Tiempos de lujuria II, El cumpleaños

Aprendo de los VHS que mis padres grababan en privado. Me obsesiono con la fantasía del incesto y consigo follar con mamá

Los días que siguieron al hallazgo del porno casero de mis padres fueron un sin vivir. Evitaba la presencia de mi madre lo más que podía, pues temía saltar sobre ella y penetrarla sin más. Cuando estábamos cerca, mi erección era brutal. Me había acostumbrado a ver aquellas películas donde mis padres follaban sin limitaciones.

No me equivoco al asegurar que el Kama Sutra tendría que reexaminarse para crear una nueva edición basada en las diversas posturas y acciones que papá y mamá desarrollaban al momento de “pasarlo bien”. Tenía en mi poder cientos de películas donde follaban en la cocina, en su habitación, en el auto, en el parque, en un basurero y en muchas otras locaciones.

Conociendo este material entendía porqué mamá no tenía un nuevo compañero de vida. Sería muy difícil para ella encontrar a un hombre a la altura de mi padre. De las películas digitalizadas hice tres apartados. El primero abarcaba desde el inicio hasta la mitad, el segundo lo formaba el montón que en un principio estuviera unido por una liga momificada y el tercero las que sucedían a esta serie. Aún quedaban más vídeos por digitalizar, pero entendí que tardaría años en ver y aprender de todos.

Terminé el primer bloque de películas tres semanas antes del cumpleaños de mi madre. Volví a verlas todas en un Maratón que me dejó deshidratado a pajas. El material era tan bueno y tan completo que no sabría elegir un vídeo que fuera mejor que los otros.

Terminado el Maratón, tracé un plan. La primera fase consistía en dejar de ver las películas XXX de mis padres. Dolía, pero me necesitaba entero y ya no podía desperdiciar más semen en masturbaciones.

La segunda parte representaba repasar todas mis lecciones de guitarra y canto, sin visualizar los vídeos tutoriales de papá; no me sentía con ánimos de ver su sonrisa y escuchar su tono didáctico.

La tercera etapa del plan consistía en organizar la fiesta de cumpleaños para Nat, mi madre. En esta parte contaba con la ayuda de mi tía Edith. Mamá estaba enterada de la fiesta, pero lo que sucedería durante la celebración sería sorpresa para familiares y amigos.

Me apliqué a fondo. Los días transcurrían en medio de la ansiedad por lo que planeaba hacer y el gusto anticipado de lo que deseaba lograr. Costó mucha fuerza de voluntad, pero no me atreví a malograr mis planes con una mirada a los vídeos o una paja a destiempo.

El día del cumpleaños de mamá recibimos en casa a los invitados. La fiesta se desarrolló entre regalos, abrazos, risas y felicitaciones. Nat partió el pastel (tarta, torta o como queráis llamarlo) y después pusimos música para que todos bailaran. Preferí quedarme sentado, estaba a punto de lanzar mi última jugada y me sentía nervioso.

Corrí a mi habitación en un momento en que todos estaban distraídos. Mamá iba y venía, bailando con amigos y parientes. En estos últimos días me había sentido enfermo de deseo con su presencia, verla en actitud tan alegre y distendida me ponía burro.

Abrí mi armario y tomé la guitarra, me acomodé el micrófono de diadema y recogí el amplificador. Con mis instrumentos preparados corrí hacia la planta baja. Caminé deprisa entre los asistentes y me situé al lado del reproductor de CD, conecté guitarra, amplificador y micro. Apagué la música y cubrí el primer instante de silencio con la música de introducción de la serie de Mc Guiver. Todos voltearon a verme.

Saludé a los asistentes con algunas bromas y felicité a la festejada. Me era imposible imitar el carisma de papá, pero conseguí que todos rieran en los momentos oportunos y no me abuchearan en los inoportunos. Mamá me miraba sorprendida.

Comencé con algo sencillo, “Cama de rosas”, de Bon Jovi. Dominaba el juego de escalas y las digitaciones de mi padre. Los Riff's eran idénticos y los viejos amigos de la familia meneaban la cabeza estupefactos. Mamá abría y cerraba los puños. Con los ojos húmedos mientras se relamía los labios con nerviosismo.

