Tía Ágata 04: la ropa sucia

Se lava en casa

  • Anda, Herme, vete a tu cuarto a descansar. Ya recogerás esto mañana.

  • Como mande, doña Ágata.

  • Ya es que no sé cómo decirte que me llames señora delante de las visitas.

  • Perdone, Señora.

  • Hasta mañana.

  • Que descansen.

El ambiente había sido extraño durante la cena. Leti parecía incómoda, y a tía Ágata se la veía malhumorada. Nunca había visto que mandara a Herme a su cuarto sin recoger la mesa y la cocina, y me temí que aquello no significara nada bueno.

  • Leticia, cielo.

  • Dime, tía.

Se había dirigido a ella por su nombre completo, sin diminutivos. Hice amago de escabullirme, pero tía Ágata me lo impidió con un solo gesto tajante. Parecía enfadada.

  • Te agradeceré que, en lo sucesivo, te vistas decentemente antes de sentarte a la mesa. No creo que ni tu hermano ni yo tengamos que soportar estos modales. Para eso se han inventado los sostenes, y una señorita como dios manda no viene a cenar marcando los pezones por debajo de la camiseta.

Me quedé helado. Ni siquiera me había dado cuenta. Imagino que había tenido suficiente con la aventura de la poza de la Venta Vieja como para seguir pensando en sexo. Miré a Leti, que se había ruborizado. Efectivamente, llevaba una faldita corta, por encima de las rodillas, de cuadros escoceses, y una camiseta blanca bajo cuya superficie se apreciaban con claridad sus pezones pequeñitos y picudos. Respondió en voz muy baja, avergonzada.

  • Es que… es que me escuecen.

  • ¿Te escuecen?

  • Me… me he quemado… por el sol…

  • ¿Te has quemado las tetas al sol?

Nunca la había visto tan ruborizada. Tía Ágata la había pillado. Ella no sabía, como yo, que también era una puta, como ella misma, y como mamá... Sus mejillas enrojecieron y humilló la mirada. Los ojos de la tía parecían ascuas. Estaba realmente enfadada.

  • ¿Cómo que te has quemado?

No hubo respuesta. Creo que ella tampoco la esperaba, por que se dirigió hacia mi hermana como alma que lleva el diablo y, tras un mínimo forcejeo, le sacó por la cabeza la camiseta descubriendo ante mis ojos sus tetillas, que, efectivamente, aparecían sonrosadas, casi rojas. Leti trató de cubrirse con las manos.

  • ¿Ahora te da vergüenza, puta? ¿Ahora y no antes? ¿No te ha dado vergüenza enseñarles las tetas a los chicos?

No obtuvo respuesta. Leti se limitó a sollozar. En algún momento pareció ir a contestar, balbuceó el inicio de una frase initeligible que se consumió en un hipido, y continuó llorando en silencio. A tía Ágata se le iluminó la mirada, como si hubiera reparado en algo en lo que no había pensado antes. Ardía en santa indignación. Agarrándola por la cinturilla, tiró hacia abajo de su falda arrastrando sus braguitas en la misma operación. El culito de Leti también estaba enrojecido por el sol.

  • ¡¡¡Grandísima zorra!!! ¿Has estado completamente desnuda delante de los chicos?

No esperó su respuesta. Agarrándola de los pelos, la arrastró hasta el sillón y se sentó arrojándola boca abajo sobre sus rodillas. Creo que mi hermana tardó en reaccionar por que no comprendía lo que estaba sucediendo. Nuestros padres nunca nos habían pegado, así que no fue hasta que la palma de la mano abierta de tía Ágata se estampó en su culo cuando tomó conciencia del castigo que le esperaba. Yo mismo estaba sorprendido, asombrado y, sin embargo, la escena me causaba una tremenda excitación: tía Ágata azotaba su culo una y otra vez dibujando en la piel sonrosada las huellas rojas de su mano, sujetándola con fuerza, y Leti pataleaba llorando. Mi polla se puso dura, terriblemente dura. Había algo en sus lágrimas y en sus gritos que me causaba muchísimo deseo.

