Todo en familia

Una relación un tanto familiar...

TODO EN FAMILIA

La tarde que menos estudios tuvimos en aquel mes de enero, anocheciendo ya, mi novio Jules y yo decidimos no entretenernos mucho en la calle porque la tarde había sido fría y sombría; como ninguna otra de aquel año.

Subimos el tramo de escaleras hasta el apartamento que teníamos en Roadchild, muy cerca de casa y, prácticamente antes de cerrar de la puerta, Jules cayó en mis brazos y me miró con lujuria:

―¿Vas a esperar hoy también a fumarte un pitillo o empezamos ahora? ―preguntó susurrando.

―¿Qué prefieres?

―Lo sabes de sobra, Adam ―contestó contrariado―. No sé por qué siempre tengo que andar dando rodeos para hablarte claramente.

―Tal vez es que eres demasiado parecido a mí en eso ―apunté―. Como tú no te ves, crees que yo soy el único que me pienso las cosas dos veces antes de decirlas.

―Esta vez no. Ha sido un día muy aburrido y no he podido evitar mirarte durante todo el tiempo de clase. Vas a encontrar mis calzoncillos pegajosos.

―¿Tú ves? ―exclamé apartándolo de mí para mirarlo fijamente a los ojos―. Esas cosas tuyas son las que me ponen más cachondo. Voy a quitarte los calzoncillos aquí mismo y a comerte todo tal como lo encuentre. Me fascinas.

―No te creo…

Me miró fijamente, pendiente de mis movimientos, para saber si era cierto lo que le estaba proponiendo. Tenía razón… Por norma general, siempre que entrábamos en nuestro apartamento, había unos prolegómenos, unas veces más cortos y otras más largos, antes de empezar nuestros juegos sexuales.

No lo pensé demasiado para cambiar aquella costumbre de una vez por todas.  Mi mano se abrió para abarcar sus abultados pantalones y apretar con fuerzas hasta comprobar que, tal como decía, estaba empapado. Mis labios, abriéndose también casi precipitadamente, mordieron los suyos mientras hablaba entre dientes:

―Me lo voy a comer todo, Jules. Tal como esté. ¿No has pensado en que alguien podía ver que tus pantalones están manchados en un lugar tan… particular?

―Me la suda. No creo que a nadie se le ocurra ir por la calle mirando el bulto de todos los tíos con los que se cruce a ver si va empalmado o se ha corrido encima.

―Y… ¿te has corrido?

―Ni idea, Adam ―farfulló jadeando mientras iba abriéndole la portañuela―. He estado toda la clase con la mano metida en el bolsillo dándome unos masajes. No podía esperar a llegar a casa…

―Ya no tienes que esperar ―aseguré sonriéndole mientras dejaba caer sus pantalones al suelo para comprobar que sus calzoncillos estaban pringados―. Si lo prefieres, te la como aquí de pie; si no, vamos a la cama. Estamos a dos pasos de que mi tesoro haga realidad los sueños que ha tenido en la soporífera clase de hoy.

Se aferró a mi mano y, andando con dificultad por llevar los pantalones a rastras, tiró de mí hasta el dormitorio y, ya junto a la cama, se quitó el chaquetón, se sacó el jersey y casi se arrancó la camiseta para dejar su pecho al descubierto:

―¿Me quito algo más?

―¡No! ―exclamé observando la traba que mantenía casi inmóviles sus pies―. No hace falta que te quites más nada.

Di un corto paso hacia él, puse la mano en su pecho y empujé para dejarlo caer sobre la cama.

―¡Vas a matarme! ―exclamó como pudo.

―De placer ―mascullé mientras iba flexionando mis piernas para posar mi boca abierta sobre la tela empapada de su ropa interior.

―¡Aj! ―se quejó un instante.

No hubo más palabras mientras saboreé cuanto pude todas sus entrepiernas antes de empezar a tirar de la tela. Se había corrido, no cabía la más mínima duda, y todavía había más que libar allí dentro que no se hubiera secado. No dejé de lamer hasta que todo aquel miembro duro, el que llenaba mi boca casi todas las noches, estuvo empapado únicamente de mi propia saliva.

