Tiempos de hambre, pobreza y sexo

La vida puede ser puta a veces, y otras no tanto... primera entrega.

Tiempos de hambre, pobreza y sexo.

  • Sal de aquí, rata apestosa. No quiero volverte a verte en lo que te queda de vida. Reniega de esta familia porque nunca más te daremos cobijo.

La puta ramera de Anastasia, mi madrastra, tenía la culpa de que mi padre hubiese muerto tan joven. Con 45 años, había fallecido mientras cenábamos soltando espumaraje por la boca. El médico del pueblo sentenció que había sido envenenado, pero nunca se supo quién lo podría haber envenenado. Bueno, en realidad yo sí lo sabía. Había sido ella. La muy puta hija del Satán, había contraía matrimonio con mi padre después de que éste fuese convencido casi a la fuerza por el que a la postre sería su suegro, seguros de que podrían apropiarse de los negocios de mi padre y de sus bienes. Mi madre había muerto cuando me tuvo a mí, hacía 7 años. Hasta entonces, habíamos vivido solos en nuestra casa hasta que apareció Anastasia y su hija, presentándome mi padre como mi nueva madre y mi nueva hermana. Mi padre se dedicaba al comercio de especias y por aquel entonces, en el año 1590, era un consagrado comerciante de la zona y de más allá. Nunca me llegué a tragar que Anastasia me había cogido cariño, pues cuando mi padre no permanecía en nuestra presencia, siempre me desairaba y protestaba por todo aquello que yo sacaba en mi beneficio de mi padre.

Aquella mañana siguiente al entierro de mi padre, en pleno mes de diciembre, con la nieve sobre los arboles y sobre los caminos, hizo que los que habían sido fieles criados de mi padre me echasen a patadas de la que había sido mi casa durante todo ese tiempo. Desde la ventana me gritaba y me improperaba, junto a su hija, fruto de su marido anterior, casi de la misma edad que yo. Margaret, la hija, se había comportado mucho mejor conmigo que su madre, pero aún así, tenía su misma sangre y su mismo genio malvado y destructor, a la par que egoísta.

Me encontré vagabundeando por el pueblo, hasta que un mendigo que por allí encontré, me ofreció un cobijo bajo sus mantas y un trozo de pan duro como el hielo que bordeaba el río.

..

Casi 10 años después, Jacob, el mendigo, me había enseñado a vivir la vida de una forma distinta a como yo la conocía hasta ahora. Me había enseñado a sobrevivir comiendo unas hogazas de pan mojadas en vino o en agua, a manejar el cuchillo con destreza y a robar para mantenerme vivo en aquel inmundo lugar.

Con 17 años, decidimos que partiríamos hacia Praga. El camino estaba despejado y con buen paso, en 2 días estaríamos en Praga. Solo nos detuvimos para almorzar algo en una posada al pie del camino casi llegando a la ciudad. Nos lo pudimos permitir porque habíamos robado maíz y cereales de un gran huerto y lo habíamos cambiado por algunas monedas en el pueblo anterior. Jacob era como mi padre y siempre estuvo atento a mí desde que me recogiese aquella fría tarde detrás de la iglesia de mi pueblo y me diese un lugar nuevo junto a él. Le debía mucho, prácticamente le debía ser el hombre en el que me había convertido. En esa posada, tuve la primera experiencia sexual de mi vida. Una joven mozuela que era hija del tabernero había despertado en mí unos sentimientos que nunca antes había conocido ni necesitado. Aprovechando la confusión que había en la posada por culpa de una pelea, la seguí después de advertir sus señales con la cabeza y poner en aviso a Jacob. Entramos en el granero que ocupaba la parte de atrás de la casa y sin mediar palabra, y torpemente, nos besamos. Ella debía de tener más experiencia que yo, pues asumió el mando de la situación desde el principio, despojándome de mi ropa harapienta, y dejándome desnudo ante sus ojos, lo que aprovechó para hundir su cabeza tras ponerse de rodillas en mi entrepierna, y lamer mi polla dura como nunca. La sensación de placer fue extrema, hasta el punto de correrme en su boca sin que ella dejase de mamar por un instante. No llevaba ni apenas 5 minutos. Pero eso fue lo que le bastó a ella para despojarse la ropa y enseñarme unas pequeñas tetas con pezones negros afilados que llevo a mi boca para que comenzase a chupárselos. Su sexo velludo apretaba el mío que crecía con cada lengüetazo que le propinaba a sus pechos. Noté como se introducía por debajo de su coñito, y al ella notarlo también, aferró sus piernas entre mis caderas y nos dejamos caer sobre la paja. Apreté fuerte mi polla hasta que entró dentro de agujero sin intervención auxiliar alguna. Se sobresaltó y comenzó a gritar y a morderse los labios. Mi cabeza no se separaba de su pecho. Un buen rato después, acabé inundándole toda su vagina de mi líquido blanquecino, y ella se soltó de mis caderas y se relajó, con una gran sonrisa en su boca, delatando que para ser mi primera vez, lo había hecho bien.

