Tiempos brutales

Eran tiempos violentos y crueles.

TIEMPOS BRUTALES.

Precaución: Violencia explícita.

Sus ojos oscuros taladraban el trigo alto y le cazaban por más que corriese. Un gruñido antecedió al cloc que hizo el casco del gordo al chocar contra la nuca del joven soldado en fuga. El joven soldado, labrador de nacimiento, con apenas dos reyertas como experiencia bélica, dio con sus rodillas y las palmas de sus manos en la tierra que había arado días antes, con el mundo zumbando en sus oídos. Sin saber aún lo que le había ocurrido, la bota de piel del gordo le pateó los testículos y lo dejó doblado en el suelo. El enorme soldado gordo se quitaba el cuero y el metal que le cubría el torso, conservando solo las bastas piezas en los brazos y rodillas.

El soldado joven se medio despertó con la risa estentórea del germano sobre él. Más que un hombre, parecía un engendro mitad oso mitad hombre, con una panza peluda descomunal coronada por un pecho y unos hombros musculosos, embrutecidos en el negro y escarlata de la sangre cuajada de sus enemigos. Su cabeza calva tenía una espesa barba por toda su mandíbula. Bajo la bruma de vello negro recio que cubría el ombligo y el vientre abombado y duro de aquella bestia, atrapado en unos calzones rudimentarios y sucios, un grueso cuerno de carne curvado hacia arriba pugnaba por ver la luz. El germano gordo rompió su taparrabos liberando unos cojones descomunales como nísperos que colgaban horizontales entre sus piernas, en un escroto sin vello. Su vergazo grueso, aplanado, negro y babeante, se balanceaba paralelo al suelo como si flotara en el aire. El enorme hombre hincó las rodillas frente al joven soldado, le cogió las dos rodillas y despatarró al chico. El olor al orín liberado por el miedo hizo aullar de risa al bárbaro, que rompió la ropa del chico y le despojó de ella con toda la brutalidad que pudo sacar de sus densos y voluminosos músculos. Cuando lo consiguió, alzó la cintura del joven soldado, tirando con sus brazos de las tibias del chico. El culo del soldado, blanco, apenas tocado por un fino vello castaño de pubertad, refulgió ante el anhelante miembro enhiesto del germano, que babeaba hambriento gruesas lágrimas cristalinas de júbilo por su boqueante único ojo.

El soldado joven notó un bastón romo caliente y húmedo presionar contra el agujero de su culo. El joven soldado se desperezó de pronto, escuchando las risas de sus amigos del pueblo, burlándose de él. Recordaba cuantas veces había humillado a los chicos más pequeños que él fingiendo que les montaba como los perros, y reía mientras ellos lloraban. Ahora le tocaba a él.

El gigante germano notó la resistencia del cuerpo juvenil, que se sacudía como un pez fuera del agua. Soltó su pierna derecha y se dejó caer sobre el chico, aplastándole la traquea con su antebrazo venoso. El joven pudo oler el estridente olor a macho sudoroso, a sangre, a deseo carnal. Olía como los caballos en celo. La nuez del joven, ya casi plenamente desarrollada, indicando el vigor masculino del que gozaría cuando creciera, parecía a punto de ceder en su cuello. El pequeño soldado sintió que moriría a manos de esa bestia de la manera más humillante. Su ano se relajó de miedo, y de pronto notó un barreno tremendo y grande deslizarse por el agujero donde el chico escondía la vergüenza. La laxitud de sus entrañas le evitó el dolor, solo le sobrecogió la extraña sensación de recibir por ese agujero por el que hasta entonces solo salían cosas. La sensación de estar relleno le llegó hasta la garganta. El gordo germano vio los ojos llorosos de cordero del joven violado y se excitó más, riéndose. A pesar de que el soldado joven tenía un cuello fuerte y ancho, casi como el tronco de un falo, el germano podía abarcarlo con una de sus callosas manos hechas a las armas de poste. No sería el primer cuello que partiera, para él era apenas una rama joven entre sus dedos. Gozaba al sentir en su mano el frenético latir del corazón de pajarillo del joven macho casi en edad de preñar. El soldado germano empezó a embestir con su cintura. Su enorme culo cuadrado peludo tenía vida propia y amartillaba la pelvis del joven. Su voluminoso torso, una V ancha desde la cintura, grueso, macizo, tapaba por completo al chico bajo él. Los músculos de su espalda formaban dos extensos rombos que llegaban hasta el cuello de la bestia folladora que era ese germano. El chico no podía pensar ya, solo notaba algo cilíndrico y ardiente apuñalarle cada vez más adentro. El musculoso pecho de su violador, velludo e hinchado, le asfixiaba con olores masculinos que emanaban de su vello rizado y negro, empapado en sudor, y de los sobacos, gargantas peludas excavadas en tajos rectos en la roca que era aquel armazón de huesos y músculos. El olor penetraba en el chico, le hacía latir las sienes. Empezó a sangrar por la nariz. Con sus manos abrazó al enemigo que le violaba y arañó sus dorsales de piedra peluda, intentando dañarlo, intentando meter sus dedos entre las anchas costillas macizas que notaba bajo el músculo y la piel. El soldado germano rió al notar como las uñas del chico se rompían contra su carne y sus dedos se doblaban dados de sí, agotados. Los arañazos y el leve sangrado que le producían hicieron que su corazón sanguinario bombeara más fuerte.

