Tía Mayca 03: la duda

Vamos avanzando en este bonito cuento que, no lo olvidemos, contiene sexo homosexual, transexuales, relaciones filiales, y una nena jovencita iniciándose es su nueva sexualidad. Disfrutadlo

Me tenía rota. Era inagotable y superaba en tanto mi resistencia que había empezado a buscar de cuando en cuando fórmulas alternativas para saciar aquella sucesión interminable de requerimientos que, si bien me excitaban y me hacían sentir halagada, excedían mi capacidad física. Parecía imposible que una pollita de aquellas dimensiones pudiera haber conseguido tenerme tan dolorida. La mía, por otra parte, no estaba en mucho mejores condiciones que mi culo. Debía haberme corrido un millón de veces en los últimos dos días, y me sentía agotada, dolorida y entumecida. Al fin y al cabo, yo no tenía diecisiete años.

El martes pasamos la mañana de compras. Para su disgusto, conseguí rehuirle al despertar, y fuimos al centro comercial paseando con la excusa de recuperar el coche de Jorge y, ya de paso, reponer víveres y comprar alguna cosilla en las tiendas de ropa. Me divertí llevándole a la de lencería y haciéndole acompañarme al probador. Imaginé su pollita dura bajo el vaquero mientras peleaba por hacer caber la mía bajo unas braguitas preciosas.

  • ¿Te gustan estas?

  • Sí…

Compramos algunas cosillas más para él y para mí. Me sorprendió la atención que prestaba a la ropa femenina. Parecía interesarle más que la de chico. A él le sugería algo, lo aceptaba, se lo probaba, y lo lo comprábamos. No parecía importarle, a pesar de ser un muchacho atildado.

En los probadores, al quitarse los pantalones, podía observar la dureza de su pollita, que no parecía disponer de mecanismo de desarme. Me sentía un poco malvada, y en varias ocasiones, cómo sin querer, la rocé causándole un respingo.

Después le convencí para ir juntos a la peluquería con la excusa de arreglarme las raíces y peinarme. No me hacía falta, pero había decidido que quería cortárselo a él. Le lié para que se dejara quitar la melena rubia hasta los hombros que llevaba desarreglada y un poco salvaje. Mario me comprendió enseguida, y salió de allí con el pelo solo larguito, un poco alocado. Al terminar, sus ojos verdes grandes y almendrados destacaban más, y se apreciaba mejor la limpieza de sus rasgos suaves y sensuales.

  • ¡Hay que ver qué chico tan guapo, nena! ¡Si parece una muchacha!

  • Pues no le mires así, que es mi sobrino.

  • Perdona, reina ¡Qué carácter!

Picamos unas tapas por allí. No me apetecía llegar a casa y ponerme a pensar en la comida. Me pareció que se había quedado pensativo. Estaba guapísimo. Pensé que era verdad, que tenía un cierto aire de nenita.

Por la tarde, tras ducharnos y darnos un chapuzón, nos disponíamos a sestear en la tumbona grande, apretaditos, como se había establecido por costumbre. Su pollita había vuelto a erguirse en cuanto se rozaron nuestras pieles. Antes de que me liara, decidí tomar la iniciativa. Necesitaba descansar un poco.

  • ¿Que tenemos aquí?

Le quité el bañador. Su pollita estaba tiesa una vez más, o como siempre. Vertí sobre ella un chorro generoso de aceite solar y comencé a acariciarla despacio. Sentada haciendo el loto a su lado, la sentía resbalar entre mis dedos con parsimonia. Él me miraba muy serio. La piel fina y suave se deslizaba en mi mano y, bajo ella, percibía la estructura nudosa y firme. La mía, incapaz de evitar una erección involuntaria, me dolía. Gemía cuando, soltándola, hacía resbalar mi mano entre sus muslos, o acariciaba sus pelotas, o su culito. A veces, deslizaba un dedo en él y daba un respingo.

  • Tía…

Me ponía que me llamara así. Lo hacía indistintamente: “Tía”, “Mayca”, “Tía Mayca”… Dotaba a la escena de un puntito perverso que me ponía a mil. Evidenciaba con claridad la relación familiar que nos unía, y la diferencia de edad, y me hacía sentir malvada, corruptora. Me excitaba aquella idea tan gráfica.

  • Dime cielo.

  • Tu crees que yo…?

  • Que tú?

  • Que yo podría… Ahhhh! Que podría... ser cómo tú…?

Fue un aldabonazo, aunque no lo bastante para apaciguar la excitación que ya entonces me dominaba. Seguí acariciándole. Su capullito se oscurecía, su pollita babeaba, y su piel oscura brillaba reflejando la luz difusa del sol bajo el porche.