Nos vestimos y salimos del granero, con tan mala suerte, que su padre nos pilló cuando éste había ido en busca de un tonel de vino y venía cargado con él al hombro. Soltó la barrica de vino, rompiéndose en mil pedazos, y cogiendo una vara de castaño del suelo, corrió tras de mí por dentro de la taberna y me siguió hasta que pude escapar de allí por una de las ventanas. Seguí corriendo sin pensar que había dejado a Jacob en la mesa donde comíamos gachas y pan blando. Sinceramente, mientras el posadero me seguía con la gran vara de castaño en su mano, no pude ni ver donde estaba sentado el viejo mendigo. Caminé un poco en busca de sombra donde cobijarme, y de repente, una voz me asustó.

  • Decidí esperarte aquí, porque al ver que el posadero entraba a buscar más vino, supuse que te encontraría follándote a su hija, y no quería que la emprendiese conmigo por tu culpa.

Jacob estaba sentado bajo un almendro a la sombra. A lo lejos se veía la posada y el rastro de polvo en el aire que habían dejado mis pies tras correr por el camino.

Después de todo, me lo había pasado bien con la hija del posadero y eso me llenaba de satisfacción para ser mi primera vez y de tener que salir corriendo por delante de una vara que de haberme alcanzado, me hubiese dejado marcar de por vida en mi cuerpo. Seguimos el camino y ya divisábamos las chimeneas y el humo en el cielo de la gran Praga.

Como habíamos hecho siempre, dormimos entre mantas debajo de algún árbol frondoso, que nos cobijara un poco de la posible lluvia, si es que la hubiese. Por la mañana, y casi sin dinero para poder comprar algo de comer, Jacob me mandó a buscar algo que poder comer sisándolo de algún puesto del mercado de la plaza.

Para mi desgracia, robé una gallina en el puesto equivocado, y demasiado metido en medio de la plaza del mercado. La osadía de unos mercaderes vecinos de ese puesto, propició que me atrapasen y por consiguiente, me entregaron a la pareja de guardias que paseaban por aquella zona. Los guardias me maniataron como a un perro y me llevaron a una prisión bastante lúgubre y hedionda donde apenas entraba la luz del Sol. Mi vida se había acabado, pues recordé lo que contaban por los pueblos en los que habíamos estado que le hacían a la gente que encontraban robando en Praga: los ahogaban como si hubiesen sido asesinos.

Los días pasaban y me acordaba muchísimo de Jacob, de mi padre y de aquella malnacida de Anastasia. No estaría allí metido si ella no se hubiese, primero, casado con mi padre, segundo, envenenado y matado a mi padre, y tercero, no me hubiese echado de mi casa. La vida era injusta conmigo, y todos los días me preguntaba que hubiese sido de nuestra fantástica vida si esa pécora de mujer nunca hubiese entrado en la vida de mi padre ni en la mía.

Un día, sin saber cuando llevaba allí pudriéndome entre el hedor de la prisión y el fango que había bajo mis pies, la puerta se abrió. Supuse que llegaba la hora del fin de mi existencia en este asqueroso mundo. El guardia rechoncho y apestoso me agarró del pelo y arrastrándome me acercó a él, y hundió mi cabeza en su sobaco. Apestaba a mis demonios y pensé que en vez de morir ahogado en el río, me ahogaría entre el brazo gordo y pesado del barrilete guardián.

Me soltó cuando llegamos a una sala alumbrada con unas tenues antorchas. La luz del sol entraba por unas rendidas muy pequeñas excavadas en la pared. Me tiró al suelo, y una voz muy suave le pidió que me marchase. A mi lado, tres hombres mayores que yo y atados por las manos permanecían allí de pie. Me costó levantarme y recuperar el aliento después de haber tenido casi una eternidad, o lo que me pareció a mí ser una eternidad, la cabeza hundida en aquel apestoso sobaco. Cuando me acostumbré a la tenue luz de la habitación, un fraile con hábito marrón se encontraba frente a nosotros. Tras hacerles unas preguntas a los demás, habló conmigo.

  • Tu nombre, chico.
  • Me llamo Jarka, señor. Hijo de Williams Willow.
  • ¿qué edad rondas? – volvió a preguntar el frailecillo.
  • Hace 17 primaveras que vine al mundo, señor.
  • De acuerdo. Ven hasta mí, quiero verte de cerca.

Cuando me acerqué, vi la cara puntiaguda del hombre. Parecía un buitre de esos que tantas veces habíamos visto por el camino comiéndose las alimañas que cazaba. Mi hedor lo impulsó hacia atrás. Pero luego volvió a juntarse a mí, y agarró mis manos, palpó mi pecho y mi vientre, para luego apretar mis muslos con sus manos.

