Tía y sobrina

Tía y sobrina...

TÍA Y SOBRINA.

Las vi cuando salían de una conocida tienda de ropa. La más joven iba con una bolsa y conversaba animadamente con la otra, un poco mayor que ella. Era evidente que acababan de comprar algo y que estaban entusiasmadas. Me atrajeron inmediatamente, y las seguí por la calle intentando pensar cómo abordarlas, aunque he de confesar que mis pensamientos iban mucho más allá y ya estaba imaginándome a cuál de las dos me tiraría primero. Durante unos diez minutos fui detrás de ellas. Estaba a punto de pararlas y preguntarles qué hora era para hacer contacto, cuando se detuvieron en la terraza de una cafetería y se sentaron. Continué mi camino durante unos metros, me di la vuelta y me senté en una mesa junto a la de ellas. Se acercó la camarera y encargaron sus consumiciones. Cuando me preguntó a mí, le di largas diciendo que me lo estaba pensando. Mientras la camarera se alejaba, me incliné de la manera más natural que pude sobre la mesa de mis presas, preguntando si podía coger el cenicero. “Claro”, respondieron casi al unísono y sin prestarme la más mínima atención. Aproveché para hacer contacto con mi anillo en la que parecía algo más mayor. Movió la mano molesta, pero sin mirarme. “Perdón”, dije, mientras dejaba caer el cenicero cerca de las manos de la otra, a la que también toqué. Ni se dio cuenta. Recogí el cenicero, volví a mi mesa y esperé a que la camarera trajera las bebidas: Coca-Cola y bíter Kas. Le pedí un vermú. Habían pasado más de diez segundos así que acerqué mi silla a la mesa de las dos incautas. Tenía por delante cuatro horas. Mis primeras palabras fueron “No digáis nada, y estaros tranquilas”. La cháchara de la de la bolsa, que no había callado desde que las vi, cesó de inmediato. Me miraban asombradas, pero sin temor. Inicié una conversación de lo más trivial mientras esperaba a la camarera. Ninguna de las dos decía nada. Lógico. Les había dicho que callaran. “Podéis responder a mis preguntas”, dije después de dar mi primer sorbo. “¿Cómo te llamas?” le pregunté a la parlanchina. “Beatriz”. “¿Y tú?” “Teresa”. Parecían cohibidas. Continuamos la conversación y me enteré de que eran tía y sobrina, que Beatriz, la sobrina, vivía fuera y había venido a pasar unos días a casa de la hermana de su madre, que habían aprovechado la tarde para salir juntas de compras, que vivían un poco lejos de allí y que en la casa había gente: el marido de Teresa y sus dos hijos. “No importa, iremos a mi casa”, les dije. “No podemos. Ya es tarde”. Miré a Teresa, que es la que había hablado. “Vais a hacer lo que yo diga”. Terminé el vermú y pagué las consumiciones. Yo vivo cerca, a unos veinte minutos de donde estábamos, y vinimos caminando tranquilamente los tres, como si nos conociéramos de toda la vida.

Ya en mi casa, las llevé directamente al dormitorio. Estaban claramente alarmadas. Repetí que estuvieran tranquilas, pero aun así Beatriz preguntó qué quería de ellas. “¡Tú que crees!”, dije. Teresa intervino: “No nos hagas nada, por favor”. La miré con la soberbia del que se sabe triunfador ante alguien más débil. Soy un miserable, lo sé, pero no puedo evitarlo. Las miré a las dos. Les dije que se desnudaran y, por supuesto, lo hicieron.

Sin ninguna duda, ambas se estarían preguntando qué hacían allí y por qué no se iban inmediatamente. Teresa, la mayor, pareció dar con la respuesta. “Nos has drogado para que vengamos a tu casa.” Pausa para coger aire. “¡Te vas a aprovechar de nosotras!” La miré a los ojos con la suficiencia del que sabe que tiene todos los triunfos en la mano. Con un ademán le señalé la puerta, indicando que podía irse. Por supuesto, no se movió.

