Tiempos de lujuria I, Los vídeos

Mi vida cambia gracias a la basta colección de VHS dejada por mi padre tras su muerte

Nací cuando mi madre tenía dieciséis años recién cumplidos y mi padre dieciocho. Se casaron y formaron un matrimonio feliz, bien estructurado y con toda la dicha por delante. Ambos siguieron estudiando, ella la preparatoria y, más tarde, la carrera de Derecho. Él estudió Música. Las familias de ambos siempre los apoyaron.

Mis primeros recuerdos me muestran a mí sentado sobre los hombros de papá, mientras mamá camina a nuestro lado, tomada e su mano. Se casaron, pero nunca dejaron de ser novios.

Cuando yo tenía cinco años, papá había terminado sus estudios en el Conservatorio. Ya tocaba y cantaba en una banda de Rock y Trova. Una noche lo asaltaron afuera del salón donde se presentó el grupo. Le dispararon a quemarropa en la frente para robarle la guitarra. Podéis imaginar el dolor que mi joven madre, viuda de veintiún años, tuvo que enfrentar.

La familia se desmoronó. Mi abuelo paterno murió de depresión ese mismo año y mi abuela paterna se aisló en su casa. Pero Natalia, mi madre, no se dejó vencer. Se graduó con honores, llegó a ser una prestigiosa abogada y fundó su propio despacho.

Crecí adorando a una madre presente que siempre fue mi amiga, mi hermana, mi confidente y mi apoyo incondicional. Añoraba la figura paterna del heroico guitarrista que hacía vibrar el escenario. Todos los que conocieron a papá me contaban anécdotas de tal o cual Riff, de sus mágicos arpegios y de lo original que sonaba su técnica musical.

Aunque la confianza con mi madre era completa, jamás me atreví a pedirle una guitarra o clases de música. Intuía que era un tema doloroso para ella. Nunca le conocí un amante, aunque no dejaba de darse ciertas “escapadas” con mi tía Edith. Durante mi pubertad imaginé que esas salidas eran destinadas a la búsqueda e hombres, tema en el que no me sentí facultado para juzgar. Consideré que era la vida de mi madre y que, en caso de buscar un desahogo sexual, tenía todo el derecho de hacerlo.

Cuando yo tenía quince años falleció mi abuela paterna. Me heredó su casa y otros bienes. Con la ayuda de mi madre dispuse de los muebles y enseres., pero el desván de la propiedad lo enfrenté yo solo.

Entre polvo y telarañas encontré las cosas que fueron de mi padre. Sus viejas y ya inútiles guitarras, sus libros, sus afiches de Nirvana y varias cajas de cartón que contenían cientos de vídeos en formato VHS. Deduje por las etiquetas que se trataba de tutoriales o cursos de guitarra; mi padre se había adelantado a You Tube.

No disponía de ninguna antigua vídeo casetera, así que localicé a un ingeniero que digitalizó los primeros trescientos vídeos, dejando pendientes otros seiscientos. Resucitar los conocimientos perdidos era mi forma de rendir tributo al padre que el destino me arrebató. No dije nada a mi madre, pues intuía que el tema podría incomodarla.

De este modo “conocí” a papá. Pasaba tardes enteras mirando las lecciones de música que el había grabado durante los dos primeros años de su matrimonio. En el ruido de fondo escuchaba a veces el llanto o las risas de un bebé y me conmovía saber que se trataba de mí. Resultaba encantador darme cuenta de que en aquellas viejas cintas había quedado plasmado un segmento de tiempo en el que ambos estuvimos vivos.

Reproducía el material digitalizado en mi ordenador portátil. Las cincuenta primeras películas estaban dedicadas a teoría musical. Entre el colegio y las tardes de vídeos paternos, me encontré con que estaba aprendiendo. Tomaba apuntes, escuchaba con atención las explicaciones, rebobinaba cada vez que tenía una duda y así se deslizó un año.

A los dieciséis pasé a las lecciones prácticas. Para entonces ya dominaba el solfeo, la armonía y tenía amplio conocimiento de las normas de enlaces entre acordes. Adquirí una guitarra, siempre en secreto, y trasladé mi “centro de operaciones” al ático de la casa de mi abuela.

El tiempo transcurría, mis dedos imitaban los movimientos de los de mi padre sobre el diapasón, mi velocidad de digitación mejoraba y, cuando me di cuenta, tenía dieciocho años, un amplio conocimiento musical, una habilidad guitarrística casi tan buena como la de mi padre y una cuenta de un millón de mentiras dichas a mi madre para protegerla de la verdad.

