojas y volví a salir al trote para no llegar tarde. Durante toda la mañana no pude dejar de pensar si los zapatos me calzarían. Mis fantasías de ser mujer no habían cesado y ahora que había cambiado de ciudad y de casa podía manejarlas mucho mejor. También pensaba en lo que podía contener la otra bolsita; no tenía ni la menor idea. Pese a la tensión que me generaba esta inesperada situación, pude prestar la debida atención a todas las clases sin que nadie se percatara de lo que ocurría en mi interior.

Cuando salí de la escuela no corrí a ver mi botín porque sabía que con la tía despierta eso era muy peligroso. Mejor esperaría a que almorzáramos, sin ninguna urgencia y cuando ella se fuera a dormir la siesta aprovecharía la ocasión para hacer las averiguaciones del caso. Por suerte la comida no se demoró casi nada. Como de costumbre me ocupé del lavado de los platos y no había terminado con esta tarea cuando ella me aviso que “iba a tirarse un rato para descansar las piernas”. Eso hizo y al ratito yo me fui a mi cuarto, separado del de ella por un amplio baño y el vestidor de su cuarto. Allí me apliqué a examinar detenidamente mi hallazgo. Los zapatos tenían un taco altísimo, eran clásicos, estaban casi nuevos, con muy poco uso y en la suela tenían grabado el número “9” por lo que saqué en conclusión que debían ser 39, ya que yo calzo el cuarenta y mis pies entraron casi sin problema. Cuando me paré sentía que como que estaba sobre zancos, altísimo y un poquito sin equilibrio; pero, después de dar unos cuantos pasos con algo de inseguridad, comprendí que todo era cuestión de largarse a caminar y  de practicar hasta naturalizar una técnica conforme a mi forma de andar. Me los dejé puestos mientras me dediqué a develar el misterio de la otra bolsita, Al tacto se detectaba que era algo blandito, una tela, una prenda. La bolsita no era de un comercio sino para residuos y tenía una cinta para cerrarla y atarla. Esa cinta era la que se había enredado con la bolsa de los zapatos. Cuando la desanudé y abrí descubrí que en su interior había un hermoso camisón negro de seda y encaje  y una trusa haciendo juego. Una maravilla. Solamente presentado el camisón me di cuenta que me tenía que quedar bien; pero, no me lo puse porque era riesgoso. Decidí probarme las dos prendas por la noche, cuando me fuera a dormir.

De la alegría que tenía no cabía en mí mismo. Paladeaba el placer de ponerme esas cosas que, de verdad, me fascinaban. Mi placer era verme como me hubiese gustado ser. Eso y nada más. Felizmente pude controlar mi emoción y continuar con mis rutinas de siempre que, también, para ser sincero, me encantaban. Debía ser porque en casa de la tía Ofelia, que ya la sentía como mi casa, todo se me hacía más fácil… Lo que ocurría es que allí no había estrecheces económicas y el deseo se confundía con posesión.

A raíz de algunas conversaciones sostenidas con Enrique se despertó en mi un interés muy grande por la informática y eso dio lugar a comentarios con la tía Ofelia que ella procesó como no podía ser de otro modo. Se puso al habla con su inquilino y entre los dos determinaron cuál era el equipo que más me convenía a mí, así como qué cursos hacer para familiarizarme con el uso de una PC. Un viernes, al regresar de la escuela me encontré que en mi cuarto tenía instalado un equipo hipercompletísimo y ultramoderno, listo para usar. Aunque ya sabía algunas cosas de computación, era obvio que debía estudiar algo más. En el Instituto Mariano Moreno hice unos cursos que me pusieron en carrera con un bagaje de conocimientos que me han sido muy útiles a lo largo de todo el tiempo. Sobre todo en el acceso a la Web y el diseño de páginas. Cuando me trababa en algo, ahí lo tenía a Enrique siempre bien dispuesto para darme una manito.

A todo esto, como mis obligaciones de estudio crecían, la tía Ofelia decidió tomar una empleada para que viniera de lunes a viernes, por la mañana y se ocupara de las cosas pesadas: limpiar, lavar y planchar. Eso me alivió muchísimo. Para no quedarme sin hacer nada, pasé a ocuparme de la cena. No lo dije antes, pero lo digo ahora, a mí los trabajos de la casa, todos, me encantan y la cocina es mi preferido. Ni bien asumí esta responsabilidad organicé las cosas y la cena pasó a ser una jauja. Por suerte la tía Ofelia tenía estómago de hierro y no había nada que no le gustara. Juntos hacíamos los mandados. No todos los días, sino al por mayor. Lo único se compraba a diario era el pan y de eso se encargaba Ofelia.

Mi nueva vida no me había hecho perder contacto con mi familia. Todas las semanas la llamaba a Mamá por teléfono y nos pasábamos los partes de novedades con lujo de detalles y, después que me afiancé bien en Buenos Aires, empecé a ir un fin de semana por mes, a veces lo hacía con Ofelia, pero no íbamos en remisse sino en ómnibus. El remisse lo dejábamos para ir a la Terminal de Retiro. En remisse la tía iba una vez al mes a Magdalena a visitar a una cuñada que vivía en un campo cerca de esa ciudad. Se quedaba allí cuatro o cinco días. Después el remisse la traía. Entonces yo quedaba solito en la casa y aprovechaba para dar rienda suelta a mi gusto por vestirme con ropas femeninas. No solo tenía el camisón y los zapatos que me había encontrado antes de cumplir los 15 años, sino algunas otras cosas que me había comprado en el Once, donde me proveía de toda mi ropa a muy buen precio. También tenía algunos elementos de maquillaje porque la coquetería siempre fue uno de mis puntos débiles…

En una de estas ocasiones en que me había quedado solo que se produjo algo inesperado. El sábado por la noche cerré la casa como si me hubiese ido a dormir, pero lo que hice fue maquillarme y vestirme como para una cena íntima. Me preparé un té y me instalé frente a DVD player a ver una de la dos películas que había alquilado. Estrenaba una trusa que me quedaba estupenda ya que comprimía mi dotación, de por si pequeña, a punto tal que parecía no existir. Eso me provocaba una sensación colosal. Me sentía otra persona. La película puse era un clásico “Lo que el viento se llevó” que me atrapó por completo, tanto que se hizo la una de mañana si que me diera cuenta. Esto no importaba mucho porque al día siguiente era domingo y no debía ir a la escuela ni venía a casa la empleada. Cuando apagué el DVD era la una y media. Decidí ir a dormir. Cumplí con el ritual correspondiente y para prolongar la sensación de bienestar que sentía en lugar de un pijama me puse el camisón de encaje y seda. El roce de esas telas sobre mi piel me producía como electricidad. Debía estar cansado porque ni bien me acosté, a eso de las dos, me dormí profundamente hasta que los descontrolados ladridos del perro de los vecinos me despertaron. Nunca lo había oído ladrar así. Pensé que algo debía pasar para que ladrara de ese y no se me ocurrió otra idea que ir al patio a ver lo que sucedía. Eran las ocho de la mañana pasaditas. Como no hacía frío salí como estaba: en camisón. Rápidamente descubrí lo que ocurría. En el techo del lavadero de casa, instalados como en el palco de un teatro, había dos gatos que, casi con seguridad era de Laura, una vecina que tenía como diez gatos, algunos de los cuales de vez en cuando andaban por el jardincito de casa y cagaban en el patio. Se sabían a buen recaudo del perro del Dr. Losa Verdaguer que jamás lograría subir al techo y parecía que se entretenían haciéndolo ladrar a propósito. Lo que hice fue espantar a los gatos con una escobilla de las que se usa para limpiar cielorrasos y listo el pollo: los gatos huyeron asustados y el perro se calló. Yo me volví a la cama a descansar un rato más.