Beatriz, que no sabía cómo poner brazos y manos para ocultar sus vergüenzas —sus maravillas, diría yo—, dijo “Déjanos ir, por favor. Te daremos dinero.” La miré con compasión, y con lujuria: la muchacha estaba más buena que el pan. “A ver. Estaros tranquilas, que no os voy a hacer daño. No os preocupéis.” Parecieron relajarse. “Vamos a estar aquí los tres, haremos cosas ”, le di entonación especial a la palabra ‘cosas’ y seguí. “ Cosas que nos van a gustar. Cosas de adultos. Cosas de un hombre con dos mujeres.” Mientras hablaba, me iba quitando la ropa. Aquellas dos me habían atraído nada más verlas. Ahora, al tenerlas desnudas delante de mí, no podía evitar la erección que se mostró ante ellas cuando me quité el bóxer. Noté que sus miradas se dirigían, de hito en hito, a mi sexo empalmado. No soy un superdotado, así lo digo, pero tampoco un mindundi. Mis buenos quince centímetros no están nada mal.

“¿Qué, os gusta?” y me agarré el miembro apuntándolo en su dirección. Ambas se sonrojaron y dejaron de mirarme. Pese a la orden de que estuviera tranquila, a Teresa se la veía con ganas de preguntar algo. No hice nada por ayudarla y siguió en silencio.

Fui hacia ellas. A Beatriz la rodeé por la cintura; a Teresa por los hombros. Acerqué mis labios a los de Beatriz, pero me esquivó. “Bésame”, le dije. Su boca se entregó a la mía, como debía ser. Para eso las tenía bajo mi control. Me metió la lengua hasta la campanilla, como se suele decir. La estreché contra mí, hasta notar el relieve de sus senos en mi pecho. Al tiempo, apoyé una mano en la cabeza de Teresa, empujándola hacia abajo. Mi intención era evidente, pero se resistía. “Hazlo”, dije, y volví a besar a Beatriz. Teresa se inclinó sobre el pene erecto y lo besó suavemente. Luego sacó la lengua y lamió la superficie del glande, con timidez al principio, abiertamente después. Sacaba la lengua y la pasaba por todo el capullo. Se puso de rodillas y acabó metiéndose la polla en la boca. ¡Qué gustazo! Con Teresa en su sitio, dediqué mis dos manos a los senos de Beatriz. Senos firmes, duros, no muy grandes, tengo que decirlo, pero apetecibles y sugerentes. Una pasada.

Me moría de ganas de follarme a Beatriz, de metérsela, hasta el fondo; de taladrar su cueva —que suponía ya disfrutada por otros hombres, no me importaba—; esa cueva secreta, íntima, oscura y deliciosa. Esa avenida de placer, ese túnel, esa vía de comunicación con lo más profundo de su sexo… Estaba al borde del delirio, pero conservé intacta la conciencia. Antes de proceder, susurré unas palabras al oído de Teresa, y luego otras, las mismas, al de Beatriz. Protestaron y se soliviantaron, pero bastó una palabra mía para aplacarlas, calmarlas y que estuvieran dispuestas a hacer todo lo que yo quería que hicieran.

Seguí con mis besos y caricias en sus cuerpos. Al cabo de un rato, le dije a Beatriz que se tumbara en la cama. Hubo un segundo de intenso silencio. Hizo lo que le había pedido y quedó boca arriba, las piernas separadas y levemente encogidas las rodillas; los brazos tendidos hacia mí, solicitando mi presencia, el sexo ofrecido… Me puse sobre ella, mi sexo apretado contra su cuerpo, pero sin entrar todavía. Estuve besándola y acariciándola otro poco. Finalmente, me sujeté el miembro y apunté a la diana. Por supuesto, Beatriz no estaba para nada lubricada, y tuve que hacer bastante fuerza. Cuando la penetré, una estela de dolor cruzó su rostro, pero enseguida la calmé. “No es nada. Ya está. Te gusta.” Su expresión cambió. Hundí mi lanza en aquel chochito joven y tierno, y me quedé así unos segundos, disfrutando de aquella sensación cálida que sentía rodeando el pene. Luego, sí, comencé a copular. Entraba y salía de aquella cueva secreta y deseada. Entraba y salía con cierta parsimonia, con cierto cuidado, casi con prudencia, pero no porque me importara lastimarla, sino por propio deleite personal; qué gustazo follarte a una tía a la que no conoces, pero que está muy buena, porque puedes hacerlo, porque la tienes bajo tu control más absoluto, porque puedes hacer con ella todo lo que se te antoje. Como digo, me concentré en lo mío sin otras consideraciones. Disfruté del cuerpo de aquella muchacha a la que acababa de conocer, y que si no fuera por la droga que le había inoculado ni se habría fijado en mí. Me detuve un instante y la miré. Su expresión facial era extrañamente neutra; si acaso, levemente jovial, no mucho. “Bésame.” Juntamos nuestros labios y nuestras lenguas. La abracé con fuerza y seguí fornicando. Decir que estábamos follando es decir mucho. Yo follaba, ella se estaba quieta. Completamente quieta. Tenía los brazos estirados a los lados del cuerpo y en ningún momento hizo intento alguno de abrazarme o acariciarme. Hemos de tener en cuenta que era consciente de estar siendo violada, aunque yo le había dicho que no se preocupara y que estuviera tranquila. Mis palabras, mis órdenes, sólo garantizaban que no iba a agredirme o intentar huir, no que no supiera y sintiera lo que estaba pasando.

