Tiempo de visitas

Comienzan los preparativos para una vida incierta. Dos no hacen algo si uno no quiere.

Nota:

La relación entre Roberto y Toño comenzó en el relato Al final del verano.

TIEMPO DE VISITAS

El almuerzo de aquel mismo día en que Toño se sintió mal, lo cambió todo. Seguía notándose endeble y le pregunté a Nati si se le podía servir algo suave en el dormitorio. Ella misma se ofreció a prepararlo aunque al grandullón no le gustó demasiado la idea:

―¿Eso quiere decir que voy a comer solo? ―me preguntó contrariado.

―Si lo prefieres, mi vida, almuerzo aquí contigo. Lo importante es que descanses. Mañana tendremos que viajar sí o sí y debes encontrarte bien.

―No estoy tan mal ―dijo resignado―. Y no quiero que ni tú ni mamá comáis solos. ¿Te vas a sentar allí en la mesilla mientras que yo como aquí en la cama? No me preocupa demasiado, cari. Comeré y seguiré durmiendo hasta que tú subas. Almuerza con mamá… ¿Te importa?

No era una situación muy cómoda para mí pero sí me parecía la más razonable. Pasada la una y media entré en el gabinete y encontré a doña Julia allí sentada. Me miró expectante y esperó a que me sentara para hablar:

―¿Cómo está tu… grandullón?

―No está tan mal, señora. Van a subirle un caldo y algunas verduras, creo.

Nati, estando a sus espaldas, me hizo señas para que sirviera vino. Recordé que, cuando vivía don Antonio, no se podía tomar nada hasta que él no aparecía, así que tomé la botella y, con un gesto, le pregunté si quería vino.

―¡Ah, menos mal! ―exclamó inexpresiva―. Creí que hoy no tomábamos entrante.

―Tome lo que le apetezca, cuando le apetezca ―le dije―. Esta es su casa…

―Te equivocas, Roberto ―explicó tomando un sorbo―. En esta casa todo se mueve según lo quiera el señor… y el señor ahora está en la cama. Te toca mover.

―No me parece muy lógico ―aclaré―, pero si es así…

―Es y será así aunque te parezca machista. ―Tomó un canapé―. Solo Toño puede cambiar esta costumbre y, a mi parecer, no debería tocar nada. Todo lo que hay de la puerta de la calle para adentro se conserva en memoria del abuelo Zenón; también sus antiguas costumbres. Como en todas las cosas, hijo, toda ley tiene su trampa. Si yo tuviera apetito y no apareciera él para empezar, me bastaría con irme a la cocina y tomar lo que se me antojara. ¿Lo comprendes ahora?

―¡Por supuesto! ―asentí―. Yo no voy a cambiar nada y le aseguro que haré lo posible para que Toño no lo cambie.

―Me extrañaría que lo hiciera. De lo poco que recuerda con agrado de su abuelo, cuando era tan pequeño y regordete, son las visitas que hacíamos a esta casa. Don Zenón siempre le tenía globos de colores y caramelos… Lo tomaba en brazos y lo sentaba en su rodilla. Mi hijo es tan dulce como era él… ―Suspiró sonoramente―. Si estas costumbre fueran de su padre ya las habría cambiado.

Me habló entonces algo de su antigua vida. Vivieron en un piso bastante bueno ―que aún conservaban― hasta que decidieron mudarse definitivamente a la casa tras la muerte del abuelo. Ella, sin embargo, en esos momentos, había dejado de sentirse cómoda allí.

―No quiero cambiar nada del dormitorio ―dijo― y, como comprenderás, ya no me siento demasiado a gusto en esa cama. Esperaré a que se me olvide todo. Quizá me vaya a vivir unos meses con mi hermano Marcos; así puedo pedirle con más tranquilidad que ayude, otra vez, a su sobrino. No os va a faltar alguien que os eche una mano, Roberto… Eso no significa que yo apruebe…

―La entiendo ―farfullé―. Mis padres tampoco lo aprobaron en su momento, aunque no reaccionaron mal.