  • ¡Puta, puta, puta! ¡Grandísima puta!

La tía parecía fuera de control. Comprendí que era a mi madre, a su hermana, a quien estaba castigando. Las miraba asombrado. Su respiración se agitaba y su mano estaba, como el culo de Leti, poniéndose más roja cada vez. Descargaba azote tras azote, alternando entre las nalgas pequeñitas de mi hermana, que lloraba a moco tendido. Metí las manos en los bolsillos. Mi polla estaba dura, y húmeda. No quería que parara.

  • ¡Qué vergüenza! ¡Lo que andarán diciendo por ahí!

Cuando, por fin, se serenó, respiraba todavía con fatiga. Abrazó a mi hermana y comenzó a besarla. Se lamentaba por lo que le había obligado a hacer y besaba sus mejillas mojándose los labios en las lágrimas. Leti sollozaba. Tenía la cara descompuesta y era incapaz de hablar. Tía Ágata se levantó ayudándola a incorporarse y, cogiéndola de la mano, comenzó a caminar hacia el pasillo.

  • Anda, vamos… Ven a mi cuarto, que te cure esas quemaduras. Y tú -dijo dirigiéndose a mi- ven con nosotras-.

Las seguí hasta la alcoba. Nunca antes había estado allí. Era una habitación de muy regulares dimensiones que disponía de un pequeño cuarto de baño adosado y tamaño suficiente para albergar un armario, un vargueño, una mesa camilla, un tocador con su banco, y un descalzador donde perfectamente hubieran podido sentarse dos personas. Todos los muebles estaban tallados en madera oscura con una intrincada filigrana vegetal y la tapicería, tanto de las paredes, como del descalzador y el cabecero de la cama, parecían de seda de color ámbar.

  • Vamos a ver si lo encuentro…

Rebuscó nerviosamente en el tocador, entre docenas de frascos de cristal, hasta encontrar un tarro pequeño. Sentada en el banco dorado, lo abrió y un perfume almizclado y balsámico invadió la habitación. Tomó un poco con dos dedos y mandó acercarse a Leti.

  • Anda, acércate, cariño. Esto te hará bien.

Comenzó a extender el ungüento delicadamente con la mano sobre las tetillas pequeñas y enrojecidas que mi hermana que, pese a dar un respingo en un primer momento, se dejaba hacer sin resistencia.

  • Al principio escuece un poco- le explicaba en susurros- pero enseguida notarás fresquito. Verás cómo te alivia.

Extendía aquella pasta grasa con extrema delicadeza, haciendo brillar sus tetillas. Al mismo tiempo, entre susurros de calma, soplaba sobre su piel para ayudarla. Me pareció ver que sus pezones se endurecía, la piel le brillaba. A tía Ágata se le formaron unas perlas de sudor en las sienes. La miraba atentamente con aire enfebrecido.

  • Pobrecita mía… Tienes que comprender que no puedes hacer eso, cariño… Tú no sabes… La gente en el pueblo habla, y no tiene compasión… Te llamarán puta… No te imaginas lo peligroso que es… Cualquiera podría pensar… Los chicos son muy bestias, mi niña… Podrían pensar que pueden hacer lo que quieran… No te imaginas…

De repente se detuvo. Inclinándose sobre ella, besó con dulzura uno de sus pezones. Se retiró deprisa, como si pensara que no debía haberlo hecho. Mi polla experimentaba una erección indisimulable, y me pareció que la miraba por el rabillo del ojo. Creo que me guiñó muy rápidamente uno de los suyos.

  • Anda, échate boca abajo en la cama. Vamos a ver qué podemos hacer con el culito.