Se quejó y jadeó todo el tiempo que duró mi mamada sin poder mover apenas sus piernas y con sus manos aferradas a mis hombros. Un repentino y violento movimiento lo sacudió; se corrió en mi boca encorvándose e incorporándose hacia mí tirando de mi cabeza. Fui tragando todo lo que me estaba regalando.

―¡Vamos! ―le dije al terminar―. Ponte cómodo. Voy a traer una toalla para que te seques, antes de echarme a tu lado.

―Ahora me toca a mí; lo sabes.

―Ahora no ―aclaré sonriente mientras me dirigía al cuarto de baño―. Este postre delicioso se merece un cigarrillo de remate. No te vas a librar, desde luego…

Cuando volví con la toalla, ya se había quitado las zapatillas, los calcetines y los pantalones, yaciendo totalmente desnudo, para mí, sobre la colcha floreada que me había regalado mi madre. Me desnudé mirándolo y me eché despacio a su lado acariciando su pecho:

―A partir de ahora ―sentencié mientras buscaba el encendedor―, ya no valen los rodeos. Cuando me apetezca follar, te lo voy a decir sin esperas. Quiero que hagas lo mismo. Algún día serás mi marido…

―¡Ya! Me has prometido varias veces llevarme a conocer a tus padres y sigo esperando.

―¿Tanta ilusión te hace? ―Encendí el cigarrillo y aspiré profundamente una calada―. Sabes que a ellos les gustaría conocerte. Entre unas cosas y otras…

―Tienes suerte, Adam. A ver cómo les digo yo a mis padres que estoy enamorado de un hombre…

―Tendrán que saberlo más tarde o más temprano. Te vas a casar conmigo cuando terminemos la carrera; sí o sí. Si no les dices nada, tendrás que desaparecer de casa. Ya lo hemos hablado.

―¡Claro! Pero tus padres y tú habláis de nuestra relación como si yo ya fuera de la familia y mi padre, si se entera… el día que se entere, me echará a patadas de casa.

―Tampoco fue fácil para mí empezar a hablar de esto ―hice una pausa para besarlo suavemente y contarle otra vez lo que ya sabía―. El día que mi padre me pilló haciéndome la paja con el teléfono delante, donde estaba tu foto, se quedó estupefacto, se dio la vuelta y no me habló en mucho tiempo.

―Está claro que fue tu madre la que medió.

―Sin duda ―apostillé haciendo memoria―. No es que me insistan demasiado en que vayas a casa, pero sé que quieren conocer al novio de su hijo. Mañana mismo, viernes, iré a almorzar con ellos y les diré que el sábado vas a casa. Piensa en una excusa para tus padres; la que quieras. No vas a aparecer por tu casa hasta el lunes.

―¡Ni lo dudes! ―exclamó feliz incorporándose para mirarme―. Después de la sorpresa de hoy, es lo que más esperaba de ti.

―Ya lo sabes. Mañana vas a venir a casa a conocer a tus futuros suegros.

Pasamos entretenidos el resto de la tarde, hasta bien entrada la noche, hasta que le llegó la hora de ducharse y vestirse para ir a dormir a su casa; como casi siempre, pero con una sonrisa que no era la que yo estaba acostumbrado a ver en su rostro.

Al día siguiente, tal como le dije, fui a almorzar con mis padres ―cosa que tampoco era raro en mí― y, durante la comida, con satisfacción, les dije que Jules iba a ir a conocerlos. Mi padre me miró entusiasmado:

―¿En serio? ―exclamó―. ¡Ya era hora! Que a Jules no lo acepten sus padres tal como es no significa que no tenga las puertas de esta casa abiertas. ¿Cuántas veces te lo he dicho?

―¡Ya!, pero no solemos hablar casi nunca de nuestras familias…

―¡Ay, hijo! ―protestó mi madre―. Siempre nos aseguras que pensáis vivir toda la vida juntos y nunca te decides a traerlo. ¡Ya era hora!

―A él le ha gustado la idea, mamá. En realidad, es que no ha salido de mí programar un primer encuentro entre vosotros. No es que Jules me parezca a mí un encanto, es que os va a gustar… ¡Eso creo!

