Tocando a mi hijo
La historia de lo que me pasó con mi hijo por no poder resistir la tentación de tocarle mientras dormía.
Tocando a mi hijo.
Mi hijo dormía como un angelito tumbado a mi lado en la cama. Estaba estirado boca arriba con las piernas abiertas y su cabeza apoyada sobre mi brazo. Con el cuerpo inclinado hacía él, yo aprovechaba la cercanía de su cuerpo para acariciarle el pelo y contemplarle. Estaba estirado boca arriba, vestido únicamente con una camiseta que se le había subido hasta el ombligo y unos calzoncillos ajustados de esos que se llevan tanto ahora. Sus piernas, fuertes y robustas, estaban ligeramente cubiertas de pelillos dorados. Su estómago, algo tostado por el sol del verano, se movía arriba y abajo tranquilamente al ritmo de su respiración. Le veía completamente tranquilo, seguro de que nada le iba a ocurrir allí.
Mientras le miraba, no podía dejar de pensar que era un sol. Siempre estaba cerca de mí para darme cariño, como esa vez, que se había tumbado conmigo a ver la tele y hacerme compañía. Desde que su padre se largó con otra cuando faltaba poco para que él cumpliera los dieciocho, había intentado suplir el hueco que dejó esforzándose el doble, intentado ser a la vez padre e hijo. Aquello me hizo darme cuenta del verdadero valor de mi hijo y, si todavía era posible, me hizo apreciarle aun más. Yo, por mi parte, con casi cincuenta años, pasé de todo hombre que no fuera él. Se convirtió en el pilar maestro de mi vida y asumí que no necesitaba de ningún otro que me dejase tirada en cuanto una jovencita se le abriera de piernas.
Sergio, mi hijo, gimió en sueños y cambió de posición. Se colocó de lado, con las piernas ligeramente flexionadas y con una sobre la otra. Uno de sus brazos había quedado aprisionado por su cuerpo y el otro quedó colgando sobre su pecho. Estaba precioso. Retiré el mío de debajo de su cabeza porque empezaba a quedárseme dormido y me dediqué a contemplar su cara. Tenía la frente ancha y cubierta por un flequillo de pelo castaño. Sus cejas eran finas y su nariz, algo pequeña y aguileña. Su boca era ancha y estaba bordeada por unos labios carnosos que seguro que provocaban deseos muy lujuriosos en las mentes de las chicas de su edad y, probablemente, en las que eran algo más mayores.
Desde que se había girado, podía notar en mi cara el tacto de su aliento. Era bastante cálido y me trajo recuerdos de la última vez que estuve tan cerca de un hombre hacía, por aquel entonces, un montón de tiempo. Cerré los ojos y me dejé llevar por la sensación y los recuerdos. Recordé lo que era que me acariciasen, que me tocasen, que me besasen. Recordé lo que era sentirse deseada por otra persona. Una sonrisa se dibujó en mis labios cuando, sin saber por qué, recordé también como mi pequeñín, siendo un niño en los albores de la adolescencia, me espiaba mientras me duchaba y se masturbaba creyéndose escondido por la puerta .Mi época de encandilar hombres debía de haberse pasado. Pensé que me había convertido en una vieja y que, como tal, tendría que olvidarme del sexo. Sin embargo, no podía. ¡Deseaba tanto acercarme a un tío! Poder tocarle, lamerle, deseaba hacer cualquiera de las cosas que pasaban por mi cabeza.
Un resoplido de mi hijo me distrajo de mis pensamientos. Le miré y algo se movió en mi interior. Por primera vez me había fijado en él como el hombre que era y no como mi hijo. No había visto al niño que se quejaba porque las lentejas no le gustan, sino al hombre fuerte y varonil capaz de devolverme el placer perdido. El cambio que se produjo en mi manera de percibirle fue tan fuerte que hasta su olor me pareció distinto. Le olfatee bien y ya no percibí el olor de la colonia antipiojos que le ponía cuando era un crío sino el aroma de un adulto.
Mi respiración se agitó un poco y la parte de mi piel acariciada por el aire de la respiración de mi hijo se volvió más sensible. ¡Era tan guapo! No sabía que me pasaba pero no podía dejar de mirarle. Sus labios eran lo que más llamaba mi atención. Tenían que ser tan blanditos y suaves que acariciarlos debía ser todo un placer. Mis ojos no miraban otra cosa y pude ver como los movía de la manera más sensual posible, escapándosele un poquito de saliva que quedó atrapada en la comisura de su boca. Eso fue lo que colmó el vaso.