  • De acuerdo. Guardia – gritó y volvió a gritar después de que el obeso vigilante de la prisión no hizo acto de presencia tras su primera llamada.
  • Aquí estoy fraile. ¿Cuál te llevas? – le preguntó el guardia.
  • Me llevo a éste – dijo señalándome y me miró – ven conmigo hijo.

Salimos por otra puerta y otro guardia algo más amable que el anterior me desató. Tras él, nos dirigimos a la puerta principal de la prisión. Allí el fraile le dio un saco de monedas al guardia que nos había acompañado hasta allí, y se despidieron.

El fraile subió a un pequeño carruaje y me pidió que lo siguiese caminando a su lado. Debido al tumulto de la ciudad, el trote de los caballos era bastante suave, y pude ir pegado a la ventana del carruaje casi todo el camino. Salimos por la parte sur de la ciudad y tras rebasar las murallas, cogimos un sendero estrecho, por el que recorrimos unos pocos de metros hasta detenernos en una gran casa.

El fraile descendió del carruaje y me pidió que lo siguiese. Me llevó hasta los establos. Allí, en un abrevadero para los caballos, me empujó dentro y se deshizo de mis harapientos ropajes. Estregó con un estropajo de esparto y arrancó la mugre que tenía encima de mi piel desde hacía semanas. Cuando acabó, ni yo mismo recordaba tener la piel tan limpia desde que vivía en casa de mi padre. Me entregó una camiseta y un pantalón, al igual que unos zapatos sucios que me instó a que los limpiase. Cuando acabé, me ordenó que quitase el agua del abrevadero y pusiese limpia para que los caballos pudiesen saciar su sed. De camino a la gran casa, me informó de que había sido comprado a modo de servidumbre para ayudar en las tareas de la casa donde me darían cobijo y techo para dormir. Apuntó con su dedo donde estarían mis aposentos, unos habitáculos viejos donde las demás personas de la servidumbre dormían y que compartiría con ellos.

Entramos por la parte de atrás. La cocina era grande y olía a manzana, pues la señora que allí se presentó como Clotilde, la cocinera, preparaba 3 o 4 tartas de manzana verde que tanto gustaba a los amos de la casa. También conocí a su hija Agnes, una sirvienta que era la encargada de atender la mesa y la ropa de los señores de la casa. El fraile se había presentado como el padre Espinosa, el ayudante espiritual de la familia. Acudimos al salón, y tras unos grandes sillones frente a la chimenea apagada se notaba la presencia de alguien.

  • Señora, el nuevo miembro de la servidumbre está aquí.

La mujer se levantó y giró sobre su gran vestido. Aparentaba tener unos treinta y pico años largos, bastante bella y muy bien vestida.

  • ¿Cómo te llamas, chico? – preguntó con una voz muy suave.
  • Me llamo Jarka, señora. – y realicé una pequeña reverencia como mi padre me había enseñado cuando uno se presentaba ante una dama.
  • Al parecer, tienes modales. ¿dónde lo encontraste, Fray Espinosa? – preguntó mirando al fraile.
  • Donde encontré al último, señora. Estaba destinado a morir ahogado en el río, pero sus pecados han sido absueltos por la gracia de Dios nuestro Señor. – contestó el frailecillo.
  • ¿de qué se te acusaba, muchacho? – preguntó acercándose a mí la mujer.
  • De robar una gallina, señora. – y agaché la cabeza en señal de arrepentimiento.
  • ¿y en verdad la robaste? – ya se encontraba justo a mi lado.
  • Sí…. – dije y continué en voz baja. – llevaba tiempo mendigando un trozo de comida que llevarme a la boca y no tuve más remedio – mentí recordando que había comido en la posada antes que la hija del posadero me desvirgara y su padre casi me ajusticiara con una vara de castaño.
  • Entiendo… - dijo la mujer dando la vuelta y regresando al sillón. – espero que no necesites robar nada a partir de ahora, pues aquí tendrás comida y cobijo mientras trabajes para mí.
  • De acuerdo, señora. Le juro por Dios que nunca volveré a robar.
  • No jures en vano ni por Dios nunca más. – me reprehendió el fraile.
  • Lo siento, padre, es la costumbre.
  • Pues esas costumbres deben de desaparecer en esta casa - volvió a decir.
  • Podéis marcharos. – dijo la señora ya sentada en el gran sillón de espaldas a nosotros.

Salimos de la estancia y me encomendó mi primera tarea. Debía ir al cobertizo a buscar leña y allí conocía a Melgar, el marido de la cocinera y padre de la sirvienta. Pronto me fue de gran ayuda, pues se notaba hombre de buena fe.

