Tío Carlos

Disponíamos de poco tiempo, por lo que enseguida se bajó el pantalón, el bóxer y pelando una erección de supremas proporciones, se acomodó encima de mí, metiéndomela pedazo por pedazo, certeramente, desgarrándome poco a poco, transformándome, con apenas un envión, en toda una mujer.

Uno de los recuerdos más gratos de mi adolescencia se refiere a las visitas que solíamos hacerles a mis tíos Carlos y Edith los sábados por la tarde. Aunque en ese entonces yo ya era adolescente, no evidenciaba, todavía, la rebeldía típica de toda chica de esa edad. Aún era algo cándida e inocente en algunos aspectos, sobre todo en lo que involucraba a la sexualidad, y, aunque ya había comenzado a picarme en esa zona, me consideraba una absoluta neófita en el tema.

Para colmo, mi mamá, que estaba chapada a la antigua, no hacia ningún esfuerzo por aclararme el panorama. Todavía recuerdo sus devaneos cuándo tuvo que explicarme sobre la menstruación en oportunidad de mi primer período.

De modo que lo que sabía, o lo poco que sabía, era a través de algunas amigas, que, mucho más afortunadas que yo, ya habían sentido en carne propia el “azote viril” de un hombre. Eso que ellas mismas llamaban la felicidad de ser mujer.

Yo, por el momento, me encontraba muy lejos, lejísimo de todo eso, ya que ni siquiera tenía novio. Y a menos que me fuera con un extraño por ahí, no sentía que tuviera alguna chance de experimentar aquello que mis amigas definían como lo mejor que existe en la vida.

Así que sin nada que hacer, y aunque me aburría como una ostra, los sábados acompañaba a mi mamá a lo de los tíos. Allí veía la tele, leía algunas revistas, y entre todos tomábamos mate con tortas fritas, las cuáles eran preparadas por mi tío, todo un experto en el tema.

Cierta tarde mi tía y mi mamá salieron a hacer algunas compras. Se acercaba la temporada invernal y no querían estar desactualizadas. Por alguna razón no quise acompañarlas, quedándome a preparar con mi tío una buena cantidad de tortas fritas para cuando ellas regresaran.

Apenas se fueron, preparamos en la cocina todos los ingredientes requeridos, pero antes de elaborar la masa, mi tío me dijo que, esta vez, quería darles algún toquecito exótico. Para ello me pidió que fuera a buscar, a su habitación, un libro de recetas.

“En el segundo cajón de la mesita de luz”, me indicó. Allí fui, pero cuando abrí el referido cajón me encontré con una inesperada sorpresa, ya que, en lugar del libro de recetas, lo que encontré fue una revista porno.  Nunca había visto una, sabía que existían por supuesto, pero nunca había caído una en mis manos.

Con la curiosidad lógica que semejante material me incitaba, me senté en el borde de la cama y comencé a hojearla. Era como una fotonovela. Una pareja de recién casados, caracterizados con smoking y vestido de novia, entran a una suite matrimonial, y, bueno, allí hacen todo lo que se supone debe hacerse en una noche de bodas. Y todo con unos primerísimos planos por demás precisos y detallados. Obviamente que toda mi atención se la llevaba el eximio instrumento viril del supuesto novio, quién ostentaba un tamaño que, desde ya, permitía mis más densas y oscuras maquinaciones.

Viéndolo así, en foto, comprendía todo lo que mis amigas decían al respecto. Ya nada me parecía exagerado o fuera de proporción. Incluso los evidentes gestos de placer que esbozaba la novia al recibir semejante desmesura así me lo corroboraba. Un trozo de esos sí que debía ser un ensueño. Y lo que más me sorprendía era que la novia no solo le daba albergue entre sus piernas, en donde por lo menos creía que se encontraba su destino lógico y natural, sino que también lo recibía en la boca, y, lo más sorprendente, por el culo. Aquello ya de por si me parecía impracticable. Lo veía y no lo creía. Que tan impresionante volumen pudiese caber en tan reducido espacio, era algo que me resultaba inconcebible. Pero ahí estaba la afortunada novia, en cuatro patas sobre el lecho nupcial, con todo ese fierro íntegramente ensartado en el ojete.

Olvidándome por completo de mi tío y de las dichosas tortas fritas, seguía hojeando y hojeando, maravillándome con tan incitantes imágenes, cuándo, de repente, la puerta se abre y mi tío Carlos entra como una tromba. A toda prisa escondí la revista sentándome sobre ella, tratando de disimular lo mejor que podía el innegable efecto que aquellas fotos habían generado en mí.

-¿Qué paso que te demoras tanto?- me pregunto, cerrando la puerta tras de sí, y acercándose con paso firme y presuroso.

  • Eh… No…. Nada- no supe que contestarle.

  • Me parece que se lo que es- aseguró sentándose a mi lado, y sin que yo pudiera hacer nada para evitarlo, metió una mano por debajo de mi cola y me descubrió la revista.

  • Yo… este… no quise- intenté defenderme.