―¡Ahora son vuestros asuntos, no míos! ―concluyó sonriente y con mucha amabilidad―. No me voy a ir de esta casa porque estés tú, hijo. Me pareces un chico sensato y sé que vas a hacer lo que mi hijo se merece. Lo veo en tus ojos; como todas las madres. Vienen unas fechas muy señaladas. En todo caso, en Navidad, podríamos cenar juntos con Marcos y Amelia en vez de hacer que vengan ellos.

―¿Sabe Toño esta decisión suya?

―Si no la sabe, se la imagina. No le digas nada; yo hablaré con él en el momento oportuno.

―Creo que será mejor esperar un par de días ―le aclaré―. Ya son demasiadas novedades en muy poco tiempo. Mañana, creo, tenemos que volver a Madrid para rechazar esos puestos de trabajo que teníamos en Sevilla…

―¡Vaya! ―exclamó muy sorprendida―. ¡Menos mal que me lo dices! Veo que ya conoces a mi hijo lo suficientemente bien. Si tiene mal cuerpo con todo lo ocurrido y debe volver a Madrid para ese tipo de asuntos… mejor esperar.

Me tocó presidir la mesa ―afortunadamente ya sabía lo que tenía que hacer― y hablamos mucho. Era una mujer sincera y me confesó haber reaccionado mal por sentirse engañada y descubrir que su hijo no se iba a casar. Había asimilado perfectamente que Toño, quisiera o no, quería estar conmigo. También era una suerte que yo le cayera bien; un punto a nuestro favor.

―Los jóvenes pensáis que los mayores somos un poco tontos ―dijo entre risitas―. Si vosotros alcanzáis a ver unas cosas, los mayores ya las vemos… ¡y otras muchas! ¿Piensas que una madre no se da cuenta de cómo actúa su hijo, de sus gustos, de sus aficiones…? En realidad esto no ha sido una sorpresa. Lo imaginé cuando pasó su primera noche fuera de casa en la playa… con unos amigos; y lo llevaste tú al chalé por la mañana con la ropa recién lavada.

―Ya, claro ―balbuceé al sentirme descubierto―. Fue así; ese día… Vamos a tomar el postre para acabar pronto. Me gustaría irme con él arriba.

―Sé que… ―bajó la voz y se acercó a mí―. Sé perfectamente que te necesita; y también sé que estás con él cuando tienes que estar con él.

Después de un postre apetitoso, que me comí un poco con prisas, dejé la servilleta en la mesa y me levanté despacio.

―¡Anda, sube! ―me dijo al despedirnos―. Ahora eres tú al que quiere tener a su lado.

Mi niño estaba dormido cuando entré en el dormitorio y, al oír el mínimo ruido que hice, lo oí ronronear:

―Acuéstate aquí conmigo, cari ―farfulló.

Me quité la ropa, levanté un poco la cobertura y me deslicé junto a él por las sábanas rozando su cuerpo cálido:

―Sigue descansando, petardo.

―¿No te has dado cuenta de que estoy completamente desnudo? ―dijo insinuante.

―¡No! Ya lo sabía porque te metí yo en la cama así. ¡Duerme!

La tarde, ya después de la siesta, fue tranquila. Pretendió ir a buscar una joyería para comprar los anillos ―uno de los «gastos diversos» a los que se refería― y conseguí convencerlo de que nos esperaba un miércoles muy movido.

Ya por la noche, antes de acostarnos, lo vi aparecer con unas bolsas y dejarlas en el pequeño sofá del dormitorio.

―¿A dónde te crees que vamos, vida? ―prorrumpí extrañado.

―A Madrid, por supuesto. He preparado unos regalos… ya que no se puede salir de compras.

―¿Regalos? ¿Para quién?

―Uno es para tu jefe, por lo bien que se ha portado con nosotros; otro para Carolina, otro para tus padres y otro para Paul. ¿Hago mal?

―¡No, qué va, grandullón! ¿Qué le llevas a don Santos?

