Tito Héctor

Uno más en la familia.

TITO HÉCTOR

Empezaban mis vacaciones y, uno de aquellos primeros días, en pleno verano, estaba tan aburrido que decidí llamar a Héctor; ese chico conocido con el que me veía de vez en cuando, si los dos teníamos ganas y tiempo de hacer lo que llamábamos «un escape». No iba a poder irme a veranear como otros años y me veía todo el fin de semana encerrado en casa.

Lo llamé a mediodía del jueves y contestó reticente:

―¿Quién eres?

―¡Soy yo… Juan!

―Lo siento… ―tosió nervioso―. Es que… conozco a varios juanes.

―Juan, el de los pisos verdes… —expliqué con paciencia— ¡Joder, no ha pasado tanto tiempo desde el último escape!

―¡Juan! ―exclamó al fin―. ¡En qué estaría yo pensando! Parece que ya no te acuerdas de mí…

―Si me acuerdo. Claro que me acuerdo. ¿Cómo estás?

―Aburrido, la verdad. Ando dando paseos por el parque porque en casa hace demasiado calor.

―¡Haces bien! Y si quedas con alguno de todos esos juanes que conoces, te aburrirás menos.

―¡No, no! ―tuvo que hacer una pausa porque parecía atragantarse―. Eso de los escapes sólo lo hago contigo.

―No me lo parece. ¿Te apetece que hagamos uno?

Héctor aceptó mi proposición al instante. Nuestros escapes consistían en hacer las maletas, subirnos a mi coche y pasar un fin de semana en la playa, si era verano, o en la montaña, si era invierno. Nuestro entretenimiento, como se puede imaginar, era bastante íntimo y placentero.

Apenas tuve que espera una hora hasta que apareció por casa. Al abrir la puerta lo encontré allí con su bolsa de viaje:

―¡Hola! ―saludó entusiasmado―. ¿Puedo pasar?

―Claro. Ya sabes que vienes a tu casa. ¡Entra y deja eso ahí!, al lado de la puerta. Luego prepararé mi bolsa…

―Aquí hace mucho fresquito, Juan. En casa no tengo aire acondicionado. Se averió y mis padres no lo han arreglado porque se han ido de vacaciones.

―He preparado almuerzo ―musité en su oído cuando me acerqué a besarlo―. Nos iremos cuando pase un poco el calor. Tengo espaguetis de los que a ti te gustan. Voy a darles una vuelta a ver si ya están al dente .

Héctor era un tío muy agradable y divertido. No solo lo llamaba porque fuera un experto en la cama; también porque era un genio imaginativo. Era capaz de inventar historias sobre la marcha; historias divertidísimas y llenas de encanto. Al principio de nuestros encuentros, cuando nos conocimos tomando una copa en una terraza, me pareció demasiado fantasioso. Sin embargo, siempre usaba esa fantasía en los momentos adecuados y con el tema más apropiado.

Fui yo el que decidí que nos veríamos de vez en cuando para llevármelo de viaje. Aunque vivía con sus padres, parecía estar casi siempre disponible. Si a su carácter extrovertido se unía su magnífico físico, podía considerarse la mejor persona con la que uno podría compartir su vida, pero los dos estábamos demasiado ocupados entre semana como para vernos más a menudo.

Lo miré prudentemente desde la cocina. Estaba sentado como si esperase algo. Se había cambiado de peinado y de estilo de ropa y, a decir verdad, me pareció más joven y más guapo ―si eso era posible―.

―Estás muy blanco ―le grité―. Necesitas unos buenos baños en el mar y tomar algo el sol; con precaución.

―¿Tienes protector? Como no pensaba ir a la playa, no he comparado.

―Voy a buscártelo ―le dije ya encaminándome hacia el angosto pasillo de mi pequeño apartamento―. Si lo dejo para luego seguro que se me olvida. ¡Ah! Ya he apagado los espaguetis. No hay más que echarles la salsa.

En el momento en que abría algunos de los cajones de mi dormitorio para buscarlo, oí sonar el timbre de la puerta y, por curiosidad, puse atención.