Este acontecimiento debió ser una historia sin importancia y sin transcendencia; pero no fue así. Me di cuenta de ello un tiempo después. Como ya he contado, a poco de llegar de Rojas a Buenos Aires, una de las primeras personas con quien me relacioné fue con Enrique, el inquilino del departamento 1 del PH de mi tía Ofelia donde nosotros vivíamos. El me dio unas clases de matemática que me fueron muy útiles y más luego me sacó de varios apuros con mis estudios o con la cosas de la PC. Era un excelente profesor; a pesar de ser ingeniero y de trabajar como tal, para no olvidarse que la docencia le había dado de comer en tiempos de estudiante, continuaba a cargo de una cátedra de matemática en un colegio de Flores. Debía ganar muy poco allí; pero no era lo que ganaba lo que lo llevaba allí, sino la oportunidad de mantener un vinculo con la realidad. También señalé que me llamaba la atención la forma en que me miraba sin sacar de ello ninguna conclusión. Después del incidente del perro con los gatos, Enrique me siguió mirando como siempre lo hacía; pero, además, sumó una variante en el trato: pasó a ser más cálido, menos formal y consecuentemente más simpático. No fue nada del otro mundo y yo tardé algún tiempo en darme cuenta. Pero, si se lo analizaba, evidentemente mostraba un interés en mi que yo no sabía a qué atribuir. Se me había dado por pensar que, en una de esas, la tía Ofelia le había pedido en secreto que, no sé, se ocupara de mí para que yo también tuviera contacto con la realidad. Ya que hasta el momento yo no había cosechado amistadas. Tenía conocidos del colegio y de los lugares que frecuentaba y nada más. Como no podía descifrar el misterio, lo único que hice fue mantenerme atento. No fuera cosa que todo se tratara de meras suposiciones mías, sin ningún asidero y, en concreto, no hubiera nada entre dos platos.

Pero había. Aprovechando de que yo había comenzado a ir con cierta regularidad a su departamento para que me explicara alguna funciones del Excel, una tarde me disparó un cañonazo. Como hablando de bueyes perdidos sacó a relucir lo incordioso que era el perro del Dr. Losa Verdaguer. Cosa que era cierta ya que por cualquier motivo y a cualquier hora se largaba a ladrar como loco. Y así, como algo sin importancia, apuntó: “hiciste muy bien la otra vez en espantar a escobazos los gatos, sino todavía los estaría ladrando”.

-      …Y, ¿como sabés que yo los espanté a escobazos? –le pregunté casi automáticamente…

-      Porque a mí también me despertó con los ladridos y estaba asomado a la pared cuando vos saliste al patio y vi la maniobra que hiciste…

Eso significaba que, además de ver la maniobra, me había visto en camisón y con las chinelas de tacos altos; pero, no me decía nada, como si no le diera importancia. La verdad es que eso me intranquilizó. Estuve a punto de pedirle que no dijera nada de cómo me había visto, pero, no lo hice porque en ese momento Enrique volvió al tema del Excel y como que dio vuelta la hoja. La cuestión para mi quedó en suspenso…

Si la intención de mi vecino era preocuparme, hay que decir que lo logró y en qué forma. Le di un millón de vueltas al tema y llegué a la conclusión de que si había sacado a relucir el tema no se quedaría ahí, por lo que cuadraba esperar a sus siguientes movimientos y, si se demoraba demasiado, estimularlo para que apurara el paso. Debía esperar y esperé. Esperé dos semanas sin que en su curso ocurriera nada fuera de los común. Entonces accioné algo que tenía pensado decirle. También como quien no quiere la cosa una tarde le pregunté…

-      Tengo una curiosidad, cuando estabas asomado a la pared de casa para ver por qué ladraba el perro, ¿pudiste ver cómo estaba vestido yo?.

-      Claro que pude y si querés que te lo diga: te lo digo… A mí me gustó como estabas vestido… -esto me dio confianza y repregunté:

-      Y ¿por qué no me lo dijiste?.

-      Bueno, en primer lugar porque no sabía si vos querías que me diera por enterado y en segundo lugar porque para hablar de esas cosas tiene que haber un momento adecuado. Si vos querés que hablemos, podemos hacerlo cuando vos quieras.

-      ¿En serio me lo decís?.

-      Si, te lo digo en serio…

-      Entonces podemos hablar ahora…

-      No, ahora no. Ahora tenemos que seguir con las funciones del Excel, porque primero está la obligación y después la devoción. Elegí otro día, vos conocés mis horarios…

Así fue como convinimos que el viernes de la semana siguiente nos reuniríamos para charlar. Elegí ese día no de casualidad, sino porque sabía que la tía se iría a Magdalena y entonces yo podía moverme con mayor libertad. Tal como habíamos convenido, a las cinco me presenté en su departamentito que era recómodo. No le faltaba ni le sobraba nada. A propósito fui con un atuendo bien llamativo y me cargué de perfume. Además, me puse la trusa que había encontrado en la calle junto con los zapatos y el camisón y que siempre la guardaba limpita y lista para los que fuere.

Respecto a esa trusa quiero contarles algo. Para mí fue un hallazgo maravilloso y debo decir que me ha hecho muchos bien. Se preguntarán, ¿pero que bien puede haberle hecho eso que al final de cuentas no es más que una bombacha?. Si es una bombacha; pero no una bombacha cualquiera, sino una bombacha elastizada que en cierta medida me modela el cuerpo a mi gusto. Porque cuando me la pongo, yo ubico mis genitales entre mis piernas, luego subo bien la bombacha de modo que los sujete por completo y, prácticamente, no se noten para nada. Es como si no existieran, confiriéndome un aspecto mucho más agradable para mi forma de sentir, que además me da la seguridad de verme como a mí me gusta.

Bien, con mi llamativo atuendo, mi carga de perfume y mi trusa de la feminidad, fui a verlo a Enrique. No tenía idea de lo que podía llegar a pasar. Tampoco alentaba esperanzas de que pasara algo, digamos, ¡wau!.. Cuando llegué, me recibió…

con una sonrisa de oreja a oreja, no como se lo ve en esta foto que es la primera que tuve de él y la saqué de un carnet de la Facultad que iba a tirar a la basura. Tiene el aspecto de un hombre recio, fuerte. Y es recio y fuerte; pero al mismo tiempo es tremendamente dulce. Más adelante voy a mostrar otra foto suya que a mí me encanta. Debo decir que no es para nada amigo de las fotografías. Bueno, enseguida que entré pasamos a la cocina. Yo, abatatado como siempre, no sabía qué decir; pero, Enrique, muy desenvuelto como siempre, encontró la forma de arrancar…

-      Así que creías que yo no me había dado cuenta cómo estabas vestido el día que ladraba el perro… Es medio difícil que se me pase por alto una cosa que sale de común…

-      No, no era que no creyera… Me llamaba la atención que no me dijeras nada…

-      Ya te lo expliqué… No sabía si a vos te interesaba hablar del tema conmigo y, por supuesto, no quería molestarte o ponerte en una situación incómoda…

-      No, no me molesta y creo que sería bueno que habláramos, porque yo quisiera que esto no trascendiera…

-      Conmigo podés estar seguro de que no va a trascender…

-      Gracias…

-      Pero, además –si no te molesta- yo quisiera que habláramos un poco de por qué estabas vestido así, que como ya te dije: me gustó…

-      No, no me molesta… ¿Qué es lo que querés saber?...