―Tal como hablas de él ―comentó mi padre―, siempre me ha dado la sensación de que tiene que ser un buen chico. No es coba. Te brillan los ojos cuando lo nombras. Es lo mismo que me decía la abuela cada vez que le hablaba de tu madre…

―Tu abuela Sarah era así ―añadió mamá―. Detectaba en los ojos cuál era mi estado de ánimo. Me miraba sonriente cuando le acariciaba la mano a su hijo. «Te brillan los ojos», me decía. Eran otros tiempos, claro. Delante de ella ni siquiera podíamos besarnos en la mejilla. ¡Como si ella no supiera que todos hacemos lo mismo en la intimidad!

―Vosotros… ―musité con la vista agachada―. Supongo que vosotros habréis imaginado y comentado…

―Eso es lo de menos ―interrumpió mi madre―. Lo que se hace en la intimidad no es más que eso: algo íntimo. Nadie tiene por qué saberlo. Todos lo hacemos y a nadie se le ocurre ir por ahí contándolo.

―¡No, eso no! ―proferí.

―Por supuesto que eso no ―concluyó mi padre entre risitas―. Tú no estás en este mundo porque a tu madre le brillaran los ojos…

El sábado por la mañana llamé a Jules para ir a recogerlo. Mi madre ya estaba esmerándose en la cocina preparándonos uno de sus deliciosos almuerzos:

―¿Le has dicho a Jules lo que vamos a comer? ―me preguntó mientras yo picaba algo sabroso a su lado.

―Mejor que sea una sorpresa, mamá. ¿No crees?

―¡Claro! ―exclamó siguiendo a lo suyo.

―Pensé que hubieras preferido que le dijera el menú. Él come de todo.

―Lo sé. Incluso, si me apuras, te diría qué es lo que más le gusta. Algo así estoy poniendo. Una cosa que os gusta a los dos.

―¡Qué bien me conoces, mami! ―prorrumpí mientras me agarraba a su brazo para besarla―. Nunca voy a poder agradecerte lo que haces por mí.

―¡Anda! ¡Quita, quita! ―profirió separándome de ella―. ¡Qué agradecimiento ni qué niño muerto! Vete al salón o a tu cuarto, pero vete de la cocina. Vas a coger olor a comida.

Y leyendo mientras mi padre volvía de sus paseos sabatinos para el almuerzo, se me pasó el tiempo volando.

Bajé las escaleras corriendo, como si fuera a recoger a Jules por primera vez, y llegué hasta el lugar de encuentro: una plazuela cercana a su casa para que sus padres no nos vieran juntos. Lo de siempre.

Cuando llegamos ya juntos a la puerta de casa, nos miramos en silencio y nos brillaron los ojos: «Llegó el momento».

Al abrir la puerta, mi padre nos vio y apagó la tele inmediatamente. Se puso de pie y, sin moverse apenas, miró a mi madre un instante. Creí que algo no le gustaba.

―¡Hijos! ―exclamó al fin mi madre acercándose a nosotros para besarnos―. ¡Qué dos mozos más apuestos! No sé si será correcto, pero parecéis hechos el uno para el otro.

―¿Y por qué no va a ser lo correcto, mamá? ―apunté―. Cualquier cosa que digáis es correcta.

Mi padre, como si se hubiese dado cuenta de que le había cambiado el semblante, esbozó una sonrisa sincera, dio unos pasos hasta nosotros y abrazó a Jules dándole un beso:

―¡Adentro, chico! ―le dijo―. Esta es tu casa tanto como la tuya. ¿Os preparo una cerveza?

―Bueno… ―farfullé entre dudas―. ¿No tengo que presentaros?

―¡Qué menos! ―bromeó mamá―. Tú a Jules lo ves todos los días; nosotros no.

Fue una presentación informal, pero de esas típicas. De todas formas, ya lo habían besado. ¡Los dos!

Almorzamos sin prisas y noté a mi amado Jules sentirse como un pez en el agua. Mis padres, por supuesto, pusieron mucho de su parte para que todo fuera sobre ruedas.

Cuando acabamos, quise que conociera algo la casa y terminamos en mi dormitorio:

―Ahora falta que yo vaya a ver dónde vives ―le comenté―. Ya has visto que mis padres están orgullosos de nosotros.

―Sí… ―musitó―. Eso me ha parecido…

―¿Qué te pasa? ¿Has notado algo raro en ellos? Te conozco demasiado bien.

―Es que… me ha extrañado mucho que tu padre me bese. Me ha abrazado muy fuerte y me ha besado.

―¡Ah, bueno! Él es así.