El chico se dejó violar, perdió la voluntad de luchar mientras el enorme macho extranjero le taladraba. Las estocadas no eran rectas, el germano retiraba la cintura desenroscándose media vuelta hacia la derecha, y luego enroscaba con ahínco su robusto miembro viril en el interior del chico. Cada vez que el enemigo le apuñalaba el culo, el chico sentía una presión detrás de su polla, en su interior, que hacía que la sangre acudiera a su pene. Su rebelde y joven miembro de macho joven se erguía contra la panza peluda del macho violador, dibujando eses con baba cristalina. Los golpes de la panza contra sus testículos le proporcionaban un placer que no conocía. El gigante germano estaba absorto en el placer que aquel culo virgen le proporcionaba. Cada vez que los bordes de su bálano vencían la resistencia del estrecho músculo que cerraba aquel culo joven, notaba un escalofrío de placer que le llegaba hasta los extremos de sus dos testículos. El grueso prepucio del falo germano era descorrido por completo por el culo del joven, como si hubieran sido fabricados para encontrarse en aquella cópula brutal entre enemigos mortales. La piel de ambos machos se hizo más sensible, los sentidos se agudizaron. El aroma de la posesión, de la monta animal, les embargaba. El sonido del viento peinando el trigo cubrió la escena brutal con un manto de sosiego. El joven, con los ojos cerrados, con el calor del enorme pecho sudado de su violador contra sus párpados, solo oía un chapoteo húmedo de carne hundiéndose en carne y sacudidas y golpes secos contra su culo. Los cojones del macho germano barrían el polvo del suelo y lo sacudían contra la piel blanca del chico. Los gemidos de este sacaron por un instante al germano de su ensimismamiento sensual. Ya no eran gritos de terror, sino los gemidos de un niño, y no de dolor como había sido hasta ahora. El germano rió entre resuellos, excitado más aún. Su polla se hinchó más aún, lo que varió los gemidos del joven soldado. El bárbaro ya sabía que todos los sureños eran medio hombres. Se preguntó si serían incluso capaces de concebir en sus entrañas. El joven se entregaba con la naturalidad de una hembra dispuesta. Los muslos fuertes del pequeño soldado habían perdido toda su gallardía y descansaban abiertos contra los costados del semental. El germano, sin embargo, endurecía sus poderosos glúteos y lo follaba con más intensidad. Ávido de sensaciones, el bárbaro se reincorporó sobre la planta de sus pies, en cuclillas como una rana a punto de saltar. De esa manera todo su rabo entraba y salía entero del joven. También pudo ver por entero al joven que tocaba con los hombros y la nuca el suelo, pero el resto del cuerpo estaba en el aire. La verga joven se erigía cabeceando al aire. Debajo, dos hermosos huevos frescos rosados se desplazaban dentro y fuera del vientre del chico. Suaves líneas perfilaban los abdominales tiernos del pequeño soldado. Los pectorales del chico estaban dibujados con suaves trazos curvos, remachados por pequeños pezones duros y oscuros sobre la piel blanca. Todo ese pequeño cuerpo semejaba un falo de músculos y huesos. El bárbaro le cogió de los costados y lo sacudió contra sus ijadas como si el chico entero fuera su miembro viril con vida propia. El bárbaro echó la cabeza hacia atrás. Su virilidad le reclamaba más esfuerzos. Sentía la llamada de la hombría en su ser, en sus cojones pesados, en su miembro recio. Había que sembrar. Había que perforar la carne joven y dejar en la profunda herida abierta la semilla masculina. Para sembrar hombres nuevos en las hembras inferiores. Para someter a los hombres inferiores a los hombres nuevos. Esa noche la sangre y el semen correrían juntos en una boda sangrienta.

