Todas tus segundas partes (I)
Primera parte de la historia de William y su sumisa, Dalila.
-Pasa. -Dijo una voz grave a través del telefonillo a la vez que el mecanismo de la puerta hacía que esta se abriese, una orden concisa y directa, como las que siempre da. Ella, como siempre, obedece y entra en esa casa que hasta hace poco no había pisado nunca, pero a la que era asidua ya. Y como siempre, hace su ritual de relajación: respira profundamente tres veces, mientras se dice a si misma que todo irá bien, que ya sabe lo que va a pasar. Y sí, en efecto, siempre sabe lo que va a pasar, va a esa casa porque desea lo que va a pasar, porque lo ansía, y aunque lo sabe a la perfección, no puede evitar ponerse nerviosa. Es superior a ella.
Cuando entra en la casa, y cierra la puerta detrás suya, también sabe lo que debe hacer, tiene dos minutos y el tiempo corre en su contra, si no lo hace bien, será peor (o mejor) para todos. Uno. Dos. Tres. Siempre quiere hacerlo bien, se esfuerza, por lo que rápidamente se desviste, se quita su corto y ajustado vestido negro, su ropa interior, del mismo color, el color que tiene que llevar sí o sí, y las dobla debidamente sobre un pequeño aparador que hay junto a la puerta. Dejando solamente el collar negro que adorna su cuello. Treinta y tres. Treinta y cuatro. Treinta y cinco. Se amarra su negra y abundante melena castaña en una coleta alta, que cae sobre su espalda hasta la cintura. Cincuenta y ocho. Cincuenta y nueve. Sesenta. Se deshace de sus zapatos, los cuales coloca debidamente junto a su ropa y tras ello. Sesenta y cinco. Sesenta y seis. Sesenta y siete. Se arrodilla con las piernas ligeramente abiertas, sentada sobre sus talones frente a la puerta, baja la cabeza, fijando su mirada oscura en el suelo y apoya sus manos extendidas sobre sus muslos. Ochenta. Ochenta y uno. Ochenta y dos. Y espera. Y espera. Y ciento catorce. Y ciento quince. Y espera. Y ciento veinte. No escucha sus pasos. ¿Dónde está? Nunca se retrasa. Ciento veinticuatro. Agudiza el oído pero solo puede escuchar su respiración, cada vez más agitada. Ciento cuarenta y nueve. Le duelen los empeines de los pies y Él no ha llegado. Ciento ochenta y siete. El sudor le perla la espalda y la frente, tiene que mantener la postura pero no puede más, el dolor de los empeines es cada vez más punzante, pero aguanta, no decae. Doscientos dieciocho. No puede, ya no puede más, por lo que se deja caer hacía delante, apoya la frente en la puerta y pierde su postura. Y ese instante escucha el carraspeo de una garganta e inmediatamente se gira, le mira, y en la boca hay una enorme sonrisa instalada, una sonrisa que no alcanza sus ojos por lo que inmediatamente se arrepiente de haberse girado. Arrepentimiento que crece cuando le escucha hablar, cuando siente esas palabras que la hacen temblar, de miedo, de excitación a partes iguales, mientras se va agachando hasta su altura y le susurra amenazante en su oreja.
-Dalila, Dalila, Dalila…Déjame que cuente. Primero, no has mantenido tu postura; segundo, al no mantener tu postura te has movido sin mi permiso; tercero, me has mirado directamente a los ojos; cuarto no has recuperado aún tu posición –Arrastra cada palabra con jocosidad, alargando una tortura casi inhumana, mientras pasa las yemas de sus dedos por el pelo de la joven, acabando su recuento mientras retuerce la coleta entre su mano y se pone en pie.- Parece ser que la perra se ha saltado alguna de sus normas…Y ¿Qué le pasa a la perra cuando incumple? –Silencio absoluto. De los labios de Dalila no se escucha ni una sola palabra, hasta que Él da un fuerte tirón a su pelo y espeta:
–Puta, no me hagas repetir la pregunta o será peor. –Escupe las palabras con desdén, aunque no varía su tono tranquilo. Y la morena, en un hilo de voz susurra: “La perra ha de ser castigada, Amo.
Siete palabras, solo siete que hacen que Él obtenga todo lo que necesita. El reconocimiento de que ella se ha equivocado. Otra vez. Así que tira de su pelo, el cual mantiene aún agarrado con fuerza, y la hace que ella se venza por su propio peso y apoye las manos en el suelo. Ya la tiene como la quería tener, a cuatro patas. Había sido una mala perra, y necesitaba escarmentar. Y definitivamente, se lo haría pagar.