―Pero, ¿también besa a todos tus amigos? ―preguntó intrigado.

―¡No! ―le respondí pensativo―. Es verdad. No me he fijado en ese detalle. No le des importancia. Le habrá salido así… ¡Eres mi novio!

―Bueno, eso sí me ha dado un poco de corte. Al principio me pareció que me miraba muy serio.

Jules tenía razón. Por un motivo que desconocía, a mi padre no le habían brillado los ojos al vernos juntos por primera vez, aunque luego cambiase su gesto por completo.

―Esa es tu cama, ¿verdad? ―preguntó inclinado la cabeza para mirarla―. Te imagino ahí dormidito siendo un jovencillo. ¿Qué dice tu madre?

―¿Qué dice de qué? ―pregunté atolondrado.

―Que qué dice sobre ti, cuando eras un crío y entraba a despertarte, por ejemplo.

―Lo que diría cualquier madre, supongo. Me diría que soy su tesoro y que era muy lindo cuando pequeño.

―Eso mismo me dice la mía. Eres muy guapo ahora, Adam. Seguro que de pequeño tu madre te paseaba por el parque orgullosa; tanto como yo me siento de que seas mío.

―¡No lo dudes! ―proferí riendo―. Siéntate ahí, que te voy a enseñar unas fotos de cuando era más joven y cuando era un crío.

―Ya te imagino ―pensó en voz alta―. Tendrás fotos de todas las edades, supongo.

―Claro. Así conoces también a mi familia…

Me senté a su lado con el álbum de fotos antiguas que mi madre me había preparado y puesto en el estante. Lo abrí y aparecí en una foto de cuando era pequeño.

―¡Qué guapo! ―musitó fijándose en mis ojos en la foto―. Te prefiero como estás ahora, de todas formas.

―¡Claro, claro! ―comenté mientras pasaba la página―. Tampoco creo que me enamorara de ti si te viera ahora con esta edad. ¡Mira! ―Señalé una de las más antiguas―. Con la familia…

Su rostro se descompuso. Me pareció que palidecía. Inmóvil, sin dejar de mirar al álbum, pasó su mano por encima de la foto:

―¿Quién es esta señora? ―balbuceó.

―¡Es mi abuela Sarah! ¿Se parece a mi padre?

―¡Sí! ¡Supongo! ―musitó como si su voz no le saliera del cuerpo.

―¡Eh! ¡Jules! ―alcé mi voz cogiendo su mano―. ¿Qué te pasa? Parece que has visto un fantasma.

―¡No, no! ¿Tienes más fotos de… tu abuela?

―¡Claro! ¡Mira esta! ―inquirí pasando unas páginas―. ¿Acaso… te suena su cara?

Me miró volviéndose muy lentamente. Le brillaban los ojos. Me asusté.

―No sé, Adam… Se parece demasiado… a mi abuela…

―¿En serio? ¿Tu abuela vive?

―¡No! Mi abuela murió hace ya tiempo…

―Y… ¿por qué me miras ahora con esa cara?

―Es que… mi abuela también se llamaba Sarah.

Dejé de respirar. Me pareció que lo que decía no tenía demasiado sentido, pero no podía disimularlo en su rostro. Cerré el álbum lentamente:

―¿Estás seguro de eso?

―¡Y tanto! ―balbuceó―. Tengo esa misma foto… pero conmigo. Era en el salón de su casa, con esas figuritas, siendo yo muy pequeño.

―¡Jules! No puede ser… ¿Qué está pasando?

―¡No lo sé! ―explotó abrazándose a mí―. Te juro que tengo una foto con mi abuela Sarah en ese mismo lugar…

―¡Espera! Tranquilízate, ¿vale? Tiene que haber una explicación, Jules. Voy a ir a la cocina a ver si puedo insinuarle algo a mi madre. Si veo que no dice nada…

―¡No lo entiendo, Adam!

―Yo tampoco. Cálmate. Verás cómo coincide… no sé… ¡algo!

―¡Claro! Te espero aquí.

Salí aprisa de mi dormitorio, recorrí el pasillo y encontré a mi madre recogiendo la cocina. Mi padre estaba en el salón y preferí no comentarle nada:

―¿Mamá?

―¡Sí, cariño! ―respondió sin apartar la vista de lo que estaba haciendo―. ¿Vais a tomar café?