En esos años de formación secreta cambié de manera radical. Mi cuerpo terminó de crecer, mi voz se asentó sin desniveles, me dejé el pelo largo y adopté muchas de las actitudes y expresiones de mi padre. Fue algo que sucedió, no lo imité de manera consciente.

Las lecciones de música no solo contenían teoría y práctica. En ocasiones papá deslizaba comentarios sobre usos y costumbres de su década. Estos temas también perneaban en mi subconsciente. A veces andaba por ahí con “look” noventero, hablaba de “Melrose Place” o “Mc Guiver”.

Mamá pasaba las mañanas en los juzgados y las tardes en el despacho. Yo iba de la escuela al ático. El asunto me pesaba cada vez más, pero no encontraba la manera de compartirlo con ella. Me decía a mí mismo que revelaría mi secreto “cuando terminara de aprender la siguiente lección” o “cuando pudiera digitar tal o cual acorde sin error”. Tenía miedo de su reacción, así fue como llegué a mi mayoría de edad.

Al cumplir los dieciocho me parecía bastante a mi padre. Vestía como él, decía sus frases y, sin alcanzar toda su destreza, tocaba la guitarra y cantaba de forma similar a la suya. No es soberbia, pero aprendí con el mejor.

Las lecciones concluían con el último de los vídeos digitalizados. Al terminar de visualizarlos me pregunté lo lógico. ¿Qué contenían los demás VHS?

Tomé una de las cajas que hasta entonces no había tocado. Los títulos de las etiquetas mostraban fechas. Comenzaban el 19 de julio de 1999 y terminaban dos semanas antes de la muerte de papá. Supuse que se trataba de momentos familiares, pero no me pareció normal que hubiera tantos. Las fechas entre películas saltaban dos o tres días, pero había cierto bloque, sujeto por unas ligas disecadas, que abarcaban tres meses seguidos y mostraban besos de carmín en las etiquetas.

Intrigado, me dirigí al taller del ingeniero que, años antes, digitalizara los primeros vídeos. Entregué trescientas películas y pagué al contado. Tendría que esperar dos semanas para verlas.

Era verano, estaba de vacaciones y mamá seguía trabajando. Nos veíamos por las noches, cenábamos juntos, charlábamos y lo pasábamos bien. Salvo por el tema de los vídeos, teníamos muy buena comunicación. Nat, a sus treinta y cuatro, era hermosa. Rubia natural, con el cabello dorado largo. Ojos azul cobalto, facciones aristocráticas y un cuerpo escultural que parecía diseñado por los más hábiles escultores de la Grecia Clásica. Al escuchar su risa franca, al mirarme reflejado en sus ojos o al sentir sus besos maternales en mis mejillas, me sentía miserable por guardarle tantos secretos. La había protegido de un encuentro con el pasado y, sin saberlo, estaba trayendo el pasado a nuestras vidas.

—Cada día me recuerdas más a tu padre —comentó mamá al calor de una buena cena en su restaurante favorito.

—Creo que son imaginaciones tuyas —tercié—. Será porque estoy creciendo o porque, de por sí, nos parecemos él y yo. Papá es un tipo estupendo, yo no le llego ni a la sombra.

—“Era” maravilloso —recalcó la primera palabra—. No he buscado mucho, pero nunca he visto a un hombre que se le asemeje, excepto tú.

—¡Gracias por la parte que me toca! —sonreí quitando hierro al asunto.

Había confundido tiempos verbales y estuve a punto de “meter la pata”. Lo bueno fue que mamá no se dio cuenta.

Mi madre acostumbraba tomar     un par de combinados “para dama”, pero esa noche bebió más de lo habitual. Conduje el auto hasta la casa y la ayudé a subir a su habitación. Pasé al baño y, al salir, Nat me llamó por mi nombre, el cual era el mismo de mi padre. Entré a su recámara, con la luz apagada.

—Acércate, por favor —solicitó mi madre—. He soñado que te… que te ibas lejos para nunca volver.

—No, aquí estoy —señalé.

Me senté a su lado. Ella tomó mi mano y besó mis dedos.

—Cántame “La ciudad de la furia”.

Caí en la cuenta de tres cosas. Mi madre nunca me había escuchado cantar, estaba ebria y su subconsciente me confundía con mi difunto padre.