Leti obedeció. Todavía hipaba a veces y parecía sorprendida. Se dejaba querer como esos perritos a quienes sus amos pegan a menudo y que, sin embargo, acuden corriendo moviendo la cola cuando los llaman. Su culo estaba enrojecido. Las huellas de los dedos de tía Ágata se distinguían perfectamente en algunas zonas. Comenzó a repetir el ritual de extender aquella pomada grasienta sobre su piel. Gimoteó al principio, pero enseguida debió comenzar el ungüento a ejercer sus poderes curativos, por que pronto se dejaba hacer sin una queja. Me pareció que los dedos de mi tía se aventuraban quizás demasiado hacia lugares que no parecía probable que el sol hubiera quemado. Los deslizaba entre sus nalgas y se entretenía en el agujerito; los colaba entre sus muslos… Mi hermana había cerrado los ojos y se dejaba hacer en silencio. En un momento dado, me pareció escucharla gemir muy bajito.

  • Tienes que tener cuidado, mi amor… Si necesitas ayuda, ven a ver a tía Ágata… No debes volverte loca ni ponerte en manos de cualquiera. Tú no sabes cómo son los hombres, mi vida… Ni te lo imaginas…

Cada vez resultaba más evidente que hurgaba abiertamente en el coño sonrosado de mi hermana. Leti ya no lloraba. Había empezado a mover el culito como si respondiera a la caricia de la tía. Se dejaba hacer y comenzaba a gemir abiertamente, a jadear a veces. Pronto tuvo dentro uno de los dedos de Tía Ágata, que seguía jugando con el pulgar en su culito.

  • Si no te aguantas, las chicas tenemos maneras de… de desfogarnos ¿Sabes? Yo te voy a enseñar, cariño… Las mujeres somos más seguras, menos locas, y no solemos hablar de estas cosas…

Se inclinó sobre ella y comenzó a besar su culo. Deslizaba la lengua entre las nalgas y lo lamía. Leti, agarrada con fuerza a las sábanas, jadeaba ya como poseída. Dos de los dedos de tía Ágata seguían follándola, entrando y saliendo de su coño empapado mientras su lengua se centraba sin disimulo alguno en la puertecilla estrecha de su culo. Temblaba.

  • Hay maneras de solucionar esto sin ponerse en riesgo ¿Ves? No hace falta andar por ahí hecha una buscona… Además… Si no puedes aguantarte… Tienes a tu hermano ¿No? No te hagas la loca, cariño. Lo sé todo…

Sin dejar de acariciarla, comenzó a desabrochar los botones de su blusa, a desnudarse con calma. Poco a poco, mientras que Leti culeaba con uno de sus dedos clavado en el coñito y otro en el culo, pude redescubrir sus tetas grandes y temblorosas. Mi polla suplicaba atención. La visión de aquella abundancia carnal, de aquella piel pálida envolviéndola, del movimiento cadencioso de Leti, que mordía la sábana gimiendo, me ponían enfermo.

  • Vamos, cariño, no te quedes ahí, ayúdame a desnudarme.

Había hecho presa en mi hermana y no quería soltarla. Obedientemente, le ayudé a desprenderse de la falda larga y gris mientras giraba a Leti hasta colocarla boca arriba. Tumbada a su lado, comenzó a besarla, a lamerla sin dejar de acariciar su coñito peludo. Mi hermana, con los talones apoyados en el colchón, culeaba y se dejaba meter la lengua en la boca. Ella misma la envolvía en sus labios como si quisiera beber de ella. Cuando tomó uno de sus pezoncillos entre los dientes, gimió con los ojos en blanco. Su cuerpo, en tensión, dibujó un arco y pareció que se quedaba sin respiración hasta que, culeando, se dejó caer de nuevo en el colchón. Creo que nunca se había corrido así.

  • ¿Ves, putita? ¿Para qué vas a buscar fuera lo que tienes en casa sin correr riesgos?