―¡Hola! ―saludó una voz infantil.

―¡Hola, chico! ―contestó mi amigo―. ¿Qué te trae por aquí?

―¿No está mi tito Juan?

―Tu tito… ―hizo una pausa― ¡Anda! Tú debes ser Currito. Pasa, tu tito está ahí dentro. Ahora sale.

¡Vaya! Era toda una sorpresa. Una buena sorpresa porque amaba a mi sobrino; no tan buena porque me dio la sensación de que se iban a acabar nuestros planes. Salí corriendo a saludarlo:

―¡Currito! ¿Qué haces tú por aquí? Dale un beso a tu tito.

Lo levanté en los aires cuando dejó su mochila en el suelo y Héctor y yo nos pusimos a jugar con él hasta que caímos en el sofá.

―A ver ―le dije―. Déjame averiguar. Tu mamá te ha dejado en la puerta para que te quedes conmigo… ¿Me equivoco?

―No ―contestó mirándonos a los dos con interés―. Tiene guardia, creo. No quería que me quedara solo en casa. Doña Luisa estaba en la puerta y he subido con ella.

―¡Ah, mejor! ―le dijo Héctor jugueteando―, y claro que no debes quedarte solo en casa.  Es muy aburrido estar encerrado sin nadie.

―No voy a quedarme todo el día ―aclaró el pequeño―. Es hasta el lunes…

Tuve que pensar para asimilar lo que oía. No me molestaba nada quedarme con mi sobrino unos días, al contrario, pero mi hermana bien podría haberme avisado por teléfono y no dejarlo en la puerta sin saber si yo estaba allí. Por supuesto, no le comenté nada de eso al pequeño:

―¡Bueno, venga! ―le ordené mostrándole el camino al pasillo―. Deja tus cosas en la habitación pequeña. Tenemos visita. ¿Has visto?

―¡Sí! ―prorrumpió mirando a Héctor―. Así será más diver. Mola… ¿Y tú quién eres?

―Yo soy…

―Digamos… ―interrumpí―, que este es tu tito Héctor. Es como si fuera mi hermano, ¿sabes?

―¿Ah, sí? Entonces… tengo ya otro tito.

―¡Claro que sí, jovencillo! ―bromeó mi amigo con simpatía―. Ya verás lo bien que lo pasamos.

A Currito le chispearon los ojos. Hablar con Héctor era todo un placer y estaba seguro de que iban a hacer buenas migas.

―¡Vamos! ―insistí―. Deja tus cosas en el dormitorio pequeño. Si traes deberes los haremos juntos.

El chico corrió con su mochila y su osito verde hacia mi dormitorio y aproveché para comentar la situación con Héctor:

―Lo siento. Creo que vamos a tener que dejar el escape para otro momento. Voy a llamar a mi hermana a ver si me explica por qué no me ha avisado.

―¡Déjalo! No me importa. Estoy acostumbrado a tratar con mis sobrinos. Cambiaremos los planes si quieres.

―¿Pero es que no te das cuenta? ―bajé la voz―. Será mejor que digamos que estás de vistita y que te vayas esta noche.

―¡Ni hablar! ―contestó seguro―. Yo también me aburro. Si en vez de estar los dos estamos los tres, lo pasaremos mejor. ¡Me encanta jugar con los chiquillos!

Disimulamos cuando volvió por el pasillo, se acercó y se sentó entre nosotros:

―Ya he dejado allí mi mochila, tito ―dijo educadamente―. Te has dejado los cajones abiertos.

―Ammm… verás ―me rasqué la oreja pensando la respuesta―. Es mejor que duermas en el dormitorio pequeño. Tito Héctor y yo vamos a dormir en el mío. Ya sabes lo que siempre te digo de las personas mayores. Hay que respetar eso…

―¿Sí? ―dijo con cierta tristeza―. Si no cabemos los tres en la cama, tito Héctor, que es el invitado, debería tener una habitación para él solo.