Por la noche, tras la cena de la señora y de su hija Amelia, a la cual el fraile me había presentado, el ama de la casa me hizo llamar a sus dependencias. Agnes me acompañó a la habitación, y tras tocar levemente, abrió la puerta y dejó que entrase, cerrando a mi paso. La señora Theresa estaba sentada frente a la ventana, admirando el paisaje que se abría ante ella y le ofrecía la vista de la ciudad desde allí. Al fondo se veía el palacio del rey Rodolfo de Habsburgo, magnánimo rey del Sacro Imperio Romano, aunque la gente decía que estaba mal de la cabeza y el mismísimo diablo lo había poseído.

  • Ven, siéntate aquí.

Me señaló un cojín en el suelo. Me acerqué y me senté después de una reverencia hacia su persona.

  • Quisiera saber la historia de tu vida. Me pareces bastante educado para que siempre hayas sido un ladronzuelo de tres al cuarto que roba para poder llevarse algo a la boca.

Con una expresión de sorpresa, comencé a relatarle con pelos y señales lo que había sido mi vida hasta que acabé allí sentado junto a aquella dama. Había estado contemplándome desde que inicié la historia hasta que acabé de contarla. Sus ojos habían permanecido inalterados sobre los míos desde mis primeras palabras. Cuando acabé de relatarle todo, no dijo nada. Cogió un cordón junto a ella y tiró de él. Una campañilla sonó desde el techo y me asustó. De repente, Agnes, la sirvienta ayudante de cámara, abrió la puerta tras tocarla suavemente y entró.

  • ¿Me tienes preparado el baño? – le preguntó sin mirarla.
  • Sí, señora. Solo falta verter el agua y todo listo. – respondió a la pregunta.
  • De acuerdo. Viértela y vuelve a tus quehaceres.

Agnes salió de la habitación y entró enseguida portando 2 cubos grandes de agua caliente, pues el vapor se veía a distancia. Los vació en la tinaja al fondo de la habitación y salió corriendo para entrar con 2 cubos más. Luego, se retiró y cerró la puerta.

  • Ayúdame a quitarme el vestido – se levantó y me dio la espalda.

Me levanté como si tuviese fuego en el culo y sin pensarlo dos veces, desabroché los pequeños botones que apretaban su cuello por la parte de atrás. El gran vestido cayó al suelo. Ella subió sus piernas y salió de él. Luego me costó más quitarle el corpiño apretado que casi no la dejaba respirar. Los lazos estaban muy fuertemente apretados, pero al final, conseguí quitárselo. Cuando cayó al suelo, solo un camisón de fina tela blanca y casi transparente cubría su cuerpo.

  • Desátame el camisón. – ordenó alzando las manos.

Desaté las péquelas cuerdas de detrás de su espalda, y el camisón cayó al suelo. Quedó totalmente desnuda ante mis ojos. Era la segunda vez que veía a una mujer desnuda en mi vida, y mi polla reaccionó sin darme cuenta. La que sí se dio cuanta fue ella cuando giró y miró el bulto que la había rozado mientras desataba las cuerdas de su camisón y me mantenía bastante pegado a ella.

Sus pechos eran grandes, y estaban rojizos de las fricciones que el corpiño le infringía. Sus pezones grandes y marones apuntaban hacia mí. Su sexo, casi sin vello, fue lo que luego aprecié cuando caminó de espaldas hacia la tinaja de la habitación. Ella no quitaba ojo de mi entrepierna, como si llevase tiempo sin ver un bulto en los pantalones de un hombre.

Se metió en la humeante tinaja y con un gesto hizo que me acercara.

  • Coge ese frasco de sales por favor. – me pidió.

Me acerqué a la estantería y cogí el botito pequeño. Se lo entregué sin que ella me mirase directamente a los ojos. Lo abrió y esparció un poco de su contenido en el agua. Me lo entregó de nuevo y comenzó a mover el agua, donde la espuma blanca asomaba como por arte de magia.

Sus tetas permanecían fuera del agua, mientras ella se sentaba y reposaba su culo en el fondo de la tinaja grande y alargada que usaba para bañarse.

Mi polla seguía apuntando hacia donde dirigiese el cuerpo. Tras soltar las sales de nuevo en su sitio, me quedé parado junto a la tinaja, embobado con las grandes tetas de mi nueva ama y señora.

  • Jarka, estrégame bien la espalda, por favor.

Asentí y me puse detrás de ella. Bajé mis manos hasta ponerlas en contacto con el agua y el jabón y por primera vez tuve contacto con aquella piel suave. Moví las manos circularmente y en ambas direcciones. La señora Theresa estiró los brazos y amplié los círculos hasta casi rozar sus tetas sin querer. Mi polla parecía reventar, y notaba como se empezaba a mojar el pantalón. El círculo de mis manos se amplió tanto, que manoseé los bordes de las más grandes tetas que jamás había visto. A la señora Theresa no pareció importarle que le manoseara e incluso llegase a tocarle mitad de sus pechos desde atrás.

