Todo en Familia (01)

Las chicas de mi familia son algo así como mi harén personal, y es difícil entender cómo llegó a ocurrir algo así. Pero de alguna manera se empieza... con el amor de mi vida: mi hermana mayor, cuando yo era más joven.

Este es un remake de un viejo relato que escribí hace muchísimos años, y que había terminado en 11 capítulos. Esta vez, los relatos y aventuras están totalmente editados y modificados, y habrá muchos más capítulos con las aventuras narradas por el protagonista, Felipe, con las mujeres de su familia. Este es el primero, ambientado años antes, cuando Felipe se dio cuenta de que su vida familiar sería muy distinta a las de los demás.

*No se ofendan, todo es ficticio...

Capítulo 1: Mi hermana Francisca - Introducción

—¡Te amo muchísimo!

—¡Y yo a ti, mi amor!

—Lo sé… oh, lo sé, sigue follándome así, más fuerte, más…

—No puedo creer que estemos haciendo esto, Fran.

—Yo tampoco. Pero no me importa. No me limitaré nunca más, gritaré a los cuatro vientos cuán loca estoy por mi hermano. ¡Sí, fóllame más, Fel, más, m…!

Uuuuuuufff, me estoy adelantando a los hechos, lo siento. Primero hay que contar cómo llega uno a un punto así, ¿no? Las cosas comienzan por el principio. Ahora las cosas son distintas, yo soy muuuy distinto, pero de alguna manera hay que empezar. Que así sea, entonces.

Me llamo Felipe. Mi edad no es relevante, pero sí es necesario decir que soy el único hijo varón de una tradicional familia de cinco, que se convirtieron en cuatro cuando mi padre decidió irse a hacer su vida a otro lado. Y también es necesario precisar que “una familia de cuatro” es también impreciso. Mi familia es muy grande, pues se expande hacia muchas zonas divertidas que serán relatadas en estas historias.

Mi madre se llama Andrea, tiene cuarenta años y se dedica a vender frutas y verduras en el mercado. Tengo dos hermanas: la mayor tiene veintitrés años y se llama Francisca, mientras que la menor, Fernanda, tiene quince. Por otro lado, mi padre tiene una hermana melliza que tiene dos hijas de distinto padre: Paloma, de veinticinco años, y Rocío, de catorce. En otras palabras, mi abuela paterna tiene cinco nietos. ¿Se preguntan qué sucede con el lado materno? Las historias de familia de mi madre quedarán para más adelante.

Siempre fui muy tímido. Cuando niño, si bien me iba muy bien en la escuela, tartamudeaba con mis compañeros de curso y familiares, y no podía acercarme a la gente que acababa de conocer sin ocultarme detrás de las piernas de alguno de mis padres, cosa que mi padre no se cansaba de recalcar. Lo peor era, desde luego, cuando ellos peleaban entre sí y no sabía detrás de quién ocultarme… aunque la respuesta siempre era la misma: Francisca, mi amada hermana mayor. Todavía recuerdo cuánto me cuidaba, cómo me acariciaba la cabeza mientras nuestros padres discutían, y cómo trataba de aplacar los llantos de Fernanda. Todo el mundo decía que Francisca era "como" un ángel, pero para mí era literalmente mi ángel de la guardia. Pensaba en ella tal vez demasiado. Y quizás el tiempo pasado no es el adecuado aquí, para hablar de mis sentimientos hacia mi hermana mayor.

Todos los viernes y sábados era la misma historia. Llegaba la noche y mi padre decidía organizar una fiesta, siempre con su secretaria, Melissa, que llegaba con sus amigas, todas mujeres alérgicas al recato, por decirlo de alguna manera. Luego llegaban los vecinos y amigos de mi padre con sus botellas de licor, sus risas, más licor, su entretención, licor, y sus ganas de levantarles la falda a Melissa y sus amigas, más que dispuestas a ello. Y cuando eso ocurría, Francisca tomaba a Fernanda en brazos y a mí de la mano, y nos llevaba a la parte trasera de la casa, donde dormíamos juntos. Por un rato escuchábamos las risas, los gritos de furia de mi madre, el ocasional comentario de mi padre criticando mi inseguridad y debilidad, y luego los gemidos cuando comenzaba el evento principal, la orgía en el patio frontal de nuestra casa. Durante todos los fines de semana vivíamos la misma rutina, que terminaba con mi hermana durmiendo con nosotros en el cuarto de atrás…

Hasta que una noche, apenas entró la noche, mamá se hartó y se llevó a Fernanda a un hotel,  dejando a Francisca a cargo de mí. Aquella noche sería mi primer encuentro con la lujuria y la pasión, de un muchacho demasiado tímido y suave para la edad que ya tenía, y que lo cambiaría para siempre. Sí, hablo de mí, claro. Y de ella, de Francisca, mi hermana mayor. Tenía el cabello rubio-castaño, los ojos color avellana, un cuerpo de bailarina y el rostro más hermoso que hubiera visto en mi vida. Su sonrisa me iluminaba la vida desde mi más tierna edad… pero en esa ocasión yo ya me fijaba en otras cosas que caracterizaba a las chicas…

—¡Eres un hijoputa! ¡Todo el tiempo es lo mismo, mírate!