No pude responderle. Me pareció todo muy extraño. Ella, al darse cuenta de que no le hablaba, fue volviendo la cabeza muy despacio y con alguna sospecha:

―Te pasa algo.

―Creo que sí, mamá ―tartamudeé.

―Apuesto lo que quieras a que sé lo qué os pasa. ¡A los dos!

―¿Lo sabes?

―Me lo imagino ―respondió inexpresiva―. Habéis estado viendo las fotos, ¿verdad?

Me eché en sus brazos temblando y a punto de llorar. Mi madre sabía algo que nunca habíamos hablado:

―¡Sí, mamá! ―gemí―. Jules dice que esa señora que está en la foto conmigo es su abuela Sarah…

―Voy a serte muy clara, hijo ―habló sin expresión―. En el mundo puede haber muchos chicos que se llamen Jules, por supuesto, pero en cuanto abriste la puerta supe qué Jules era el que estaba con mi hijo.

―¿A qué te refieres?

Me hizo señas para que no hablase y me llevó hacia el lavadero para conversar en voz baja:

―No pasa nada. No hay de qué preocuparse. Sabes que la única manera de solucionar las cosas es hablarlas con claridad… Tu abuela Sarah tuvo dos hijos ―Aspiré entrecortadamente―. Papá y su hermano Ernest, tu tío, se odian a muerte. Yo solo lo he visto en un par de ocasiones. Tiene un hijo. Se llama Jules… ¿Comprendes?

―Jules… ―contesté jadeando―. ¿Jules es mi primo?

―Es tu primo, tesoro ―exclamó con cariño abrazándome―. Algún día se iba a saber esto. Papá supo quién era en cuanto abriste la puerta. Me miró y lo comprendí pero… ¿por qué vamos a darle importancia a algo así? Tú lo quieres mucho, ¿no? Nadie tiene por qué enterarse de que sois primos. ¡Ay, Dios de mi alma! Con la cantidad de chicos que hay en Roadchild, y te enamoras de Jules…

―Eso no puede ser, ¿verdad? Debe haber algún error…

―Pues no, cariño ―sentenció resignada―. Te has enamorado de tu primo… o, mejor dicho, os habéis enamorado siendo primos hermanos. ¡Bueno! Si fuera tu prima, según dicen, podríais tener algún hijo anormal. Pero, evidentemente, eso no va a pasar. Ve a por él, Adam. Vamos a hablar con papá y ya verás cómo no pasa absolutamente nada.

A Jules le pareció extraño que quisieran reunirse con nosotros para hablar, pero no hizo preguntas y me siguió hasta el salón donde nos esperaban ya sentados a la mesa.

―Sentaos ahí enfrente; con nosotros ―dijo mi padre invitándonos con un amable gesto―. Creo que hay que aclarar algún malentendido pero pienso que no deberíamos darle demasiada importancia. No te asustes Jules. No hay nada extraño…

Los dos nos miramos disimuladamente pero incrédulos.

―Todo esto pasa por lo que pasa ―aclaró mi madre―. De tal palo, tal astilla…

―Bueno… ―dijo mi padre―. En cierto momento supe que te gustaba un chico. Vi su foto de lejos y no supe ni me interesó saber quién era. Luego, aunque lo has nombrado a menudo, nunca nos has enseñado una foto suya.

―Tenéis razón ―comenté―. Temí que no os gustara…

―A quien tiene gustarte es a ti, corazón ―aclaró mi madre―. Y a él tienes que gustarle; ¡y mucho! No hay más que verle la cara. Tampoco me parece una coincidencia muy rara… Los dos tenéis un carácter parecido, la misma edad, los mismos gustos, los mismos estudios… Teníais todas las papeletas para intimidar.

―A mí me alegra esta situación ―aseguró papá dirigiéndose a ambos―. Vuestros padres son dos bestias que se odian a muerte, así que… ¿qué mejor que saber que sus hijos se llevan tan bien… que se quieren?

―Entonces… ―balbuceó al fin Jules―. Vosotros… ¡sois mis tíos! ―Se volvió para mirarme espantado―. Y… ¡tú eres mi primo!

―¡Bah! ―protestó mi padre sin enojo―. Lo mejor que hacéis es no hacer caso de eso. Cuando salgáis por esa puerta no comentéis esto a nadie. A nadie le interesa lo que estamos hablando. Que todo se quede aquí.