-      Eso, por qué estabas vestido así…

Esa pregunta me dio pie para contarle poco menos que mi vida. Lo hicimos mientras él cebaba mate. No fue un discurso, fue una especie de confesión. Enrique me incentivó diciéndome que podía confiar en él. Se mostraba tan auténtico, tan sincero, tan desprovisto de malas intenciones, que sentí como un deber no ocultarle nada. Hasta le dije que yo había notado que él me miraba de una forma muy especial y que, sin embargo, no había sacado ninguna conclusión de por qué me miraba así.

Se sonrió cuando le puntualicé este detalle que le sirvió de base para hacerme participé que, como yo, él siempre había tenido una cierta indefinición respecto a su sexualidad. Las mujeres lo atraían pero jamás lo desesperaron ni lo enloquecieron. Remarcó que la suerte no le había sido esquiva, pero nunca pensó en formar una pareja ni nada por el estilo. Me comentó que hasta hacía poquito había tenido una relación con una muchacha con la que se veían los fines de semana y que hacía quince días habían roto. Yo sabía lo de la muchacha porque la había visto varias veces; lo que no sabía era que habían roto. Tampoco sabía algo que me contó y que me parecía imposible. La muchacha era casada; los fines de semana el marido no estaba en la casa porque trabajaba y ella aprovechaba para tener relaciones con Enrique. Enrique se enteró de esto, cuando ya hacía un tiempo que estaban vinculados. Rompieron porque Enrique no quiso embarazarla. Retomando el tema de su sexualidad, me señaló que lo que él había hecho era imitar a sus amigos que se relacionaban con chicas y hacían con ellas el amor. La cosa así funcionó, pero a él, como satisfacción plena de sus íntimos deseos, nunca le resultó porque siempre se quedó con ganas de algo que no sabía a ciencia cierta que podía ser. Comenzó a tener una idea de lo que le sucedía cuando ya estudiante avanzado de ingeniera empezó a dar clases en de matemática en una escuela de adultos. Allí conoció a un alumno que lo deslumbró. Era un muchacho de 19 años. No sucedió nada entre ellos porque Enrique se cuidó de no manifestarle nada de lo ocurría. Pero vuelta a vuelta –me dijo- soñó con el muchacho. No soñaba con mujeres, pero con ese muchacho si. Ahí pensó que ese era un camino que debía explorar; pero nunca lo hizo. Nunca encontró la ocasión.

Oyéndolo hablar y contarme sus cosas, yo sentía como que me embriagaba, como que flotaba. ¿Adónde querría llevarme con sus cuitas?...  Al parecer, había levantado vuelo y no pensaba aterrizar… De repente me confesó que yo, desde el mismo momento en me conoció, lo había impactado; que si le preguntaba qué era lo de mi que lo atraía, no sabría bien qué decir, porque todo yo lo atraía. No se había animado a manifestármelo por me veía muy correcto, muy formal y temía molestarme o causarme algún daño. Y sobre todo, no dejaba de tener muy en cuenta que yo era muy jovencito y él se cuidaba muy mucho para no hacer cosas que pudieran considerarse abusos o algo por el estilo. Por eso se limitaba a mirarme, procurando que yo no me diera cuenta. Aquí se sonrió y apuntó “por lo visto no fui todo lo discreto que debí haber sido porque vos te diste cuenta”. Entonces, yo me sonreí con él.

El verme en camisón y con chinelas de taco alto fue toda una sorpresa para él, una grata sorpresa para él porque sintió renacer la esperanza de recorrer ese camino que desde siempre le había sido vedado. La ilusión le duró poco porque rápidamente descubrió que lo que él sabía no le valía de nada, porque necesitaba de mi voluntaria aprobación y eso no lo podía obtener sin correr el riesgo de herirme o molestarme, cosas a las que no estaba dispuesto a exponerse.

Según me contó, un día en que regresaba a su departamento, se le ocurrió la idea de efectuar “un disparo por elevación” y ver qué pasaba. Si yo reacciona: todo bárbaro. Si no reaccionaba: mala suerte.

-      Vos recibiste el mensaje y yo me quedé esperando… Cada día que pasaba yo sumaba un grado más de desilusión… Cuando ya estaba por llegar al 0 °K me hiciste reflotar con un mensaje que no se si también fue un tiro por elevación…

-      Y, si, algo de eso; pero más por miedo..

-      Conmigo no tenés que tener miedo… Lo que yo quiero es ver si en verdad podemos llegar a ser amigos íntimos, a ser dos personas que se quieren más allá de todo… Sé que vos sos menor y que hay cosas para las que tendrías que ser mayor a fin de resolverlas o encaminarlas … Pero, bueno, visto como se han planteado el tema pienso que podría haber alguna alternativa como para acortar los tiempos… Creo que todo depende de lo que pienses vos al respecto, del interés que tengas en lo que a mí me gustaría…

-      Me preguntas qué pienso; yo pienso que sos un encanto… Nadie me habla ni me habló nunca como me estás hablando vos… Sin vueltas, sin ocultamientos, con sencillez como para que yo entienda correctamente, con franqueza… La verdad es que me das confianza y me obligas a proceder de igual modo… Lo que yo tengo por decirte es que, como ya lo sabes, soy alguien sin experiencia y, tal vez, con demasiadas fantasias… Fantasías que me permiten vivir en un mundo que no me permite vivir como yo siento que soy… Hasta ahora, más que pensar en otras personas y esperar algo de ellas; yo he pensado en mí mismo y en lo que yo podía hacer por mi… En los demás pienso en términos de familia, de amistades comunes, de sociedad… En cuanto a eso de tener un amigo íntimo, es algo que no lo tengo muy en claro, porque nunca me detuve a pensar seriamente en el eso ni me sentí apurado por hacerlo… Si me preguntaras si me gustaría, te diría que si…  Debe ser hermoso estar con alguien sin tener que cuidarte de nada… Alguien que te comprenda porque te quiere y que te quiere porque te comprende… Lo que me propones de ser amigos íntimos: me gusta… Lo que necesito es que me aclares bien todos los alcances de tu propuesta y en todo caso me ayudes a manejarme porque, como te dije, soy un caído del catre.