―Lo mismo que a todos y una Fuente de San Nicolás como la tuya, cari. Es la que estaba en el despacho y que siempre me gustó tanto… Por eso te compré una. Y a todos les llevo esto…

Abrió una bolsa y sacó unos estuches. Eran juegos de plumas estilográficas Waterman ; unas joyas exquisitas que conservaba su padre por si había que tener «un detalle».

No comenté nada de lo que me parecían unos regalos casi desproporcionados. Era su decisión. Después de todo, aquel día se avino a cuanto le pedí.

La mañana siguiente, aún de noche, viajamos a Madrid. Visitamos primero a don Santos, que también le dio el pésame a Toño aunque lo hizo sinceramente y sabiendo cuál era su situación. Antes de que hablásemos nada más, comentó que conocía perfectamente cuál era nuestro problema y que ya había hablado con don Alfonso, que tenía a dos sevillanos esperando con ansias esos puestos.

Una visita corta que fue una excusa para llevarnos a Carolina a dar un corto paseo para agradecerle todo lo hecho por nosotros. Les hice unas fotos juntos porque vi cómo les brillaban los ojos cuando Toño le dio su regalo.

La visita a mis padres fue rápida porque no quería volver de noche y había más cosas que hacer. Mis padres no le dieron el pésame como se le da a un extraño. Mi madre lo abrazó y lo besó llorando, sin palabras, no sé si por la muerte de su padre o porque sabía cómo iba a cambiar su vida; y la mía. Mi padre le estrechó la mano:

―Te deseo lo mejor a partir de ahora, Antonio… y mucha suerte; la vais a necesitar. De todas formas, contad conmigo si puedo ayudaros en algo.

Después de que nos hicieran prometerles que iríamos a verlos a menudo, fuimos a casa a recoger mis cosas; y las herramientas de dibujo de Toño, no porque él no las tuviera en su estudio, sino porque se las había regalado yo. Nos dimos cuenta de que no íbamos a poder llevarnos todo y decidimos dejarle unas llaves a Paul para que nos enviara una mudanza con la empresa con la que había estado hablando.

Cuando llegamos a la tienda nos miramos disimuladamente y muy extrañados. Paul no estaba allí como siempre, sino que se había ido a un bar que nos indicó Gloria. Fuimos a buscarlo y lo encontramos bebiendo. Al vernos entrar, soltó el vaso, dio unos pasos hacia nosotros, se abrazó a Toño meciéndolo y sin decir nada y no dejó de mirarme con enorme tristeza.

Estuve observando la escena en silencio. Mi grandullón no se movió ni volvió la cabeza para mirarme y un extraño gesto de Paul me hizo advertir que no iba vestido como otras veces.

Cuando se separaron, nos hizo señas para sentarnos a una mesa:

―¿Qué vais a tomar? ―preguntó con un tono serio y muy alejado de su jerga dicharachera―. Ya casi es la hora del almuerzo. ¡Os invito a comer ahí al lado!

―¡Paul! ―exclamé descolocado―. No hace falta gastar. Tomaremos una hamburguesa o una pizza.

―¡No, no! ―insistió―. Quiero invitaros a un buen almuerzo y os explicaré por qué.

―¿Te encuentras bien? ―le preguntó Toño cándidamente.

―¡Sí, mi Hércules! ¡Claro que estoy bien! Hay novedades y me gustaría que me dierais vuestra opinión.

Empecé a percibir que un cambio profundo estaba apoderándose de él hasta el punto de que no me pareció el mismo. Abrió el estuche azul de la pluma que le llevaba Toño, lo observó y se lo llevó a la boca para besarlo. Dejándolo luego sobre la mesa, contuvo un llanto que nunca había visto en él.

―No estás solo, Paul ―le dije apretando su mano―. Esto no es una visita de despedida.

―Lo sé perfectamente, Robespierre ―dijo gravemente―. Y sé que esto no es un regalo para conformarme; ni un adiós.

―Te has portado muy bien con nosotros ―le dijo Toño―. Esto no es para pagar nada ni para decirte adiós, sino para que sepas que siempre nos acordamos de ti.