Todavía temblaba cuando Tía Ágata, tras quitarse las bragas, la última prenda que le quedaba, se arrodilló en la alfombrilla y, agarrándola por los muslos, tiro de ella hasta colocar su culito al borde del colchón. Hizo ademán de cubrir su coño con las manos, pero se las apartó sujetándola por las muñecas.

  • No seas tonta, cariño… Ahora empieza lo bueno.

Comenzó a lamérselo lenta y delicadamente. Su lengua recorría milímetro a milímetro cada uno de los delicados pliegues sonrosados. Leti, sorprendida, la miró al principio crispada, hasta que, temblando, se dejó caer de espaldas y comenzó a gemir. Apretaba los muslos alrededor de la cabeza de tía Ágata, que había pegado sus labios como si la besara, y parecía jugar con la lengua en su interior. A veces, atrapaba con ellos su clítoris brillante y lo succionaba, o lo aplastaba, y mi hermana culeaba violentamente agarrándose tensa a su cabeza.

No pude soportarlo más: de rodillas, tras mi tía, clavé mi polla en ella. Parecía esperarlo. Ni siquiera me pude desnudar. Tan solo la saqué por la bragueta del pantalón y se la metí deprisa, con ansia. Comencé a culearla deprisa. Tía Ágata, sin abandonar su empeño, gemía entre las piernas de Leti, que se retorcía. Por momentos, parecía querer soltarse, como si no pudiera soportarlo, pero al instante entrelazaba su pelo con los dedos y se dejaba querer. El coño húmedo y cálido de tía Ágata me acariciaba, me envolvía en una caricia amorosa y, sin embargo, sentía aquella extraña forma de rabia que había visto en ella. La azotaba. Levantaba mi mano y descargaba en sus nalgas amplias y blancas palmetazos violentos que dejaban las huellas de mis dedos marcadas en su piel. Tía Ágata gritaba y gemía. Parecía enfervorizada. Lamía el coñito de Leti; a veces, levantaba sus piernas y besaba su culito estrecho entre las nalgas. Mi hermana, con los ojos en blanco, apenas acertaba a retorcerse, a contraerse en convulsiones violentas que parecían estremecerla entera. Sacando la polla del coño de mi tía, fui hacia ella y la clavé fuerte en su boca, como los chicos. No podía esperar más. Sentí la presión de su garganta, vi oscurecerse sus mejillas, azulear, y me corrí a chorros en ella, que temblaba. La sentía apretada, sentía las contracciones de su garganta y me corría a borbotones, sin pensar en ella, preocupándome tan solo por mi propio placer.

  • ¡Que la vas a ahogar!

Me empujó con fuerza. Leti tosía y babeaba. Me pareció que expulsaba mi leche con un sonido gutural mientras se esforzaba por recuperar la respiración y su rostro recuperaba el color. Tía Ágata besaba sus labios, la lamía.

  • ¿Lo ves, cariño? No hace falta arriesgarse. En casa tienes todo lo que necesitas…

Se había sentado sobre el colchón a su espalda y la abrazaba. Leti recuperaba la consciencia tras aquellos minutos intensos en que parecía haber estado en trance. Mordía su cuello mientras le hablaba en susurros y acariciaba sus tetillas delicadamente, como si quisiera mantenerla tensa. Sus dedos acariciaban el interior de sus muslos manteniéndolos abiertos. A veces, la hacía estremecerse de manera evidente. Los labios aparecían separados, entreabiertos y brillantes, y podía apreciarse el bultito de su clítoris firme asomando hacia el final. Dejaba caer la cabeza a un lado y hacia atrás como poniendo el cuello a su disposición, y gemía quedamente.

  • Vamos, cielo ¿A qué esperas? ¿No ves que tu hermana te necesita?

Mi polla ni siquiera se había ablandado un ápice. La visión de ambas abrazadas, de sus besos, me causaba una excitación enfermiza. Con un leve movimiento de caderas, tía Ágata se había desplazado unos centímetros hacia atrás haciéndola recostarse en su regazo. Me eché sobre ella buscándola y sentí el contacto sedoso de su interior. Me apretaba. Leti gimió cerrando los ojos. Tía Ágata besaba sus labios y los míos.