-      Te entiendo y te agradezco la confianza… Yo también tengo mucha confianza en vos… Desde que nos conocimos no solo te he mirado de esa forma particular que decís, sino también he observado tu comportamiento con tu tía, conmigo, con la gente, con tus obligaciones y si digo que me encantas, me quedo corto, porque lo que despertás en mi es más que eso… Me da no se qué decírtelo, pero yo siento que es amor… Por eso, cuando te digo que quisiera que fuésemos amigos íntimos, lo que te quiero decir es que me gustaría ser tu novio… No sé si eso te interesa a vos… Sé que soy mucho mayor que vos… En fin, no quiero apurarte para que me des una respuesta ahora… Entiendo que es algo que debés pensarlo… Lo que ahora quisiera saber es que no te he molestado ni ofendido…

-      No me has molestado ni ofendido; al contrario, le pusiste una nota de color a mis días… Una nota que necesitaba…

Acordamos una sola cosa: vernos más seguido para charlar y conocernos mejor, al margen de los encuentros para las ayudas que me brindaba en temas de computación y que, por cierto, iban viento en popa… Así fue como empezamos a vernos dos o tres veces más por semana, aunque más no fuera para tomar un café y estar un rato juntos… Enrique tenía siempre algo interesante para contarme… Siempre aprendía algo… Además me resultaba muy divertido porque sabía como haceme reír con sus ocurrencias…

De a poquitito, gradualmente, en forma casi imperceptible fue acortando la distancia que había entre nosotros y naturalizando cosas. Al principio, nuestros saludos eran de pura oralidad: “Buenos días”, “Buenas tardes”, “Hasta mañana”… Un día me saludó dándome un beso en la mejilla y el saludarnos asi se institucionalizó. Lo mismo ocurrió con otras libertades, como la de pasarme un brazo por sobre mis hombros mientras me hablaba. Nunca forzaba situaciones, más bien las aprovechaba cuando se presentaban espontáneamente. Así se dio lo de besarme en la nuca. La cocina era un lugar muy estrecho. Una tarde yo estaba preparando el mate y él tenía que pasar detrás de mí, muy cerquita, para sacar la manteca de la heladera; al hacerlo, justo cuando estaba tras de mí, me elogio el cuello y me dio un beso en la nuca. Después me pidió perdón por el arrebato. Mi respuesta fue que no tenía que pedirme perdón por algo tan lindo. Eso derivó en que cuando mi cuello estaba al alcance de su vista y de su boca me despachaba un besote.

Después vinieron otras cosas, digamos, más subidas de tono. Pero no eran cosas de todos los días. En un momento dado se me dio por pensar que yo había dejado de interesarle. No sé, se me parecía que ya no estaba tan entusiasmado conmigo como al principio. Lo veía como reticente. Cuando esas ideas se estabas enraizando en mi, Enrique me hizo cambiar con una declaración que absolutamente inesperada. Yo estaba por cumplir mis 17 añitos. Había ido a su departamento a cebarle mate. Porque yo lo mimaba así: cebándole mate y haciéndole cosas ricas para que comiera, sin pasarme de línea porque él cuidaba su figura. Hasta ese momento, aunque no lo habíamos hablado explícitamente, se entendía que los dos queríamos llegar a algo; al menos, eso es lo que dirigía mis actos. No lo debo haber dejado traslucir lo suficiente, porque mientras tomábamos el mate, Enrique me dijo en forma un tanto tajante y para nada habitual en él…

-         Tengo que hablar seriamente con vos…

-         ¿Qué pasa?, ¿qué hice?...

-         No pasa nada ni hiciste nada, por eso quiero hablar con vos…

-         ¿De qué?...

-      Dentro de unos días vos vas a cumplir los 17… Después de tu cumpleaños, yo quisiera que definiéramos nuestra situación y si vamos a concretar algo, lo concretáramos ya, porque yo cada vez te quiero mas y no quiero seguir haciéndome ilusiones. No puede ser que yo me frene cada vez que tengo ganas de tocarte, de acariciarte, de darte un beso… Quiero tener derecho a todo eso y saber que vos querés lo mismo que yo… ¿Me entendés?...

-      Si, te entiendo; te entiendo y me alegro mucho de que me digas esto porque yo estaba pensando, no sé por qué, que ya no te interesaba como antes… ¡Qué tonto que soy!...

-      ¡Como no me vas a interesar!... ¡Cada vez me interesas más, te quiero más y te deseo más!... Pero me he estado frenando para no molestarte…

-      A mí nunca me molestas, Enrique… Podés hacerme y decirme lo que quieras; yo soy tuyo y siempre voy a ser tuyo, porque yo también te quiero y siento que cada día te quiero más… Si querés esperar a que cumpla los 17 para que concretemos, esperar y si querés concretar ya mismo, ya mismo podemos concretar porque yo también te deseo y quiero que me hagas tuyo…

Todo eso se lo estaba diciendo a este hombre…

un divino total que me quitaba el sueño, el hambre, la sed, todo…

La verdad es que se mostró muy juicioso. Prefirió esperar a que pasara mi cumpleaños. Juntos encontramos en que teníamos por delante y muy cerca un fin de semana largo y que justo ese fin de semana la tía Ofelia tenía programado ir a Magdalena. Me comprometió para el día sábado. A la tarde estaría en casa. Me recomendó que me arreglara bien para esperarlo. Hice lo que me dijo y quedé…

asi, hecha una novia. Les cuento que el vestido lo compré en una feria americana al elevado precio de $ 180,00. Cuando Enrique me recomendó que me arreglara bien, intuí que pretendía que ese encuentro superespecial para “concretar” como decía él fuera algo así como nuestro casamiento. ¿Qué me pongo?, me preguntaba. Como les conté tengo ropa y otras cosas, pero no es nada del otro mundo. Decidí ir al Once y buscar algo. Pero, entre medio y de carambola, pase por esa feria americana y me pare a ver había. Toda ropa vieja. En el fondo, fondo encontré este vestido bastante sucio. No de uso, sino de estar mal guardado. Vi el precio. Lo miré bien y me dije: “a este con una buena lavada lo dejo como nuevo y así fue”.

Bueno, tal como habíamos convenido, a las siete en punto de la tarde se presento Enriquito. Lo hizo por la puerta de la cocina que da al pasillo. Para evitar contrariedades, a las cinco yo había cerrado las ventanas de la calle y trancado la puerta de entrada. Desde afuera la única luz que se podía ver era la del pequeño zaguán y esa estaba apagada. Podía pensarse que en la casa no había nadie y eso era lo que yo quería que se pensara. Entrar por la cocina no es muy chic que digamos, pero peor es no entrar. Cuando oí la chicharra, me eché un último vistazo en el espejo del comedor y fui a abrirle. Enrique entró, con una botella de vino en una mano y un paquetito en la otra. No era necesario que dijera nada para saber qué era lo que pasaba por su cabeza al verme así arreglado. Los ojos se le salían de las órbitas. Por eso, muy a lo Mirtha Legrand lo que hice fue dar un par de vueltitas para que pudiera verme mejor. No salía de su asombro.