Sin pensar en lo que hacía, sin tener en cuenta quién era, estiré un dedo para limpiarle los labios. El contacto fue electrizante. Pude sentir cosquillas en la nuca y mis párpados se volvieron momentáneamente pesados. ¡Eran tan suaves! No pude evitar acariciárselos. Pasé el dedo por toda la piel, extendiendo la saliva que había pretendido limpiar. Mi dedo se deslizaba perfectamente por su boca y no lo podía quitar. Hice un poco de presión, muy poca, y mi dedo entró en su boquita. Las cosquillas de la nuca aumentaron y mi atrevimiento también. Mi dedo, acolchado en sus labios, volvió a moverse para explorarlos por el interior. Poco a poco, mi piel se llenó de la saliva que usé para lubricarle los labios, que quedaron jugosos y brillantes. Quise entrar más adentro pero sus dientes, ligeramente separados, no me dejaron hacerlo.
Con mucho esfuerzo de voluntad, aparté el dedo. Sergio continuaba dormido y yo seguía sin apartar los ojos de su boca. ¿Qué pasaría si le besaba? ¿Se daría cuenta? Estaba jugando a un juego muy peligroso pero yo era incapaz de enterarme. Como un niño que juega con un mechero, levanté mi cabeza de la almohada y lentamente, muy lentamente, la acerqué a su cara. La separación se hacía cada vez menor, su respiración se notaba más fuerte en mi piel, mi corazón latía más deprisa y, finalmente, la pesadez de mis párpados me venció. ¡Qué suavidad! Había posado mis labios sobre los suyos y había sido como dejarlos descansar sobe un colchón de plumas. Dejé que la puntita de mi lengua se abriese paso entre mis dientes y que participase de aquel contacto. Acaricié toda su boca con ella, desde una comisura hasta la otra y, llevando a cabo el mayor esfuerzo de mi vida, la devolví a su sitio para dar un último beso a mi hijo antes de retornar mi cabeza al lugar de donde no debía haberse movido.
Pero mi temeridad no acabó ahí. Envalentonada por el éxito de lo que había hecho y sin ningún atisbo de sentido común, la mano que antes había abusado de la boca de mi hijo se dispuso a profanar el resto de su cuerpo. Con mucho cuidado, para evitar alguna brusquedad que lo pudiese despertar, cogí el borde de su camiseta y se la levanté todo lo que pude. Pero no fue mucho porque la tenía pillada con su torso. Aún así, bastó para dejar al aire todo su abdomen y permitirme deslizar por él la yema de mis dedos. Los posé primero sobre el borde de sus calzoncillos donde la fila de pelillos de su tripita se ensanchaba para dar lugar al vello púbico. Muy despacio, fui subiéndolos permitiendo que jugaran con aquella minúscula selva y permitiendo que me dejaran notar el contorno de sus abdominales. No se le marcaban mucho, sólo un poco, pero a mí me gustaban así mucho más porque no tenían ese aire de irrealidad y de producto sintético que se veía en los culturistas. Dejé que mis dedos se paseasen por los surcos que formaban y metí uno en el agujerito de su ombligo. Aquello debió hacerle cosquillas porque noté como un ligero espasmo recorría su barriga. ¿Se habría despertado? Dejé el dedo quieto y miré su cara atentamente. Estaba igual que antes, con la misma expresión de tranquilidad, con los ojos igual de cerrados y con la misma respiración suave.
Esperé un pequeño rato y volví a mi tarea. Mis dedos continuaron subiendo, delimitando con las yemas cada uno de los músculos que se encontraban. Subieron hasta topar con su camiseta, que no representó ningún obstáculo para ellos. Con toda la facilidad del mundo, se metieron debajo y pude acariciar su esternón. Aquello era tan suave como sus labios. Desde que había abandonado el ombligo, no había encontrado ningún pelo y no lo hice hasta que llegué a su tetilla derecha. Cuatro o cinco, casi imperceptibles, me estaban esperando allí. Mi índice los acarició de la misma manera que acarició su pezón. Le di varias vueltas y noté que se ponía algo duro. Aquello me provocó una nueva sonrisa. Me gustaba que el cuerpo de mi hijo reaccionase a mis caricias. Afortunadamente, aun podía gustar a alguien.