―¡Claro que sí, bonito! ―musitó cerrando el estuche para guardarlo―. Prefiero no hablar de esto ahora. Voy a dejar a Gloria a cargo de la tienda. Su hermano Esteban está deseando de trabajar con nosotros y… aunque con ella me sobra, le diré que se encarguen los dos de abrir, atender y cerrar desde esta tarde.

Almorzamos en un lugar muy agradable de la misma calle y en ningún momento se comportó como siempre lo había hecho. El almuerzo, tal como nos adelantó, era para contarnos algunas novedades. Había pensado en traspasar la tienda a Gloria y Esteban, descansar hasta después de la Navidad y cambiar su existencia.

―¿Qué piensas cambiar? ―pregunté no sin cierto recelo―. La tienda es tu vida, ¿no?

―Es mi vida, maricón, pero dentro de mis ciclos. He vivido una tierna infancia en Limoges, una juventud pervertida en los clubs de Barcelona, otro tanto de vida amargada en Lugo y Cartagena y, como guinda, unos años en Sevilla; los mejores. Treinta dan para mucho, os lo aseguro, bellezos .

―¿Insinúas que te vuelves a ir a Sevilla? ―le pregunté asustado imaginando historias.

―Eso no os lo voy a poder decir ahora ―aclaró mientras se servía más vino―. Cuando esté sobrio y seguro, quizás os haga una visita… si no molesto…

―Pero ¿qué dices? ―exclamó Toño apurado―. ¿Cómo vas a molestar en casa? Allí tienes un sitio para cuando te quieras ir unos días. A lo mejor, una escapada de este laberinto maldito te aclara las cosas, ¿no crees?

―¡Gracias, Antonio! ―contestó seguro―. Sé que no lo dices por compromiso. Cuando estéis ya asentados y más tranquilos, quizá me presente por allí un par de días; ¡solo un par de días!

―¿Con quién vas a pasar las Navidades? ―pregunté.

―Si no cambian las cosas, solo, creo. Estoy acostumbrado…

―¡Ni hablar! ―intervino Toño increíblemente seguro―. Nosotros, posiblemente, también vamos a estar solos. ¿No dices que vas a dejar la tienda? Pues te quiero allí lo antes que puedas.

―¡Hijo, bonito! ―salió su gracia―. Me lo dices de una forma…

―¡Venga, Paul! ―le rogué―. No tengo ni idea de cuáles son tus planes, pero sí sé que nos los vas a decir algún día. Si vas a dejar el negocio hasta el año que viene, te vendría muy bien cambiar de aires.

―¡Como a las cigüeñas! ―bromeó―. Ahora se van allí una temporada y luego se van al sur. Siempre al sol que más calienta… Iré, de verdad. Solo me gustaría que me digáis si estoy loco.

―¿Perdona? ―pregunté confuso.

―¿Os parezco una loca solterona que ya no tiene nada que hacer en su vida? A lo mejor me he venido al cementerio de elefantes antes de tiempo, ¿no?

―¡Me parece que sí! ―afirmé―. Nunca te he tomado por un loco y no me pareces una vieja solterona. Cuando decidas lo que piensas hacer… Nosotros no somos unos expertos en nada de eso, pero podemos darte nuestra opinión.

―Gracias ―concluyó―. Vosotros, sobre todo mi Hércules, me habéis hecho ver lo que no veía. Ahora, cuando tomemos café, voy a avisar a la agencia de mudanzas para lo vuestro; y se acabó por hoy.

Fue un encuentro que comentamos durante mucho tiempo; durante días. Toño insistía en que no había notado, en ningún momento, que pudiera haberse enamorado de él y, sin embargo, aunque no había la más mínima duda entre nosotros, me dio esa extraña sensación. Por supuesto, confiaba en mi amigo Paul ciegamente.

Llegamos a Plasencia de noche y agotados. Después de tomar una cena temprano y comentar nuestro viaje con doña Julia, nos retiramos al dormitorio. Sin ponernos de acuerdo en ningún momento, nos desnudamos jugando y pasamos a la ducha deseando acostarnos.

―¿Follamos aquí o en la cama? ―me preguntó bajo el agua templada.