Seguí con las versiones Rock de “Al final de este viaje”, “Compañera”, “A la orilla de la chimenea” y un surtido de canciones Beatles y Carpenters. Alterné Nirvana con Scorpions, Mago De Oz, Héroes Del Silencio, Alejandro Filio y finalicé con Soda Stereo y su “Ciudad de la furia”.

Canté y toqué durante hora y media. Los invitados me miraban boquiabiertos; entre canciones escuchaba los aplausos y los gritos de aprobación. A todo esto, mamá se había sentado en un sofá y me miraba con los ojos llenos de lágrimas, pero sin evidenciar estertores de llanto.

Uno de los ex compañeros del grupo de papá me alcanzó un Tom Collins (combinado favorito de mi progenitor) y este gesto me hizo sentir aceptado. Brindé a la salud de la festejada y por la suerte de los asistentes, me despedí del personal y apagué el amplificador.

Mamá se incorporó, dio media vuelta e intentó huir de la sala. Corrí tras ella sin descolgarme la guitarra y conseguí alcanzarla al pie de las escaleras.

—¿Por qué no me dijiste nada? —reclamó enfadada— ¿Cómo es que sabes tocar y cantar como lo hacía...?

—¿Como lo hacía mi padre —pregunté mientras la sujetaba del brazo para que no escapara de mí—. ¡Es una larga historia, pero basta con decirte que sé hacer todo lo que él hacía!

—¡No tienes idea! —gritó y trató de soltarse de mi mano.

Su movimiento provocó que el mástil de la guitarra que aún colgaba de mi hombro se golpeara contra la pared. Solté a mi madre y ella avanzó medio paso; mi mano abierta chocó por accidente con su seno derecho y fue tal la impresión de ambos que no supe retirarla.

—Crees que hiciste bien, pero en realidad me estás haciendo daño —dijo Nat sin evitar el contacto de mi mano—. No sabes lo que acabas de provocar.

Aparté mi mano de su busto y me quedé petrificado mientras mamá subía la escalera a toda prisa y me pedía que la disculpara ante todos.

Algunos invitados se dieron cuenta del altercado y corrió la voz de que había problemas. Los asistentes se fueron despidiendo hasta dejarme solo en la sala. Alimenté a los gatos, husmeé entre las botellas de licor, me comí tres porciones de pastel y me senté en el sofá a rumiar mi torpeza.

—No había caído en la cuenta —comentó mamá mientras bajaba por la escalera—. Has estado viendo los vídeos que grabó tu padre, solo así se explica que toques como él.

—No le llego ni a la suela de las botas —reconocí—. Como cantante rebuzno, como guitarrista rasguño y como ser humano soy una mierda.

—Debería lavarte la boca con jabón y darte unos buenos azotes por usar ese lenguaje —bromeó Nat al llegar a mi lado.

Se sentó junto a mí y acarició la guitarra que descansaba sobre mis muslos.

—¿Qué más viste? —preguntó y encendió un Marlboro.

—Todo —respondí—. He pasado tres años estudiando los cursos de guitarra que grabó mi padre. ¡Mejor herencia no podía haberme dejado!

Mientras mamá procesaba mis palabras le quité el cigarrillo y fumé una larga bocanada. Sentí en mis labios la humedad de su saliva y mi erección despertó en toda su plenitud. Fui consciente de la cercanía de Nat, de su aroma, de su respiración, de su ansiedad.

—Esas películas son un tesoro señalé mientras acariciaba su rodilla—. Desde Hendrix, no ha existido un guitarrista igual. Tengo la dicha de que fuera mi padre y el orgullo de haber aprendido todo lo que enseña en los cursos.

—Había más películas —la voz de mamá tembló, pero no se quebró.

Asentí con un gesto mientras mi mano ascendía por su muslo, por debajo del vestido. Ella no evitó la caricia.

—¿Qué temes, Nat? —pregunté enronquecido.