  • Despacio, cariño, despacio. Disfrútalo.

Obedecí. Comencé a follarla lentamente, dejándome llevar por la cadencia suave de sus palabras. Me animaba a darle placer, a tratarla con delicadeza, a tomármelo con calma. Me envolvió con sus piernecillas delgadas y se abrazó a mi cuello. Besaba mis labios. Me jadeaba en la boca. Se pegaba a mí.

Tía Ágata, a mi espalda, acariciaba mi culito. Humedecía los dedos en mi boca y jugaba a lubricarlo mientras me mordía el cuello y me animaba a follarla despacio, a no dejarme llevar por la naturaleza y disfrutar del momento, prolongarlo. La sensación era exquisita. La caricia de sus dedos me enervaba. Cuando deslizó dentro el primero de ellos, sin dolor, casi sin esfuerzo, me sentí extraño. Me causaba placer. Su boca mordiéndome y la apretada caricia sedosa del coñito húmedo de Leti me volvían loco. Necesitaba sus palabras, repetidas junto a mi oído como una oración, para no volverme loco a culear y correrme en un minuto. La lentitud exasperante que me imponía convertía la excitación en una experiencia única.

  • Tranquilo, mi amor. Siéntela. Mira su cara de putita, respírala. Está caliente por ti. Mira cómo cierra los ojos, siente cómo te aprieta con las piernas. Acaricia sus tetillas…

Sus pezones, duros como piedrecitas, las tetillas, apretadas, el dedo de tía Ágata follándome el culo con dulzura, sus pechos grandes, mullidos, aplastándose en mi espalda, aquel beso en el cuello, húmedo, intenso, los ojos cerrados de Leti, su gesto quebrado, descompuesto, la manera en que, a veces, parecía quedarse sin aire… Ni siquiera en mis fantasías, mientras me masturbaba a escondidas, había imaginado algo así.

  • Mírala, cariño… Se está corriendo… ¿No quieres correrte tú?

Empujaba mi cuerpo contra el suyo apretándome a ella. Sentía su calor, me moría por correrme. Leti, como a lo lejos, repetía “no”, “no”, pero sus piernas permanecían enlazadas a mi cintura. Sentí aquel primer calambre y mi propio esperma lubricándola más. Sentí cómo cada latigazo que parecía recorrerme la espalda hasta restallar, la llenaba. Tía Ágata clavaba su dedo muy adentro, y me mordía en los hombros con fuerza. Gemía apretándose contra mi espalda. Gemía junto a mi oído mientras me corría inundando el coño que mi hermana, que temblaba ante mí con los ojos en blanco y repetía su negativa sin convicción, recibiendo mi esperma, con la voz temblorosa, culeando de una manera extraña, arrítmica, a golpes secos y violentos desordenados.

Tía Ágata nos mandó a la cama, no sin antes insistir sobre la conveniencia de que mi hermana buscara en casa la satisfacción de lo que ella llamaba sus “naturales necesidades”. Me pareció que tenía prisa, como si la estorbáramos.

Acostado sobre la cama, incapaz de dormir, todavía excitado, escuché sus pasos quedos por el pasillo. Supe que bajaba a buscar a Herme. Pensé en seguirla, pero no me atreví. Me acaricié imaginándolas, imaginándome a mi entre ellas. Me corrí salpicándome entero, fantaseando con sus tetas grandes y mullidas, con ellas envolviéndome, con escupir mi lechita entre ellas, sin saber muy bien en el interior de cual. En mi fantasía, no sé cómo la polla de Manolo estallaba en mi boca. Tía Ágata, abajo, en la habitación de Herme, debía tenerla arrodillada entre los muslos, gemiría. No había forma de acabar con aquella erección interminable.