-No te preocupes, si no te estoy acusando de nada- me tranquilizó –además supongo que estas cosas ya las debes de conocer, ¿no?- agregó con obvia intencionalidad y sin poder evitar ruborizarme, negué con la cabeza. No, no las conocía.

-No me digas que nunca estuviste con un chico – dijo imperativamente.

Volví a negar. No, nunca había estado con uno.

-¡Vaya, eso sí que es una sorpresa!- exclamó sorprendido, tras lo cual empezó a hojear la revista con renovado interés –Y decime, ¿te gustó lo que viste? - me pregunto a la vez que me enseñaba, sin recato alguno, las infames fotos.

Incapaz de pronunciar palabra, asentí tímidamente, apenas con un gesto. Claro que me gustaba. Me fascinaba.

-Si querés puedo enseñarte algunas cosas, un tío siempre debe ser condescendiente con su sobrina preferida -  me propuso luego, dejando la dichosa revista a un costado y deslizando una mano por debajo de mi falda, acariciándome muy dulcemente una pierna.

Aunque se trataba de mi tío, en ese momento él era para mí sencillamente un hombre. El que podría dispensarme aquello que me desvelaba por las noches.

-¿Querés que te enseñe? - volvió a preguntarme, avanzando decidido hacia el centro neurálgico de mi cuerpo.

-Si…. Si quiero - asentí en medio de un motivador suspiro.

Entonces ya nada fue igual. Transformándose en una bestia desatada, me tumbó de espalda sobre la cama y levantándome los pliegues de la pollera por sobre la cintura, me saco la tanguita, y, encaramándose entre mis piernas, me atacó con la lengua, deslizándola primero por mis labios ya húmedos e hinchados, para luego sí, adentrarse entre mis carnes en llamas, saboreándome toda por dentro, explorándome tan profundamente que parecía estar lamiéndome las paredes de mis entrañas.

De repente comencé a experimentar un montón de sensaciones que nunca antes había sentido. Estaba como afiebrada, sudorosa, con los pezones que se me hinchaban desmesuradamente y esa densa humedad que fluía a borbotones desde mi interior.

Disponíamos de poco tiempo, por lo que enseguida se bajó el pantalón, el bóxer  y pelando una erección de supremas proporciones, se acomodó encima de mí, metiéndomela pedazo por pedazo, certeramente, desgarrándome poco a poco, transformándome, con apenas un envión, en toda una mujer.  Ahora sí que comprendía, en toda su dimensión, lo que decían mis amigas. El sexo era lo máximo. Ya lo sentía. Lo experimentaba en carne propia.

-¡¿Te gusta, putita, te gusta?!- me preguntaba mi tío, dándome con todo, regalándome la sapiencia y el confort de su experimentada hombría.

-¡Si tío… me gusta…. me gusta mucho… muchísimo! - asentía plácidamente, entregándome sin renuencia alguna a tan impactante deleite.

Aunque me dolía un poco, (el inevitable precio que debía pagar por ser primeriza), no quería que dejara de metérmela ni por un solo instante. Lo quería todo adentro y en todo momento. Me fascinaba sentirlo palpitar en mis entrañas, llenándome con ese volumen que me parecía rebosante, impresionante. Me encantaba que me hiciera suya, vigorosamente, demostrándome aquello que, ahora, se convertiría en una práctica fundamental e indispensable, en la actividad que, estaba segura, ocuparía todos mis sentidos.

De repente, lo que era un vaivén preciso y continuado, se aceleró en una forma vertiginosa y desenfrenada, en un aceleramiento prodigioso, en un vibrante sortilegio de metidas y sacadas. Así se coge, me decía a mí misma. Y me gustaba. ¡Y como! Tanto que, casi sin darme cuenta, comencé a oscilar mis caderas en torno a esa plenipotenciaria herramienta suya. La sentía inflamándose y estremeciéndose, hasta que me la sacó y, todo erizado, dio un par de zancadas y me la metió en la boca.

-¡Trágatelo todo!- me ordenó.

Apenas pude que hacer nada más, aguantar cinco ó seis enviones más, cerrar los labios en torno a la carne pegajosa, percibir su sabor, y tragar aquella especie de bálsamo viscoso y caliente, dulce y ácido a la vez, tragar y aguantarme las ganas de toser a medida que avanzaba a través de mi garganta aquel fluido espeso y delicioso, al que finalmente habría de hacerme adicta.

Luego me la sacó, toda chorreante, entumecida, regocijado con ver mi boca repleta de leche. De su propia leche.

-Dale, lavate y arreglate un poco que tu mamá y tu tía ya deben estar por volver- me apuró mientras se la guardaba, ya fláccida y rugosa.

Luego, como si nada, fuimos a la cocina y preparamos las tortas fritas. Esa fue la primera vez que mi tío y yo estuvimos juntos. Y no sería la última. Fue tan solo el inicio de una relación prohibida que habría de trascender, incluso, nuestros respectivos matrimonios.