Sin buscarlo, mi voz había adoptado el tono de tenor de papá. Apagué el cigarrillo. Mamá se recostó en mi hombro y retiré la guitarra de mis muslos para abrazarla. Aspiré el aroma de su cabello mientras masajeaba su costado izquierdo con una mano y acariciaba su muslo derecho con la otra. Besé su cabeza y, al no notar resistencia, lamí su oreja derecha provocándole estertores de placer.

—Han sido muchos años y me he sentido muy sola —confesó con semblante enrojecido.

Mi diestra pasó de su muslo a su vientre, como buscando mi otra mano, pero friccionando en círculos.

—Aquí estoy —consolé—. Nadie tiene la vida comprada, pero te acompañaré mientras permanezca en este mundo.

Besé su cuello. Ella se estremeció, pero no intentó librarse de mí.

—Nunca pensé que... —trató de decir—. Pero es incorrecto... No es normal y...

—Y nada —atajé las objeciones—. No conozco a una sola persona que sea “normal”, que siempre haga “lo correcto” o que viva al cien por ciento sobre planes preestablecidos.

Besé su mejilla mientras estrechaba el abrazo. Recorrí con mi boca hasta llegar a la suya. Su diestra acarició mi muslo derecho y encontró mi verga erecta, cuya longitud había escapado por la pernera del boxer y señalaba hacia la rodilla. Sus dedos ejecutaron digitaciones de piano sobre mi hombría que, a pesar de la tela del jean, sintió las punzadas de placer que quería provocarme.

Nuestros labios hablaron sin palabras mientras se exploraban. Nuestras lenguas se saludaron, sorprendidas primero y ansiosas después. Mis manos alcanzaron sus senos y sentí la dureza de sus pezones.

Mamá pronunció mi nombre en un arranque de pasión. Al llamarme igual que mi padre no supe a quién invocaba. Tampoco importó mucho.

Se removió entre mis brazos y la solté. Por un momento temí que escapara de la situación, pero se puso de rodillas sobre el sofá.

—Te amo —admití sin cortarme un pelo—. Te amo, te deseo y no sé qué sería de mí si me rechazaras.

Desabotonó mi camisa y acarició mi torso con sus uñas.

—Te amo, te necesito y, por favor, si este es un sueño quiero dormir por siempre —suspiró.

—No es un sueño, Nat. No es un sueño.

Volvimos a besarnos mientras mis manos buscaban el borde de su top. Al hallarlo tiré de la prenda y la desnudé de cintura para arriba.

Contemplé con ansias los senos de mi madre. El paso de los años no les había restado poderío, seguían siendo majestuosos y conservaban la forma y consistencia que recordaba de los vídeos. Lo importante en este encuentro era que yo conocía a Nat de pies a cabeza, la había visto en innumerables posturas y actitudes eróticas y sabía cómo dar placer a su cuerpo y felicidad a su corazón.

Mi madre sostuvo sus tetas para mostrarme los pezones erectos. Volví a besarla mientras la sujetaba por los hombros, ella soltó sus pechos para buscar mi erección.

Siempre besando, pasé de su boca a su cuello. Aspiré el aroma de sus feromonas naturales mientras daba ligeros mordiscos y breves succiones, suspiró excitada al sentir el cosquilleo que mi producía en su delicada piel.

—¡Quiero coger! —suspiró—. ¡Hijo, tengo años sin estar con un hombre y quiero coger contigo!

—¡También quiero follar! —respondí mientras abría la cremallera de su minifalda—. ¡Aquí estaré, siempre que lo desees, dispuesto a darte placer!

Lamí el canalillo entre sus senos mientras aspiraba su fragancia. Ansiaba llenar mis sentidos con todo lo que ella era y representaba para mí.

Sin soltar su cuerpo me quité los zapatos usando mis pies. Mamá abrió mi pantalón y me moví para que pudiera quitármelo. Me arrodillé frente a ella, bajé su tanga a la vez que ella bajaba mi boxer y así nuestros sexos se mostraron frente a frente por primera vez.

Recosté a mamá boca arriba a lo largo del sofá. La admiré en todo su esplendor, tal como un artista contempla la materia prima sobre la que trabajará para crear su obra maestra.