Tal como había subido, descendí a la barriga de mi hijo de nuevo. Allí, con la palma abierta, se lo acaricié todo hasta que mis dedos rozaron el borde de sus calzoncillos. El contacto con la tela me hizo retirar la mano. ¿Debía seguir? Aquello podía convertirse en un desastre pero hacía tanto que no tocaba nada igual que deseaba hacerlo. Volví a mirar su cara y volví a ver que dormía. Como una insensata muy temeraria, decidí proseguir con aquello. Devolví mi mano al lugar del que la había quitado y, con mucho cuidado, colé mi dedo corazón bajo la goma. Hurgué por allí dentro hasta que di con el pene de mi hijo, que estaba colocado hacía un lado y completamente flácido. Estiré el brazo un poco y conseguí cogérselo con la mano. ¡Qué tacto! En ese estado no era muy grande pero yo estaba segura de que podía crecer mucho más. Coloqué mis dedos corazón e índice en su prepucio y lo retraje para dejar al aire su glande. Pasé los dedos por él, posándolos en la punta, deslizándolos por sus paredes y metiéndolos en el espacio donde se une con el tronco del pene. Aquello era genial.
Volví a cubrirlo con el pellejo y alargue un poco más la mano para dejar atrás su pene. Toqué con mis dedos la suave bolsa que protegía sus testículos. Sus piernas cerradas me impedían agarrarlos por lo que, con muchísimo cuidado, empujé la pierna que me impedía llevar a cabo mi propósito hasta obligarla a retroceder un paso. Sus testículos se amoldaban a la perfección al hueco de mi mano cerrada sobre ellos. Mientras los acariciaba, mi muñeca y mi antebrazo tocaban su pene, friccionándolo y aprisionándolo contra su pubis. Pude notar como, poco a poco, se iba poniendo tieso e iba cambiando de dirección hasta apuntar directamente a la cabecera de la cama. Casi sin respirar, a punto de sufrir una taquicardia, fui levantando mi mirada. Un sudor frío recorría mi espalda mientras miraba su pecho, su cuello y, finalmente su cara. La sangré se me heló y me preparé para lo peor. Mi hijo, al que tanto quería, se había despertado.
Sergio me estaba mirando y, para mi desconcierto, me sonreía. No dijo nada pero la mano que descansaba libre sobre el colchón se movió hasta mí y tocó uno de mis pechos. Me quedé estupefacta. ¡Mi hijo me estaba tocando una teta! Cuando fui capaz de darme cuenta de lo que verdaderamente estaba ocurriendo ahí, pasé del terror más absoluto a borrar de mi mente cualquier tipo de preocupación. Me separé de mi hijo y me senté sobre la cama para quitarme el camisón y el sujetador que llevaba puesto. Sergio, igual que cuando era pequeño, no apartó su vista de mí en ningún momento. Dejé que me contemplara unos segundos, que se deleitara conmigo, y pasé a la acción tumbándole boca arriba. El se dejó hacer y yo me senté a horcajadas sobre sus piernas. Agarré sus muñecas y se las coloqué encima de la cabeza. Él, mientras yo manipulaba su posición, aprovechó que mi gesto me obligó a agacharme sobre él para levantar la cabeza y besarme un seno. Aquello me hizo muy feliz. ¡Al fin un hombre deseaba besarme!
Cuando estuvo colocado en la posición que yo deseaba, le levanté la camiseta todo lo que pude y contemplé lo que había creado. Mi hijo, con el pecho descubierto y la punta de su pene asomando por el borde de su calzoncillo, me miraba aguardando a lo que yo pudiese hacer. Podía sentirme orgullosa de tener un hijo así y, sin ningún tipo de dilación, me abalancé sobre él. Chupé sus dos tetillas, lamí su esternón e introduje mi lengua dentro de su ombligo. Esto último, hizo que su barriga se contrajese y que se escuchase un resoplido. Aquello era genial, estaba haciendo que mi hijo disfrutase de una manera que jamás pensé que yo podría lograr. Mi columna no me dejaba seguir bajando debido a la postura en la que estaba por lo que me aparté a un lado. Pasé la lengua por la hilera de pelos que antes me había marcado el camino a seguir para llegar al pene de mi hijo. Esta vez, en cambio, no tuve que franquear ningún trozo de tela y mi lengua se encontró con la punta del pene de mi hijo. Menudo gemido se le escapó, menos mal que no había nadie por allí cerca que lo pudiese oír. Lamí todo lo que quedaba a mi alcance, ensalivando bien su frenillo y recogiendo con mi lengua la saliva que sobraba. ¡Qué sabor! Cuando aquello me pareció demasiado poco, dejé de lamer e introduje mis dedos índices bajo la goma de la prenda que tapaba su cintura. Tiré hacía bajo y su pene quedó libre. Quería quitárselos por completo por lo que seguí tirando hasta que salieron por sus pies. Volví a mirarle y, además de maravillarme por su belleza, me percaté por su expresión de que estaba deseando que continuara con mi tarea.