De repente, dijo:

  • Gracias. Me has servido de mucha ayuda. Por favor, acércame ese trapo para secarme.

Saqué las manos de su espalda y las limpié en mi pantalón. Atrapé el paño grande y blanco que me señalaba y se lo acerqué. Ella se levantó de la tinaja sin problema alguno y lo cogió, enrollándoselo por el cuerpo y dándome la mano para ayudarla a salir.

Se secó sin un ápice de vergüenza frente a mi rostro. Agarró el camisón que estaba tendido sobre la cama y se lo colocó.

  • ¿Sabes leer o escribir? – preguntó mientras mi cara seguía posada en su cuerpo.
  • Ehh… supe en su día, señora. Mi padre quiso enseñarme, pero con el paso del tiempo, he perdido esa costumbre.
  • De acuerdo. A partir de mañana, serás mi ayudante de cámara y mi hija Amelia te enseñará a leer y escribir. Quiero que aprendas. También, a partir de mañana, te trasladarás de habitación, y dormirás en la que hay arriba, en el cobertizo. ¿me has entendido, Jarka?
  • Sí, señora. Muchas gracias. Haré todo lo que usted me diga – contesté sumiso de mis palabras.
  • Llama a Agnes, quiero hablar con ella. Y dile que venga Fray Espinosa. Debo comunicarles mi decisión.
  • Enseguida señora.

Salí de la habitación haciendo la habitual reverencia y marché en busca del fraile y de la sirvienta. Les dije que la señora los buscaba e inmediatamente subieron a sus aposentos. Cuando llegamos allí, Amelia también estaba, embutida en un camisón parecido al de su madre. Antes no la había visto bien, pero era una chiquilla preciosa. Mediría como su madre de alta, y tendría la misma edad que yo o incluso algún año más. Se le translucía el camisón y se observaba una pequeña mancha negra entre su entrepierna, a la que ella no hacía caso. Además, presentaba un poderío semejante al de su madre en el pecho, y los grandes bultos que formaban bajo el vestido así lo intuían.

La señora Theresa les comunicó al fraile y a Agnes lo que antes me había dicho, pero rectificó y le pidió a la sirvienta que preparase el camastro en seguida, pues desde esa misma noche, yo pasaría a habitar dentro de la morada de los señores.

El fraile me miró con cara de pocos amigos, pero obedeció como fiel sirviente ante su ama.

Agnes me acompañó a la que sería mi nueva alcoba y enseguida, después de blandir unas sabanas al aire, las dejó caer sobre el catre de piedra y paja que sería mío desde ese mismo instante. Cuando Agnes desapareció cerrando la puerta, me desnudé y me hice la mejor paja de mi vida.

Por la mañana, al alba, salí de allí para ir a la cocina. El fraile había ordenado que comiese en la cocina. Cuando las dueñas de la casa se presentaron al desayuno, yo las esperaba desde hacía rato. Bajaron con sendos camisones que había utilizado para dormir. Agnes les sirvió el desayuno, mientras la señora Theresa me daba instrucciones para que la acompañase a vestirse tras su desayuno y luego empezaría con Amelia las clases, tras ayudarla a ella a vestirse también.

Con la señora Theresa acabé pronto. Se había puesto un traje sencillo puesto que no pretendía salir de su casa en todo el día. De todas formas, cuando volví a encontrármela desnuda ante mis ojos, mi polla volvió a brotar entre mis pantalones, y la señora no dejaba de mirar el bulto.

Me despidió dándome prisa para comenzar los estudios, ya que debería aprender rápidamente a leer, escribir, sumar y restar para ayudarla con sus cosas más personales.

En la habitación de Amelia, ésta ya me aguardaba desnuda para comenzar a vestirse. Al igual que su madre, sus tetas albergaban una gran porción de su pecho. Su vientre delgado y su entrepierna con una pequeña pelusilla de vello negro me dejaron de piedra. Era muy parecida a su madre, aunque de cara era aún más linda y bella que su progenitora. Sin darme cuenta, rocé varias veces sus pechos con mis manos cuando cerraba los botones de su traje. No iba a ponerse el corpiño y las enaguas porque al igual que su madre, no saldría de la casa, y sería más cómodo estar así para enseñarme.

Comenzamos las clases. Algunas letras y números me vinieron rápidamente a la cabeza, y recordaba el afán de mi padre por enseñarme a leer y escribir cuando era pequeño. Ese mismo día ya era capaz de leer muchas cosas y escribir alguna que otra.

Tras la cena, la señora Theresa me ordenó que ayudase primero en el baño a su hija. Obedecía como fiel perrito y tras entrar en sus aposentos, ayudé a desvestir a Amelia.