—¡Lo que pasa es que tú estás frígida! Tengo que buscar entretención en otro lado, tienes que entender. Así como estoy seguro que piensas en el tarado de nuestro hijo.

—Ese cuerpo podría aprovecharlo más, señorita Andrea… ¿ve cómo me divierto yo con el mío?

El primer comentario venía de mi padre, el segundo de mi madre, y el tercero de la secretaria, Melissa. De más estaba decir que aquella noche de verano estaban todos en estado de ebriedad, y que Melissa estaba montándose a mi padre en el jardín mientras chupaba la polla de otro vecino, y mi madre no aguantó más, hasta que fue a nuestra habitación y se llevó a Fernanda. Antes de que Francisca y yo nos diéramos cuenta que estábamos solos, pudimos escuchar el ritmo de las embestidas de mi padre (y otros vecinos) contra las amigas de Melissa, así como las palabras de ésta:

—¡Sí! ¡Soy una puta, una maldita zorra calienta-penes! ¡Reviéntenme, cabrones, síiiii!

Cuando estas cosas ocurrían, me dejaba llevar por la sonrisa confortante de mi hermana hasta que me quedaba dormido. Sin embargo, esta vez fue distinto. Francisca estaba llorando junto a mí, en aquella enorme cama. Lo hacía en silencio, dándome la espalda, no quería que yo me diera cuenta, pero su temblor y sus serenos sollozos eran imposibles de ignorar.

—¿Estás triste, Fran? —Sí. Esa fue una de las preguntas más tontas que he hecho en mi vida.

—Mamá y papá siempre están peleando, estoy segura que ahora mamá terminará con él. Por eso se llevó a Fernanda, es definitivo.

—¿Crees que nos vamos a quedar con papá?

—No lo sé. —Francisca aún no se daba vuelta, pero permitió que me acercara a ella. Por primera vez, sería yo quien la abrazara a ella—. Papá está con esa puta, y yo no la quiero aquí.

—¿Con quien?

—Con la… No importa. Abrázame, Fel.

Me pegué a ella. Puse mis brazos alrededor de su cintura, y ella se acercó un poco más a mí. Estuvo llorando durante un rato más, pero pronto se le pasó. No sabía si seguía durmiendo o no, pero yo al menos no podía dormir. La razón era evidente.

Tenía mi abdomen pegado a su curvado trasero, cubierto por su short de pijama, por lo que estaba tocando un lugar prohibido con una zona de mi cuerpo que poco a poco empezaba a ganar vigor. A esas alturas de mi vida ya me hacía pajas a cada momento, lo estaba convirtiendo en un deporte olímpico, y apenas comencé a sentir el familiar cosquilleo de la sangre acumulándose en mi polla, tuve la tentación de llevarme la mano allí… cosa que, obviamente, ahora no podía hacer. No con mi hermana allí. “Maldita sea”, pensé. Luego, intenté pensar en otras cosas…

Pasaron los minutos, quizás una hora. No había podido detener la excitación y mi pene tocaba ahora el short de pijama de Francisca. Ella estaba silenciosa, tenía que estar durmiendo ya. Yo no podía aguantar más, así que intenté alejarme de ella para poder hacer una de dos cosas: o ir al baño y hacerme una paja, o quedarme en la cama… y hacerme una paja. Lamentablemente (o afortunadamente, según se vea) no pude hacer ninguna de las dos, pues Francisca se hizo hacia atrás, pegándose aún más a mí. Me puse rojo como tomate. El ruido de la orgía afuera desapareció completamente después de que escuché la respiración acelerada de mi hermana mayor, que tomó toda mi atención. Tras unos minutos de desesperada frustración, curiosidad, inocencia y deseo entremezclados, el movimiento comenzó.

—¿Fel?

—¿Fran?

—¿Puedes abrazarme más?

—...Sí.

Me pegué aún más a ella, y moví un par de veces mi pelvis, como si intentara acomodarme. En uno de esos torpes movimientos, mi mano izquierda terminó cerca de uno de sus senos, y cuando intenté retirarla, ella se movió para que volviera a tocarla allí. Yo estaba más que colorado, sudoroso, con una calentura de campeonato, típica de adolescente, pero que no estaba impulsada por una animadora de televisión, un escote en la calle, o una minifalda en el transporte público: esta vez estaba ocurriendo de verdad. Mi timidez estaba en el camino, pero era momento de acabar con ella… Solo necesitaba un impulso, cualquier cosa. Estaba desesperado, incapaz de hacer nada, inexperto, torpe, pero sin la capacidad racional para recordar que la que estaba junto a mí era mi propia hermana mayor, ¡compartíamos la misma sangre!