Quiero decir una cosa. Como ya dije, a mi me encanta vestirme con ropas femeninas y verme mujer; pero, cuando estoy arreglado así no actúo como esos chicos que exageran los modales y, al final, terminan siendo, caricaturas, mamarrachos que causan risa, cuando no lástima. Yo trato de ser lo más mesurado posible, ser yo y no un estereotipo ridículo. Ser lo menos llamativo posible. Pienso que por eso, cuando Enrique me vió quedó lo que se dice shockeado y solo atino a decirme… “Divino, divino, divino total… Me muero!... Y, tras ello, dejó la botella de vino y el paquetito sobre la mesa y, como en las películas, me tomó en sus brazos para besarme… Me sentí transportado… Él…

tan grande, con su metro ochenta y tres de estatura y yo que de no ser por los tacos apenas rasguñaba el metro sesenta y siete, tan delgadito… Me sentía nada… Creí que me iba a romper; pero fue tan suave, tan delicado, tan cuidadoso… Me hizo sentir su virilidad de una modo enteramente amoroso… Sus labios se posaron en los mío y el solo contacto hizo que yo abriera mi boca… Fue un beso maravilloso, tierno y prolongado. El primer beso en la boca de mi vida… Nunca me había sentido más mujer que en esos instantes… Sentía cosas en mi cuerpo y en mi cabeza que nunca antes había sentido. Una revolución. Mi ser íntimo me decía que Enrique era quien me hacía mujer… Era mi hombre…

Ese beso inicial se prolongo el innumerables caricias, dulzuras, arrumacos y besos y más besos. Me sentía suyo, todo suyo. Y no quería que esos momentos tuvieran fin. Quería ser feliz, enteramente feliz. Y hacerlo feliz a él.

De repente, se interrumpió y muy solemnemente me dijo: “tengo algo para vos y quiero ponértelo hoy”. Cuando le oí decir esto, temblé y pensé otra cosa. Fue hasta la mesa y recogió el paquetito que traía al llegar. “Vamos al comedor, o al living… Quisiera un marco importante para lo que voy a decirte y quiero hacer” –dijo. Y pasamos al living, donde tuve la precaución de bajar los cortinados de felpa para que no se filtrara ni la más mínima lucecita a la calle. No sentamos en el sillón grande. Enrique desenvolvió el paquetito y casi como que escondió entre sus fuerte manos lo que guardaba. Me miró a los ojos como nunca me habia mirado y con voz muy firme me preguntó “¿Querés ser mío hasta que la muerte nos separe?”…. Me demoré un poquito para decirle “si”, aunque eso era lo que más quería en la vida. Comenzó a formularme nuevamente pregunta, pero yo lo interrumpí: “Si, quiero”, dije y sus ojos se encendieron como dos luceros. “Yo también quiero ser tuyo hasta que la muerte nos separe”. Hizo aparecer lo que escondía entre sus manos. Era una cajita. La abrió. Eran dos alianzas matrimoniales. Sacó la más pequeña y la colocó en mi mano izquierda, la del corazón. Después la besó. Acto seguido me invito a que hiciera yo mismo. Lo hice y también bese su mano y la pase por mi cara. A continuación nos besamos para sellar frente a nosotros mismos nuestro matrimonio. Me sentía en las nubes. “Esta noche será nuestra noche de bodas”, sentenció como para que no me quedaran dudas de lo que me esperaba.

“Noche de Bodas”. Hacía tiempo yo había pensado en eso; en algún momento en que tuviera una relación sexual con un hombre. Pensado y asustado, porque, digámoslo con todas las letras, no sabía si iba a tener la dilatación apropiada para tolerar lo que me quisiera poner. Internet me había puesto más o menos al tanto de cómo podía ser la cosa. Aún en el caso de que fuese poco dotado, el trámite tenía sus bemoles. Esta preocupación mía se diluyó en forma harto casual. Si; en el último cajón del bajó mesada encontré…

esta manito o manita de un mortero que habría dejado de existir traumáticamente y yacía, olvidada, en un rincón del cajón. Muchas veces había fantaseado con comprarme un dilatador anal en un sex-shop, pero jamás me animé a hacerlo. De solo pensarlo me ponía rojo de vergüenza. La manito, entonces, pensé que podía hacer sus veces. Además, si ustedes la tocan pueden apreciar que es de una suavidad extraordinaria. Lisita, lisita. Tiene la contra de que es un poquito fría; pero, ni bien uno comienza a manipularla se entibia en seguida. Les cuento que las primeras veces que la use lo hice en bajo la ducha de noche, antes de acostarme a dormir. El agua caliente contrarrestaba por completo la frialdad. Lo mismo, pienso yo, puede lograrse sumergiéndola en un recipiente con agua caliente.

Lo concreto es que con mi manito de mortero fallecido, jugando, jugando, logre aumentar mi dilatación en forma asombrosa y algo más importante para mí: no sufrir ningún dolor cuando me entra. Al principio, no fue así. Los dolores eran muy fuertes, al menos para mí que para los dolores físicos soy muy flojo. A medida que fui insistiendo, noté que los dolores disminuían en su intensidad hasta llegar a un punto en que se hicieron imperceptibles y desaparecieron. Y eso no es todo. Al desparecer el dolor, el jueguito de meterme la manito en el ano me deparaba unas sensaciones de placer increíbles. Yo nunca fumé marihuana ni consumí drogas, pero por lo que he leído y escuchado tengo la impresión que la perturbación placentera que me producía la manito debía tener alguna similitud con el efecto de esas. Claro está que la manito tiene a su favor el hecho de que no causa daño físico, más allá de dilatar un poquito el esfínter anal. Los otro no creo que sea muy sano.

Por eso, cuando Enrique me anunció que ese día habríamos de tener nuestra Noche de Bodas, lo único que yo pedía era que no la tuviese mucho más grande que la manito que tanto goce me producía. A todo esto recién eran las ocho de la noche y era un deber festejar por los menos con un brindis nuestro casamiento. Uno no se casa todos los días. Volvimos entonces a la cocina a ultimar los preparativos del lunch, porque bueno es decir que yo tenía casi todo preparado. Porque hay una cosa que también debo decirles es que yo no la voy con los delivery y las cosas hechas. A mí me gusta preparar lo que se coma. Para esa noche, a fin de no taparnos comiendo, tenía preparados unos bocaditos fríos hechos en tartaletas, unos bocaditos calientes invento mío, unos sándwiches de miga hechos con pan alemán descortezado por mí, helado y una torta o, más bien dicho, una “minitorta, ya que daba solo para dos porciones y que la hice a ciento ochenta y capota baja: bizcochuelo borracho en moscato, entrecapa de dulce de leche y maní laminado y una cobertura azúcar impalpable, agua, clara de huevo crémor tártaro y gotas de vainillin, que yo sabía que a Enrique, con lo goloso que es, le iba a encantar y que si lo dejaba se comía la parte que me correspondía a mi… La fotografíanos con las alianzas para identificarla…

La verdad era que el lunch ameritaba una copa de champagne, pero no teníamos. Estaba el vino que trajo Enrique y en la casa debía haber algunas otras botellas, pero siempre de vino. No me acuerdo que vino era. Seguramente un Malbec porque Enrique es un fanático de este varietal.