Agnes ya había llenado las tinajas con el agua caliente y por lo tanto, solo faltaba echar unas cuantas sales para que todo estuviera listo. Sin que me lo dijese, eché un poco e hice el espumaraje que había visto hacer a su madre la noche anterior. Amelia entró en el agua ayudada por mí y se tumbó. Me pidió que le frotase la espalda con un pequeño trapo de color rosa que había colgando a su lado. Enjaboné el trapo y se lo pasé delicadamente por toda su espalda. Entonces entró su madre.

  • Termina rápido que estoy esperando yo para bañarme. Estoy cansada y quiero acostarme ya mismo.
  • Sí, madre. Enseguida acabo. – respondió la muchacha mojándose la cara con el agua.

Aferré el trapo con el que se iba a secar y la ayudé a salir de la tinaja. Le ayudé con su camisón y salí dándole las buenas noches.

Entré en el aposento de su madre. Ya esperaba desnuda, pues no le había sido difícil quitarse tan poca ropa, pues solo llevaba un camisón y un vestido por encima muy sencillo.

La ayudé a meterse en la tinaja y busqué sus sales de baño. Las vertí y ella hizo el resto. Como la noche anterior, me pidió que le frotase la espalda, pero sin trapo alguno, como había hecho con su hija.

De rodillas detrás de ella, el agua salpicaba y me mojaba toda la ropa.

  • ¿Sabes una cosa? Es mejor que te quites la ropa y así no te mojaras, porque puedes coger un resfriado. – dijo sin mirarme, mientras se extendía el jabón por su pecho.

Me quedé asombrado por sus palabras. Pero me levanté y con las manos mojadas del todo, me quité la camisa.

Ella miraba de reojo.

  • ¿No me has entendido? Quítate la ropa. Toda la ropa.

Dudé pero continué y desprendí la soga del pantalón y cayeron al suelo. Ahora la mujer de la casa miraba mi polla justo en frente de ella, pues se había girado para ver mi desnudo. Tiesa y dura, apuntaba a su rostro.

  • Mejor así. – dijo y se giró nuevamente.
  • A partir de hoy quiero que siempre que me ayudes a bañarme, te desnudes para que no mojes tu ropa.

Asentí con la cabeza como si ella me estuviese mirando, aunque no era así.

Seguí frotando su espalda lentamente con mis manos, mientras ella elevaba sus brazos y busqué de nuevo acercarme a sus tetas, a sabiendas de que ella quería que lo hiciese, pues la noche anterior no había dicho nada.

  • Estrégame bien por todas partes – dijo dejando caer la cabeza hacia atrás y cerrando los ojos.

Mis manos ya surcaban el lateral de sus pechos, y sin pensarlo, casi los mantuve aferrados a la palma de mi mano. La señora Theresa abrió los ojos y sonrió, para de nuevo, cerrarlo. Masajeé sus pechos y noté sus pezones ponerse duros contra las palmas de mis manos. Hacía que los frotaba para limpiarlos bien, pero en realidad, los amasaba como si estuviese haciendo la masa del pan por la mañana.

Leves suspiros salían de la boca de la señora. Su cabeza estaba apoyada justo en mi polla, aplastándomela entre su cabeza y mi cuerpo. Movía la cabeza despacio hacia arriba y hacia abajo, como haciéndome una paja.

Los suspiros se elevaban cada vez más a medida que apretaba los pezones. Y en un segundo después, se detuvo y suspiró como si hubiese llegado a su clímax. Sacó una de sus manos de debajo del agua y la chupó. Estaba seguro que procedía de su vagina, y que se había estado tocando mientras yo le proporcionaba el masaje en sus tetas.

  • Ven, ponte a mi lado.

Obedecía dejando de tocarle sus pechos. Escurrí mis manos sobre su cuerpo para deshacerme del jabón y del agua y me coloqué donde me indicó.

  • Quiero ver cómo te corres, Jarka.

La verdad es que no pensé en lo que acababa de decirme, pues enseguida coloqué mi mano derecha sobre mi polla y comencé a moverla incesantemente hasta que al cabo de unos minutos chorreé el agua donde la mujer estaba bañándose tendida.

Esbozó una sonrisa y se levantó del agua.

  • Ayúdame, por favor.

Salió del agua y tras acercarle el trapo para que se secase, comenzó a secarme a mí. Sus manos se deslizaban por mi pecho, bajando poco a poco. Apretaba fuerte sus manos contra mi pecho y seguía bajando por el vientre. Se detuvo en la entrepierna. Cogió mi polla flácida, recién descargada y la frotó muy suavemente.

  • Está bien por hoy – dijo y continuó mientras iba poniéndose su camisón para dormir. – vete a tu habitación y mañana por la mañana te quiero temprano aquí para que me ayudes a vestir.
  • Sí, señora, como ordene.

