Tierno despertar al calor de un cuerpo maduro 2
Nuevas y sorpresivas aventuras.
Tierno despertar al calor de un cuerpo maduro (II)
...Cuando eyaculé en dos potentes chorros mi madre aún continúo moviéndose leve pero poderosamente y aún mi polla, también, aguantó con cierta rigidez la actividad de mi madre. Hasta que no cesó de moverse, mi pene dentro de su coño estuvo aún duro. Sólo cuando, como en el día anterior, mi muslo recibió las delicadas caricias de su mano izquierda supe que aquella odisea había concluido.
Cada sobremesa durante al menos cinco o seis días, no lo recuerdo con exactitud, repetimos aquel rito. Siempre de lado mi pene buscaba los interiores de mi madre, se colaba dentro y depositaba en su útero el cada vez más líquido semen de mis testículos. No había palabras sino tan sólo ahogados gemidos. No había caricias ni tocamientos al margen de la urgencia de mi polla buscando a tientas en la semipenumbra del cuarto el hueco resbaladizo entre los labios lubricados de la vagina de mi madre; no había roce al margen de los de su culo intentado facilitar la penetración por el buen camino a mi tieso falo. Aquello que me parecía la felicidad se truncó, sin embargo, de la misma manera que se había iniciado. Terminaba julio y se acercaban agosto y mi padre. Las merecidas vacaciones de mi padre empezaban el uno de agosto. Al cabo de 30 días regresaríamos los tres a Madrid. El final de mis descubrimientos sexuales llegó de súbito y me mantuvo largos días perplejo y vacío. Ahora prefería no dormir las siestas y me bajaba a la playa o a la piscina. En mi madre no advertí la menor muestra de desasosiego y tal como venía ocurriendo su comportamiento no delataba que se hubiera producido cambio alguno en sus costumbres. Durante aquel mes, recuerdo, sólo una vez alcance a ver algo de su anatomía. Había subido desde la piscina a buscar unas piezas de fruta mientras yo permanecía entretenido en el apartamento escuchando algo de música. Sintió necesidad de hacer un pis y sentada en la taza inquirió mi atención comentándome algo sobre una exhibición de coches antiguos prevista para esa tarde. Cuando la tuve enfrente se levantó y demoró la acción tanto de limpiarse como de ajustarse la braga del bikini. Su poblado y negro pubis llenó por completo mi mente, ciega ya durante todo ese día para cualquier otra imagen que no fuera la de la afelpada textura de su entrepierna .
Ni que decir tiene, como bien supondrán los avispados lectores, que la repentina ausencia de aquellos encuentros sesteros hube de llenarlos con lo más excitante que me quedaba a mano. Las bragas de mi madre fueron durante todo ese tiempo y de vuelta a Madrid, igualmente, el socorrido consuelo de mis desvelos eróticos. Las rescataba, las contemplaba, las olía, las acariciaba, las pasaba por mi pene y finalmente, casi siempre, terminaba por correrme con ellas rodeando mi glande. Aprendí a valorar cada una de esas prendas apreciando los matices de las telas, el corte, las dimensiones y la fragancia de la que se impregnaba cada una. Tenía debilidad por las bragas de colores claros; mejor aún si tenían algún encaje o alguna filigrana en la tela y me decepcionaba, algo, con los culottes de algodón elástico, rectos y anchos. Siempre había alguna braguita para alimentar mis fantasías; a veces podía elegir entre cuatro o cinco prendas diferentes. A mi entera elección. Tenía la casi total convicción de que mi madre conocía mi afición por sus bragas porque tampoco es que yo pusiera mucho cuidado en ocultarla. Ya he dicho que muchas veces las manchaba con algún disparo de semen por eso no me sorprendió del todo que un día a mediados de octubre y mientras hacía la colada mi madre me rogara que procurara tener más cuidado con sus bragas oscuras a las que, según me dijo, costaba bastante quitar las huellas de mis jueguecitos. Lo dijo con un tono de absoluta neutralidad; me dirigió el mensaje con la misma intención comunicativa que hubiera puesto en avisarme de que la cena estaba puesta o de advertirme, por ejemplo, de que no debía olvidarme el paraguas porque estaba lloviendo. A partir de ese momento todas sus bragas oscuras han sido tratadas con el mayor de los esmeros pero he de reconocer, sin embargo, que escuchar de su voz la confirmación de que sabía que usaba sus bragas para masturbarme aumentó mi interés fetichista. A partir de ese día ya no tuve reparos y muchas veces las que consideraba más excitantes prendas recibieron toda la densa carga de mis gónadas. Esa práctica y los casi infructuosos intentos, dicho sea de paso, de pillarla desnuda o en ropa interior constituían toda mi actividad sexual. Mi timidez y mi soberbia obstaculizan mi relación con las jóvenes de mi edad y entorno. Únicamente cuando llego a mi casa y veo a mi madre mi sexualidad se expande.