Comencé con aquello de “Me verás volar por la ciudad de la furia, donde nadie sabe de mí y yo soy parte de todos”. Mamá suspiró y llevó mi mano a su busto, con su mano libre buscó mi entrepierna. Quise gritar, levantarme y salir corriendo. No lo ice, pues no me atrevía a romper la magia de su momento. Los pezones de mi madre se endurecieron al contacto con mis dedos. Mi miembro se tensó con la fuerza del deseo mientras mi voz seguía machacando la canción.

—¡Me dejarás dormir, al amanecer, entre tus piernas! —coreó Nat en el momento oportuno.

Terminé la canción y mamá se quedó semidormida. Aún tuve fuerzas para retirarle el vestido, arroparla y dejarla dormir.

—No hagas mucho ruido cuando ensayes, el bebé está durmiendo y ya sabes que tiene el sueño ligero —solicitó—. No tardes mucho, quiero, bueno, ya sabes lo que quiero.

Cerré la puerta y corrí a mi habitación.

Mi miembro todavía estaba erecto. Me sentía miserable por haberme excitado con la confusión de mamá. Esa fue la primera vez en mi vida que vi a Nat como amante. Me desnudé, me metí en la cama y me obligué a dormir.

Por la mañana mamá padecía resaca. Le preparé el desayuno y lo subí a su habitación.

—Anoche soñé con tu padre —confesó con tristeza—. Fue como si siguiera con nosotros.

—¿Aún lo extrañas? —pregunté.

Ella me señaló la cama y me invitó a sentarme a su lado. Ocupé el lugar de la noche anterior y, bajo el pantalón del chándal, mi erección despertó. Tuve que cubrirme con la manta para evitar que se notara mi excitación.

—Tu padre era el mejor —susurró tras beber un trago de café—. Daría lo que fuera por verlo de nuevo.

Me dolían tres años de secretos. Debí decirle antes lo de los vídeos, pues ella también tenía derecho a verlos. Pero me faltó el valor.

—No quiero que te pongas triste —señalé—. Hoy iré al Centro. ¿Quieres algo de allá?

—Sí. Unas “Pastillas para no soñar”.

Rato después me preparé y salí al taller del ingeniero. Al llegar, el hombre me recibió con una sonrisilla cínica.

—¡Ya están listas tus películas! —exclamó—. Aquí hay muy buen material. Deberías venderlo. El primo de un amigo conoce a alguien que tiene contactos con… bueno, con gente que comercializa este tipo de cosas. Aunque no acabo de entender la onda retro, espero que algún día presentes.

No comprendí sus palabras. Tomé mis VHS y los CD y salí del taller entre frases de despedida y agradecimiento.

Mamá no estaba en casa. Encontré una nota suya en la mesa de la cocina, en ella explicaba que iría a casa de la tía Edith. Por experiencia sabía que contaba con toda la tarde.

En mi habitación tomé el primero de los CD. Antes de introducirlo en el portátil traté de analizar mis sentimientos. Amaba a mi madre. No solo eso, la adoraba, la admiraba y hubiera dado mi vida por su bienestar. No obstante un nuevo sentimiento se apoderaba de mí.

La deseaba como mujer, por errado que pudiera parecer me estaba enamorando de ella. Hasta la noche anterior no me había dado cuenta de lo sola que estaba Nat, de las noches que debió pasar deseando el contacto masculino.

Decidí seguir adelante con los vídeos y ver qué contenían. Introduje el CD y la película apareció ante mis ojos.

—¡Este es el primer día del resto de mi vida… sexual! —exclamó mi madre en la pantalla.

Se veía joven, no muy diferente a su imagen actual. Lucía top ajustado en color gris y minifalda blanca. Estaba sentada sobre una cama.

—¿Quieres decirme por qué? —preguntó la voz de mi padre fuera de cuadro.

Mamá se sujetó los senos y los ofreció a la cámara en actitud seductora.

—Hoy terminé con las sesiones de depilación láser —separó las piernas, pero se cubrió el sexo con las manos —. ¿Quieres ver?

—¡Nada me daría más gusto!

Papá dejó la cámara en un trípode y saltó a la cama junto a mamá. Estaba desnudo de cintura para arriba. Ella lo recibió a su lado con un beso y él acarició sus senos sobre el top. Mi padre se parecía tanto a mí que comprendí el porqué de los comentarios del ingeniero.