Pasaron unos minutos y noté la cercanía de ese calor que anuncia la llegada del orgasmo. En general, no tengo dificultad para controlarlo, y si quiero puedo retardarlo bastante. Me dije que tenía por delante todo el tiempo del mundo y que podía disfrutar de aquellas dos todo lo que quisiera, así que me dejé ir. Avisé a Teresa para que se preparara. Cuando llegó el hormigueo al bajo vientre, extendiéndose enseguida por todo el cuerpo, me estremecí de tal manera que si no hubiera estado bien abrazado a Beatriz nos hubiéramos separado. Al mismo tiempo, comencé a eyacular. Con el primer chorro de esperma, Beatriz abrió desmesuradamente los ojos. “¡Quema!”, dijo. Enseguida brotó un segundo chorro y aun un tercero. Yo seguí rebrincando sobre la muchacha, ahora ya sin miramientos, hasta que llegué a vaciarme.

Agotado, jadeante, me dejé caer sobre el cuerpo de mi partenaire . Aunque era consciente de que no había tiempo que perder, estuve así unos segundos. Luego me salí y le dije “Venga. Ya sabes lo que tienes que hacer.” Bajó de la cama, y con rápidos saltitos llegó donde estaba Teresa, tumbada en el suelo. Se puso a horcajadas sobre su cabeza. Enseguida, del sexo de Beatriz comenzó a manar un chorro de semen —¡mi semen!— formando una columna cuyo extremo inferior iba aumentando de tamaño a medida que se acercaba a la lengua de Teresa —cuya boca abierta se movía para no perder la vertical del chorro espermático. Cuando chorro y lengua hicieron contacto, toda la estalactita se vino abajo y desapareció en la boca de Teresa, que, siguiendo mis indicaciones, la masticó y tragó. Di una palmadita a Beatriz. Bajó las nalgas de forma que la boca de su tía se acopló perfectamente a su joven coño. Teresa comenzó a hurgar con la lengua la vagina, rebañando los restos de semen que yo acababa de dejar. Sonreí satisfecho. Ufano porque las cosas salían como había querido, me puse delante de Beatriz. Me sujeté el miembro, todavía erecto, y lo acerqué a sus labios. Siguiendo las instrucciones que había dado antes de tirármela, sacó la lengua y con ella dio largas pasadas por todo el falo, húmedo por la reciente eyaculación. Levantó la mirada y con voz contenida dijo que era un hijo de puta, un guarro, un pervertido y no sé cuántas cosas más. “Hablas demasiado”, dije, y le metí la polla en la boca. “Hazme un buen trabajito.” Comenzó a mover la cabeza adelante y atrás en una más que aceptable felación.

[Esto es para los tíos: probad a que la tipa que os acabáis de cepillar os haga enseguida una mamada. Es lo mejor del mundo. Eso y la tortilla de patatas de mi madre.]

No hay sensación mejor que dejar que la mujer que te acabas de tirar te la chupe. Es una doble sensación, primero por el gustazo de seguir disfrutando, y después por la sensación de dominio y poderío que siempre se tiene cuando le metes la polla a una tía en la boca. Me dejé invadir por esas emociones.

Mi intención era estar así un rato y luego dejarlo. Pero entonces sucedió algo que yo no había previsto. Beatriz echó la cabeza hacia atrás, dejándome con el pito apuntando al techo. Tenía cerrados los ojos, la boca entreabierta, jadeando ligeramente; había gotitas de sudor en su frente y sobre el labio superior; se había sujetado con fuerza a mí y notaba cómo sus uñas se clavaban en mi piel; estiré mi mano para tocar sus tetas: tenía los pezones duros como canicas. ¡La muy, se estaba corriendo!