Pasamos un momento grandioso, los dos solitos en el comedor… Faltaron las velas; pero, cuando hay verdadero amor, las velas sobran… Debimos pasarla muy, pero muy bien, porque cuando yo pregunté qué hora sería y Enrique respondió: “once y veinte”, no lo podía creer… Bueno, no hizo falta que ninguno de los dos dijera nada para comprender que había llegado el momento de dar inicio a nuestra faena nupcial. Claro que como jamás hemos dejado de lado el cumplimiento de las obligaciones que hacen al orden doméstico, los dos nos levantamos al mismo tiempo y, en un santiamén, limpiamos y guardamos todo para avanzar luego en lo nuestro sin quehaceres pendientes. Calculo que a las doce menos veinte pasamos a…

mi cuarto que parecía estar preparado adrede para la ocasión… Esta foto es un poco posterior, pero la muestra tal cual estuvo aquel día… A Enrique le encantaba mi cuarto y la forma en que lo tenía arreglado, sobre todo lo apasionaba mi cama estilo Reina Ana. Ni bien entramos se sentó para comprobar cuán mullida era y de inmediato comenzó a sacarse el pullover. Lo que yo hice mientras Enrique se desvestía fue ir al baño. Ya se sabe que varones pasivos debemos cuidar algunos detalles como para que no se presenten situaciones indeseables. No se trata de cosas complicadas, sino de simples cuidados de higiene que deben tomarse antes de la relación y, también, después que ella haya sucedido. Yo la limito a asegurar que mi recto esté perfectamente limpio. El recto es el tramo final del intestino y usualmente se encuentra desocupado. Lo máximo que se puede hallar son restos. Resto que se eliminan con la utilización de una perilla lavativa de este tipo…

En un recipiente adecuado, una pelela, por ejemplo, se coloca agua tibia y se hace una jabonada con jabón neutro de glicerina. Con esa solución se llena la lavativa procurando que no entre aire y luego nos introducimos el liquido en el recto y frunciendo el que les dije se lo retiene por un ratito y luego se lo expele en el inodoro, haciendo un poco de fuerza para que se produzca una especie de barrido. Repitiendo 4 ó 5 veces esta operación, el recto quedad bien limpio. Un enjuague con agua sola y un secado suave y efectivo garantizara que el ano se hallara en  perfectas condiciones para que el hombre activo lo pueda disfrutar a pleno. Esto es lo que yo hacía cuando mi hombre era la manito que encontré en un cajón de la cocina. Y es lo que seguí haciendo cuando Enrique reemplazo a la manito. Cuando volví a mi cuarto, Enrique habida terminado de arreglarse y se lo veía más o menos así…

Digo más o menos porque esta foto no es ni de ese momento ni de ese lugar, pero muestra lo que debe mostrar para que ustedes se den una idea del impacto que debió causar. Tengan presente que él tenía en ese momento 37 años para 38 y yo apenas 17, recién cumplidos. Me llevaba más de 20 años… Veinte años que apenas se notaban porque era y sigue siendo un potro total. Les confieso que lo que más le miré fue el aparato que me pareció impresionante y me hizo sentir un poco de miedo.

Si yo me sorprendí y me impresioné al verlo a Enrique completamente desnudo, cuando él me vio a mi solo con mis chinelas de tacos altos creo que también experimentó lo mismo, se sorprendió y se impresionó. Una enorme sonrisa le iluminó el rostro. Me tendió una mano invitándome a que me acercara. Hubiera querido correr, pero era tanta la emoción que sentía, que esa misma emoción se convertía en un tremendo peso que solo me permitía pequeños y lentos pasos. Algo así era yo en esos decisivos momentos en que estaba a punto de convertirme en la esposa del Ingeniero Poldnisky…

Al fin llegué junto a la cama y ahí Enrique pudo hacerme entrar lo que sería nuestro tálamo nupcial. Me atrajo hacia su cuerpo caliente y me cubrió con sus brazos. Empecé a sentir que era suyo, en cuerpo y alma. Me besaba y me volvía a besar. “No puedo creer que esto tan hermoso, tan ansiado por mí, esté sucediendo” –decía. “Sos lo mejor que me puede pasar” –agregaba. Y continuó diciéndome cosas hermosas que me hacían sentir un elegido. Sus palabras eran un arrullo que me embriagaba y me hacía perder la razón. Estaba ebrio de amor. Y al tiempo que me arrullaba, sus manos recorrían mi cuerpo desnudo como si quisieran cerciorarse de que era yo quien estaba allí. Después de unos minutos de vagar sin rumbo por mi espalda, se detuvieron en mi cola. “Que hermosa colita tenés, Pepi” –suspiró. Como mencioné al principio, yo me llamó José. Mi tía Ofelia me llama Pepe y Enrique: Pepi. Lo feminizó un poquito. Apoyó uno de sus fuertes dedos sobre mi ano y presionó con ganas. Sentí que todo mi cuerpo se estremecía. Luego me susurró al oído: “agarrámela, mi cielo”. Esa invitación tuvo en mi una repercusión inconmensurable en todo mi ser. Enrique me honraba haciéndome depositario del emblema de su virilidad. El simbolismo del hecho despertaba una emoción en mi que se traducía en una compleja red de sentimientos, sensaciones y estados del alma que no me son fáciles de explicar. Yo siempre me había sentido querido y cuidado por toda mi familia y en especial por mi Mamá y por mi tía Ofelia; pero esto de Enrique, además, me hacía sentir amado, elegido, deseado. Me quería como el ser único que puede complacer en extremo sus más íntimas y profundas necesidades del cuerpo y del alma. Esas necesidades que no se le dicen a nadie y solo se le revelan al ser que se ama. Como me pedía, le agarré la verga casi temblorosamente, como si tuviera miedo. Cuando mi mano entró en contacto con su pija, percibí una notoria vibración en todo su cuerpo. Tomé conciencia de que le estaba prodigando un bien que lo complacía en extremo y me sentí obligado a continuar sirviendo a su felicidad que, curiosamente, también me hacía feliz a mí, inmensamente feliz..

Es increible la cantidad de cosas que pasaban por la cabeza de una persona, al menos como yo, acostumbrada a pensar, en un momento como el que tenía la dicha de vivir junto a Enrique. La primera conclusión que saqué cuando se la agarre conforme él me pidiera, fue que su poronga era algo más substancial que la manito con la que yo jugaba. En particular, por el tamaño y que jugar con eso reclamaba mas tolerancia de mi parte. No me achiqué, pero soy sincero al decir que tuve mis dudas. Pero, en mi auxilio surgió otro yo que me decía que, así como había logrado acomodarme a la manito, también me acomodaría a esto otro y más fácilmente porque el camino a recorrer era menor y ya tenía experiencia. La experiencia da confianza.

A todo esto, Enrique iba tomando posesión simbólica de todos los puntos de mi cuerpo. No dejaba punto sin explorar. Cada uno de sus avances, los protocolizaba con unos besitos que eran la mar de amorosos. Cuando encontramos la posición más cómoda para que yo pudiera desarrollar mi faena manual con mi pija, que estaba más inquieta que nunca, él halló una postura más que adecuada para exacerbar mi culito con toda clase de manualidades y hasta se dio el gusto de despacharme algunos mordisquitos que no dejaron huella. El hombre era un caníbal al 5%. Me iba a comer como el lobo feroz pero de otro modo. Y todo lo que yo hacía era para lograr que me comiera.