Yo no podía creerlo. Tenía ante mis ojos un vídeo erótico grabado por una pareja joven dispuesta a jugar con la cámara. Y tenía en mi poder cientos de películas que debían ir por la misma temática. Lo más excitante es que se trataba de mis padres.

—¡Inmortalicemos el momento! —exclamó mamá subiéndose la mini hasta ponerla enrollada sobre su cintura.

Sin pudor separó las piernas y mostró a la cámara su vagina depilada.

Papá le quitó el top y se arrodilló tras ella. Desde atrás sostuvo sus generosos senos y los masajeó con movimientos expertos. Nat se revolvió como leona en celo y ronroneó cariñosa.

—Sin pelos se notan bien los labios y el clítoris —señaló mamá mientras se tocaba el coño con gesto lascivo.

Mi padre besaba su cuello y sepultaba el rostro entre su cabello. Dirigió una mano al sexo de mamá y acompañó la masturbación con ligeros golpeteos sobre el clítoris.

Me sentía alucinado. Sabía que no era correcto espiar las escenas sexuales que mis padres representaban, pero mi erección pugnaba por salir del pantalón. Nunca antes había visto a mi madre en actitud tan lasciva. Estaba acostumbrado a ver vídeos de papá, pero en este faltaba el tono académico y sobraba la temática sexual.

Liberé mi verga de su encierro y, casi sin darme cuenta, acaricié todo el mástil. Papá se retiró del cuerpo de mamá y se arrodilló, dando la espalda a la cámara. Con destreza separó los muslos de Nat y sepultó el rostro entre estos para lamer el sexo por el que vine al mundo.

Ella gritó de placer al sentir la caricia oral. Se notaba que él le tenía tomada la medida en cuanto a los movimientos linguales y bucales. El ángulo de la cámara no me permitía ver lo que papá hacía, pero las reacciones de mi madre eran evidentes. Había enrojecido, respiraba con agitación y sus puños crispados golpeaban sobre la cama. Reía, gemía y suspiraba hondo.

—¡Eres deliciosa y lo vamos a pasar en grande! —exclamó él.

Me estiré para alcanzar la botella de crema de la cómoda. Me desvestí de prisa mientras mi padre practicaba un cunnilingus a mi madre en la pantalla del ordenador. La escena era demasiado erótica para dejarla pasar.

Mamá alcanzó un orgasmo tremendo mientras yo iniciaba movimientos masturbatorios a lo largo de mi verga. Suspirando, ella le invitó a continuar. Papá se desnudó y se puso en pie junto a la cama. Mi madre lo atrajo para sostener su miembro con ambas manos. Noté que el pene que me había engendrado era idéntico al mío en forma, grosor y longitud; las dos manos de mamá no lo abarcaban por completo a lo largo, pues sobresalía parte del tronco y el glande.

Nat lamió la punta del mástil y yo ejecuté un giro de dedos en mi glande, emulando su movimiento. Succionó el miembro y copié el gesto lo mejor que pude, ahuecando la mano derecha para sentir una sombra de los impulsos erógenos que su boca transmitía a papá. De este modo fui imitando cada sensación que mi madre brindaba a mi progenitor, en un acto de secreta comunión sexual con los seres que me trajeron al mundo.

Yo no pensaba, mis manos actuaban sobre mis genitales y mis ojos no se atrevían a parpadear. Parte de mi subconsciente se alegró de la circunstancia de encontrarme solo en casa, pues gemía de placer al igual que los amantes esposos que contemplaba.

El repertorio de juegos eróticos de mi madre era bastante completo. Hacía “inmersiones” muy profundas, que llevaban el glande a lo más hondo de su garganta, sacaba la verga de su boca para lamerla completa o darse golpecitos en las mejillas, la hacía recorrer su cuello o se incorporaba para acomodar el mástil entre sus generosos senos.

—Nat, esto es excelente —jadeó mi padre, y yo estuve de acuerdo con él—. ¡Permíteme follarte!

—¡Para una verga como esta siempre estaré dispuesta! —gritó ella.

Sus últimas palabras me alertaron. No había dicho “tu verga”, sino “una verga como esta”. Entendí que era una frase dicha al calor de una buena sesión de sexo, pero contemplé mi propia virilidad y comprendí que, siendo igual a la de mi padre, calificaba en la clasificación que ella acababa de mencionar.