―Donde lo prefieras. Lo que no sé es si hoy voy a aguantar una de tus palizas.

―Entonces no hagas nada, cari ―insinuó besándome y acariciándome la polla―. Relájate y déjame que yo lo haga todo, ¿vale? ¡En la cama!

Lo dejé decidir. No es que no me apeteciera ―que me apetecía a todas horas simplemente por tenerlo a mi lado―, sino que me vi sin fuerzas.

Tal como pensé, en cuanto me hizo una de sus deliciosas mamadas tranquilas y muy placenteras, masturbándose al mismo tiempo, lo besé como aquella noche en el bungaló poco después de haberlo conocido y caí rendido abrazado a él y embadurnado de una mezcla de nuestros fluidos.

El resto de los días de la semana los empleamos a fondo para ir poniéndonos al día con la ayuda de tío Marcos y, en el almuerzo del viernes 25, doña Julia aclaró sus planes:

―Estoy muy a gusto con vosotros ―nos dijo― y, si no os importa, me gustaría teneros cerca; vivir con mi pequeño y su amigo; en mi casa.

―Nadie te ha dicho que eso no pueda ser, mamá ―le contestó Toño―. Me gustaría saber si te disgusta algo…

―¡No, no! ―interrumpió―. Estoy muy a gusto con vosotros. Lo que me molesta ahora es el dormitorio. Necesito unos días para olvidar otros momentos y descansar tranquila. Roberto ya sabe algo de esto, ¿verdad, hijo? ―asentí―. He pensado en irme un tiempo con los titos… tomarme un descanso.

―¿Y la Navidad? ―preguntó mi rey angustiado.

―También he pensado en todo eso, hijo. No van a ser unas fechas muy agradables para ninguno de nosotros. Si vinieran los titos a cenar, como siempre, esto sería un velatorio. ¿Imaginas? El tito con la tita, los primos con sus novias… y nosotros. ¡Un poema! Por otro lado… no sé si presentarnos allí con Roberto sería una buena idea. Tu tío Marcos va a ayudaros de todas formas.

―Si no te importa pasar la Nochebuena con ellos y con los primos ―razonó―, sería mejor para ti. Ya sabes que a mí no me gustan demasiado estas fiestas en familia. Además… ―Me miró como si me pidiera permiso para decir algo―. Creo que es posible que tengamos visita.

―¿Una visita de trabajo en Navidad o es algún amigo de Madrid?

―Es un buen amigo de Madrid, mamá ―dijo sinceramente―. El que más nos ha ayudado en todo; y ahora se siente muy solo.

―¿Eso cómo va a ser? ―exclamó ella convencida―. Si puede venirse unos días, págale el viaje y que no gaste nada aquí. Vamos a dejar de ser roñosos en esta casa.

Toño y yo nos miramos discretamente. Doña Julia había hecho sus propios planes, pero contando con nosotros. Para mí, en realidad, poco iba a cambiar. Normalmente me reunía con mis padres para cenar en Nochebuena y poco más. Ellos no estaban tan solos y sabía que con una llamada mía a esas horas, todo iba a ir bien. Había llegado el momento de pensar en Paul y esperar sus noticias.

Para nosotros fue una sorpresa averiguar que no era tan complicado cambiar a don Rodrigo Sánchez. El gerente común de todas las empresas que tan poco gustaba a doña Julia nos subestimó desde un primer encuentro muy tenso; motivo suficiente para que Toño, con un pequeño empujoncito mío, le señalara la puerta de salida. Una gestoría que llevaba muy bien los asuntos de tío Marcos ―supervisada por nosotros y él mismo― iba a encargarse de todo.

Aunque había una persona dedicada a cada menester y en el lugar adecuado, nuestra misión se había convertido en supervisar, como interesados ―tal como insinuó doña Julia―, el buen funcionamiento del complejo entramado empresarial.