Súbitamente, ella me tomó la mano derecha y la llevó a su short de pijama, que se bajó un poco para darme vía libre. Ese era el momento. El Felipe de siempre se habría acobardado, puesto de pie e irse al baño hasta que todo pasara, deseando nunca volver a recordar que aquello había sucedido. Pero si no hacía algo ahora, no tendría otra oportunidad. Mi amada hermana mayor. Mi ángel de la guardia. A aquel ángel fue a quien le metí mano aquella noche.

Francisca respiraba agitadamente, moviendo las caderas progresivamente más rápido mientras los dedos de mi mano derecha se empapaban en su jugo vaginal, sin saber dónde tocar exactamente, aunque en aquella ocasión no parecía importar mucho. Ella también parecía estar descubriendo cosas de sí misma, y aunque no podía verle el rostro, adivinaba que se estaba sintiendo bien. De hecho, me lo dijo. “Me gusta”, repitió un par de veces. Un tibio “sigue” se repitió todavía más. Por mi parte, mi inexperta hombría había cobrado máximo vigor, y me di cuenta algo tarde de que me estaba frotando repetidamente contra el trasero de mi hermana. Se sentía increíble, a sabiendas de lo mal que estaba moralmente. Intenté alejarme, pero Francisca se apegó mucho más a mí.

—¿No te duele?

—No. Sigue. Me gusta.

Francisca se volteó ligeramente y mi mundo se iluminó otra vez. La vi retorcerse, relamiéndose los labios cuando toqué cierto punto húmedo en su entrepierna. Lo volvió a tocar, mismo efecto. Esta vez lo hice un poco más rápido, y ella, llevada por el éxtasis y la lujuria movió rápidamente las nalgas contra mi bulto, masturbándome frenéticamente, haciéndome sentir en el cielo. Ni siquiera tenía la necesidad o tentación de llevarme una mano a mi polla, sencillamente estaba de más. Era increíble. Parecía un volcán a punto de hacer erupción, y ella un motor frenético y vibrante convertida en una máquina de combustión.

Ella me miró fijamente con aquellas avellanas preciosas y acercó su rostro al mío. Me besó en la mejilla, muy cerca de mis labios, a medida que retorcía su cuerpo entero como si le hubiera dado un shock eléctrico. Mi mano se envolvió en un súbito chorro de líquido, yo ya sabía hacía mucho que no era pipí. Me sentí feliz. Sin detenerse, Francisca llevó su mano hacia atrás y sin asco me agarró el miembro. Comenzó a frotarlo más fuertemente contra su entrepierna mientras curvaba su espalda más y más, para facilitar sus movimientos.

—¿Te gusta, Fel…? —me preguntó.

—Sí. Está rico —le dije. ¿Qué otra cosa iba a hacer? ¿Mentir? Nunca me había sentido mejor en toda mi puta vida.

Sentí el familiar gustazo a punto de llegar, y no sabía cómo reaccionaría ella, pero no me detuve. No podía, no con lo excitado que estaba. Ella no parecía dispuesta a parar tampoco, pues se volteó rápidamente, me tocó el rostro con la otra mano, y me besó en los labios. Luego, expulsé un montón de maravillas blancas sobre la mano de mi hermana. Me corrí con el primer jodido beso de mi vida, en medio de temblores y confusión sobrenatural, mientras mi hermana mayor pegaba sus labios a los míos. Sabía dulce. Eso sería lo único que recordaría de su sabor por su buen par de años.

Francisca se apartó de mí de un salto. Incluso en la oscuridad podía ver lo roja que estaba, así como la expresión de espanto en el rostro del ángel de mi vida.

—P-perd…

—¿Fran? ¿Francisca? —repetí, sin entender.

—¡No, no, no! —exclamó ella, cayendo sobre la cama, agotada. No me atreví a tocarla ni abrazarla. No sabía qué había sucedido, pero en ese tiempo estaba seguro de que había sido mi culpa, de que había hecho algo malo. Dormí a su lado, con los dedos aún húmedos con sus jugos, así como los de ella con mi semen.

El viernes siguiente, los mismos eventos no se repitieron. Mi madre decidió que Francisca debía estar lejos de su padre, y se fue a vivir con mi abuela. Me quedé solo con mi madre y mi hermana menor. Eventualmente, Francisca comenzó la universidad y se quedó a vivir allá, y cada vez que nos encontrábamos, los silencios y las miradas cabizbajas me rompían el corazón. Mi padre se largó. Fernanda comenzó a cambiar poco a poco a medida que entraba en la adolescencia, convirtiéndose en alguien muy distinto de su hermana mayor.

¿Y yo? Bueno, yo también cambié, y mucho. Y no se equivoquen. Los silencios y las miradas entre Fran y yo solo serían el inicio de algo mucho más apasionado de lo que, en aquella época, podía siquiera imaginar. Con Francisca… y con el resto de mi familia.