Separé sus piernas lo suficiente como para que mi antebrazo se posase en el hueco dejado por ellas y mi mano alcanzase sin problemas sus testículos. Se los acaricié con ternura de nuevo, rozándolos con mis dedos. Acerqué mi boca a la base de su pene y, con la puntita de mi lengua, lo lamí muy despacio hasta llegar a su otro extremo. ¡Qué delicia! Nunca antes había tenido entre mis labios un miembro de hombre que supiese tan bien. No puedo decir a que sabía, simplemente era indescriptible. Encantada por lo que estaba probando y decidida a dar un mayor placer a mi hijo, agarré su pene con la mano que me quedaba libre y cubrí su glande con mis labios, envolviéndolo suavemente con ellos. Sergio suspiró y yo, sin sacármelo, posé mi lengua sobre él. Se lo lamí de arriba abajo, de un lado al otro y de todas las maneras que se me ocurrieron. Noté como mi hijo inhalaba un poco más de aire de lo normal y yo lo aproveché para dejar que entrase en mi boca algo más de él.
Poco a poco, mis labios fueron bajando por su pene hasta que conseguí que mi nariz se posase sobre su ingle. Me costó un poco lograr que entrase tanto pero, con un poco de autocontrol, lo conseguí. Cuando me hube acostumbrado a tener el pene de mi hijo en la garganta, me lo saqué de la misma manera que me lo había metido, lentamente y dejando que mis labios se deslizasen sobre él hasta tocar con ellos el meato urinario. Otra vez, igual de despacio, volví a abrir la boca y a dejar que entrase en ella hasta que mi nariz volvió a posarse sobre su ingle. Olí la entrepierna de mi hijo y me embriagué con su olor antes de levantar de nuevo la cabeza.
Repetí aquello muchas veces, cada vez más rápido. Mi hijo suspiraba y yo disfrutaba sabiendo que él se lo estaba pasando bien. Estaba dispuesta a seguir con aquello hasta que él se corriera pero, cuando los suspiros comenzaban a parecer gemidos, se incorporó con toda la delicadeza del mundo y me impidió continuar. Me levanté para mirarle sin saber por qué había hecho eso y lo que me dijo me llenó de cariño.
-Tú también tienes que pasártelo bien. Túmbate.
Si todo hubiese terminado en aquel momento, sin necesidad de que ocurriese nada más, yo habría quedado totalmente satisfecha y feliz para el resto de mi vida. Sin embargo, aquel día descubrí que todavía podía estarlo más. Preguntándome qué era lo que iba a pasar, le hice caso y me tumbé. Me quitó las bragas y se colocó entre mis piernas.
-Cierra los ojos mamá.
Volví a hacerle caso. Noté como apoyaba sus manos en mis muslos y me separaba un poco las piernas. Imaginé que iba a penetrarme pero me llevé una sorpresa. En lugar de sentir su miembro abriéndose paso por mi vagina., sentí el tacto de sus dedos en los labios de mi vulva. Sentí que lentamente los separaba y sentí la humedad de una lengua que se metía allí dentro. ¡Qué gusto! Muy despacito me lo lamió todo por allí abajo. Su lengua iba de un lado para otro, lamiendo todos los pliegues y rincones que aparecían a su paso. Cuando hubo terminado de explorar todo el territorio, se centró en lamer mi clítoris. ¡Qué placer! Me encantó sentir su lengua moviéndose en ese punto, pero todavía me gustó más cuando, sin dejarla quieta, unió a la tarea a sus propios labios que se abrían y cerraban sobre mí. ¡Qué delicia! Estaba en el paraíso y quería que aquello durase para siempre.
Sergio estaba haciéndome algo que mi exmarido pocas veces se atrevió a hacer y estaba provocando que oleadas de placer invadiesen todo mi cuerpo. Sin esperármelo, noté como mi querido hijo metía su lengua dentro del agujero de la vagina y acariciaba con la lengua sus paredes. ¡Qué gusto! Sentir la suavidad de una lengua deslizándose por allí dentro mientras uno de sus labios acariciaba mi vulva era una experiencia sensacional. Si seguía haciendo eso durante mucho tiempo, no tardaría en llegar al mejor orgasmo de toda mi vida. Pero, de la misma manera que él había hecho conmigo antes, cuando mis suspiros comenzaban a parecerse más a gemidos, me senté sobre la cama y le impedí continuar con aquello. Como había hecho yo, él levantó su cabeza y pude ver como su boca brillaba por la humedad de la saliva y mis fluidos.
-Métemela.- Le pedí recostándome de nuevo sobre la cama.