[La gente piensa que cuando una mujer tiene un orgasmo monta un escándalo. A esta imagen han contribuido películas como Cuando Harry encontró a Sally , y los vídeos porno de Internet. Nada más lejos de la realidad. Cuando una tía se corre, hace como nosotros: jadea, gruñe, rebufa y como mucho dice “¡Joder!” sottovoce .]

Poco a poco, Beatriz recuperó la respiración y abrió los ojos. Con cuidado, se apartó de Teresa y quedó sentada en el suelo, con la espalda apoyada en la cómoda.

Teresa se puso de pie, frente a mí, mirándome muy fijamente. Si la expresión “Si las miradas mataran” fuera verdad, yo no estaría contando esto: estaría muerto desde aquel mismo momento. Afortunadamente, las miradas no matan, así que también la miré. Me fijé en su entrepierna y puedo jurar que allí había algo más que vello púbico. Puse una mano en su sexo: ¡Estaba húmedo! ¡Se había excitado con el cunnilingus a su sobrina, la muy! No dudé ni un momento. “¡Qué hijaputa! ¡Estás jachonda , ¿eh?! Y la empujé hacia la cama. La puse a cuatro patas, con las rodillas en el borde y las nalgas hacia mí. Puso una mano en el agujero del culo y, casi gritando, dijo “¡Por ahí no, por favor! ¡Por favor, no!” ¡Pensaba que la iba a sodomizar! Eso sólo lo hago con aquellas que están muy buenas y que me caen muy mal. Froté la punta del pene en su perineo. Además de comprender que no le iba a dar por el culo, se estremeció de placer. Menuda puta estaba hecha aquella muy. Me apoyé en la vulva y empujé. El miembro se deslizó con total facilidad dentro de su vagina.

Juro por dios que penetrarla yo y correrse ella fue todo uno. Vi cómo sus manos se agarraban con fuerza a la colcha, y cómo su cuerpo se estremecía. Durante varios segundos entré y salí de aquel coño, maduro pero todavía potable. Cuando cesaron sus espasmos y contracciones, me salí de ella, dejando que cayera sobre la cama. Beatriz, que se había puesto al lado, miraba, entre sorprendida y enfadada, a su tía. Me puse delante de ella y le dije: “Ahora vas a probar una polla con sabor a coño”, y empujé el miembro contra sus labios. “¡Abre!”. Y abrió, ya lo que creo que abrió. Le metí la polla todo lo que pude —o sea, algo más de la mitad. Cerró los labios alrededor del falo y echó lentamente la cabeza hacia atrás, recogiendo los restos del flujo que el orgasmo de Teresa había dejado. ¡Qué voy a decir si no que me moría de gusto! No sé cuánto tiempo estuvimos así, porque cuando estás en la gloria —y que una mujer te la chupe es estar allí—, el tiempo no pasa. Pero pasaba. Y volvía notar ese calor extraño, escalofriante, recorrer de nuevo mi cuerpo. Hice un gesto a Teresa para que se sentara a nuestro lado. A Beatriz le dije que se preparara. Aunque estaba seguro de que no se iba a apartar, le puse una mano en la cabeza. Con la otra le acaricié los senos. Beatriz no sabía follar, pero vaya si sabía chuparla. Con el pulgar y el índice de una mano sujetaba la base del miembro; con la otra mano me sopesaba los testículos, sosteniéndolos en la palma. La avisé para que no se tragara ni escupiera lo que venía. Casi enseguida comencé a eyacular. El semen salía disparado y se esparcía por toda la boca de la chica. Cada vez que su lengua me rozaba el glande, yo me retorcía presa de un placer tan puro que parecía dolor. Seguía vaciándome, y Beatriz a duras penas podía evitar que parte del esperma resbalara por su barbilla. Me salí y di un paso a la izquierda para ponerme delante de Teresa. “Anda, termina tú.” Sin titubear, sujetó la polla y adelantó la cabeza; apretó el miembro y nuevas gotas del elixir mágico asomaron por la punta del capullo. Pasó la lengua y luego succionó suavemente, para terminar metiéndosela en la boca. Aguantó ahí un par de segundos, pero no me miraba. Era evidente que estaba haciendo un gran esfuerzo; los ojos le brillaban y respiraba con fuerza por la nariz mientras su lengua se frotaba contra el glande.