Los dos «titos» nos miramos sorprendidos. Habría que ver la forma de remediar aquella situación.

―¡Ya veremos! ―le dije levantándome para ir a la cocina―. Lo normal es que las personas mayores duerman juntas. No tengo más camas. Ahora vamos a preparar la mesa. Tengo espaguetis con salsa de tomate y queso; y eso te gusta, así que tienes que comer bien. Luego, dormiremos una siesta. Pon la tele y busca tus dibus . Tus titos van a preparar la mesa.

Le gustó la idea y aprovechamos su interés por la televisión ―que su madre no permitía que viese― para comentar lo que estaba sucediendo.

―No sé por qué te preocupas, Juan ―dijo mi amigo sacando los platos―. Si no se puede hacer un escape, no se hace. Eso sí… si pensamos estar juntos esta noche…

―Eso es lo que me preocupa. Ya que estás aquí… y tan guapo… A ver si tú puedes convencerlo de que duerma en el otro dormitorio. No es que le dé miedo dormir solo, es que le hace ilusión dormir con su tío; y si ahora tiene dos…

―Ya verás cómo su tito Héctor lo convence. ¡Anda! Ve sirviendo esto y yo lo llevo a la mesa. ¡Tiene un olor, hmmm!

Héctor se preocupó de que Currito se lo comiese todo y correctamente, aunque se puso perdido de tomate, como siempre y, después de un apetitoso y divertido almuerzo, le dije que debería acostarse un poco a la siesta y que después haríamos sus deberes. Pareció indeciso e intervino su nuevo tito:

―Verás, Currito… ―le dijo como si le contara un cuento―. Los niños no son más buenos porque hagan todos sus deberes, sino también por ser obedientes. ¿Sabes lo que le pasó a un chico como tú por no obedecer a su tito? Pues ahora tú tienes dos y deberías hacerlo. Yo no te voy a obligar, desde luego. Deberíamos hacer lo que diga tito Juan, porque estamos en su casa. ¿No crees?

―¡Claro! Pero no me has dicho qué le pasó a ese chico por no ser obediente.

―Casi deberías imaginarlo ―dijo Héctor con una cierta mezcla de resignación y de misterio―. Ese chico que te digo… hmm… se llamaba Jacinto. Sí, Jacinto… Su tito le pidió que le hiciera un favor. Sólo tenía que abrir una caja y ordenar unas fotos antiguas; por fecha. Y a Jacinto le pareció aburrido y no lo hizo. Cuando llegó su tito, se dio cuenta de que, si hubiera ordenado las fotos, se hubiera encontrado con una gran sorpresa. Eran sus propias fotos; como si hubiera tenido que ordenar su propia historia. Se quedó sin álbum y, cuando ya se llevaban la caja con las fotos, decidió ordenarlas. Así conoció cómo era de pequeño y cómo eran su papá y su mamá. ¡Sólo había que ordenar las fotos!

El pequeño se quedó algo extrañado y pensativo, me miró con cara de travieso y se echó abajo de la silla para dar la vuelta a la mesa y darnos un beso:

―Me gusta ser obediente ―nos dijo―. Mamá también tiene de esas fotos antiguas y, a lo mejor, si las hubiera ordenado, conocería a mi papá. ¿Hay que dormir mucha siesta?

―No, no ―le expliqué mientras le limpiaba la cara de salsa de tomate―. Ve a lavarte esta cara, las manos y los dientes, y ahora iré yo a ponerte bien la cama. El dormitorio está fresquito. Con reposar un poco la comida, basta. ¿Hace?

―¡Hace!

Héctor me miró con cariño, no como lo hacía siempre. Sabía tratar a los más pequeños porque tenía unos cuantos sobrinos y sobrinas. Quizá de ahí, y de su enorme paciencia, sacó esa habilidad para imaginar historias. Se ganó la confianza de Currito.

―¡Bien! ―le dije entonces―. Gracias. Ahora nos toca a nosotros ser obedientes. Vamos a tener que limitarnos a dormir la siesta si está el pequeño ahí al lado.

