Tío Bence

Creo que lo amé desde que me levantó en sus brazos para calmarme el llanto, cuando ni papá ni mamá podían hacer algo para que dejara de llorar, tal vez por alguna clase de dolor o sólo por capricho. Tío Bence no hizo más que levantarme del piso alfombrado, donde despanzurraba mis chiches infantiles, para que olvidara dolores, angustias, antojos, convencida de que acababa de conocer al dueño de todo mi tiempo y mi destino.

Tío Bence

Actualmente tengo veinticinco años. Soy menuda, chiquita, aunque poseo buena cara y un físico bien constituido, armónico, digamos que bastante atractivo y sustancioso. Provengo de un hogar normal, de clase media, con padres que siempre se llevaron bien y nunca manifestaron contrariedades dignas de recordar. Papá trabaja como vendedor de inmuebles y gana bastante, lo que nos permite un buen pasar, aunque tanto mi hermano mayor como yo no continuamos estudiando las carreras que iniciamos en la universidad pretextando incomodidades económicas. Mamá se desempeña como profesora de inglés en varios colegios, corriendo durante todos los días de un lugar a otro para cumplir con su agenda de horarios. Mi hermano mayor vive en pareja y yo trabajo como secretaria ejecutiva en la sucursal del barrio de una institución bancaria internacional. Gano bien y puedo darme todos los gustos que quiero y que se encuentran al alcance de mi presupuesto, de manera que con mi grupo de amigas salimos los fines de semana y nos divertimos a lo grande, pero dentro de los parámetros del buen comportamiento, sin recurrir a cosas extrañas.

Tuve varios novios, o mejor dicho "amigovios", por cuanto hasta ahora no encontré al que me haga volar la cabeza y explotar mi corazón, quitándome de encima este peso sentimental que soporto desde siempre, creo que desde el mismo instante de asumir la razón. Mis amigas dicen que soy demasiado exigente, que el hombre ansiado por las células de mi cuerpo no existe, que si sigo pensando y actuando así terminaré sola, sin nadie al lado, condenada a padecer el martirio de despertar buscando desesperadamente un consolador o el servicio formal de mis dedos. De las siete que conformábamos el grupo al dejar el colegio secundario ya quedamos tres: las otras cuatro continúan siendo amigas, pero no nos acompañan por las rutas de la diversión, atadas a sus obligaciones de señoras de la casa o de compañeras de los hombres que eligieron para pasar toda o parte de la existencia, con varios hijos a la rastra. Las tres que quedamos tenemos con quienes salir, y seguramente en poco tiempo quedaré solitaria, porque Gerardo, mi simpatía actual, no me provoca más que compasión, necesidad de no herir sus esfuerzos realizados en los últimos dos años de besos insulsos y caricias desganadas, que al fin y al cabo se convierten en tortura, sobre todo cuando sus manos penetran en mis intimidades con la ilusión de despertar mis instintos femeninos, imposibilitados de responder como deberían.

Lo que nadie sospecha es que pasé toda mi vida enamorada de mi hombre ideal, del único que me hizo y que aún me hace temblar con sólo pensar en él y que con el transcurrir del tiempo se afirma más y más en los sentimientos espirituales y en las ambiciones de la carne, a pesar de los esfuerzos que hago para arrumbarlo en las lejanías y no tropezar más ni con su recuerdo. Creo que lo amé desde que me levantó en sus brazos para calmarme el llanto, cuando ni papá ni mamá podían hacer algo para que dejara de llorar, tal vez por alguna clase de dolor o sólo por capricho. Tío Bence no hizo más que levantarme del piso alfombrado, donde despanzurraba mis chiches infantiles, para que olvidara dolores, angustias, antojos, convencida de que acababa de conocer al dueño de todo mi tiempo y mi destino.

A partir de ese momento sólo existí para él, para exigir su mano y correr al jardín u ordenar que me alzara para clavar mi boca en su mejilla áspera y succionar con mis labios hasta sentir que me ahogaba de amor. Me encantaba aspirar su olor a sol, a lejanías verdes, y sentir en la lengua el sabor agridulce de su piel ardida, acostumbrada a la libertad y la intemperie. Vivía contando las semanas que faltaban para el verano, para que mamá acomodara el equipaje en el auto y viajáramos al campo de tío Bence, donde pasaríamos la mayor parte de las vacaciones, acompañando al solterón empedernido que se negara a abandonar la estancia familiar, pagando a los acreedores de la quiebra hasta convertirse en único propietario. Era hermano menor del abuelo Erasmo, padre de mi mamá, y gracias a sus esfuerzos y al trabajo constante se mostraba como un hombre de buena posición, dueño de las mil quinientas hectáreas de pampa flor, situada en lo más fértil de la provincia de Buenos Aires.