Me senté a su lado y besé su frente, sus ojos, su nariz y su boca. Volví a besar su cuello y llegué a sus senos. Sostuve su teta derecha con las dos manos para darle un masaje completo, abarcando desde el nacimiento a la aureola y el pezón erecto. Ella gimió excitada cuando la caricia se tornó más profunda y activa.

Sin soltar su pecho me acomodé entre sus muslos. Capturó mi erección para masturbarme con maestría mientras yo pasaba de su seno derecho al izquierdo para seguir estimulándola.

Momentos después me agaché para succionar uno y otro pezón, ella soltó mi miembro y pude acomodarme mejor sobre su cuerpo. Mamá abrazó mi cintura con sus piernas y gimió repetidas veces. De los senos pasé al vientre y ella empujó mi cabeza hacia abajo para insinuarme lo que deseaba. El sexo depilado de mi madre se mostró ante mí, con los gruesos labios vaginales empapados por su lubricación natural y en enhiesto clítoris invitándome al placer. Había visto los suficientes vídeos como para saber lo que le gustaba, dónde pulsar y cómo deleitarla.

Separó sus piernas y lamí sus muslos, alternando de uno a otro mientras mi nariz se saturaba del perfume pasional de su coño. Me metí en la boca el dedo índice y medio de la derecha para ensalivarlos bien. Luego lamí su entrada vaginal haciendo que mi lengua despertara una serie de suspiros maternos. Pasé a los labios íntimos para besarlos centímetro a centímetro en recorridos ascendentes y descendentes mientras mis dedos lubricados la penetraban.

Estaba tan estrecha que tuve que creer que en verdad llevaba años sin follar. La lubricación de su coño era tal que podía deslizar mis dedos en su interior sin demasiadas dificultades. Me relamí los labios para deleitarme con el sabor de su flujo vaginal.

Mis dedos en el interior de su coño localizaron el “Punto G” y ejecutaron una rápida sucesión de arpegios sobre él. Atrapé su clítoris con mi boca. Lo rodeé con mis labios, lo succioné y, teniéndolo en tensión, lo relamí con mi lengua para soltarlo de golpe. Esto provocó que mi madre gritara de placer.

Implacable, seguí estimulándola sin darle tregua. Sus gritos resonaban en toda la casa mientras los sonidos de chapoteo en su sexo aumentaban. Nat arqueaba la espalda, meneaba la cabeza revolviendo el oro de sus cabellos, golpeaba el asiento y el respaldo del sofá. Con un grito salvaje y emocionado festejó el primer orgasmo que le producía su propio hijo. Me sentí poderoso, feliz y orgulloso por ser capaz de brindar tanto placer a una hembra como mi madre.

Me separé de sus genitales cuando el prolongado clímax decreció. Me tendí sobre ella procurando no abusar de mi peso y nos besamos en la boca compartiendo el sabor de su sexo. Mi verga en plenitud se apoyó a lo largo de su coño y mamá rodeó mi cintura con sus piernas. Sin penetrarla, ejecuté un movimiento de vaivén para friccionar nuestros genitales. Mi mástil se deslizaba bien. Mis cojones chocaban contra su sexo en cada arremetida y mi madre gritaba extasiada cada vez que mi tronco rozaba su clítoris. Ladeó la cabeza para gemir y gritar a gusto, yo seguí masturbánlola con mi ariete hasta que alcanzó el segundo orgasmo.

Nos separamos en medio de risas y comentarios candentes. Entre el desorden de la fiesta encontré lo necesario para preparar dos combinados y bebimos a la salud de la nueva etapa de nuestras vidas.

—Hijo, ya te divertiste haciéndome gritar y sudar —señaló mamá—. Es mi turno de jugar. ¡Si este es un sueño, quiero quedarme “en el viaje”!

Ambos nos sentamos en el sofá. Salvo por el hecho de estar desnudos, los lugares y posturas eran los mismos que usábamos cuando veíamos televisión.

—Los sueños tienen dos cualidades —filosofé—. Puedes despertar de ellos o ellos pueden hacerse realidad, ¡Este sueño es de los que se materializan! ¡No imaginas cuántas veces soñé con esto!