―Dormiremos la siesta ―respondió despreocupado―. Estar juntos toda la tarde es para mí un placer. Dormir contigo, también… «hermano Juan».

Preparamos la cama al pequeño y le quité la ropa manchada para que durmiese tapado con la sábana, porque estaba puesto el aire acondicionado. Le dimos un besito y quedamos en dormir una corta siesta.

―Mi hermana no responde al móvil ―protesté ya en el dormitorio―. A ver qué explicación me da de esto. No me extrañaría que le haya surgido algún plan y le haya dicho al niño que tiene guardia… ¡Ella es así! No piensa que yo también puedo tener mis planes…

―¡Da igual, hombre! ―exclamó muy conforme―. Lo que más me gusta de todo esto es que te hayas acordado de mí y me hayas llamado. Empezaba a pensar…

―¡Eh, tú! ―protesté―. También tienes teléfono y no me llamas.

―Se me borró todo, Juan ―respondió acercándose a mí―. Eso de querer llamarte sin tener tu número no volverá a pasar. Perdí tu teléfono por no tenerlo en la tarjeta. Ahora ya lo tengo otra vez memorizado y, además, lo he apuntado en un libro.

―Eres genial, ¿lo sabías? La puerta está encajada pero no puedo cerrarla, para que nos entre el aire fresco, así que vamos a ponernos los bañadores y a tener un poco de cuidado.

―Por supuesto. Ya verás que también así lo pasamos bien.

―No me has dado un beso.

―No hemos tenido tiempo. A ver… Vamos a ponernos cómodos y a descansar.

Nuestra siesta, tan corta como la del pequeño Currito, la pasamos abrazados sobre la cama, besándonos con prudencia y susurrándonos algunas palabras.

Cuando oímos algo de ruido, me acerqué a la puerta para ver qué pasaba. Currito se había levantado y había encendido la televisión, eso sí, bajando mucho el volumen.

Pasamos una tarde divertida. Currito fue conociendo a su tito Héctor y también yo tuve un acercamiento a éste que no hubiera podido tenerlo en otras circunstancias; en un escape de los nuestros.

Aproveché un momento de la tarde para retirarme al dormitorio y llamar otra vez a mi hermana. Afortunadamente, contestó la llamada:

―¡Lo siento, Juan! ―se excusó―. Tengo una guardia para suplir a un compañero. Es uno de esos turnos de veinticuatro horas y me lo pagan muy bien…

―¡Vale, no me estoy quejando de eso! Es que has dejado al niño solo en la puerta y yo, también tengo mis planes, ¿sabes? Estaba a punto de irme de viaje el fin de semana.

―Supe que estabas ahí. Vi las persianas levantadas… ¿Tienes algún amigo de esos guapísimos o te vas solo?

―Tengo a mi amigo más guapo en casa, Lucía. ¿No te das cuenta? Menos mal que los dos estamos de acuerdo en cuidar de Currito.

―¡Vaya, lo siento! ―contestó como arrepentida―. Te prometo que otra vez te avisaré con tiempo. De todas formas, no debéis preocuparos demasiado. Tengo a mi hijo muy bien educado y… si notara algo, por lo que sea, no se va a asustar.

―Mejor entonces, pero preferiría que el niño se mantuviera al margen de la vida íntima de su tío.

―¡No pasa nada! Sé prudente y ya está. Es lo que yo hago con mis amigos. De todas formas, ya te digo que Currito sabe lo suficiente de lo que debe saber. ¿De acuerdo?

Colgué pensando en esas veinticuatro horas que tendrían que pasar para que mi hermana terminara su turno extra. Una vez que acepté quedarme con él hasta el lunes, sería una gran desilusión para mi pequeño sobrino enterarse de que sus titos estaban deseando que se fuera.

―No le des más vueltas ―musitó Héctor asomándose al dormitorio―. No lo estamos pasando tan mal y… podríamos vernos más a menudo.