―Sí, tío ―le comentó Jules―. Lo malo es que en cualquier momento tendré que decírselo a mis padres…

―No tiene por qué ser así ―aclaró papá―. Puedes hablarlo, si quieres, pero debéis tener siempre en cuenta que mi hermano no quiere verme ni en fotografía… y yo prefiero olvidarme de que existe. No podemos arreglar eso.

Quedó muy claro entre nosotros que nos habíamos metido en el lío más grande que jamás hubiéramos imaginado.

Ya caminando por la calle, esa misma tarde, yendo hacia nuestro apartamento, Jules me hizo algunas preguntas sin dejar de mirar al frente y sin acercarse demasiado a mí:

―Tú no vas a dejar de quererme por ser mi primo hermano, ¿verdad?

―¡Verdad! Una cosa sí ha cambiado ya… Ahora que sé que nos une algo más, todavía te quiero más.

―¡Yo también! ―exclamó deteniéndose para hablarme.

―¡Baja la voz, Jules! Ahora hay que cruzar la plaza. Mira atento que nadie conocido nos vea juntos. Tendremos que tomar precauciones o dar un rodeo por otro lado para llegar al apartamento.

―Nunca nos hemos topado con nadie. No sé por qué vamos a preocuparnos ahora…

Y justo en ese momento, cuando doblábamos la esquina con ciertas prisas, nos topamos con una señora que llevaba las manos ocupadas con bolsas de la compra.

―¡Mamá! ―exclamó Jules tan desconcertado como yo―. ¿Qué haces por aquí a estas horas? ¿A dónde vas para allá?

―¡Eso digo yo, cariño! ¿Vas de paseo con este amigo? ―Me miró con curiosidad mientras me volví un poco para que no me distinguiera―. Le pasa algo, ¿verdad? Tiene mala carilla el chico… ¡Qué guapo es!

―Es que… ―improvisó―. No se encontraba muy bien… y lo acompaño a su casa.

―¡Ah! A su casa… ¿Por allí? A ver, chico ―suplicó la mujer tirando de mi brazo―. ¿Qué te pasa, hijo? No te veo tan mala cara ahora ―Me sonrió al instante―. Te brillan los ojos…

―¡Mamá! ―protestó Jules―. ¡Déjalo! Apenas nos conocemos. Luego te veo en casa.

―¡Así me gusta! ―comentó ella casi entre dientes―, que lleves a un… casi desconocido a su casa porque no se encuentra muy bien. Tienes que cuidarlo.

En cuanto nos separamos de ella, observando la mirada de pánico de Jules, nos detuvimos un momento en un portal.

―Dime que esto no es cierto, Adam ―gimió―. ¿Por qué nos van a pasar todas las cosas malas el mismo día?

―¿Malas? ―pregunté sin darle mucha importancia―. Hemos descubierto quienes somos, tenemos a mis padres a nuestro favor y… casualmente, tu madre me conoce ya también… aunque sea de vista.

―No puede ser casualidad…

―Quizá no lo sea, Jules. Eso lo sabremos cuando menos lo pensemos. ¡Anda! Vamos a estar juntitos toda la tarde. Le has dicho a tu madre que vas a verla luego. Te dije que no te comprometieras hasta el lunes…

―No sé, Adam… Yo creo que mi madre se huele algo.

―No me ha parecido enfada…

Estando ya reposando el polvazo que habíamos echado aquella tarde, comenzó a vibrar mi teléfono. Era mi padre:

―¡Dime, papá! ¿Qué pasa ahora?

―¡Nada! ―respondió con naturalidad―. Solo quería deciros que os vengáis ahora para casa. Es solo un momento…

―¿A casa otra vez? Jules tiene que volver…

―No le va a pasar nada porque se entretenga unos minutos. He dicho que os vengáis ahora… Tengo que entregaros algo.

―¡Ah! ¿Y qué es?

―¿Queréis hacer el favor de veniros para acá cuanto antes?

Corté la llamada y vi a Jules pendiente de mí:

―¿A tu casa otra vez? ¡Más novedades!

―¡Venga! No te asustes, hombre. Dice que quiere darnos algo antes de que te vayas para tu casa.