La idea pareció gustarle porque se dibujo una nueva sonrisa en sus labios. Le dio una última lamida a mi entrepierna y se preparó para hacerme caso. Con sus piernas estiradas, se recostó sobre mi pecho. Su cara estaba a la altura de la mía y sus antebrazos, sobre los que se apoyaba para no aplastarme, los había puesto en el hueco dejado por los míos. Mientras se colocaba, su pene, completamente tieso, se frotó con mi pubis y mi vulva aumentando mi deseo por tenerle dentro. Cuando se hubo colocado, agarró su pene y lo apuntó al agujero por el que él había salido hacia veintidós años. El contacto fue electrizante. Poco a poco, fue metiéndomelo hasta que nuestros cuerpos quedaron completamente unidos. Me sentí colmada como nunca antes lo había hecho y no pude reprimir la tentación de darle un beso en los labios. Un beso que él me correspondió metiéndome la lengua casi hasta la campanilla.
Comenzó el bombeo. Poco a poco, la sacaba y la volvía a meter. Cuando entraba del todo, Sergio empujaba un poco más comprimiendo nuestros cuerpos y haciéndome gemir de gusto. Podía ver su cara desencajada por el placer y no quise perder la oportunidad de volver a besarle. ¡Qué beso! Hacía muchísimo tiempo desde la última vez que me besaba con alguien de esa manera. Esa vez no lo dejamos y seguimos besándonos mientras él llevaba el ritmo de la penetración. Mientras me la metía y me la sacaba, mis manos no se quedaron quietas. Las coloqué sobre los hombros de mi hijo y, poco a poco, fui acariciando toda su espalda hasta que llegué a las nalgas. ¡Qué culo! Redondo y duro, como a mí me gustan. Movida por la lujuria y por el deseo de más, aproveché la posición de mis manos para aumentar el ritmo. Cuando iba a empalarme con su verga, empujé con todas mis fuerzas sobre sus glúteos. ¡Qué placer! Con el impulso adicional, había llegado más adentro y a los dos se nos escapó un grito de gusto. Aquello me gustó tanto que tomé por norma hacerlo cada vez que me penetraba.
En pocos minutos, el placer se volvió continúo. Podía sentir como su pene salía rozándome entera y podía sentir como entraba con fuerza de nuevo. ¡Qué gusto! Seguía deseando que aquello durase para siempre pero sabía que se acercaba el final. Oleadas de placer me anunciaban que no podría retrasar mucho más la llegada del clímax. El gustito se hacía más intenso y yo obligaba a mi nuevo amante a empujar más. Deslicé uno de mis dedos por la separación de sus nalgas e hice presión con mi dedo índice sobre su ano. El dedo encontró un poco de resistencia pero entró. Sergio adoptó un ritmo frenético. La metía y la sacaba, la volvía a meter y la volvía a sacar a una velocidad inimaginable. Sin previo aviso, mi hijo me besó y clavó su pene con más fuerza de la habitual. ¡Qué gusto! Las oleadas se convirtieron en una ola perpetua e intensísima que poseía una fuerza devastadora. Sacudidas de placer contraían mi cuerpo. ¡Qué placer! Mis músculos se agarrotaron y mi boca quedó completamente abierta. ¡Menudo orgasmo estaba teniendo! Mi mente quedó completamente en blanco y, por unos momentos, me sentí en comunión con el mundo. Había sido el mejor de toda mi vida, casi como una experiencia mística, y había sido gracias al ser que más quería en este mundo.
Llena de amor por mi hijo, continué con las mismas acciones de antes para que él también experimentase lo que yo había sentido. Su frente estaba moteada por gotitas de sudor y su boca se abría y cerraba al ritmo de su respiración. Seguía con mi dedo índice metido en su ano y seguí haciendo fuerza para que entrase lo más adentro posible. Estuve así hasta que, con la cara completamente desencajada, la metió y no la volvió a sacar. Empujó tanto como pudo, dobló su cuello hacía atrás y pude notar como llenaba mis entrañas con su semen. Era muy agradable sentir algo tan calentito ahí dentro y sentir como se deslizaba por mi interior.
Cuando el orgasmo pasó para él también, quedó tumbado sobre mí recuperando el aliento. Había dejado de apoyarse sobre sus brazos y su cuerpo me aplastaba, pero su peso no representaba ningún problema. Saqué mi dedo de su ano y acaricié su espalda con la mayor delicadeza del mundo. Le dí un beso en la frente y, con la mano que me quedaba libre, me puse a jugar con su pelo, como hacía cuando él era pequeño. Poquito a poco, su respiración fue volviéndose normal y, poquito a poco, se durmió. Teniéndole sobre mí, pude apreciar la magnitud de lo que había pasado y, al poco rato, contenta y feliz por ello, yo también me dormí.