―Así debería haber sido siempre ―me quejé―. Cuando tú puedes, yo no puedo…

―¿Estás seguro de que es así? ―sugirió para terminar―. Vamos con el pequeño ahora. De esto se hablará más adelante.

Hacía demasiado calor aún para salir a dar un paseo, así que nos dedicamos a jugar y a oír las historias de Héctor. Me senté a su lado, apoyé mi codo en su hombro y no perdí de vista las sonrisas del pequeño.

Abrí una ventana cuando empezaba a irse el sol y no me pareció que hiciera demasiado calor. Les propuse a ambos irnos a dar un paseo y parecieron ponerse de acuerdo para hacer una fiesta.

Duché al pequeño y lo cambié de ropa mientras se vestía mi amigo ya duchado y, saliendo juntos al salón, encendieron la tele mientras yo acababa. Los tres nos pusimos ropa fresca y determinamos ir al centro comercial y comprar unos helados.

El paseo fue largo y divertido. Cuando llegamos a casa, Currito se veía claramente cansado.

―No te vayas a quedar dormido antes de cenar ―le dije―. Con el estómago vacío no se puede dormir.

―Hmm ―refunfuñó―. Dices las mismas cosas que mamá.

―¿Qué te pasa? ―le habló su otro tito―. ¿No tienes ganas de cenar? Si no comes algo te despertarás a media noche.

El pequeño volvió a protestar y le propuse que tomase un buen vaso de leche fresquita con algún dulce. Pareció más conforme.

―¡Vamos, Currito! ―le rogué al salir de la cocina―. El tito Héctor te dará este vaso de leche mientras yo preparo nuestra cena. ¡Hay que dormir!

Apenas me entretuve porque preparé una cena fría y, cuando salí al salón con la bandeja, Héctor llevaba al pequeño, casi dormido, a su dormitorio. Lo acostó y, al volver, se acercó a besarme, se sentó a la mesa y cogió mi mano:

―Estamos juntos, Juan. ¿No es suficiente eso? Este escape va a ser distinto; nada más. No creo que estés contrariado porque no podamos…

―No es eso ―dije ya saboreando el primer bocado―. No vivo pensando en hacerlo. Me gusta estar contigo, y lo sabes. Hemos estado muchas veces solos de viaje y, según recuerdo, algunas noches las dedicábamos a dormir.

―Pues sí. Siempre que estoy a solas con alguien es contigo. No hay tantos juanes como pensabas. Y… este Juan ―Clavó su índice en mi pecho― es el único que me interesa; para hacer un escape o para cualquier otra cosa.

―¿Por qué no hemos hablado nunca de esto? ―me pregunté a mí mismo en voz alta―. Ha tenido que venir el niño para que nos demos cuenta.

―Yo sí lo he pensado algunas veces. No sabía si tu intención era simplemente pasar unas noches conmigo o intentabas que surgiera algo más.

―Mi trabajo me absorbe, creo… y cuando te llamo y estás ocupado… me vengo abajo. Siempre he creído que te venías conmigo para pasarlo bien y ya está.

―No lo sabes ―dijo seguro―. Nunca me lo has preguntado.

―Pues tampoco tú has dado muchas explicaciones. Se ve que ahora que se han torcido unas cosas, empezamos a descubrir otras.

―¡Oye! ―se acercó a mí para susurrar―. ¿Podríamos probar a vivir juntos o algo así?

―¿Qué pregunta es esa? Nunca se me ha pasado eso por la cabeza porque siempre me has dicho que vives con tus padres y que estás a gusto...

―Y no es mentira, Juan ―se sinceró―. Para mí es más cómodo vivir con mis padres aunque tenga que estar pendiente de ellos y aceptar todo lo que me dicen. Nunca te lo he dicho como una excusa. Otra cosa es que me plantees…

―Vamos a dejar pasar estos días. Creo que deberíamos pensarlo bien.

Ya en la cama, con la ventana y la puerta entreabiertas para que corriera aire, dejamos las sábanas a un lado. Decidimos no dormir desnudos, porque Currito podría aparecer en cualquier momento y, sin embargo, conforme nos íbamos besando y acariciando, casi olvidamos que teníamos visita.