Él también estaba enamorado de mí, y lo demostraba en cuanta ocasión se le presentara, y durante los veranos vivíamos un romance a pleno pulmón, sin separarnos un instante: me llevaba en su caballo al recorrer la estancia, acomodada en el recado y abrigada por sus brazos, o me ponía a su lado al manejar la camioneta, y hasta me lavaba en las acequias o en los pozos de agua cuando se me soltaban las aguas mayores y menores de mi primera infancia. Luego, cuando fui creciendo, lo acompañaba cabalgando el petiso que me regalara al cumplir mis primeros seis años o sentada como señorita seria en el extremo del asiento de la camioneta, mostrándome orgulloso y soberbio ante amigos y conocidos.

Tío Bence me calmó el miedo de mi primer enchastre lunar, cuando poco después de cumplir doce años sentí la humedad de la sangre corriendo por mis muslos y creí que moría: Ya eres mujercita, Chiquita…, me dijo, limpiándome con su pañuelo y reemplazando la bombacha embarrada con parte de su camisa de ir al pueblo, y no sentí vergüenza ni nada que se le pareciese mientras me lavaba con sus manos de árbol y me besaba los labios para que dejara de sollozar. Durante el viaje de regreso a casa me explicó la razón de la sangre, el porqué de la fertilidad, y hasta respondió a mis preguntas acerca de cómo eran las relaciones entre hombre y mujer para engendrar un hijo. Mientras él hablaba, lentamente, yo sentía necesidad de acercarme, de pegarme a su costado, de rodear su brazo derecho con los míos, de investigar con mis dedos por qué se erguía el bulto que se insinuaba en la bragueta de sus bombachas gauchas, imaginando que alguna vez viviríamos juntos el milagro de hacer la vida, porque si a la edad de la primera razón me había enamorado de tío Bence a la hora de mi primera menstruación el amor se me desbordaba de los ojos y de la sangre como una tormenta de sol.

Al regresar a Buenos Aires sentí como nunca el dolor de la separación, el presentimiento de que pasarían muchos meses antes de volver a estar al lado de tío Bence, pero para mi sorpresa se presentó en el departamento apenas una semana después. Mamá lo adoraba, no sólo por ser el menor de los seis hermanos de su padre, sino también porque se llevaban bien y fue la única de los descendientes de la familia que no pensó que tío Bence se aprovechó de las circunstancias para quedarse con el campo, por cuanto una vez pagadas las deudas y saneados los títulos se consideraron con derechos suficientes como para exigir recompensas, cuando la verdad era que el ahora exclusivo propietario había pagado casi el doble de su valor a los acreedores de la quiebra familiar, por lo tanto no debía atenciones a nadie, a ninguno de lo antiguos herederos.

Por alguna razón, en lugar de mostrar alegría por su inesperada presencia, sentí deseos de arrinconarme, de aislarme y llorar, sin poder decidirme a correr hacia los brazos de mi tío o escapar para que mamá no advirtiera lo que me ocurría. Los ojos negros y brillantes de tío Bence me buscaban, intentaban enviarme mensajes que no me animaba a comprender, en tanto mamá servía café y preguntaba por la razón del viaje, aceptando el motivo de adquirir un tractor pensando que los precios de Buenos Aires serían mejores.

De pronto, tío Bence me preguntó si quería acompañarlo hasta la rotisería de la vuelta para comprar algo para el almuerzo, evitando que mamá cocinara, y casi temblando dije que sí. Salimos, caminamos hasta la esquina, y en cuanto doblamos tío Bence me tomó la mano: Te extrañaba mucho, Chiquita…, dijo, con profunda seriedad, con su voz autoritaria y ronca ahogada por emociones indescriptibles. No pude decir nada: sólo estirar la mano y tomar la suya, con tanta seguridad que en ese preciso instante quedó decidido que mi único amor sería él, no sólo en esos momentos, sino siempre.

Desde esa ocasión viví mis mejores días, mi tiempo más auspicioso, soñando con el próximo verano, cuando mamá decidiera pasar las vacaciones en el campo y me llevara con ella, pero las cosas cambiaron abruptamente, porque tío Bence, con el pretexto de adquirir el tractor que había elegido en la casa central de Buenos Aires en su visita anterior, volvió para las vacaciones de julio. Durante esos meses yo había crecido, no en altura, sí en formas y desarrollo, con pechos que me obligaban a usar corpiños y piernas que provocaban las miradas de vecinos y compañeros de colegio. Cuando tío Bence me vio se le encendieron las mejillas, los ojos se iluminaron y en su abrazo sentí perfectamente el descontrol de su sexo punzándome el estómago, ya que por su altura mi cabeza no le llegaba al hombro: Chiquita…, susurró, y por instinto me apreté más y más, hasta que la presencia de mamá me obligó a separarme.

