Tía Ágata 01: tedio

Un cuentecillo familiar y bucólico

La idea de pasar el verano en el pueblo, en casa de tía Ágata, había privado al concepto vacaciones de cualquier connotación alegre que pudieran haber tenido. Tanto Leti, mi hermana, como yo, suplicamos que nos dejaran quedarnos solos en Madrid. Ella reivindicaba sus dieciocho recién cumplidos; yo, por primera vez en mi vida, la apoyaba destacando aquel año más que yo que tenía, pero todo fue inútil. La decisión estaba tomada.

Papá y mamá nos dejaron en su casa aquel veinticinco de junio, recién terminado el curso. El viaje entero tuvo un algo de irreal, y la llegada al caserón en la plaza, la comida en penumbra, casi en silencio, con aquella mujer enlutada de aspecto severo que daba instrucciones a Herme, la criada, mediante movimientos breves e imperiosos de sus dedos, pareció marcar el inicio de lo que sin duda iban a ser tres meses de pesadilla.

A los postres, papá y mamá se despidieron alegando la urgencia de llegar a Barajas a tiempo. Antes de arrancar, mamá nos instó a ser buenos y respetuosos con su hermana:

  • Ya sé que tiene otras costumbres, pero ha sido muy amable aceptando quedarse con vosotros tanto tiempo. No seáis egoístas y pensad que para ella tampoco es un plato de gusto alterar sus hábitos de esta manera. Es mi hermana, y os quiere.

Cuando vimos alejarse el coche, la cosa ya no tenía remedio. Leti y yo nos miramos desconsolados, encogimos los hombros, y nos resignamos a subir al comedor, en la primera planta, de donde no había querido bajar (“Estoy un poco delicada estos días, cariño. Dame un beso aquí y tened cuidado en Alemania.”).

  • ¿Ya se han ido? Anda, sentaos un rato mientras se pasa el calor. Luego, a media tarde, Herme os traerá la merienda ¿Os gusta el chocolate?

Permanecimos sentados en los sillones, mirándonos entre bostezos durante horas, sumidos en la penumbra austera y siniestra que aquella mujer extraña, que parecía peleada con la alegría, imponía a su casa, plagada de retratos de muertos y santos y vírgenes encerrados en sus campanas de cristal. Tía Ágata bordaba su petit point parsimoniosamente, mirándonos de cuando en cuando por encima de sus gafas, como si quisiera asegurarse de que seguíamos ahí.

La primera semana pasó sin novedad. Que nosotros supiéramos, hacía más de un siglo que no había habido una novedad en casa de tía Ágata. Por las mañanas, Herme nos despertaba temprano, nos daba el desayuno en la cocina, y nos mandaba asearnos para acudir a misa de nueve; al regresar, estudiábamos hasta la hora de comer en el altillo del tercer piso, en una gran mesa que nos habían preparado entre las casas de muñecas de cuando mamá y tía Ágata eran niñas.

Las tardes eran más llevaderas: al terminar de comer aguardábamos dos horas “de digestión”, que podíamos pasar en nuestros dormitorios durmiendo la siesta, o dormitando en la salita con ella. Después, nos dejaba salir con los chicos del pueblo. Solíamos ir al río, a bañarnos, no sin antes recibir los consejos de rigor sobre la necesidad de conducirnos con prudencia, no tirarnos de cabeza, y no confraternizar demasiado con aquellos brutos.

Debíamos llevar allí una semana, o un siglo, no sé, cuando se produjo el suceso que lo cambiaría todo: debí de quedarme dormido más allá de la hora de la siesta. Al despertar, la casa estaba en silencio. Leti había salido con los muchachos del pueblo, y tía Ágata no estaba en la salita. Vagué curioseando hasta escuchar un ruido abajo, en los cuartones de herramientas y del servicio de la casa que había alrededor del patio, junto al gallinero.

Intrigado, bajé las escaleras peldaño a peldaño, en silencio, sintiéndome un poco aventurero. Me detuve al verla, o más bien podría decirse que me quedé paralizado. Tía Ágata, acuclillada en el suelo, con la larga falda negra recogida sobre los muslos y una mano evidentemente metida bajo unas bragas que me parecieron grandes y blancas, observaba algo a través del ojo de la cerradura de uno de los cuartos. Por la ventana escapaba amortiguado un chirrido rítmico y se escuchaba lo que parecía a veces un quejido y otras un jadeo fatigado. Permanecí inmóvil observándola, pudiera decirse que viéndola como no la había visto nunca. Su mano se movía acompasadamente; la lengua le asomaba por la comisura de los labios y acariciaba evidentemente uno de sus senos por encima de la ropa. Inconscientemente, mi mano, metida en el bolsillo, manipulaba mi sexo, que se había endurecido mucho y humedecía la tela.

La vi cerrar los ojos. Vi su rostro crisparse. Pareció interrumpírsele la respiración. Su cara parecía congestionada. Se mordía los labios, como para no gritar, y temblaba. Mi polla palpitó bajo la mano y noté que me mojaba a chorros violentos y abundantes.