No pude evitar echarme sobre mi amigo como lo hacíamos siempre que nos íbamos de viaje. Los besos, los roces, los cuerpos empapados en sudor y las erecciones inevitables, me empujaron a levantarme a intentar cerrar la puerta poniendo una pesada banqueta pegada a ella para que no se abriera.

Al no haber podido hacer nuestro escape a la playa, aquella fue la primera noche en la que noté algo distinto. Acariciarnos ya no parecía un juego sexual para darnos placer y, cuando Héctor se movió lentamente hacia mi vientre, tiró de mi bañador y la metió en su boca, no aguanté esa sensación. Lo deseaba de otra forma, aunque eso fuera la impresión por hacerlo en casa y no en un apartamento alquilado. Su mirada, durante todo aquel día, había sido muy distinta. Había pasado de ser la mirada de un conocido que me gustaba a ser la de alguien que se sentía parte de mí; como de la familia. Influyó la presencia de Currito y el hecho de que lo tratara como su tito Héctor.

Tuve que tirar de su cabeza para no correrme tan pronto y, moviéndose a gatas, apoyó su mejilla en la mía, me besó varias veces y me habló en voz muy baja:

―¿Quieres que hagamos otra cosa? Me hubiera gustado comértela hasta el final.

―No tienes que preguntarme. Termina y me dejas a mí.

Comenzó una mamada lenta y muy placentera. Sabía cómo hacerlo y, además, se estaba esmerando. Soporté su dulce tortura cuanto pude porque quería que no terminase nunca. Me incorporé para pegar su cabeza a mi vientre, tirando de ella, mientras me corría y, después de esperar entre ahogos a que terminara de lamerla, bajé un poco la cabeza para hablarle:

―Eres tremendo, te lo aseguro. ¡Qué gusto! No sé si ya no recuerdo las otras veces o es que esta me ha parecido distinta.

―Ha sido distinta ―musitó sin moverse.

―Échate tú ahora. Te toca averiguar si ha cambiado algo.

Tampoco fue la misma sensación de siempre.  Abarcar su miembro con mi mano mirándolo de cerca y notar sus latidos, me empujó a hacerlo de otra forma. Se la fui lamiendo poco a poco, sin prisas. La metía en mi boca hasta el fondo, la sacaba y la dejaba reposar. Puso sus manos sobre mi cabeza ―completamente empapada por efecto del calor― y fue tirando de ella y empujando. Mientras el sudor goteaba por mi nariz, lo dejé hacer hasta que oí sus gemidos. Su cuerpo temblaba y se encogía sobre las sábanas despidiendo el olor característico de su piel. Ese olor suyo, el que sólo me llegaba cuando lo tenía tan cerca, era como un filtro venenoso que me hacía perder el sentido.

Cuando noté que empujaba con más fuerzas y mi boca se llenó, absorbí aún más fuerte. Su leche resbaló por las comisuras de mis labios porque no cabía toda en mi boca. Seguí lamiendo y saboreando su exquisitez, dándome cuenta entonces de que era mi delicia favorita; de que no podría hacer eso con otro. También me susurró algo:

―¿Nunca vas a darte cuenta de lo que es esto?

Llegó la mañana y seguimos despiertos sobre la cama; desnudos y con el sudor y el semen secos, pegados a nuestros cuerpos. Se oyó un golpe y se movió la puerta. Tiramos rápidamente de la sábana para cubrirnos.

―¿Currito? ―pregunté.

―Levántate ya, tito, que tengo hambre.

―Ya vamos. Hay que ducharse, que hace mucho calor.

Nos pusimos los bañadores y me fui a la puerta a quitar la banqueta. Al vernos, el pequeño corrió adentro riendo y saltó sobre la cama haciéndole cosquillas a Héctor.

―¡Quieto, quieto! ―le dijo éste―. Hay que ducharse y desayunar, ¿no crees?