Mamá me besó en la boca. Intenté tocarla de nuevo, pero retuvo mis manos con ademanes autoritarios. Continué sentado mientras ella se arrodillaba junto a mí. Recogió su cabello y me miró con gesto predatorio.

—No tienes idea de lo que despertaste en mí —señaló—. Cuando te vi con esa guitarra, pensé que querías burlarte de tu padre o hacer una parodia ridícula de su memoria. Después te escuché cantar y tocar y todo en mí se encendió... ¡Tenerte como amante es como tenerlo a él de regreso conmigo! ¡Gozar juntos es la mejor manera que tenemos de honrar su recuerdo! ¡Sé que él aprobaría lo que estamos haciendo, por difícil que pueda parecer!

No supe qué decir, pero cualquier intento de responder a su comentario desapareció cuando ella tomó mi virilidad entre sus manos y admiró la porción de tronco y el glande que sobresalía. Asintió con aprobación para luego agacharse y lamer la punta de mi miembro.

Suspiré emocionado. Mamá posó sus labios sobre mi glande haciendo presión mientras agachaba la cabeza. Esta maniobra me dio la sensación de estar penetrando un coño y fue rematada con una succión intensa y una repentina apertura de su boca para liberar la presión. Grité de placer cada vez que repetía el juego. Acaricié sus cabellos, no imponiendo mis órdenes ni marcando ritmo, más bien agradeciéndole por el placer brindado.

Tras varias repeticiones soltó mi mástil e intentó meter la mayor cantidad de mi longitud en su boca. Su cabeza subía y bajaba en movimientos acompasados que me hacían gemir. Rato después volvió a liberar mi hombría para golpearse con esta las mejillas, pasarla por todo su rostro o lamer desde el glande hasta los testículos.

Sus caricias bucales eran expertas. Estaban destinadas a dar placer, pero guiadas de manera tan sabia que no me encaminaban al clímax. Esta deducción se comprobó cuando pronunció las palabras que nunca antes imaginé escucharla decir.

—¡Hijo mío, méteme la verga! —exigió fuera de sí—. ¡Te quiero dentro de mí!

No esperó a mi respuesta. Se incorporó y subió sobre mis muslos con las rodillas sobre el asiento del sofá. Con decisión tomó mi mástil y lo acomodó en la entrada de su encharcado coño. Nos miramos a los ojos unos instantes. Podíamos detenerlo todo y abandonar, podíamos parar, fingir que no había pasado nada y tratar de continuar con nuestras vidas. Ninguno de los dos se acobardó.

Mi madre fue bajando su cuerpo mientras mi verga enhiesta se introducía en su coño. Exhalé una larga bocanada de aire al sentir el avance de mi virilidad por su apretado conducto.

Mi madre me recibió en su coño, toda mi hombría la penetró hasta que sentí el glande topar con su matriz. Esa vagina, puerta por la cual pasé a este mundo, se convertía en la puerta que me llevaba al paraíso.

—¡Te amo y ahora vuelves a estar dentro de mis entrañas! —gritó.

No supe si invocaba al recuerdo de mi padre o me decía a mí, pero nada importó cuando sus caderas comenzaron una cadenciosa danza. Mi verga llenaba su coño por completo, por entre los labios vaginales escapaba flujo. Se abrazó a mi cuello para mejorar su punto de apoyo y yo me apoderé de sus nalgas. Apretaba sus glúteos cada vez que mi abdomen chocaba sobre su pubis y los separaba cuando retrocedía. Recostó su cabeza en mi hombro y gimió a gusto.

Acompañé sus movimientos con profundas penetraciones. Era fascinante entrar y salir de su coño, pues ella sabía controlar sus músculos internos tan bien como si se tratara de la boca o de las manos.

Mi madre se corrió de nuevo, entre gemidos, gritos de júbilo y de aprobación.