Pasaron bastantes días y, la tarde del viernes 9 de diciembre, en el último tramo del larguísimo puente de la Constitución y la Inmaculada, Toño me pidió que saliéramos de compras. Ya había conseguido dos buenos anillos para nosotros, nuevos teléfonos de última generación y algunos detalles para la casa ―era un gran aficionado a todo tipo de «gadgets»―. Había gastado los dos mil euros hacía días, pero disponíamos de dos flamantes tarjetas Visa sin límite de disponibilidad.

―¿Se puede saber qué quieres comprar ahora? ―protesté―. Tenemos más de lo que necesitamos.

―Lo sé, cari. No pienso gastar mucho más; es que he pensado que, tal vez, te gustaría que vistiera de vez en cuando un poco más informal. Quiero ropa como la que sueles llevar tú. Es elegante pero deportiva. ¡Cómprate también algo nuevo! Dejaremos los trajes y las corbatas para el trabajo. Creo que también sería una forma de alejarnos de la rutina, ¿no? ¡Mírate! ―exclamó sonriendo mientras me miraba de arriba abajo―. Esa cara tan bonita necesita también ropa nueva.

―Si eso te gusta…

―¡Claro! Lo que voy a necesitar es que me aconsejes qué comprarme. A lo mejor hay cosas que me gustan y no me sientan bien, ¿no?

Por supuesto, la ropa que se compró aquella tarde era más informal, pero no dejaba de ser cara. Cuando lo vi vestido con unos vaqueros, zapatillas de colores, un chaquetón de pluma y una larga bufanda a su cuello ―que lo hacían aún más corpulento―, deseé volver a casa cuanto antes, despojarlo de sus prendas, una a una, y morder sus pechos y acariciar sus caderas… Cada momento que pasaba, iba enamorándome más de mi grandullón, mientras que él se sentía más seguro.

―Lo que me apena de todo esto ―dijo al entrar en casa― es tener que dejar la cocina y quitarte de tu vida tranquila.

―¡Mira, grandullón! ―le advertí subiendo por las escaleras―. Esto de trabajar sin descanso es solo al principio; seguro. Somos dos novatos metidos a grandes empresarios. Para eso están los expertos. Cuando todo vaya sobre ruedas, en poco tiempo, ¿quién te impide montar tu propio restaurante? Pídele consejo a tío Marcos y… no le hagas la competencia.

―Tienes solución para todo, cari ―contestó entre risas―. Vamos a dejar pasar el tiempo a ver si es verdad que somos capaces.

―¡Ya verás cómo sí! De momento, no te separes mucho de mí. Esta noche voy a darte lo que le falta a esa ropa que llevas en las bolsas.

―¿Y tiene que ser esta noche? ―insinuó abriendo la puerta del dormitorio―. Tenemos que ducharnos y cambiarnos para la cena…

―¿Tampoco se puede cenar en bata en esta casa? ―protesté en broma―. ¡Me has hecho comprarme tres!

―Cuando estemos solos, sí. Si está mamá, o hay invitados, por supuesto que no.

―¡Qué pillo eres! ―susurré metiéndole la mano por detrás de la chaqueta para tirar de su camisa y acariciarle la espalda desnuda―. Lo que quieres es cogerme en la ducha. ¡Di la verdad!

―¡Ay! ―exclamó dando un respingo―. Tienes las manos heladas.

―Caliéntamelas…

Tiró de mi mano soltando las bolsas a un lado y me llevó hasta el sofá. Después de quitarnos las chaquetas y las corbatas me senté con él pensando que no era el sitio más cómodo para «calentarnos» habiendo dos camas a pocos metros.

―¿Te acuerdas de nuestra primera noche? ―me preguntó con misterio―. Me invitaste a sentarme en el sofá y llevaba la camisa empapada. Pensé que, a lo mejor, si me la quitaba y te dejaba ver algo…

―Ya me estás poniendo, grandullón. ¿A dónde quieres llegar?

―La tela de tus pantalones no es tan gruesa ―dijo insinuante―. No me impide ver que se te ha puesto dura.

―¡Ya! Eso lo dije yo entonces…

―¿Y por qué no me lo repites ahora?