―Buenos días, tito Héctor ―dijo entonces besándolo con cariño―. ¿Has dormido bien aquí?

―¡Pues claro! ―le contestó―. Estábamos tan cansados como tú, que te quedaste dormido enseguida.

Se incorporó, tiró de él y se bajaron de la cama:

―¡Anda! Vamos a la ducha, campeón ―le dijo Héctor tomándolo de la mano―. Tío Juan que prepare el desayuno.

Cuando apareció Currito duchado y muy bien peinado por la cocina, ya había hecho el café y calentado leche para ponérsela con chocolate. Le dio el olor y se relamió.

―No tengo cereales ―le dije―. Voy a ponerte una tostada con mermelada. ¿Te gusta?

―¡Sí! ―Se acercó a mí, tiró de mi bañador para que me agachara y me besó desprendiendo un suave perfume a gel de baño―. Tito Héctor está solo en la ducha. Yo me siento a ver la tele y tú te vas con él.

—¡Vale!

Me aseguré de que había apagado el fuego y el tostador y lo dejé delante de la tele buscando sus programas favoritos.

Héctor y yo nos duchamos juntos, sin entretenernos nada, nos pusimos nuestros bañadores limpios y nos dispusimos a desayunar.

Estábamos aun comiendo cuando llamaron a la puerta. Currito se echó abajo de la silla y corrió a abrir. Esperamos con intriga a saber quién aparecía por allí… Era mi hermana:

―¡Buenos días! ―saludó efusivamente al entrar―. Vengo rápidamente aprovechando mi hora del desayuno. ¡Ay, mi niño! ¡Un beso! ¿Lo estás pasando bien? Esto… Supongo que os sobrará algo de comer para mí. No puedo entretenerme.

―Pasa, Lucía, pasa ―le dije levantándome para saludarla―. Siéntate ahí con él. Es mi amigo Héctor —Se levantó para besarla,  y se la presenté—: Mi hermana Lucía.

Al sentarse a su lado, antes de que me fuera a la cocina para ponerle un buen desayuno, me miró haciendo una mueca insinuante. Mi hermana conocía a algunos de mis amigos, pero no a Héctor, e imaginó enseguida que aquel guapísimo chico que había allí sentado no era un amigo más.

Estuvo dándole órdenes al pequeño para que no nos molestara y contando alguna cosa del hospital donde trabajaba. Tenía mucha prisa, así que fue a ayudarme a la cocina y Currito la siguió:

―¡Vaya, vaya! ―exclamó en voz baja―. Estas cosas se avisan… No sé por qué no me has dicho que ya tienes novio… ¡Es tan guapo!

La miré con disimulo indicándole que el pequeño estaba tras ella. Lo miró, le sonrió y no supo qué decir. Habló el pequeño:

―¡Son pareja, mami! Ahora tengo dos titos.

—Sí, mi vida —le contestó con cariño, agachándose para besándolo—. Ya tienes dos titos. Espero que obedezcas a los dos y te portes bien. Luego vendré a recogerte, ¿vale? Ellos tienen que irse de viaje…

—¡No! —llorisqueó—. ¡Quiero quedarme con los titos!

—¡Venga, venga! —dijo Héctor asomado a la puerta—. No sé por qué lloras, si vas a quedarte…

—¡Claro que va a quedarse, Lucía! —le dije a mi hermana despacio—. Los tres nos vamos a ir a pasar este finde en la playa… si dejas que se venga el pequeño. Estaremos mejor que aquí encerrados.

—¿En serio? —preguntó asombrada—. Dentro de unas horas termino el turno.

—Bueno —dijo entonces Héctor—. Así tienes un par de días de descanso. Currito estará muy a gusto con nosotros.

—¡Vaya! —exclamó mi hermana muy sorprendida—. Una cosa así querría yo para mí. ¿De verdad no os molesta?

—¡Venga! —les di prisas—. A la mesa que no hay tiempo. Come tú la primera y hasta el lunes, si Dios quiere.