Sin pérdida de tiempo deshizo la posición para darme la espalda y volver a empalarse con mi mástil. Subió los pies al sofá, quedando con los muslos muy abiertos. Pegó su espalda a mi torso y movió las caderas de adelante hacia atrás. Por mi parte, la abracé y me apoderé de sus tetazas. Sentía que mis testículos, empapados en sus jugos vaginales, chocaban una y otra vez con su coño.

El interior de mamá era un volcán que pronto hizo erupción. Alcanzó un prolongado orgasmo múltiple entre contracciones vaginales, gritos de lujuria y chapoteo genital. La acompañé en el clímax y eyaculé en lo más profundo del coño que me dio la vida.

Mamá recargó su cuerpo en mi torso y volteó la cabeza para besarme. La calidad de mi erección no disminuía y esta circunstancia parecía encantarla. Reponiéndose de sus orgasmos se incorporó. Mi verga relucía, cubierta por la combinación de nuestros fluidos sexuales.

Mi madre me miró con intensidad, se arrodilló en la alfombra y acomodó su cuerpo entre mis piernas. Sujetó mi miembro para volver a masturbarlo, mi semen y sus flujos vaginales brindaban una excelente lubricación. Sin reparos, lamió desde mis testículos hasta el glande en repetidas filigranas linguales. Con su boca hizo el gesto que imita al beso que se lanza de lejos y dirigió mi glande a sus labios. Al estar en esa posición, su boca ofrecía una grata resistencia. Cuando el glande estuvo dentro sorbió con energía mientras friccionaba el tronco con ambas manos.

Yo tenía dos folla—amigas con quienes a veces pasaba buenos momentos, pero nada me había preparado para el nivel de felaciones que practicaba mi madre. Una y otra vez obligó a mi glande a penetrar entre sus labios en tensión mientras giraba las muñecas para dar un profundo masaje a mi verga.

Mis dedos se aferraban a la tapicería del sofá, como queriendo perforarla. Hubiera deseado tomar a mi madre por la nuca, pero entendí que debía dejarme hacer y disfrutar el regalo pasional que me brindaba. Me atreví a interrumpirla cuando sentí que el clímax llegaba de nuevo. Le advertí que eyacularía, pero ella no dejó de darme placer. Me corrí entre sensaciones apoteósicas de amor y lujuria.

Mi madre dejó de masturbarme y lanzó su cabeza hacia adelante para alojar la mitad de mi hombría en su boca. Me miró con gesto enardecido mientras yo me debatía. Sentí que el glande llegaba a su garganta y las ráfagas de esperma ingresaban en su cuerpo sin dificultad. No me soltó hasta estar segura de haberse bebido toda mi corrida.

Mamá se incorporó y no pude menos que verla con amor. Bebimos y fumamos entre risas, como amantes de toda la vida. El arrepentimiento, si es que alguna vez aparecía, no llegaría esa noche.

—Me apetece un baño —dijo mi madre recogiendo un poco del semen que escurría entre sus muslos—. ¿Me acompañas?

—¡Sí! —exclamé enardecido.

Subimos la escalera, ella por delante y yo contemplándola desde atrás. Las nalgas de mi madre eran un espectáculo imponente, mi verga estaba en plena forma, notificándome que la noche aún era joven. Mamá era una hembra madura, experimentada y ardiente. Yo era un chaval en plena ebullición hormonal y teníamos la casa para nosotros solos.

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Esta trilogía está dedicada a Natjaz Vasidra.

Ella es la chica a quien le gustaba regañarme y más tarde se convirtió en mi amiga.

La amiga que se hizo mi novia.

La novia que se transformó en mi amante.

La amante que se volvió mi esposa.

Y la esposa que sabe conjuntar todas las facetas que he descrito y muchas más.

Amada Nat, gracias por tu presencia, tu solidaridad, tu generosidad hacia mi persona y hacia todos los seres que entran en tu esfera de influencia. Gracias por saber amar, saber compartir, saber disfrutar y saber invitarme a ser tu cómplice.

Sabes que entre nosotros los juramentos están de más. Nos hemos demostrado con hechos todo cuanto había que superar.

Te amo, en todas las facetas, desde el sentimiento más sublime hasta la etapa más delirante de la lujuria. Gracias por corresponder a estas emociones.