Estaba ya resignado a ésta situación. Secretamente me confesaba que tal vez, cuando llegara el próximo verano, tuviera ocasión de reanudar las lujuriosas siestas que mi madre me había procurado. Hasta entonces, y estábamos a primeros de diciembre, sólo me quedaba esperar y procurar ganarme su confianza con un espíritu de colaboración inquebrantable; ayudándola y mimándola como hace unos días cuando al volver a casa después de las clases me la encontré sentada frente al televisor , cubierta por una manta en el sofá. Me interesé por si se encontraba mejor del resfriado que desde hacía unos días la tenía a mal traer y me invitó a sentarme a su lado para que le diera algo de calor porque estaba "muerta de frío". Me tapo con su manta y se asió a mi brazo para contagiarse de la calidez de mi cuerpo. Al rato sus manos se colaron debajo de mi camisa. Me sobresalté al contacto de sus ateridas manos con mi piel y rió divertida. Me dijo con voz traviesa que de seguro algún sitio de mi anatomía estaba aún más caliente y abriendo la bragueta de mis pantalones su ya menos fría mano se posó sobre mi sorprendida polla. "Aquí si que hay temperatura", dijo y se las arregló para tirar del elástico de los calzoncillos y tocar ya sin barreras el emisor cilíndrico de "tanto calor". Siguieron los típicos comentarios sobre lo grande y dura que se estaba poniendo y después de echar un vistazo al reloj de la pared, mi madre se levantó y tiró del pantalón de su chándal arrastrando a la vez de sus bragas; se arrodilló sobre el sofá de cara al respaldo y me dijo que aún teníamos un rato. Teníamos un rato, efectivamente, antes de que llegara mi padre. La invitación era doblemente elocuente así que convenía salir del aturdimiento inicial y entregarse sin demora a aquel inesperado regalo que me brindaba el desorden hormonal de mi madre. He sabido después que durante el periodo de convalecencia catarral los hombres y mujeres estamos más salidos de lo habitual. Arrodillada sobre el sofá con una de sus mejillas apoyada en el respaldo, el culo de mi madre ofrecía unas magnitudes colosales. Veía claramente el orificio oscuro de su culo y el sendero de vellos que conducía desde él a los abultados y también oscuros labios del coño que parecían no caber entres sus tersos muslos. La entrada de la vagina de mi madre presentaba unos blancos ribetes de baba que la hacían brillar y mojaban los abundantes vellos en torno a su agujero. El contraste entre la carnalidad rosácea del semiabierto chocho y la oscuridad de los hinchados labios externos era un delirio. Las bragas, a medio muslo, tenían restos del mismo flujo blancuzco que orlaba su imponente chocho. Ciego de lujuria penetre una y otra vez aquella húmeda cueva pero el placer que experimentaba no se derivaba del deslizamiento de mi polla en aquel bendito ámbito ya conocido sino de la situación en que se producía. Agarraba con fuerza las caderas de mi madre, me apropiaba de ellas y hundía una y otra vez mi ariete con tanta intensidad que mi madre protestó y me rogó que moderara la fuerza. Mi polla salía embadurnada de moco blanco lo que contribuía a aumentar la borrachera de imágenes que devoraban mis ojos. La austeridad con la que follabamos en el verano se abría paso a la obscenidad más salvaje y festiva y nada podía igualar el chute de adrenalina que esto suponía. Me agarraba a sus caderas y una y otra vez con toda la fuerza desatada de mi libido deslizaba mi polla adentro del chapoteante coño de mi madre. Escupí dos o tres potentes latigazos de licor seminal en las profundidades de mi madre que gemía con sonidos guturales. Cuando nos calmamos me pidió que la sacara con cuidado y que le subiera las bragas así, tal como estaba, con el fin de no manchar el delicado tapizado del sofá. Mientras se acomodaba el chándal comentó lo bien que le iba a venir ese tratamiento para mejorar de su resfriado y se encaminó al cuarto de baño. Las llaves de mi padre se oyeron en la puerta de entrada de casa minutos más tarde.