Lo miré intentando contener mis nervios. Otra vez, como estaba recordando, se dejó caer en el respaldar cerrando los ojos y, llevando la mano a su paquete, habló a media voz:

―Uno suele tener amigos y conoce a gente con la que charlar… y eso, ¿no? Yo ahora tengo un novio que, además de ser muy guapo y estar buenísimo, me la toca… y eso.

―Se te ha puesto dura ―dije como aquella primera vez.

Lancé mi mano a sus entrepiernas, aparté la suya y busqué el tirador de la cremallera para abrirle la portañuela. Siguió callado y con los ojos cerrados mientras deslicé mis dedos, muy lentamente, para introducirlos allí y agarrársela con firmeza. Estaba tan mojado como siempre y su aroma empezaba a desesperarme.

Sin quitarle nada más, comencé a masturbarlo con los calzoncillos; sabía que era lo que esperaba. Cuando abrió la boca y comenzó a agitarse su respiración, puse mis labios sobre los suyos y metí mi lengua hasta donde pude. En un beso profundo de los que nos dábamos bastante a menudo, noté en mi mano el calor de los chorros de semen que lo empapaban todo, mientras se aferraba a mi polla casi dolorosamente.

Había terminado de correrse encima cuando empezó a masturbarme de la misma forma. Saqué mi mano de su pantalón y me dejé caer sobre su hombro. Me estaba lastimando y, al mismo tiempo, estaba volviendo a sentir el misterioso placer de una paja en esas condiciones: ni desnudo ni en la cama. Me encogí mientras me corría:

―¡Para, para, cariño! ―exclamé―. Me parece que me has hecho daño…

―¿Qué? ―preguntó incorporándose para observarme―. ¿Qué te ha pasado, mi vida?

―¡No lo sé! ―farfullé atolondrado―. Es como si me hubiera estado rozando el capullo con la cremallera…

―¡No veo que pase nada! ―dijo abriendo los pantalones y mirando―. Si te he hecho daño… ¡El anillo! ¡Ha sido el anillo! ¡Lo siento! Yo no quería…

―No importa, petardo ―repuse―. Ahora me duele algo pero no cambio el gustazo que me has dado por nada en el mundo.

―¿Ves? ―dijo con ilusión―. Ya tenemos un motivo para ducharnos y ponernos la ropa nueva. Además, el polvo de esta noche será más largo. ¡Cando te coja verás!

Cuando bajamos a cenar tuve que disimular un poco mis andares por el dolor y doña Julia, al vernos aparecer por el gabinete con la ropa nueva, nos miró detenidamente y esperó a que nos sentáramos:

―Un poco tarde, ¿no? ―dijo―. Casi es hora de pasar al comedor. Ya veo que ha merecido la pena esperar. Esa ropa os sienta muy bien.

―¿Te gusta, mamá? ―le preguntó Toño ilusionado―. Vamos a dejar el traje para el trabajo.

―Eso me parece muy bien, hijo. A los dos os sienta bien esa ropa y hasta parecéis más jóvenes. Quizá me compre yo algo más informal también.

―Necesitas dinero, ¿verdad? ―razonó entonces Toño―. Eso sí va a tener que cambiar en esta casa. Me encargaré de todos los gastos, como es lógico, pero no quiero que tengas que estar pidiéndome para nada. Iremos al banco para que tengas tu tarjeta.

―¡Ay, hijo mío! Ni siquiera sé calcular en euros y me vas a dar una tarjeta de banco…

―¿Prefieres estar pendiente de que yo te dé lo que me pidas?

―No quiero ser un estorbo en ese aspecto. Prefiero llevar siempre algo de dinero encima, la verdad; sobre todo para comprar tabaco. Prometo no derrochar porque no me falta de nada, aunque… unos vestidos nuevos, un teléfono como esos y alguna que otra cerveza en un sitio elegante… sí me gustarían.

―Usar la tarjeta es muy fácil, doña Julia ―intervine―. Todas las cosas hay que hacerlas una primera vez, ¿no? Si se va unos días a casa de su hermano tendrá que llevar dinero.

―Exacto ―concluyó poniéndose de pie―. Espero que me acompañéis la primera vez, que soy muy torpe. Mañana me voy ya con los titos y quiero comprar unos regalos a los primos.