  • Y por qué querrías ser como yo? Te parece que eres una nena?

  • Yo… No sé…

  • Entonces?

  • Ahhhhhhhhh…!

  • Cuando… cuando el tío… me folla…

  • Sí?

  • Sí me… Uffff…! Me parece… que sí...

Me hablaba en voz muy baja, en un susurro sensual, y sus gemidos sonaban dulces, casi melodiosos. Pese a la lentitud con que le acariciaba, no hacía nada por incrementar el ritmo. Incluso sus culeos eran lentos, parecían ajustarse al ritmo de mis caricias. A veces, vertía un poco más de aceite sobre su piel y acariciaba su pecho, sus piernas. Me excitaba la dureza de sus músculos largos y delgados y el brillo aceitado de su piel dorada.

  • Te gusta más cuando te folla él?

  • Síiii…!

  • Pero eso… No sé… Que te gusten los hombres no significa que seas una nena.

Me preocupaba la sensación de estar organizando un lío sin proponérmelo ¿Qué pensarían sus padres al volver si lo encontraban hecho una niña? Ellos me conocían, sabían mi historia. Supondrían que le había inducido... Ninguna de aquellas ideas conseguía apaciguar mi excitación.

Me tumbé junto a él sin dejar de acariciarle, y le besé los labios. Me volvía loca sentir su aliento en la boca cuando gemía. Mi polla resbalaba sobre su piel lubricada. Me frotaba suavemente en él.

  • Quizás pudiéramos probar…

Su rostro ya se contraía. No podía responder. Jadeaba y gemía y, ahora sí, sus caderas se movían más deprisa, haciendo resbalar su pollita en el hueco de mi mano a un ritmo in crescendo. Su capullo brillaba amoratado, liso y grueso. Lo tomé entre los dedos sintiéndolo latir. Estaba loca de deseo. Lo acaricié como si lo amasara, haciéndolo resbalar entre las yemas de los dedos, y estalló. Deslicé mi mano hasta la base limitándome entonces a mantenerla erguida, a sujetarla con la piel tensa y el capullito descubierto, y contemplé cómo parecía palpitar y, ella sola, disparaba al aire chorro tras chorro de lechita tibia que nos salpicaba a ambos. Yo misma gemía frotando mi polla en su cadera aceitada. Me volvía loca aquella efusión del deseo materializado, aquella lluvia de placer que salpicaba en mi piel y en la suya.

No pude contenerme. Fue como una locura, como un estallido de deseo irrefrenable. Su pollita todavía palpitaba expulsando los últimos chorritos, y me arrodillé sobre él, envolviendo su pecho con mis piernas. Sujetando su cabeza con las manos, le obligué a inclinar el cuello hacia mí, a tragarse mi polla. Estaba enferma de deseo, incontenible. Comencé a follar su boca. Le sujetaba con fuerza y movía las caderas clavándosela hasta la garganta, más y más deprisa cada vez. Gemía y se atragantaba. Apenas le dejaba respirar y se le saltaban las lágrimas. Le follaba la boca como con rabia.

  • Tómala!

Empujé con fuerza una vez más y comencé a correrme en él. Su rostro se volvía violáceo y un hilillo de esperma asomó por su nariz. No ofrecía resistencia. Me corría sin parar en su boca ahogándole, y se tragaba mi leche. Su pollita, que permanecía firme, cabeceaba en el aire, y yo me derretía en él inclinada hacia atrás, agarrada a sus pelotas, tirando de ellas como una posesa.

Al recuperar la consciencia, me sentía avergonzada, me parecía haberle hecho daño. Me tumbé dándole la espalda, a punto de llorar cuando, abrazándome, buscó mi boca como para besarme, y vertió en ella un chorrito de mi propio esperma.

  • Mi amor…

No se podía ser más dulce que aquel muchacho rubio y guapo con aire de nenita que me besaba con dulzura y apretaba su pollita entre mis nalgas.

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  • Todo esto hay que quitarlo…

Apenas tenía vello: un cordoncito en la mitad del pecho, un poquito en las piernas y las axilas, otro cordoncito en el vientre, y una mata no demasiado densa en el pubis. Fui extendiendo la crema depilatoria por los lugares donde hacía falta, y retirándola con la espátula minuciosamente para asegurarme de dejar su piel limpia. El pubis preferí hacérselo con cera. Chillaba como una niña cuando tiraba de ella y se le saltaban las lágrimas. Pese a ello, su pollita seguía estando dura. Yo supongo que no estaba siempre así, pero también es cierto que siempre la tenía dura cuando yo se la veía. Me gustaba pensar que era yo quien causaba aquel efecto. Pelito a pelito, con unas tijeras de aseo, dejé limpias también sus pelotitas haciendo uso de toda mi paciencia. Al terminar, contemplé mi obra sonriendo. Mi polla también volvía a estar dura.