Al día siguiente la encontré de nuevo sentada en el sofá. Qué tal estás hoy, le pregunté; estás mejor, volví a inquirir mientras me sentaba a su lado. Estoy bastante mejor, respondió; no bien del todo pero sí mucho mejor, añadió, y mientras, me miraba con una mueca traviesa en los labios. Los dos callábamos fijos los ojos en la pantalla del televisor. Al cabo de unos momentos mi madre posó su mano en mi muslo: ya no necesito el tratamiento de ayer... pero todavía puedes hacer algo por mi. Se levantó y desapareció en el cuarto de baño. Al regresar venía desnuda de cintura para abajo con las bragas en la mano y con las zapatillas deportivas aún puestas. Se sentó con el culo al borde del cojín del sofá y me dijo que utilizara sólo mi boca, que aquello era algo que la iba a relajar muchísimo. Me arrodillé entre sus piernas y comencé a lamer y saborear aquel desconocido manjar; me sorprendió su sabor que encontré, no obstante, delicioso y reconocí en todo su plenitud el aroma que tantas veces había aspirado de sus bragas. Cuando de rato en rato abría los ojos mi vista tropezaba primero con el montículo de gruesos vellos de su pubis y más allá, cuando la levantaba, con su rostro demudado de placer. Sus manos revolvían nerviosas mi cabeza y sólo habló cuando alcanzó el orgasmo para decirme que, por favor, parara. Se puso las bragas y me dijo que antes que nada fuera a cepillarme los dientes, que no podía hablarle a nadie con el olor que me había quedado en la boca. Mi padre, como el día anterior, llegó minutos después.
Este episodio sucedió en diciembre; hoy es 20 de marzo y sólo ayer, transcurridos prácticamente tres meses, tuvimos otro encuentro. Hasta ayer mi madre se comportaba con la absoluta serenidad y desapego que siempre ha mostrado después de nuestros escarceos. Algún día que otro pude verla en ropa interior; alguna que otra vez no se ocultó de mis miradas cuando la pillaba sentada en la taza del water haciendo un pis urgente y alguna que otra vez, también, me deleitó con una acción que encontraba particularmente excitante: metía las manos bajo la falda o el traje y se tiraba de las bragas que bajaban piernas abajo hasta el suelo donde las recogía y ante mi absorta mirada las depositaba en el cesto de la ropa o, incluso, sobre la encimera del mueble del lavabo. En cuanto podía me las guardaba para la ambientación de mis nocturnas fantasías. Ella siempre me dejó claro que mi papel en el juego era absolutamente secundario; ella había dictado las normas y ella eran quien las interpretaba a capricho. Yo era la ficha que mi madre movía a su antojo y jamás dejó que pensara que en algún momento podía tomar yo la iniciativa. Ella era intérprete, autora y directora de la obra y yo, tan solo, un actor de reparto. Pero como digo ayer sucedió algo extraordinario. Ya desde la hora del almuerzo mi madre empezó a jugar con mis nervios. No bien entré en la cocina procedente del instituto mi madre ya me brindó el regalo de sus muslos hasta casi las nalgas cuando se inclinó sin doblar las rodillas a tomar una servilleta de papel del suelo. En la sobremesa, viendo la tele, sentada frente a mi mantuvo tan exageradamente abierta las piernas que casi asomaban los labios de su chocho por entre las bragas. Era obvio que la ausencia de mi padre tenía algo que ver en su descaro. Cada año mi padre acudía a una especie de convención anual organizada por la empresa farmacéutica para la que trabajaba; este año tenía lugar en un conocido hotel sevillano donde pasarían la noche