―Te daré bastante para que tengas para estos días ―le aclaró Toño―. Nos veremos el lunes para ir al banco para lo de la tarjeta.

Después de aquellos entrantes, no muchos, pasábamos al comedor cuando sonó mi teléfono. Era Paul:

―¿Sí? ¿Qué te trae a estas horas? ―pregunté a media voz mientras Toño se volvía para mirarme intrigado.

―Nada demasiado especial, maricón ―contestó―. ¡Menos mal que le he traspasado la tienda a Gloria y Esteban! Han cortado el tráfico rodado en la Gran Vía y ahora es peatonal. La tienda, que era una mina en estas fechas, se ha venido abajo.

―¿Y han protestado o algo?

―No sé. Ya veremos cuando vuelva. Yo estoy en Sevilla…

―¿En Sevilla? ―exclamé sin darme cuenta y Toño se me acercó bajo la mirada curiosa de su madre.

―Hace ya unos días que estoy aquí. Me he venido a pasar este puente tan largo y a solucionar un… problemilla que tenía. Solo quería preguntaros si… puedo ir allí acompañado.

―Hmmm. Un momento, por favor ―le contesté pidiendo excusas para retirarme al gabinete haciendo un gesto con la mano―. ¿Se puede saber qué problemilla es ese y a quién vas a traerte?

―Pues verás, Roberto… ―pareció pensar la respuesta―. Si te digo cuál era el problemilla, ya sabrás quién va a acompañarme cuando vaya a Plasencia.

―¡Ah, ya! ¿Y eso es tan malo?

―¡No! No es nada malo, maricón. Te lo juro por Snoopy .

―Me parece que sé quién va a venir contigo desde Sevilla, miarma ―le dije insinuante―. Si prefieres dar una sorpresa…

―¡Eso! Eso es lo que quería. No comentes nada, ¿vale? Estaremos allí el lunes doce; ¿puede ser?

―Que yo sepa, sí. ¿Venís en coche?

―Vamos en mi coche, claro. Llegaríamos por la tarde.

―Te envío la localización por WhatsApp y, cuando estéis llegando, me llamas para esperarte.

―¡Oy, maricón, cuánto protocolo! ―exclamó ajeno a las costumbres de la casa.

―¡Te dejo ahora, Paul! Estábamos a punto de cenar. No te olvides; llámame cuando estéis cerca. Yo no voy a decirle nada a nadie… ¡Me morderé la lengua!

Efectivamente, en cuanto entré en el comedor y me senté a la mesa, Toño levantó la vista para clavarme una sospechosa mirada inquisitiva.

―No era nada nuevo ―dije antes de sentarme―. ¡Perdón por la llamada tan inoportuna!

―He oído algo de Sevilla, creo ―dijo Toño gravemente sirviendo los platos.

―¡Pues sí! ―le hablé con ilusión―. ¡Adivina quién viene el lunes!

―¿Paul está allí, en su piso de la calle Betis?

Tanto él como su madre me miraron confusos. No es que se molestaran, sino que no entendían qué tenía que ver Sevilla en todo aquello.

―Ha ido a pasar unos días ―dije despreocupadamente―. Traspasó la tienda por fin. Ahora han cortado el tráfico de la Gran Vía y han bajado las ventas. Él se ha tomado unas vacaciones y vendrá a visitarnos desde allí.

―¡Eso es cierto! ―contestó doña Julia empezando a comer―. He oído lo del corte de tráfico de la Gran Vía en la tele. Parece que a unos les gusta y a otros les va a buscar una ruina. Este amigo vuestro ha tenido muy buena vista.

Toño, mirándome con una triste sonrisa, como si se sintiera mal por haber dudado de mí, movió un poco la pierna por debajo de la mesa y me hizo unas caricias mientras me hablaba:

―Espero poder convencerlo para que se quede más de dos días. Dijo que descansaría hasta después de las fiestas. A lo mejor le gustaría pasar la Navidad aquí con nosotros… ¡Como está tan solo!