  • Preciosa…

Nos metimos en la ducha y le enjaboné con un gel perfumado que había comprado en un pack con mi colonia. Me divertí excitándole, enjabonando su pollita, su culito, sin dejar que se enzarzara conmigo en un nuevo contacto. Le invité a enjabonarme a mi. Incluso jugamos a frotarnos los cuerpos cómo si nos laváramos con ellos.

Al salir del agua, sin secarnos, nos untamos leche corporal. El mismo perfume siempre. Tengo que confesar que el ejercicio de volver a recorrer su cuerpo con las manos y sentir las suyas haciendo los propio conmigo me ponía enferma de deseo, pero me contuve, y le contuve a él. Al terminar, su piel resplandecía, tan juvenil e hidratada.

  • A ver qué te ponemos…

Fuimos a mi ropero. Creo que no he tirado una prenda de ropa en mi vida. Cuando hicimos la casa, hubo que cambiar los planos para colocar mi ropa. Lo revolvimos todo buscando para al final, centrarnos en la de cuando era más joven y más delgada.

  • Y ahora… lencería!

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Aquella misma tarde volvió Jorge. Le esperábamos en silencio, en nuestra habitación. Desde allí, escuchamos abrirse la puerta y su voz llamándonos a gritos por toda la casa. Finalmente entró en el dormitorio y se encontró con ella. Se quedó paralizado. Carla (decidimos que se llamara Carla), aguardaba de pie, con un aire de timidez delicioso, junto a la cama. Mocasines negros, medias negras hasta por debajo de las rodillas, una faldita de cuadros escoceses monísima hasta por encima de las rodillas, una blusa blanca muy seria abrochada hasta el cuello, donde un lazo azul cobalto la cerraba, y una rebequita negra abotonada. Un poquito, muy poquito de maquillaje suavizándole los rasgos y acentuando la sensualidad de sus labios carnosos; otro poquito de rimmel, y manicura francesa, rosa pálido, con un cordoncito blanco delgado sobre el borde.

Observaba la escena sentada sobre mi cama, apoyada en el cabecero, con una bata corta dorada, unas braguitas a juego de viscosa y su sostén. Jorge, tras quedarse parado, como sin saber qué hacer, avanzó los dos pasos que le separaban de ella y tomándola de la mano, alzó la suya invitándola a girarse. Carla lo hizo ruborizándose. Resultaba deliciosa.

  • ¿A quien tenemos aquí?

  • Carla… me llamo Carla…

Besó sus labios delicadamente sujetando su barbilla con los dedos. Realmente parecía sorprendido. Un bulto más que evidente bajo su pantalón evidenciaba la impresión que le había causado nuestra sorpresa. La nenita se mostraba tímida, casi asustada. Reaccionó con una especie de vergüenza pudorosa cuando a los primeros besos fue sucediendo un acercamiento más franco, más abierto, por así decirlo. Conocía aquella mirada: Jorge se rendía, podía respirar su excitación.

  • No seas tímida, cariño.

Susurraba junto a su oído. Carla le dio la espalda como queriéndolo evitar. Tímidamente se cubría, como si se protegiera de su abrazo. La había aleccionado bien. Él, cada vez más excitado, parecía multiplicarse sobre ella, a su alrededor. La abrazaba, besaba su cuello, acariciaba su pecho plano, su culito, el bulto bajo la falda. La hacía gemir.

  • Por favor… no… no…

Era toda una actriz nuestra pequeña. La tímida resistencia de sus brazos tratando de apartarle las manos, de cubrirse de una manera muy poco eficaz, resultaba enormemente convincente. Realmente conseguía aparentar los inútiles esfuerzos de una doncella tímida por preservar su virtud.

  • Es inútil que te resistas, cariño, por que te voy a follar.

  • No… por favor… Tío…

  • No te hagas la doncellita asustada, cielo, porque tú y yo sabemos que lo estás deseando.