Salí con la ropa entre las manos. Desnudo, recorrí los metros que separaban su alcoba de la escalera que subía a la mía. Agnes, que en ese momento pasaba por allí apagando las velas, me miró y sonrió. Me acosté y dormí lo que pude.

Los días pasaban así, siempre igual. Ayudaba a las dos señoras de la casa a vestirse y adecentarse, y por supuesto, a lavarlas por las noches. Se había hecho costumbre que me desnudase para bañar a la señora Theresa, aunque con Amelia seguía siendo todo igual. Tampoco habían cesado las pajas frente a la dueña, incluso, repitiéndolas dos o tres veces seguidas en su presencia para su placer, que encontraba con una de sus manos bajo el agua entre sus piernas.

A medida que pasaban los días, Amelia fue haciéndose una confidente amiga. Me contaba cosas sobre los hombres que la pretendían, todos ellos mayores, algunos más que su propia madre, y a los que ella había desechado pidiéndole el permiso a su madre. Me contó como un día perdió la virginidad con el hijo de la cocinera, aunque éste luego murió por una extraña enfermedad y ella lo había sentido mucho, pues decía que se había enamorado de él.

También me contó la parte de su vida que consideraba más trágica: la muerte de su padre. Éste había perecido en uno de sus viajes a manos de asaltantes y cuatreros que redujeron a polvo su caravana de mercancías y habían degollado a toda persona que perteneciese a ella.

Un día, cuando terminamos la lección de sumas y restas, y me disponía a salir, me detuvo con la mano en el hombro y haciéndome girar, me propuso:

  • Mañana estudiaremos algo del cuerpo humano. Me encantará enseñarte todo lo que quieras saber.

Asentí y una gran sonrisa apareció en mis labios, imitando a la suya. Salí y me dirigí a los aposentos de su madre donde volvería con la rutina de todos los días al anochecer.

Al día siguiente, después de mis quehaceres y despedir a la señora Theresa junto a Amelia en la puerta de la casona, ya que ésta se iba a visitar a unos parientes en compañía de la sirvienta Agnes, entramos en la casa y subimos a su habitación para empezar con los estudios nuevamente.

Ya manejaba perfectamente la pluma y leía bastante bien, e incluso sabía palabras en latín. Pero esa clase iba a ser diferente. Abrió un pergamino enrollado y apareció el boceto de un hombre. Se detallaba bastante bien toda su anatomía. Comenzó nombrándome partes del cuerpo y algunos músculos y huesos. Después, se levantó y cogiéndome de la mano, me arrastró con ella.

  • Quítate la camisa y el pantalón.

Me quedé mirándola, sudando unos segundos.

  • ¿quieres aprender o no? – preguntó poniendo cara de medio enfado.

Asentí y comencé a desvestirme. Mi torso desnudo y limpio después de asearme en la pila del establo apareció ante ella. Luego saqué los pantalones. Mi polla, comenzando a ponerse dura, sedujo su mirada.

  • Estos son los omoplatos – y señalaba. – Este, el torso superior y todo esto el abdomen.

Sus manos acariciaban mi figura despacio. No me miraba a la cara. Seguía sus manos y yo miraba como me recorría muy despacio.

  • Estos son tus órganos reproductores. – y agarró los huevos con una mano y la polla con la otra.

Para entonces ya estaba completamente erecto. Dura como una piedra, la mantenía entre sus manos y la movía muy despacio de delante a atrás. Comencé a percibir unas cosquillas que pronto acabarían por inundarles sus manos. Pero se arrodilló y se acercó bastante a mi entrepierna.

  • ¿te gusta la sensación que te produce? – dijo sin ni siquiera levantar la cabeza.
  • Sí… claro que me gusta mucho, señorita Amelia.

Con mucha suavidad, noté como mi polla recibía un cálido aire muy cerca. Luego, noté como se comenzaba a mojar con agua. Esa agua era su saliva. La había metido en su boca y empezaba a apretar con sus labios. Apretó tan fuerte, que pensé que me la iba a arrancar. Mamaba muy despacio intentando metérsela toda en la boca, consiguiéndolo a la tercera vez que lo intentó. Una pequeña arcada salió de su boca, y rápidamente, extrajo el miembro de su interior. Me miró y sonrió.

  • Ahora quiero que conozcas el cuerpo de una mujer a fondo. ¿Lo conoces ya o todavía no? – preguntó.
  • La verdad es que no, señorita Amelia. – y no mentí, pues aunque me hubiese estrenado hacía ya mucho tiempo, solo había embocado mi polla en el agujero de la hija del posadero y más nada, amén de chupar sus pequeñas tetas y haber acariciado las de su madre cada noche.