El joven soldado notó como su cuerpo se entregaba al fin. Su semilla, aún clara, manó mansa de su verga, sobre su vientre blanco. Su enorme enemigo exponía su pecho y su vientre, su poderoso cuello de gruesas arterias, perdido en su éxtasis mientras le taladraba. El bárbaro mugía y follaba como un toro semental. De súbito, sus manos atenazaron los costados del pequeño soldado y lo empaló profundamente en su verga. Su grueso glande latía contra las paredes de los intestinos del chico al inyectar el miembro andanadas de semilla en su interior. El joven sintió el reconfortante calor de la sementera escurriéndose alrededor del barreno viril que le penetraba.

El bárbaro sufría espasmos placenteros en su musculoso cuerpo, y él los gozaba celebrando la guerra y sus regalos. El placer había sido grande, el cuerpo de su enemigo hermoso e inocente. Lo único que lo habría mejorado habría sido la presencia de la mujer de aquel joven soldado, acompañando la violación con gritos y lloros.

El bárbaro se inclinó sobre su enemigo y le cogió el cuello con sus dos poderosas manos, casi amorosamente. El joven le miraba como un niño a su padre. Empezó a apretar con sus manos. Inesperadamente, su cuerpo se congeló. La punta negra de una lanza de hierro emergió de su pecho, cerca de su cuello.

El bárbaro intentó levantarse, pero solo le obedecía la mitad derecha de su cuerpo. Seguía en cuclillas, medio levantado, su miembro se desencajó, como una longaniza dura, del culo del joven. La calidez de la sangre cubría su pecho y barriga. De la herida en su cuello manaba un torrente palpitante de sangre que no se detenía. El bárbaro se dio la vuelta para ver a su agresor. Vio a un hombre más grande, alto como él, pero inequívocamente de la sangre de la raza del joven soldado. Le miraba serio, envuelto en una brillante armadura que atrapaba el sol. El caballero vio la enorme entrepierna del bárbaro, que cayó de culo, paralizado por el dolor y la herida. De la pollaza del bárbaro manaba el semen del ahorcado. La herida del cuello le obligaba a expulsar su postrera simiente. El Caballero se arrodilló trabajosamente entre las piernas abiertas del bárbaro. Desenvainó un gran cuchillo de combate. Se sacó un guante para notar la piel de su enemigo. Atrapó con la mano desnuda el voluminoso escroto del bárbaro mientras este temblaba indefenso, y con la otra serró los testículos poco a poco, dejando que el bárbaro expresase su opinión al respecto con gemidos de niña. Si algo le tuvo que conceder es que no perdió el conocimiento.

El bárbaro vio con furia agónica como el caballero le ofrecía sus propios testículos como alimento y se los aplastaba contra la boca y la nariz. El Caballero frotaba los genitales del bárbaro en la barba negra de éste, impregnándola de sangre y fluidos irreconocibles. El bárbaro se resistía a comer sus propios cojones, con lágrimas ardientes mojándole las mejillas, hasta que el dolor de perder su miembro viril de un tajo le hizo abrir la boca, y entró todo.

El bárbaro se desmayó cuando el Caballero cortó un coño en la entrepierna del enemigo a cuchilladas.

El caballero se acercó al joven soldado violado, que miraba aterrorizado la carnicería. El Caballero supo que al final el recuerdo de esa visión le reconfortaría. Venganza. Él lo sabía bien. Alzó al joven soldado y le abrazó para que sintiera el calor humano. Cuando su respiración se normalizó, le acompañó con amabilidad a recuperar su ropa. Nadie sabría nada de eso, aparte de que un joven soldado mató a un enorme bárbaro. Al final la mentira se convertiría en el único recuerdo.