Había logrado levantar su falda y acariciaba su pollita dura por encima de las braguitas de color hueso y pequeños topos negros. Sus dedazos, torpemente, pugnaban por desabotonarle la blusa. Carla, inclinada hacia delante, apretando las rodillas y agarrándose a sus muñecas, fingía una resistencia inútil que solo la dureza de su polla desmentía. Jorge se volvía loco, y frotaba la suya, que en algún momento había sacado por la bragueta del pantalón, sobre la falda que cubría todavía su culito.

  • No me hagas… daño…

  • Descuida, cariño…

Cuando se la sacó por el lado de la braga y comenzó a pelársela, se dejó caer sobre su pecho como en un desmayo, y cesó toda resistencia. Gemía cómo una niña. Carlos mordía su cuello mientras su manota envolvía entero aquel pequeño pedazo de carne. Todavía suplicaba, ahora entre gemidos.

  • Por… favor… Por… favor…

  • Shhhhhhhh…

Era como un gigante seduciendo a una princesita, o forzándola. Pronto la falda estuvo en el suelo, todavía alrededor de sus tobillos. Mantenía los pies ligeramente separados , las rodillas juntas, el cuerpo mínimamente inclinado, cómo si quisiera huir, proyectando hacia atrás su culito escaso. Sujetando su cintura con el brazo, Jorge bajó sus braguitas hasta justo por debajo de las nalgas. Llevaba los dedos a su boca forzándola a chuparlos, y humedecía con ellos su culito pálido haciéndola gimotear. Su pollita chorreaba, como la mía. Me tenían loca. Me acariciaba lentamente sin poder dejar de mirarlos.

  • No me hagas… daño… Tío… Por… favor…

  • Shhhhh… No te preocupes, putita…

  • Por… favor…

  • Shhhhh…

  • Ahhhhhhhhhh!

Se la clavó de un golpe arrancándole un quejido angustiado. Su pollita pareció proyectarse hacia arriba. Acariciaba su pecho liso por debajo del sostén y mordía su cuello mientras comenzaba a bombear su polla en ella, que fingía sufrir por ello. Suplicaba que la dejara entre gemidos, sin separarse ni un centímetro de él. Me estaban volviendo loca. Mi mano resbalaba sobre mi polla empapada cada vez más deprisa.

  • Para… por… favor… No… no… no…

  • Déjate, putita… Sabes que te gusta…

La fue empujando hacia mi. Apoyó sus rodillas en el borde del colchón seguía follándola, haciendo que aquel pequeño rabito duro subiera y bajara al compás de sus empujones. Ya no fingía, giraba su cuello para besarle y el le comía la boca. Gimiteaba como una gata en celo.

  • Así… así… fóllame… fóllameeeeeee…

Apretándose a ella con fuerza, Jorge comenzó a gruñir como un animal. Literalmente la estrujaba. Su pollita congestionada disparaba al aire abundantes chorros de esperma caliente que me salpicaban. No pude contenerme: de pie, sobre el colchón, comencé a sacudir la mía muy deprisa frente a su cara, hasta que yo misma me corrí. Salpicaba su rostro descompuesto por el placer y, con los ojos cerrados, abría la boca como buscándome. Se corría chillando y yo me corría en ella salpicando sus ojos, consiguiendo a veces que uno de mis chorros de esperma tibia entrara en su boca. Balbuceaba y gemía. Me volvía loca.

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Todavía jadeaba boca arriba, en el colchón, presa de esa sensación vaga de irrealidad de después. Jorge me miraba con los ojos desorbitados. Su polla se mantenía sorprendentemente dura. Levantó mis rodillas con las manos haciendo inútil cualquier intento por resistirme.

  • Jorge! Por favor… Me duele… Me… dueleeeeeeee!

Me follaba como un animal, me destrozaba, me hacía gritar mientras mi polla, inexplicablemente, recobraba poco a poco su prestancia a cada nuevo empujón, que me quemaba por dentro. No sé cuando, mis quejidos fueron volviéndose jadeos, gemidos. Le deseaba así, follándome como una bestia. Cerré los ojos y me dejé llevar. Me sacudía entera a cada empellón. Sentí los labios de Carla envolviendo mi capullo y, al momento, el calor de su boca rodeando mi polla entera. La suya se clavaba en mi garganta. No parecía real, ni posible. Comencé a correrme tratando de gritar mientras tragaba una cantidad inverosímil de lechita tibia y mi marido me inundaba. No tenía conciencia del tiempo transcurrido. No sabía si había sido poco o mucho, ni cómo habíamos llegado a aquel momento. Me corría como perdida, y me tragaba todo cuanto aquella pollita pequeñita y dura escupía en mi garganta. Un dolor intenso me atravesaba entera, y aquel placer animal… Comprendí que perdía la consciencia...