Los amantes esposos se separaron y ella se tendió sobre la cama, de perfil con respecto a la cámara. Separó las piernas en “V” para mostrar su sexo a su hombre y él colocó su glande sobre la vagina. Papá ejecutó algunos movimientos de vaivén sobre el sexo de mamá, para rozar su miembro sobre los labios íntimos. Ella gimió de forma gutural. Yo reduje los movimientos de mi mano sobre mi verga, en anticipación a lo que seguía.

Después de jugar un poco y despertar ansias y gemidos en la hembra, mi padre colocó su glande en la entrada vaginal. Cubrí mi glande lubricado con la palma de mi mano. Él avanzó despacio, penetrando sin pausas mientras ella se sacudía extasiada y yo deslizaba mi mano, emulando la penetración. Los tres gemimos al mismo tiempo.

Iniciaron un rítmico movimiento cuando todo el mástil de mi padre estuvo dentro del sexo de mi madre. Papá sostenía las piernas de mamá, bien separadas. Yo intensifiqué mi pajote acompasándome al vaivén de sus cuerpos. Incluso comencé a respirar como él lo hacía. Nat gemía cada vez que mi padre la penetraba a fondo, coincidiendo con la réplica de mi mano en mi virilidad.

De este modo estuvimos largo rato. Ellos follaban, a una distancia de muchos años, yo me pajeaba en una actualidad que había fusionado dos épocas.

—¡Me corro! —gritó mamá para enardecernos.

Los suspiros y gemidos de mamá arreciaron en intensidad, a la par del rítmico movimiento de papá. Mi mano no se quedó atrás. El orgasmo de mi madre fue apoteósico. Papá sonreía y yo sudaba por la excitación. Los gemidos de ella decrecieron, pero el movimiento de él conservó su intensidad.

—¡Sí! ¡Así! ¡Me viene otro! —bramó mamá enmedio del éxtasis.

—¡Vamos juntos! —gritó papá mirando a la cámara.

Estas palabras y aquella mirada me hicieron sentir incluido en el juego. Nat agitaba las caderas en busca de la penetración, papá alzaba la cabeza y yo casi lloraba de placer. Los tres, en un instante cósmico que fusionaba dos universos, llegamos al ansiado clímax.

Los amantes se agitaron en apasionados estertores mientras mi semen salía disparado en torrentes de placer.

—¡Te deseo! —confesé a la imagen de mi madre en la pantalla del ordenador.

Me asustó un poco el haberlo dicho en voz alta, pero me sentí bien. Secreto revelado es secreto descargado.

Ellos se besaron con amor mientras yo limpiaba mi semen recién corrido.

—Quiero por atrás, sabes que eso me encanta —exigió mamá.

—No podría negártelo —respondió mi padre con su sonrisa de medio lado.

Se desacoplaron entre risas y comentarios candentes. Ni la erección de él ni la mía habían desmerecido. En eso también nos parecíamos.

—Que quede para la posteridad —sugirió papá haciendo gala de sus dotes de director XXX.

Se levantó, fue a la cámara y la acercó a la cama con todo y trípode. Ajustó el objetivo mientras ella se acomodaba en cuatro para mostrar el trasero en todo su esplendor.

Di pausa al vídeo para admirar su vagina depilada, con labios gruesos e incitantes que se veían separados por el reciente polvazo. Hilillos de semen escurrían de la entrada vaginal hasta los muslos. No estaban actuando y nada tenían que envidiar, ni en rendimiento ni en perfección física, a los actores de las películas porno.

Al avanzar la escena papá se acomodó a un lado de mamá, mirando a la cámara mientras se masajeaba la erección.

—Este es el curso de dilatación anal —señaló en el mismo tono didáctico que usaba para las lecciones de música.

—La norma principal es que, “Sin lubricación no hay penetración”, la norma que se le hermana reza: “Dilatar para follar”.

Introdujo el índice y el medio de la mano derecha (“I” y “M” según las lecciones de guitarra) en la vagina de mamá, masajeando un poco en su interior mientras ella jadeaba extasiada.

Cuando consideró que sus dedos estaban lubricados los extrajo y separó las nalgas de ella. Lamió el canalillo cercano al ano y después el orificio posterior. No tuvo reparos en introducir la lengua por aquella cavidad, acción que despertó gritos de placer en mi madre.

—No podemos pretender follar un ano como este sin antes rendirle los honores con un buen beso negro —informó papá.