Se levantó del suelo y se dio la vuelta.

  • Ayúdame a desnudarme.

Fue fácil debido a la poca ropa que llevaba puesta, al saber que de casa no se movería siempre se ponía un traje sin encajes.

Cuando estuvo desnuda, se tumbó en la cama. Me pidió que me sentase a su lado y comenzó a hablar.

  • Éstos son los pechos y éstos los pezones. – dijo mientras se acariciaba las tetas y luego pasaba un dedo de cada mano por sobre los pezones que comenzaron a ponerse duros. Y prosiguió bajando las manos y señalándose las partes que nombraba.- este es el vientre y este el monte de Venus. Aquí encuentras el sexo de una mujer. El coñito – y se lo señaló tocándoselo.

Creí que me correría sin ni siquiera tocarme. Me dolía la polla del esfuerzo que estaba asiendo por contenerme, pues después de la mini mamada que me había hecho y ahora con esto, no sabía cuando tardaría en explotar de placer.

Nombraba las partes de su coñito, mientras se hurgaba con los dedos en él. Introducía un dedo en su agujerito, luego otro y los volvía a sacar llenos de flujo entre sus dedos, para luego retorcerlos en su clítoris, mientras comenzaba a gemir suavemente.

  • Aquí da mucho placer – dijo rozándose con la yema de los dedos su clítoris. - ¿Quieres ayudarme a tener placer?

Moví la cabeza afirmando, pues las palabras ya no salían.

Me atrajo contra su cuerpo y me dijo que hundiese mi cara en su entrepierna.

  • Ahora saca tu lengua y lámelo todo, Jarka.

Como buen aprendiz, obedecía a mi maestra. Con la punta de la lengua hurgaba por su cuevita y subí hasta un pequeño botoncito de carne que ella liberó de entre sus dedos para ofrecérmelo. Lo apreté con mis labios y lo absorbí como si tuviese hambre. Ella apretaba mi cabeza fuertemente contra su cuerpo, como si tuviese miedo de que me escapase y la dejase a medias con su juego.

  • Tócate mientras me lames, Jarka.

Esa petición fue desecha por mi cabeza, pues si que ella lo hubiese pedido, una de mis manos entraba en mi entrepierna, y apretaba mi órgano preparándolo para eyacular en cualquier momento.

Cuando no pude más, se levanté y solté un gran chorro de leche caliente sobre sus piernas. Ella sonreía y aprobaba la imagen.

  • Sigue comiéndomelo – pidió cuando notó que había terminado.

Hundí nuevamente mi cara en su sexo y relamía toda su expansión, llegando con la lengua hasta el agujero de su ano, donde me detuve e intenté meter la lengua todo lo que pude, al igual que le hacía en el orificio vaginal instantes antes.

Amelia apretaba muy fuerte mi cabeza contra su entrepierna, tanto, que parecía querer asfixiarme hasta que de repente, comenzó a jadear fuertemente y gritar desahogándose, mientras un zumo agrio, pero a la vez, de dulce sabor, entraba en contacto con mi boca. Fue en ese instante cuando renunció a apretar más mi cabeza sobre su cuerpo y dejó que respirara fuera de él.

Yacía como muerta sobre la cama. Sonreía y respiraba agitadamente. Sus ojos, aunque cerrados, denotaban alegría y a la vez, relajación.

No dijo nada durante un buen rato, mientras yo seguía de rodillas entre sus piernas, al borde de la cama.

Cuando abrió los ojos, se inclinó hacia adelante y me tomó por las manos. Me recostó a su lado y se subió sobre mí. Manoseó un poco mi polla hasta que consiguió que se pusiese dura y se colocó sobre ella, hundiéndola en su vagina como había hecho la hija del posadero en aquel granero. El disfrute de su cabalgada lo vivíamos los dos, con suspiros y gemidos a doquier. Aferraba sus uñas en mi pecho mientras mis manos sujetaban su gran par de tetas que bailaban al ritmo de sus embestidas sobre mi cuerpo.

No sabía cuánto llevábamos allí brincado, sobre todo ella, pues yo permanecía quieto bajo su cuerpo, mientras ella llevaba la iniciativa del juego, pero de repente, noté como mi polla se mojaba dentro de su coño con un líquido muy caliente, a la par que sus gritos y gemidos podían ser escuchados por todo aquel que estuviese cerca de la casa.

Mi eyaculación llegó cuando ya me había descabalgado. La solté sobre las sábanas de la cama, pues la señorita Amelia me había insistido en que no eyaculara dentro de su vagina.

Después de eso, me pidió que abandonase la estancia y que luego regresara para que ella pudiese tomar el baño como todas las noches.

Fui directo a mi alcoba en el cobertizo y me derrumbé en el camastro, derrotado del esfuerzo que había concluido.

CONTINUARA…………………………..