Todo me lo contará mañana

Complaciente con su mujer más joven sabe que le contará su aventura.

Todo me lo contará mañana.

Me casé mayor. Esther tiene veintitrés años menos que yo y es bella. Yo creo que es muy bella y estoy seguro que nos amamos.

Me prejubilé hace poco. Por pocos años todavía no llego a los sesenta.

Nuestra vida es tranquila y algo aburrida aunque viajamos a menudo. Cuando estamos en casa solemos salir a cenar fuera.

Así lo hicimos el viernes pasado. Restaurante tranquilo y conocido. Foie mi-cuit con reducción de Pedro Ximenez y con un poquito de sal maldom –depositado sobre la tostada nunca untado-, langostinos de Sanlúcar, chuletitas de conejo, un Rioja Lagunilla Reserva y de postres tocino de cielo y tiramisú.

Esther estaba contenta y fuimos después a tomar una copa tranquilos en Al Borak, cerca de casa. Sofacito en el fondo entre la penumbra, un buen Lavagulin de malta para mí y Cointreau con hielo para ella que siempre le pone un puntito.

Un pequeño grupo nos saludó con afecto. Eran antiguos amigos de Esther y después, en nuestra sosegada conversación observé que sus ojos volaban hacia ellos.

Pasada la una me dijo: –Si estas cansado nos vamos ya- y añadió –aunque me gustaría un ratito más y otra copa-. La pedí para ella y propuse que se quedara un poco más, quizá con aquellos amigos.

-¿No te importa, mi vida?- me respondió y acercando sus labios a mi oído me susurró: -Esperame desnudito.-

Desde la puerta me volví a mirarla y sólo ví sus ojos muy brillantes y su mano aleteante en gesto de vete-vete mientras un anónimo brazo se ceñía ya a su cintura.

Me cuesta quedarme dormido aunque esté cansado y esperé desnudo, como otras veces, con pequeños sueños a ratos hasta que oí la llave en la cerradura de casa. Miré de reojo el reloj de la mesita en sus siete menos cinco y la línea de luz del cuarto de baño a través de la puerta entrecerrada. Corrió el agua del bidet durante un breve tiempo y llegué a oir sus pasos quedos sobre la moqueta.

-¿Estás despierto? –musiqueó su boca mientras se arrodillaba sobre el colchón, a mi costado, a la altura de mi cadera; y su mano se situó a milímetros por encima de mi sexo enhiesto pero no como hierro. El olor a sexo y sudor y esperma me sobrecogió aunque no era intenso.

Sus manos, embebidas en aceite para bebés, acariciaron pellizqueando mis huevos y a lo largo del canto de mi sexo. Al llegar arriba rodeaban mi glande y volvían a recorrer el cada vez más encendido miembro. Cada vez más rápido y con más bravura, tanto que mi mano buscó sus ingles en su encuentro.

-¡No! ¡Ahora no! Todavía me duele. Deja que te acaricie –y continúo hasta conseguir vaciarme sobre mi propio vientre.

Me limpió con cariño utilizando pañuelos de papel siempre a su alcance.

Se dejó caer de costado y poco después oí su suave respiración dormida, no sin antes decirme:

-Pórtate bien ahora. Déjame dormir hasta tarde. Mañana te cuento todo-

Todo me lo contará mañana. Siempre me cuenta todo.

Porque soy yo quien la tiene aquí al lado. Todos los días en mi cama.

Y aprovechando la rendija de luz de la puerta entrecerrada y en un duermevela que me vence, admiro, una vez más, cada vez más, la curva de su costado y de su nalga; y huelo el olor de su sudor y de su gracia; y escucho su rumor sobre la almohada mientras empiezo a soñar con lo que me contará mañana. Y yo escribiré otro relato.