Satisfecho, me retiré. Retrocedí un poco y las contemplé. Me sentía poderoso. Me sentía feliz. Hice un gesto a Beatriz. “Dale un poco a tu tía.” Se miraron entre sí, luego Teresa me miró a mí. Había suplica en sus ojos. “No lo hagas”, decían. Pero se echó hacia atrás, apoyándose en los antebrazos. Beatriz se inclinó sobre su cara y dejó caer parte del semen en la boca abierta de Teresa. “Quiero que lo traguéis y os deis un morreo. Con lengua.” Se incorporaron y quedaron como dubitativas. Sin saber cómo actuar o cómo ponerse. Beatriz, la más joven, pasó un brazo por los hombros de la otra, atrayéndola, y avanzó los labios hasta que hicieron contacto. Seguían dudando, pero Beatriz de nuevo tomó la iniciativa y entreabrió la boca, dejando asomar la lengua. Impotente, Teresa reaccionó del mismo modo y allí estaban, dos tías dándose un morreo, con restos de mi semen en las bocas y yo mirando, sin poder evitar empalmarme otra vez…

ADENDA

Llamadme Pablo. Lo que sigue no es fantasía. Tampoco es imaginación.

Hace un tiempo me encontré un compañero de la universidad, aunque él había hecho Químicas. Ahora trabajaba para unos laboratorios farmacéuticos. Le iba bastante bien, me dijo, y quedamos para comer juntos. Después de ponernos al día y bebernos un par de botellas de vino, me mostró el anillo que llevaba puesto. “Es un chollo”, susurró, un poco bebido. Arqueé las cejas sin llegar a entender qué quería decir. Sonrió un poco estúpidamente y me dijo que dentro había una droga que anulaba la voluntad de la persona que la tomara. Asentí blandamente y le propuse acompañarle a casa. “En serio”, insistió. Volvió la mano y me mostró un pequeño resorte que al abrirlo hacía aparecer una minúscula aguja, tan pequeña que me costó verla. “Si rozo a alguien con esta cosa, le inyecto la droga y a los diez segundos ya no tiene voluntad propia y durante cuatro horas hará todo lo que se le diga. Te juro que funciona. Te lo juro.” Me miró directamente a los ojos y no vi rastro de alcohol en ellos. Estaba hablando completamente en serio. Me resistí a creerle. “Claro, claro. Y vas por ahí asaltando a la gente, la drogas y les robas tranquilamente todo su dinero, ¿no?” “Te lo juro, Pablo. Te lo voy a demostrar.” Llamó al camarero y cuando se acercó le estrechó la mano felicitándole por la comida y le pidió la cuenta. “Le acabo de rozar con el anillo. Tarda diez segundos en actuar. Cuando vuelva le diré que crea que ya le hemos pagado y nos iremos tranquilamente.” Me dispuse a pasar un momento de bochorno cuando el camarero nos montara el pollo por no querer pagar y me palpé el bolsillo para cerciorarme de que tenía la cartera encima y podría salir del embrollo, no fuera a ser que mi amigo no tuviera dinero y estuviera haciendo todo aquel paripé para no pagar. Volvió el camarero con la cuenta y mi amigo le cuchicheó unas palabras. Con una sonrisa, el camarero se dio la vuelta y se marchó con la nota. Nosotros salimos del restaurante con toda la calma del mundo. “¿Qué, te convences?” “Venga ya, hombre. Conoces al camarero y me has montado la escenita. Mañana vuelves y le pagas. Estáis conchabados.” “No, Pablo ¡Te digo que funciona! Elige a alguien al azar y te mostraré que podemos hacer lo que queramos con él.” “Ya está bien. Vamos a tomar una copa…” Me cogió por el brazo. Parecía impaciente porque le creyera. “Mira, por ahí viene un tipo con maletín, será viajante o abogado. Le paramos, le meto la droga y verás que hará todo lo que le digamos. ¡No dirás que a este le conozco!” Un poco harto de aquella patochada, accedí a parar al hombre que había indicado. Mi amigo le pidió la hora y cuando el hombre estiró el brazo para echar atrás la manga de la chaqueta, le cogió la mano y fingió admirar el reloj. Le dimos las gracias y el hombre continuó caminando. “Esperamos diez segundos y ya es nuestro”, dijo. Fuimos detrás del hombre y mi amigo le detuvo. Habló algo con él y me hizo señas para que me acercara. “Te presento a Julio.” Eso fue todo. Estuvimos hablando un rato y mi amigo le pidió a Julio que sacara la cartera y nos diera doscientos euros. No tenía tanto dinero encima pero sí podía ir al cajero. Un cuarto de hora después Julio había desaparecido de nuestras vidas y mi amigo tenía doscientos euros más en el bolsillo. “Funciona así”, comenzó a explicar mientras nos tomábamos una copa. “La droga anula la voluntad propia y modifica el modo en que el cerebro actúa.” Me dio un montón de explicaciones sobre el funcionamiento de las células cerebrales, sus conexiones, la inhibición neuronal, un tal Schwann y un tal Ranvier. Entre otras lindezas, dijo que “Afecta a la excitabilidad eléctrica de la membrana plasmática de la neurona.” Suspiré. “Es como la hipnosis pero a lo bestia, porque tú a una persona hipnotizada no le puedes decir que haga algo que no haría sin la hipnosis; no le puedes decir a alguien bajo hipnosis ‘tírate por la ventana’ porque no lo hará. Pero alguien con esta droga en el cuerpo se tirará si se lo pides. Hará cualquier cosa que le pidas, y lo hará con una sonrisa en los labios si le dices que así sea.” Me mostré escéptico. “¿No acabas de ver cómo le hemos limpiado doscientos pavos a ese tío?” Cabeceé incrédulo.