todos los directivos convocados. Así que estaríamos solos en casa mi madre y yo. Por la tarde había quedado con su amiga Carmen para ir de compras y mientras se preparaba anduvo medio en bolas ante mi vista. Se maquilló en el baño con la puerta abierta y cubierta únicamente con unas bragas negras. Se había duchado y cambiado. Las que llevaba desde por la mañana reposaban aún húmedas en un gancho del baño. Mi mente iba a mil y mi polla no le iba a la zaga. Cuando Carmen hizo sonar el timbre del portero para que bajara mi madre y ya me disponía a pasármelo en grande con los "recursos" que había dejado en el baño, desde la puerta y mientras la cerraba mi madre me anunció que esa noche, si quería, podría acostarme en su cuarto. Decidí no pajearme y guardar fuerzas por lo que pudiera acontecer. Hice bien. No obstante no pude resistir la tentación de ir en busca de las bragas abandonadas en el baño que guardaban el rastro de una densa, profunda y gelatinosa humedad.
Nos disponíamos a acostarnos después de cenar y tras despedir a Carmen que compartió con nosotros la comida. Ya es hora de irnos a la cama, dijo y me dirigí para luego seguirla hasta la suya a mi habitación donde recogí mi pijama. Cuando entré mi madre ya se estaba desprendiendo de su ropa y al verme con el pijama en la mano se quedó un poco sorprendida. Hoy, me dijo, me apetece dormir desnuda. ¿no te apetece?. Claro que me apetecía, es más, no deseaba otra cosa. Quedaba sobre su cuerpo sólo la elegante braga negra y sobre el mío un elástico calzoncillo que ya no daba más de si. ¡ya estás así y todavía no me he bajado las bragas¡ me soltó al tiempo que sus manos las desenrollaban caderas abajo para descubrir su nutrido y azabache conejo. Me recosté con la polla mirando al cielo y mi madre al tiempo que me anunciaba que iba a hacerme algo especial se regocijó palpando su dureza y se la metió en la boca. Era la primera vez como ya sabrán que me hacían una mamada así que sobran los comentarios admirativos para describir las sensaciones que recorrieron mi espina dorsal. Duró poco, solo unos lametones. Es de suponer que mi madre temiera que acabara corriéndome sin darle ocasión a prolongar el disfrute por lo que pasó enseguida a cabalgarme; primero se puso de frente pero no llegó a metérsela. Se dio la vuelta y dándome la espalda la agarró y la dirigió para que se deslizará profunda y ruidosamente chocho adentro. Cuando se cansó o se le antojó se tumbó boca arriba a mi lado y abriendo las piernas me invitó a que la penetrara; me acomodé entre sus muslos y, obediente como soy, acaté su tácita orden. Mi rostro quedaba muy cerca del suyo así que no podíamos sustraernos a mirarnos; cuando advirtió que me corría cerró sus muslos sobre mi espalda. Su respiración era agitada y su mirada anhelante; ella no tenía bastante así que en cuanto ceso el cerco de sus piernas me apresuré a devorar el palpitante bocado de su entrepierna; un mínimo sobresalto dio paso a un abandono sosegado en el que mi madre, entregada al placer sin fisuras, quemó sus naves. Desperté antes que ella y mire su carne sobre las sábanas; aspiré el cargado olor a sexo de la estancia y no pude resistirme a su culo. Me apoyé levemente sobre su espalda buscando una respuesta; un ronroneo indescifrable me llevó a tentar con mi tieso miembro el exterior de su coño que poco a poco fue abriendo al rocío del deseo sus oscuros pétalos. Fue una corrida dulce y me procuro un día espléndido. Llegué del instituto y saludé a mi padre: ¿Qué tal Sevilla?.
Fin