Hoy había tenido un día un tanto complicado, su nuevo jefe de departamento se había propuesto hacerle la vida imposible. Llevaba ya ocho años de su vida dedicados en cuerpo y alma a esa empresa que últimamente no le daba sino disgusto tras disgusto. Pero no se iba a rendir. William Levitt no se rinde ante nada, y mucho menos se doblega ante nadie. Por mucho que en la tarjeta de visita de su nuevo jefe, ponga “Director Adjunto”. Pero hoy había sido un día particularmente complicado, las sucesiones de gritos y portazos se dieron durante gran parte de la jornada laboral, por eso la necesitaba tan urgentemente como la necesitaba hoy. Por eso, y a pesar de ser martes, a pesar de que hoy ella no tenía la obligación de acudir a su casa, no dudó en coger el teléfono y mandar un simple mensaje: “Te espero a las 20:45”. Y ella había acudido. Siempre acudía, aunque hoy una parte de Él mismo rogaba porque no fuera, porque sabía perfectamente que hoy lo iba a pasar mal. Porque el sádico que lleva dentro necesita un saco de sparring y allí lo tenía, a su saco de sparring personal, a Su Dalila, a cuatro patas, temblorosa, con la cabeza gacha, todo lo posible pues Él mantiene sujeto su pelo, esperando lo que le deparará la noche. Por eso le había hecho lo que la había hecho, por eso esperó pacientemente desde el fondo de la habitación a que ella se cansara, desobedeciera, porque hoy quería castigarla, y quería castigarla hasta que le rogara que le perdonara y le prometiera que nunca lo volvería a hacer. Pero ella siempre lo volvía a hacer, porque Él la obliga tácitamente a eso, porque conoce perfectamente las reglas del juego y Él siempre gana en este juego; es Su Juego. Él es el Rey.
William avanza por el pasillo de la casa, arrastrándola por el pelo, como si de una correa se tratase, y ella no dice ni una sola palabra, de sus labios no se escapa ni un ligero quejido, simplemente avanza, a su lado, hasta llegar a una habitación oscura, la sala de estar, aunque ahora no parecía un salón normal, y no lo parecía porque no lo era. Él ya lo había dispuesto todo en su lugar correspondiente y a ella, sin quererlo, se le ilumina la cara cuando se enciende la luz.
Él suelta su pelo cuando Dalila está justo en el centro de la sala, se acerca hasta la puerta y la cierra, con suavidad. Ya no le hace falta decir nada, ella sabe su posición. Y hoy no va a tentar más a la suerte. La calma que precede la tormenta. Camina despacio mientras se deshace de su camiseta negra, tirándola al lado de la joven, junto a su collar de prácticas. Un collar de cuero negro mucho más ancho del que está acostumbrada, tanto que le impiden que alce la cabeza sin clavarse la hebilla de acero en el cuero cabelludo. Ella sabe muy bien lo que debe hacer, sin alzar la mirada se quita su collar de diario y se pone el que él le ha dado y vuelve a su postura. Lo que más nerviosa la pone es escucharle caminar sin cesar, los pesados pasos de sus botas, y que no diga ni una sola palabra. Hasta que sin previo aviso siente un golpe, seco, duro, en su nalga izquierda, un primer fustazo que hace que se retuerza, más por el susto que por el dolor, y que hace que inmediatamente la incipiente humedad que acompaña su coño, aumente hasta sentirse empapada. Y junto a ese primer fustazo, le acompaña otro y otro más y otro y de sus carnosos labios una sucesión de gemidos y gritos. Ambos pierden la noción del tiempo entre el sonido de golpes y gemidos, hasta que ella, sin quererlo, vuelve a vencerse por su propio peso y se inclina sobre el suelo, apoyando los antebrazos en las frías losetas, exponiendo así, aún más su trasero. Y en ese momento Él vuelve a hablar, mientras se sienta en un sofá tras ella.
-Mi perra me ha desobedecido, mi puta me ha fallado y encima no puede soportar un par de fustazos… ¿Me estás obligando a ser más duro contigo, Dalila? Quieres que sea más duro contigo ¿Verdad? –De los labios de la joven solo se escuchaba su pesada respiración, mientras él sigue con su particular soliloquio. –Creí que después de estos meses no tenía que hacer esta pregunta, pero me veo obligado a hacerla, ¿Crees que necesitas que te domestique, puta?
Y entonces de la boca de la joven salió un suave “Sí, Amo”, a lo que Él continuó con su retahíla:
-¿Por qué es necesario que te domestique, perra? Porque eso es lo que eres, una puta perra, un puto objeto que sirve para mis deseos, cuyo único fin en la vida es brindarme sus sucios agujeros para que me satisfaga, ¿y sabes quienes hacen esas cosas? Las putas, pero tú eres peor, porque tú no cobras, eres una puta barata, una puta perra que necesita que sea usada. A ver, dime, qué eres.