Todos estos jueguitos amorosos se prolongaron en el tiempo hasta que la carne impuso sus rigores y sus tiempos ordenándonos cesar con el preámbulo y entrar en la vía de los hechos concretos. Enrique tomo la iniciativa y me invito a lubricarme para facilitar el acceso. Yo, como imaginaran, tenía ya una relativa experiencia en el punto, de modo que pude sortear la demanda sin ningún inconveniente. Él me preguntó si yo quería que usara preservativo. Me pareció un gentileza de su parte, pero entendía que eso era innecesario. Cuando le dije que no, pareció ponerse contento. También me pregunto cómo prefería ponerme. “Como vos me digas” fue mi respuesta. Así fue que me puse en cuatro patitas, como los perritos y Enrique se ubicó detrás. En ese momento pensé que la suerte estaba echada. Era como que lo que debía suceder, había sucedido. La dulzura con que Enrique me acarició las cadera y me arrimó su miembro me hizo entrar en un éxtasis maravilloso. Yo no sabía, a ciencia cierta, a cuál y cuánta podía ser la experiencia de él en la materia, pero se me hacía que era inconmensurable y que no había cosa que no supiera como debía hacerla para que fuera de la mejor manera. Eso hacía que mi corazón y mi cerebro se vieran henchidos de una confianza que se nutría en la fe. Tenía fe en mi hombre. No me equivoqué. La forma en que me penetró fue impecable, absolutamente impecable y a partir del momento en que la tuve toda adentro y experimenté el delicioso placer de sentirme enteramente lleno, Enrique me cogió como yo necesitaba ser cogido: magistralmente. Aclaro que magistralmente no significa que no me dolió. Dolerme: me dolió y cómo. Tanto que el domingo creo que fue más el tiempo que estuve sobre el bidet que fuera de él. Necesitaba del agua fría para calmar mis sensaciones. Tragarse por primera vez una poronga como la de Enrique no es una tontería; es algo muy serio que debe ser hecho con maestría para que no deje huellas indeseables. Y esto es justamente lo que hizo Enrique: me la hizo tragar con una maestría total. Me iba anticipando con su voz seductora todo lo que me iba sucediendo como para que no me asustara y quisiera tirar todo por la borda. Lo peor que hay en estos casos es asustarse y creer que es el fin del mundo. No se gana nada y se correr el riesgo de perder todo lo ganado. La forma en que Enrique me hizo el amor fue un triunfo absoluto para los dos. En esa primera vez optó por no acabar dentro de mis entrañas para no traumatizarme. No me acabó adentro ni esa vez ni otras cuantas veces. Empezó a hacerlo cuando tuvo la certeza de que me había desvirgado por completo.

Porque bueno es decirlo que esa fue la primera vez de una serie que hoy subsiste en plenitud y espero continúe así por muchísimo tiempo más. En esa primera noche, después que hicimos el amor, cuando volvimos a la cama para descansar un poquito y recuperarnos, le serví un café a Enrique y mientras lentamente lo disfrutaba me confesó que conmigo había gozado muchísimo más que todo lo que había gozado con todas las mujeres con quienes antes había hecho el amor y que evidentemente lo que él necesitaba era un chico afeminado como yo.

Entre las muchas cosas que me dijo, hay una que quiero rescatar y es que el hecho de que una persona tenga vagina y pechos más desarrollados que los míos no le garantizaban a él, en su sentir y percibir, que deseara ser 100% se penetrada para consagración del amor. Que, en ese sentido, aunque no tuviera vagina, un chico afeminado le garantizaba la pureza de su deseo de ser penetrado en cuerpo y alma.

Eso, justamente, era lo que yo de una manera no muy clara deseaba desde lo más profundo de mi ser: ser penetrado en cuerpo y alma por un macho. Yo siempre he querido ser hembra. Con Enrique lo he logrado a pleno.

A veces, yo mismo, por ignorancia me confundo y digo que Enrique me hizo sentir mujer; la realidad es que me hizo sentir hembra. Porque una mujer puede ser bien machona y yo, de machona: nada. Yo: hembra. Me gusta vestirme con ropa netamente femeninas por todo lo cultural y preconceptual que hay en todo eso. Sin mucho averiguar se considera que un mujer con el aspecto que sus ropas le dan es una hembra. De últimas, la condición de hembra hay que revalidarla en la cama. Según Enrique, yo la revalide con las más altas calificaciones y una medallita de oro que el muy pícaro dijo que me la va a dar el día que también me la pueda poner por la oreja.

Esa primera noche, mi novel esposo no volvió a penetrarme… ¡Cómo para que me penetrara estaba yo con la colita a la miseria como la tenía!. Más como esta algo cargadito, lo ayudé dos veces a que descargara su energía amatoria. Eso institucionalizó algo “mis mimos al nene”. Cuando Enrique quería hacer algo, en tiempos en que no cohabitamos, me requería diciéndome: “el nene anda queriendo que le hagas unos mimos”. Y para mí el mimarle el nene pasó a ser uno de mis juegos preferidos.

Después de esa primera noche fuimos arreglándonos conforme nos permitían las circunstancias para llevar una vida marital efectiva sin hacer pública nuestra relación. Desde un principio coincidimos en que eso pertenecía a una etapa ulterior. En nada iba a cambiar nuestro amor si lo publicábamos o no. Podía, si, correr el riesgo de ser incomprendido y por ello afectado negativamente. Mejor mantenerlo en secreto.

En 2005 yo terminé el secundario y en 2006 comencé carrera universitaria. La tía Ofelia que ya había superado los 80 años de vida seguía firme como un roble. Contabilizándolo a Enrique, los tres hacíamos un buen trío. Ya en 2007, la tía me introdujo en el manejo del negocio de la familia: la renta inmobiliaria y alguna cosita más. Su intención era yo que reemplazara a la gente que le atendía el tema. Con Enrique estuvimos viendo el asunto y llegamos a la conclusión de que eso podía decirse que se podía manejar solo, en particular estando todo en blanco como estaba. Y, algo más, ir transformándolo para que el envejecimiento de las unidades locadas no fueran problema. Se lo planteamos a la tía y estuvo en un todo de acuerdo; de modo que de inmediato pusimos manos a la obra. Fue un éxito total.

La tía empezó a quedarse más tiempo en sus viajes a Magdalena y eso aumentaba la intimidad entre Enrique y yo. Además, como compramos una camioneta, muchas veces realizábamos viajecitos de fin de semana los tres y donde fueramos los varones dormíamos en un cuarto y la tía en otro. ¿Hace falta que explique?. Tal vez si hay algo que sea interesante de contar. Con su paciente trabajo Enrique me acondicionó perfectamente para que pudiera cumplir mi rol pasivo de hembra sin ninguna clase de limitaciones. Llegamos a tener seis contactos sexuales en una noche, al final de los cuales no puedo decir que haya tenido algún inconveniente o molestia a causa de semejante traqueteo. Por el contrario, cuanto más me cogía Enrique, más bien y más feliz yo me sentía. Nuestro estilo, sin embargo nunca fue coger en forma desmedida ni obsesiva. Siempre el acto sexual fue la coronación del amor.

Una de nuestras prácticas sexuales más placenteras es, a todas luces, la fellatio. Mamarle la pija a Enrique constituye para mí todo un misterio del que jamás dejó de asombrarme. La primera vez que se la mamé lo hice casí jugando, como una parte más de “mis mimos al nene”. Inmediatamente observé que a Enrique eso lo hacía entrar en un estado como de trance que superaba todos los límites y las alturas del placer y pasaba a ser su consagración. A Enrique no le daba lo mismo que yo se la mamara de una u otra forma. Eso pude apreciarlo porque sus reacciones no eran siempre las mismas. No todas las veces alcanzaba ese Nirvana del goce que señale. Sin mayor esfuerzo ni intencionalidad pude deslindar el ritual que lo llevaba a éxtasis. Ello así, porque mamándolo su hermosa poronga yo también llegaba a un punto casi místico que nunca he dudado en considerar el Paraíso, del que ambos salimos con baños que exceden la satisfacción carnal. No voy a detenerme mucho en esto porque temo que piensen que estoy chiflado o algo por el estilo. Lo cierto es que cada vez que se la mamo a mi amor me siento mejor persona y percibo que a Enrique le ocurre otro tanto.