Volvimos a vernos unos días después. Sin disimulos, le pregunté por el anillo. “Te gusta, ¿eh?”, dijo con retintín. “Explícame bien cómo funciona.” “¿Para qué, si tú no tienes el anillo?” Se rio, el muy canalla.

El asunto era asombrosamente sencillo. Según mi amigo, hay drogas y medicinas capaces de manipular el estado mental. Esto es una realidad. En la actualidad se usan para tratar el estrés, el trastorno por déficit de atención (TDA) y la depresión. De la que él me hablaba es una variante descubierta casi por casualidad en su laboratorio farmacéutico. No se trataba de la popular burundanga, sino de una composición química totalmente distinta. “Lo sabemos el director técnico y yo. Nadie más.” “¿Ningún trabajador lo sabe?” Me explicó cómo el director técnico había descubierto la sustancia y cómo había logrado ocultar los resultados entre los datos de otras investigaciones, de forma que nadie que no fuera él pudiera unir todos los elementos que llevaban al producto final. “¿Y tú por qué lo sabes?”, le pregunté con mi voz más inocente. Me miró de forma condescendiente. Más o menos vino a decir que el anillo es la herramienta o instrumento con el que inocular la droga en la víctima (o la presa, según decía). ¿Cómo funciona? Tiene un pequeño resorte en la parte interna que permite asomar un minúsculo estilete, no más de un par de milímetros, que, en contacto con la piel humana, inyecta la droga en la epidermis. Es de efecto rápido y se transmite al torrente sanguíneo en cuestión de segundos. En unos pocos más, llega al cerebro, el espacio natural donde esta droga actúa. No hay mucha documentación al respecto, pero, teniendo mucho cuidado, se pueden encontrar algunos detalles técnicos en ciertos sitios de la Internet profunda. Por resumir: esta sustancia bloquea la voluntad, haciendo que el comportamiento de la persona intoxicada dependa totalmente de estímulos verbales externos. Quiere decirse que un intoxicado que estuviera solo en una sala vacía, no haría nada, porque no recibe ninguna indicación externa. Su voluntad no existe, así que no puede hacer nada. Supongamos un individuo así inoculado: permanecería quieto durante horas. Sentiría sed, calor, frío, le molestaría la luz y tendría hambre, y sería consciente de ello. PERO NO HARÍA NADA. Supongamos ahora que alguien entrara en esa habitación y dijera “Haz lo que harías en circunstancias normales”. El tipo comería, se pondría gafas de sol, se abrigaría, se abanicaría, bebería. Pero seguiría sujeto a esos estímulos verbales que vienen de fuera. No le valdría decirse ‘Me voy de aquí’. Durante cuatro horas exactas seguiría esclavo de esos acicates ajenos a él. Si en el transcurso de esas cuatro horas, otra persona le dijera ‘Quítate los calcetines’, sin dudarlo lo haría. Por eso son tan importantes las palabras que se le dicen a un inoculado , como le gusta llamarlos a mi amigo.

Dos semanas y un montón de dinero después, yo tenía mi anillo.