Mi madre aulló de gozo cuando su amante esposo le puso la boca sobre el ano para besar y sorber. La cámara no captó las acciones al detalle, pero se escuchaban los ruidos de besos y chupeteos que coincidían con las exclamaciones de júbilo de ella.

Momentos después se separó de aquel codiciado manjar para introducirle el índice lubricado. Fue cuidadoso en la penetración digital, pero no ofreció tregua a la hora de estimular con movimientos de entrada y salida.

—¡Es lo máximo! —clamaba mi madre —¡Se siente increíble!

—¡Apenas es el comienzo!

Yo los miraba atónito. Mi verga reclamaba atenciones, pero decidí esperar un poco más, pues deseaba compartir con ellos la sodomización.

Papá unió su dedo medio al índice que penetraba el ano de mamá. Ambos dedos se deslizaban en aquella cavidad, procurando relajar su resistencia. Algo debió hacer con sus dedos, pues mi madre arqueó la espalda de una manera deliciosa y pronunció una serie de frases inconexas.

—A tres cuartos de perfil, para que quede bien grabado —indicó él sacando los dedos del culo de ella.

Nat se movió en el ángulo adecuado y papá se arrodilló tras sus nalgas. Volvió a penetrar su ano con ambos dedos y dirigió su verga a la encharcada vagina.

Embistió de golpe y ambos adoptaron un rítmico vaivén que duró algunos minutos mientras los dedos de él seguían estimulando el ano de ella. La cámara no perdía detalle de la entrada de aquella barra de carne en la ansiada cavidad que escurría flujo vaginal y semen. Nat volvió a correrse entre de gritos y jadeos. Entonces papá cambió de orificio.

Sacó los dedos para sustituirlos por el glande. Despacio, con cuidado y evidente pericia, fue introduciendo su hombría. Mi madre autorizaba con palabras de aliento mientras papá comenzaba la sodomización. Él no se detuvo hasta que su virilidad se alojó entera en el culo de ella. Ambos suspiraron y esperaron un poco; me arrodillé sobre la cama y sostuve mi verga con una mano llena de crema.

La danza copulatoria inició con un vaivén lento. Las caderas de ella buscaban la penetración mientras que el abdomen de él se estrellaba contra sus nalgas. Mis manos envolvían mi hombría, como intentando copiar la estrechez del ano de mamá. Ahí fue donde tome una decisión trascendental: tenía que seducirla, tenía que convencerla de que follara conmigo. Deseaba ese cuerpo prohibido, necesitaba gozar y hacer gozar ese anhelado monumento de carne y placer.

Las penetraciones de papá se hicieron más veloces. Mamá aceptaba sin problemas toda la verga que él podía ofrecer. Ambos gemían y yo sincronizaba mi masturbación con el bombeo de la enculada.

Los brazos de Nat perdieron fuerza y su cabeza cayó sobre el colchón mientras un orgasmo trepidante la sacudía entera. Sus puños crispados se estremecían al compás de las penetraciones. Papá emitió un aullido de lobo y ella lo coreó también cuando sintió la eyaculación en sus entrañas. Me corrí también, coreando los gritos de aquellos amantes del pasado.

Estaba decidido. Yo amaba a mi madre desde siempre, había aprendido a desearla como amante y sabía de las cosas que ella era capaz a la hora de follar. Necesitaba dedicar toda mi atención a los vídeos eróticos, a fin de aprender lo más posible sobre las técnicas amatorias que tanto le gustaban.

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Esta trilogía está dedicada a Natjaz Vasidra.

Ella es la chica a quien le gustaba regañarme y más tarde se convirtió en mi amiga.

La amiga que se hizo mi novia.

La novia que se transformó en mi amante.

La amante que se volvió mi esposa.

Y la esposa que sabe conjuntar todas las facetas que he descrito y muchas más.

Amada Nat, gracias por tu presencia, tu solidaridad, tu generosidad hacia mi persona y hacia todos los seres que entran en tu esfera de influencia. Gracias por saber amar, saber compartir, saber disfrutar y saber invitarme a ser tu cómplice.

Sabes que entre nosotros los juramentos están de más. Nos hemos demostrado con hechos todo cuanto había que superar.

Te amo, en todas las facetas, desde el sentimiento más sublime hasta la etapa más delirante de la lujuria. Gracias por corresponder a estas emociones.