A fines de 2010 se nos presentó un problema muy serio. Fue de la noche a la mañana. Volvíamos con la tía Ofelia de uno de nuestros habituales viajes a Rojas. En el camino me dijo que no se sentía bien. Supuse que debía ser por todo lo que habíamos comido allá. Nuestras visitas, entonces, no eran a la casa de Mamá, sino a las casas de Mamá, de Laura y de Anita, que ya eran señoras casadas y con hijos, y en todas partes nos atendían más que bien. Eramos: los parientes de Buenos Aires. Le dije a la tía que si no se pasaba al día siguiente la llevaría al médico que la atendía, más por prevención que por enfermedad. Para salir del paso le hice tomar buscapina que compré en la farmacia. Pareció mejorar; pero toda la noche estuvo yendo al baño con necesidad de evacuar. Esto era algo que ella siempre hacía sola, por lo que yo dormí como cualquier otro día. Como la cosa continuaba, la llevé al médico. Inmediatamente ordenó unos exámenes. Para que no tuviera que desplazarse, el médico vino a casa. Me dijo que la cosa podía ser muy seria y dispuso una internación para un estudio más serio. No quiero extenderme más porque esto no me hace bien. La tía tenía cáncer y médico aconsejó no operar porque había metástasis y lo único que se iba a lograr era hacerla sufrir. Trazó un plan de asistencia para que sobrellevara la situación lo mejor posible. El 5 de mayo de 2011. Era jueves. Enrique me acompañó en todo. De Rojas vino parte de mi familia y de Magdalena los hijos de la cuñada que, pese a los achaques, seguía tirando. A la tía se la sepultó en el cementerio de la Chacarita junto a su esposo en la bóveda que ahora es mía.

La muerte de mi tía Ofelia fue un verdadero mazazo para mí. No exagero si digo que llegó a ser parte de mi mismo. Sabía todo de mi. Inclusive lo que yo no le decía. Nunca me dijo nada; pero, de distintas formas me lo hacía saber. Me designo heredero único y universal de todos sus bienes y es por eso, en gran medida, que yo viva como vivo y pueda hacer lo que hago.

Mi relación con Enrique continuó como venía: siempre mejorando. En nuestro horizonte estaba vivir juntos, pero, de momento, como yo todavía no me había no me había recibido acordamos que cada uno viviría en su casa. Cosa que desde el punto de vista físico no era nada, salvo posponer la tarea de reorganizar mi casa. No impedía para nada que tuviéramos la vida íntima de cualquier matrimonio. Yo iba a su casa y él venía a la mía sin limitaciones de ninguna naturaleza.

Bueno, así llegamos al viernes 16 de marzo de marzo de marzo de 2012 en que rendí mi última materia y me recibí. Me sentía feliz y, a la vez, extraño. Tenía la sensación que más que de contador, me había recibido de adulto. Como si una etapa muy linda de mi vida hubiese quedado atrás. Claro está, inmediatamente después vinieron las obligaciones y los quehaceres y el tiempo para la nostalgia se hizo humo.

Yo le propuse a Enrique que nos casáramos y él no quiso. O mejor dicho, dijo que eso era algo que podíamos dejar para más adelante. Destacando que lo más importante para él era blanquear nuestra situación antes nuestras familias y nuestras amistades. Algo habíamos avanzado en ese sentido, no con nuestras familias, pero si con amigos de Enrique y amigos míos. Mis amigos, más que nada eran compañeros de estudio. Los amigos de Enrique eran otra cosas, no tan ligada a la profesión como en mi caso.

En un viaje que hice a Rojas, reuní a mi Mamá, mis hermanas y mis cuñados, les expliqué que me había enamorado de un hombre, que me sentía muy bien con él y que habíamos decidió vivir junto. Suponía que cuando les dijera eso alguno me podía salir con un domingo; pero, no. Nadie objetó mi conducta. Tuve a mi favor la reacción de mi cuñado Gusti (por Agustín), el esposo de mi hermana mayor, a quien todos respetan por muy diversos motivos que van de la cabeza al bolsillo. “Muy bien, cuñado; haces muy bien: a la vida hay que vivirla, no sufrirla. Te felicito y espero que nos presentes pronto a tu pareja”. Todos se encolumnaron tras su sentencia. Mamá me deseo que fuera muy feliz.

En lo de Enrique la cosa fue casi igual. Sus padres y cuatro de sus cinco hermanos aprobaron su conducta. Una, la más chica, prefirió no darse por enterada. Antes de que mi familia lo conociera a Enrique formalmente, la familia de Enrique me conoció a mí. Estuvimos en La Pampa para el 31 de diciembre de 2012. Aprovechamos que la hermana se había ido a la casa de sus suegros en Mendoza.

A mi familia, Enrique la conoció en febrero del año pasado. Estuvimos algo más de una semana y la pasamos estupendamente bien. Sobretodo mis sobrinos  que quedaron subyugados con “el tío Enrique” que es un imán para los chicos. Y no cuento lo encantada que mi Mamá está con él. Tanto que yo pase a un segundo lugar. No me importa, si así las cosas funcionan mejor. Porque cuando las cosas funcionan bien: todos estamos primeros.

En el 2015 cambiaremos de casa y de barrio o mejor dicho de ciudad, dejaremos la CABA y nos iremos a un lugar cercano. Vendremos por nuestros trabajos a Capital donde Enrique tiene lo suyo y yo una pequeña oficina sobre la calle Rivadavia, avenida Rivadavia.

Enrique tiene 47 años; mas a fin de año cumple 48 y…

está como se lo ve en la foto: “para el crimen”, como dice mi amiga Marilú, que sabe de lo nuestro y quiere ser testigo del civil cuando nos casemos, no sé cuándo. La foto se la saqué en Chile, en Santiago, el año pasado cuando fue a un Congreso de Informática y me llevó “para que no me quedara solito en Buenos Aires”. Por todo lo que me hizo en Chile los ocho días que estuvimos, cualquiera hubiera supuesto que fue para otra cosa. Yo que lo conozco digo que fue para las dos. ¡Pobrecito tiene demasiada vitalidad y se cuida para cuidarme!. De esto, lo único que yo digo es “pobrecito”, lo demás lo dice él. Lo que yo hago es chancearlo. Siempre tiene una respuesta rápida y efectiva. Alguna vez le dije: “cuando no se te pare, yo te voy a seguir queriendo lo mismo”. “Vas a tener que esperar bastante para eso” –fue la respuesta. Yo creo que si.

A veces, cuando no tengo otra cosa que hacer, medito y me digo: “y pensar que toda esta felicidad que vivo, que vivimos Enrique y yo, se debe a un camisón. Todo por un camisón”. Un camisón que de últimas me tuve que quitar…

Eduardo de Altamirano