Héctor tenía su bolsa preparada, como el pequeño. Preparé la mía, seleccioné algo de música para el camino y nos fuimos al mismo apartamento de la playa donde habíamos ido otras veces, porque aún no lo habían alquilado para la temporada.

Pasamos un par de días deliciosos. Nos bañamos en el mar, tomamos algo de sol, paseamos, salimos a cenar por la noche… Lo único que hubo que evitar fue el sexo, pues el apartamento era pequeño, como un estudio, y dormimos en la misma habitación a la vista de mi sobrino. Solo en la ducha pudimos acariciarnos brevemente.

El domingo por la tarde, casi de noche porque ya oscurecía a partir de las nueve, llegamos a casa. Como prometí a mi hermana, la llamé por teléfono para avisarla:

—Ya hemos vuelto —dije tras saludarla.

—¿Qué tal lo habéis pasado? —preguntó—. Supongo que… sin intimidad; con el niño a todas horas. ¡Lo siento!

—¿Y qué más da eso ahora, Lucía?

—Voy a por el niño —dijo—. Ya puedes ir convenciéndolo que se va a venir a casa. No quiero que siga estorbándoos.

—¡Anda ya, mujer! ¿No sabes que me encanta quedarme con él?

En pocos minutos llegó a casa y el pequeño, casi agotado, no dudó en recoger su mochila y su osito verde para irse con su madre. Al cerrar la puerta, me miró Héctor muy serio:

—¿Y ahora qué? —musitó—. No dirás que lo hemos pasado mal.

—¡No, en absoluto! Estando contigo…

—Pues ahora estás conmigo y ya no está el pequeño. ¿Vamos a seguir así, mirándonos?

—No creo —musité también acercándome a él—. Ahora me he acostumbrado a tenerte a mi lado como alguien especial. Si quieres, se acabó ya eso de vernos solo para hacer un escape.

Sin respuesta, se acercó a mí para besarme y comenzó a tirar de mis ropas.

—¿Aquí de pie? —pregunté.

—Aquí de pie y allí acostados. No te vas a librar de mí ni un día. ¿Piensas que no he ido viendo cómo ha ido cambiando tu mirada? No vamos a seguir como hasta ahora. Sé que, en el fondo, es lo que deseas.

—Es lo que deseo. Haremos sitio para todo lo que necesites traerte. No hace falta hablar más.

No se habló más. Nos fuimos al dormitorio y, antes de ducharnos y de comer y de cualquier otra cosa, decidimos hacer lo que deberíamos haber hecho antes; siempre.

Besé todo su cuerpo y acaricié sus pies sin pensar en el tiempo; los lamí y, viendo su mirada feliz, me moví lentamente hasta sentarme sobre su vientre. Sabía lo que más le gustaba, así que lo dejé traspasar las barreras y entrar en mi cuerpo despacio; como si deseara que nunca saliera de allí. Me fui balanceando, como si cabalgara, sin perder un detalle de sus gestos. Estaba gozando, por supuesto, pero no como hasta ese momento.

Cuando cerró los ojos y aspiró repetidamente, me la cogió con las dos manos, apretándola y temblando. Caí sobre él cuando lanzó un grito desgarrador de placer y seguimos con un beso largo, con otras caricias, con otras palabras que no eran simplemente de placer. Toda la noche. Se había convertido en parte de mi carne como yo ya lo era para él.

Por la mañana, llamé a mi hermana:

—Este año no podemos irnos de vacaciones todo el mes —le dije—, pero… ¿Dónde está el niño?

—¡Ah! Está muy contento. Se ha ido a jugar con los vecinos.

—¡Bien! No lo comprometas a nada para el fin de semana que viene. Nos lo llevaremos a la playa.

—¡Uf, qué alegría le va a dar! —exclamó—. No sabes lo que habla de su nuevo tito… ¡Oye! ¿Sois pareja formal?

—¡Muy formal, te lo aseguro! —Solté unas risas—. Tienes cuñado.

—¡Y qué guapo es! ¡Madre mía!