A lo largo de esos meses con mis amigas habíamos aprendido todo lo relativo al sexo, desde la conformación de los respectivos aparatos reproductores a las maneras de utilizarlos, y Juanita, la más avispada de todas, había perdido la virginidad experimentando causas y efectos con uno de sus primos, en tanto las otras ya saborearon besos de bocas y sintieron en piernas y brazos los deseos de sus novios o las urgencias de sus hermanos, que a la hora de necesidades apremiantes no se andaban con vueltas y se dejaban llevar por los reclamos de la sangre. Emilia, la más cercana de mis amigas, me había confesado que su papá le metía las manos por debajo de la pollera y le pellizcaba los cachetes de las nalgas, y ella lo dejaba hacer porque le encantaba, gozaba como loca, y no veía la hora en que los dedos avanzaran un poco más allá, hasta encontrar los rincones que se le humedecían de melaza ante las caricias. Decía que le asustaba dejarse tocar por los chicos, pero que con su papá se sentía valiente, decidida, capaz de llegar al final si las cosas se presentaban, y si ella no sentía vergüenza por desear a su padre tampoco yo debía sentirla por amar a mi tío Bence, que en cuanto nos sentamos a la mesa se las ingenió para colocar su mano en mi muslo y acariciarlo en toda su extensión, mientras yo facilitaba las cosas y hasta me atrevía a bajar mi mano hasta su pantalón para rozar el miembro excitado, aprovechando que tanto papá como mamá y mi hermano comían ensimismados en las imágenes del televisor.

Después de almuerzo tío Bence dijo que iría hasta la casa central de los tractores y mamá le preguntó si me permitía acompañarlo, para que no quedara sola en casa: ella debía ir con papá hasta el banco, a firmar una solicitud de crédito y mi hermano tenía un partido de fútbol en el club. Me arreglé a las apuradas y salimos del departamento sin poder ocultar la alegría que nos embargaba. Tomamos un taxi y nos bajamos en pleno centro, sin intercambiar palabras durante el viaje. Pero una vez en la vereda me puse en puntas de pie y besé a tío Bence en la quijada, por cuanto no alcanzaba sus labios: ¡Estoy loco, Chiquita!, exclamó, encerrándome en sus brazos, y sin dudar me hizo entrar en su hotel, sin que ninguno de los empleados nos prestaran atención, convencidos de que don Wenceslao Maidana llevaba a su habitación a su sobrina nieta, la misma que a lo largo de los años lo acompañaba en sus recorridas por Buenos Aires y entrara con él tantas veces, desde que era una mocosa empecinada en patinar sobre los pisos encerados.

No sé de dónde saqué fuerzas para hacer lo que hice. En cuanto cerramos la puerta me lancé a los brazos de tío Bence, le ofrecí mi boca y durante dos horas largas conocí todos los secretos del amor, tan dulcemente que en ningún momento dudé de entregar lo que tenía y de pedir lo que anhelaba, y él fue tan espléndido y maravilloso que me mostró el paraíso hasta en sus últimos rincones. Hizo que mis pechos florecieran como los brotes de los durazneros en primavera, que mis labios chorrearan las mieles más dulces, que mi boca paladeara el vigor de su virilidad y que mis manos reconocieran la fuerza de su cuerpo ágil, pleno, trabajado por sesenta años de vida intensa, y cuando llegó el momento en que exigí ser penetrada lo hizo con tanta ternura que por momentos me sentí gigante, enorme, construida para recibir sus desmesuras y brindarle la pasión que me brotaba desde las entrañas como lava derretida.

—¿Por qué no te casaste, tío? —le pregunté durante el largo después, cuando quería enterrarme en el cuerpo que me amparaba con su hombría extraordinaria.

—Porque nunca encontré a nadie como tú, Chiquita querida —respondió, y hubiese querido ser mujer hecha y derecha para pedirle que me llevara con él para siempre, porque sólo con él encontraría la plena felicidad.