-Una puta perra, Señor. Un puto objeto que sirve para su uso y disfrute, mi Amo. –Dijo la joven en un hilo de voz, y a Él inmediatamente se le dibujó una sonrisa en su rostro e se volvió a poner de pie, y pasó la mano por el pelo de Dalila, acariciándola con suavidad, antes de volver a coger la fusta y susurró muy suavemente:
-Muy bien, perra…Pero hoy no estoy contento contigo, así que vas a tener que recibir tu castigo. –Y mientras decía esto, agarró la argolla trasera del collar y tiró de ella, hasta que la muchacha se vio obligada a ponerse en pie, y a rastras la llevo hasta una mesa, donde la hizo tumbarse, y sin miramientos la empujó contra la superficie de madera, una mesa que ella ya conocía muy bien; y tras eso, los fustazos volvieron a hacer uso de presencia, sobre su piel blanquecina ahora enrojecida y levantada, entre los muslos, en las nalgas, en la parte trasera de las piernas y sin previo aviso, un golpe seco llegó a su coñito empapado, un golpe que la hizo gritar, pero empaparse de tal manera que sintió su humedad llegar hasta sus muslos y Él ante esto no pudo hacer otra cosa que reírse, ella era suya, su perra, y la estaba castigando y sabía cómo iba a ser peor. Por lo que pasó la punta de la fusta de cuero por entre los labios vaginales de la muchacha, abriéndolos a su paso, ayudado por los fluidos de Dalila. Clavaba una y otra vez la fusta en el coñito de su puta, pero no la llegaba a penetrar, simplemente apretaba bien su rajita, y a cada gemido de ella, Él aparta la fusta, en una tortura casi inhumana. Él la quería tener así, empapada para Él. Siguió con esa sucesión de golpes-caricias, que la llevaban otra vez entre la línea del dolor y el placer. Hasta que sin previo aviso, Él para, rodea la mesa y acaricia los labios de la joven con la fusta, no hace falta darle la orden, ella abre la boca y chupa la fusta como si de la polla de Su Señor se tratase, apretando bien sus labios, sorbiendo como si no hubiese nada más en el mundo. William, que ya aquello era demasiado para él, y que desde el minuto uno sintió su polla estar aprisionada en el pantalón de lo dura que ella y la situación se la habían puesto, se la sacó, y tiró la fusta al suelo, y en una milésima de segundo, ya tenía el pelo de Dalila de nuevo en su mano, a la vez que llevaba su verga, dura como una piedra, en dirección a la boca de la muchacha, una boca que le pertenecía, que era suya desde la primera vez que la vio con unas amigas sentada en un café, una boca que le conocía y le hacía rozar el cielo.
Así que Dalila acogió en su boquita el trozo de carne de Su Amo, y como había hecho con la fusta hasta hace un momento, la atrapó entre sus labios, y la chupó, ansiosa, necesitaba el perdón de Su Señor, porque nada en el mundo era peor para ella como que su Amo, estuviese defraudado con ella, por lo que chupó, sorbió, notando como la verga de su Dueño llena su boca, mientras juguetea con la lengua en la punta. Él la había enseñado tiempo atrás a como debía de hacérselo. Y ella como buena alumna había sabido aprender, Él era también su maestro. William, sentía los correntazos de puro gusto atravesar su cuerpo, sentía la punzadas de placer en la punta rojiza de su polla, sabía lo que iba a pasar, por lo que cogiendo con fuerza el pelo de la joven, se la clavó hasta lo más profundo de su garganta, no le importó las arcadas que en ese momento azotaron a la joven, ni que se pudiera atragantar, folló su garganta con fuerza, sin miramientos, sosteniendo la cabeza de tal manera que ella no pudiese apartarse de él, empujando hasta sentir la punta de la nariz de la joven clavarse en su pubis, una y otra vez, con fuertes estocadas, que hacían que Dalila quisiera apartarse, pero no podía, tenía que aguantarlo, ella sola se lo había buscado. Y tras un par de segundos sintió los chorros de semen de su Amo, llenar su boca, descender por su garganta, rebosar por la comisura de sus labios. Y en ese momento Él se la sacó de su boca, soltó su pelo, y se alejó de ella, observándola por un momento: manchada, amoratada y con el rímel ligeramente corrido, pues las lágrimas habían hecho acto de presencia cuando la joven no había podido respirar.
William sonrió para sí mismo, ella era su medicina aunque nunca se lo diría, ella había conseguido relajarle, ahora podía ver toda su situación más clara. Tendría que poner cartas en el asunto con su nuevo jefe. Ella lo había ayudado, siempre lo ayuda. Ella es suya, pero más aún, Él es de ella, aunque esto tampoco se lo diría nunca. Por eso, y aunque estuviera sonriendo interiormente, en su cara, sus labios forman una línea totalmente recta que solo se abren para dar la última orden del día:
-Vístete y vete, no quiero verte hoy más. Y que no se vuelva a repetir tu error, o esto será solo un tentempié a lo que te espera. –Dice esto mientras observa las nalgas de la joven que ya van adquiriendo un tono morado que combinan muy bien con las características marcas de su fusta. Y susurra sus últimas palabras, antes de marcharse, y dejarla allí, tendida aún sobre la mesa, exhausta, dolorida, manchada y sobretodo defraudada consigo misma por haber enfadado a su Amo y Señor- El jueves, a las ocho y media.
Ella, Dalila, mientras se limpiaba y se vestía, sólo pudo pensar en una frase inspirada en la mjer por la que llevaba su nombre y que tantas veces su madre le había contado mientras le narraba la historia de Sansón: "Pero yo estaba perdido como un esclavo que ningún hombre podría liberar". Ahora ella era la esclava, y tampoco podía ser liberada pero... ¿Quería ser liberada?