―Esto empieza a ponerme nervioso.

Nos vestimos intentando razonar cómo era posible que en un solo día se hubieran precipitado tanto los acontecimientos, pero no fuimos capaces de llegar a una conclusión lógica. En el fondo, me alegraba de que todo hubiera cambiado de la noche a la mañana.

Salimos del apartamento y nos pusimos las capuchas porque caía un agua muy fina e íbamos a terminar empapados. Aligerando un poco el paso, volvimos a llegar a la plaza y agachamos las cabezas para cruzarla sin tener otro encuentro inesperado.

Entramos en el portal, nos quitamos las capuchas y observé que Jules tenía la cara muy mojada:

―Vas a resfriarte ―le dije poniéndole bien el flequillo―. Ahora te secas bien antes de irte… No puedo acompañarte; por si las moscas.

Subimos las escaleras y me detuve pensativo ante la puerta. Llamé repetidamente en vez de usar mi llave. En breves instantes abrió mi padre:

―¡Pasad, anda! ¡Mira cómo venís! Id a la cocina a ver a mamá y ahora vais a secaros. Me voy a mi despacho.

Atravesamos el salón quitándonos los chaquetones y dejándolos sobre el sofá y, al entrar en la cocina, nos quedamos inmóviles como si nos hubieran dado a la pausa. Allí enfrente, junto al horno, estaban nuestras dos madres tomando una copa y riendo:

―¡Adelante, tesoros! ―nos saludó mi madre mientras se acercaban ambas a besarnos―. Nos habéis hecho esperar un buen rato. Si tardáis más, nos encontráis borrachas.

―¡Mamá! ―exclamó Jules desconcertado―. ¿Qué haces tú aquí?

―¿Nos tomas por tontas? ¿Adónde piensas que iba cuando nos tropezamos en la plaza?

―¿Os habláis? ―pregunté confuso.

―¡Pues claro, hijo! ―apuntó mi madre como si tal cosa―. Que vuestros padres se odien a muerte no va a impedir que yo me lleve bien con tu tía. Voy a poneros una copa…

―¡Ven aquí, Adam! ―farfulló mi tía―. ¿Se te ha pasado ya… ese malestar?

Ninguno de los dos acertábamos a decir alguna palabra congruente. Permanecimos en silencio.

―Vosotros no os parecéis mucho ―continuó―, pero eres tan guapo como mi Jules. Mamá ya me tiene al día de lo que pasa, así que, cuando me dijo que os habíais ido de aquí, me presenté para traeros unas cosillas… ¡Nada importante!

―No tenías que molestarte ―le respondí sonriente―. La tarde está muy mala.

―Ni hablar. Tiene que ser hoy. Me he traído unas cosas que guardo de la abuela. Vuestros padres no tienen por qué enterarse de nada. Si no quieren verse, que no se vean. ¿Recordáis esas figuritas que tenía la abuela Sarah siempre sobre la mesa? ¡Las de la foto! Desde ahora son vuestras. Imagino que os hará ilusión tenerlas en vuestra casa.

Ni Jules ni yo dábamos crédito a lo que oíamos y veíamos. Ninguno de los dos comprendíamos qué era todo aquél complot que habían tramado para tenernos juntos.

―O sea… ―balbuceó Jules dirigiéndose a su madre―, lo sabías todo y nunca me has dicho nada…

―¡Menudo es tu padre para estas cosas! Mejor no comentar nada de esto con él. Como veis, el tito también se ha quitado de en medio. Por lo menos no se opone a que estéis juntos. Yo… antes de que te vayas con cualquier sinvergüenza desconocido… Incluso pienso que hacéis buena pareja.

―¡Mamá! ―seguía exclamando Jules cada vez que hablaba su madre.

―Nosotras sí nos hemos visto de vez en cuando; en el mercado y eso… ―me comentó mamá―. Nunca se nos ocurrió hablar de la familia ni enseñarnos fotos… como sois todos tan reservados… En cuanto supe quién era el Jules que salía contigo, la llamé para decírselo. Se puso tan contenta que quería venirse a conocerte.

Noté inmediatamente que Jules iba a desplomarse de un momento a otro y, disimulando cuanto pude, me acerqué a él para tomarle la mano.

Mamá, en una mirada relámpago, advirtió mi gesto:

―Os brillan los ojos.