Desde aquella primera vez el amor se repitió incansablemente: tío Bence se las ingeniaba para venir a Buenos Aires dos o tres veces al mes. No pasaba por casa, pero nos comunicábamos secretamente y nos encontrábamos para vivir la pasión creciente que nos envolvía con remolinos mágicos. Mi cuerpo, más y más afirmado en sus exuberancias, siempre pequeño, aunque colmado de almíbares, se brindaba sin excusas ante todos los requerimientos de mi amante, que se esmeraba en hacerlo gozar para que madurara de la mejor manera. Su boca mamaba mis pechos con hambre de niño huérfano y en cada succión me hacía sentir que por dentro parían volcanes. Su miembro entraba y salía obligándome a orgasmos interminables y su voz no dejaba de jurar que me amaba, que me crió para gozarme, y sólo callaba para enterrarse en mi entrepierna y dialogar con mis entrañas hasta encontrar el centro de mi existencia para poblarlo de estremecimientos que me llevaban a padecer los orígenes del fuego, y entonces, cuando las llamaradas se tornaban incontrolables, sus grandes manos tomaban mi cintura, me daban vuelta y algo semejante al relámpago invadía el hueco que siempre supuse prohibido y que de pronto descubrí que ahí nacía el más tremendo e incomparable de los placeres. En esos instantes tío Bence dejaba al lado la ternura, la suavidad, y obedecía mis reclamos de partirme en dos, de alcanzar mi garganta, de retorcerme las entrañas hasta volverlas miel, dulce miel, inconcebible miel, ávida miel, para alimentar el gozo de morir existiendo.

Era tan hombre, tan profundo y fuerte, tan suave y sabio, que sus ausencias me provocaban deseos de llorar, de ahogarme en llanto, y pensando en él y en su manera de amarme hacía que mis dedos calmaran la sed espantosa y creciente de mis entrañas, con tanta insistencia que mis noches terminaban chapoteando en los caldos caídos desde orgasmos solitarios, imposibles de conformar mis necesidades de amor. Tenía en el fondo de mi garganta la avidez de su raíz portentosa, en la boca el grosor de su tronco, en mis pezones el milagro de sus ansias, en las entrañas el ímpetu de su arboladura dominante, firme, intrépida, y en el corazón sus muestras de amor total, tan fuerte que lo ocurrido en una tarde me alcanzaba para esperar la próxima vez, aunque a toda hora vivía sintiendo el peso de su ausencia en mi corazón y en la furia de mis deseos. Imaginaba el próximo verano, las cópulas bajo el sol pampa, la posibilidad de gritar a los cuatro vientos al liberar mis orgasmos y recoger los suyos, y sólo me bastaba saborear su nombre en el hueco de mi boca para que el encuentro de mis muslos se poblara de hormigas carniceras que me obligaban a espantarlas con las puntas de mis dedos, intentando disimular ante la curiosidad de mis amigas y compañeras, ya profundamente conocedoras de los estragos del amor al aprenderlos con sus novios a la salida de clases: No me digas que sigues siendo virgen…, me dijo la impagable Juanita en noviembre, ya tan ducha en cuestiones de sexo que sólo le faltaba revolcarse con cinco de nuestros compañeros para completar el registro de clase, aunque no perdía esperanzas de tildarlos antes del último día. Recuerdo que sonreí, me guardé la verdad, y hasta la miré con lástima, segura de que sus ocasionales amantes jamás pudieron o supieron hacerle conocer los cataclismos del amor por ser incomparables con el mío, con mi macho, con mi todo, con el hombre que me hacía germinar como el trigo o brotar como el agua que a través de la dureza de la piedra se abre paso hacia el grito de la vertiente.

Pero no tuve verano y tío Bence no me tuvo nunca más en sus brazos: mamá recibió su carta a principios de diciembre, donde le informaba que acababa de vender el campo, a muy buen precio, y que la mitad estaba depositada a su nombre en el Banco de la Nación, aunque era dinero destinado a mí, por cuanto había sido para él la hija que nunca pudo tener y a la que deseaba el mejor destino. A la otra mitad la destinaría a pasear por el mundo, a buscar en paisajes extraños la posibilidad de olvidar lo inmensamente feliz que fue galopando por la pampa con sensación de caer en la cuesta abajo que lleva al cielo, sobre todo la saboreada en los últimos tiempos.

Sé que lo hizo por mí, para proteger mi destino, pero me dejó el peso tremendo de su amor, el que no me permite ser feliz con nadie, con ninguno de los tantos intentos que hice para pellizcar retazos de felicidad. A mis veinticinco años la vida me exige encontrar pareja, abrir mis piernas para que me fecunde un hombre, pero sin amor no puedo, no logro hacerlo, porque ninguno puede alcanzar mis profundidades con la ternura colosal de tío Bence, a quien jamás podré colocar en el rincón de los olvidos, porque lo llevo muy dentro de mí.