Permanecí escondido, con el corazón acelerado, agazapado en uno de los huecos que, a lo largo de la escalera oscura, parecían destinados a albergar las cántaras de vino y de aceite. Tia Ágata pasó a mi lado sin verme. Apenas atisbé su falda negra larga. La sacudía con la mano para limpiar el polvo del patio. Murmuraba en voz muy baja, como enfadada:

  • Esa puta… Cualquier día…

Minutos después, Herme, en la puerta del cuarto de donde procedían los ruidos, despedía a Juanjo, el herrero, que salía presto, casi corriendo, por el portalón entreabierto del patio colocándose todavía los faldones de la camisa. Herme, apenas entrevista desnuda, miró hacia donde estaba. Me pareció que me guiñaba un ojo. Sus tetas blancas, de pezones grandes y oscuros, se balanceaban en el aire. Nunca había visto unas tetas en mi vida. Entre los muslos, una espesa mata de pelo negro y jasco parecía ocultar el misterio que ansiaba conocer.

Al anochecer, durante la cena en el comedor, sufrí un auténtico martirio: Herme andaba a nuestro alrededor sirviendo la mesa. No podía evitar que mi polla se endureciera recordando la imagen de sus tetas grandes y blancas. Cuando tía Ágata me miraba, tenía la sensación de que comprendía lo que estaba experimentando y me parecía percibir un reproche velado en sus ojos. Me sentí ruborizar. Incapaz casi de hablar sin tartamudear, Leti se burlaba de mi.

Ya acostado, me resultaba imposible apartar de mi memoria las imágenes de la tarde. En un torbellino, giraban sin cesar tia Ágata con su mano entre las piernas, las tetas de Herme, que cada vez resultaban más grandes en mi recuerdo, las burlas de Leti… Mi polla se mantenía herguida, dura como una piedra. Aunque traté de resistirme, bloqueado por algún absurdo temor infantil, acabé agarrándomela casi sin darme cuenta. Boca arriba, destapado, con el pantalón del pijama bajado hasta las rodillas, comencé a pelármela despacio, imaginando que era mi mano la que, entre los muslos de tía Ágata, bajo sus grandes bragas blancas, hacían que su rostro se tensara.

  • Lo has visto ¿verdad?

Ni siquiera me había dado cuenta de que se abriera la puerta. Apenas escuché el click del interruptor y la luz me cegó sin que, en un primer momento, comprendiera lo que estaba pasando. Me quedé paralizado, agarrado a mi polla endurecida, rojo como la grana, avergonzado. Quería que me tragara la tierra.

  • Lo has visto y ahora estás así por mi culpa…

  • Deja, cariño… Deja que te ayude tía Ágata.

Dio tres pasos hasta llegar al borde de mi cama. Avergonzado, traté de subirme los pantalones, de ocultarme a aquella humillación. Mi polla se mantenía erguida, muy dura, dando latigazos involuntarios en el aire, con la punta húmeda. Me sujetó la mano impidiéndolo.

  • No te preocupes, mi amor. Deja que te ayude…

Su mano había alcanzado mi polla palpitante y la acariciaba deslizando la palma por toda su superficie, causándome una sensación agónica. No tardó en agarrarla y comenzar a reproducir el mismo movimiento que minutos antes aplicaba yo mismo.

  • Pobrecito… ¡Cómo estás! No te preocupes por nada…

  • ¿Me has visto, verdad?

  • … sí…

  • Por eso estás así…

  • ¿Te ha gustado?

  • … sí…

  • Ya…

Detuvo el movimiento. Separó su mano de mi polla. Quería morirme. Poniéndose de pie, se sacó lentamente el camisón descubriendo su cuerpo ante mis ojos. Como mamá, era una mujer rotunda, erguida, llena de curvas. Toda su piel era blanca. Tan solo aquellas grandes bragas de algodón ocultaban a mis ojos parte de su cuerpo. Podía ver sus tetas grandes, ligeramente caídas, de extensas areolas sonrosadas, la curva amplia de sus caderas, sus muslos generosos. Volvió a sentarse a mi lado. Nuevamente me acariciaba despacio, como si quisiera prolongarlo eternamente.

  • ¿Te gusta?

  • … sí…

  • ¿Quieres… quieres tocarlas?

  • Vamos, tócalas.

Alargué mi mano tímidamente hasta rozar una de sus tetas. Resultaba suave y mullida. Mis dedos se hundían en la carne sin dificultad alguna. Me pareció que se sonrojaba.

  • No seas tímido. Tócalas bien.

Su mano subía y bajaba haciendo que la piel cubriera y descubriera mi capullo empapado y causándome un estremecimiento permanente que me recorría entero. Con la izquierda, empujó la mía haciendo que se hundiera en ellas. Poco a poco, el deseo superaba la vergüenza y comencé a magrearlas, a manosearlas apretándolas. Acaricié sus pezones y la escuché gemir en voz muy baja.

  • Sigue así, cariño.. Así…

Me había arrodillado sobre la cama para alcanzarla y la manoseaba con ansia mientras ella seguía acariciándome. Me animaba. Parecía tan excitada como yo. Me besó en los labios y sentí su lengua aventurarse en mi boca jugando con la mía, como buscándola. Incapaz de controlarme, perdida ya la vergüenza, la abrazaba, me apretaba contra ella y sentía mi polla resbalando en su tripa. Amasaba su culo grande y tierno. Fue ella misma quien condujo mi mano bajo sus bragas hasta hacer que me encontrara con su coño empapado, con la mata de vello rizado y áspero. Culeaba al sentir el contacto de mis dedos, que se deslizaban en su interior sedoso, cálido y húmedo. Insistí en la caricia. La respuesta física de su cuerpo al movimiento de mis dedos me fascinaba. Jadeaba muy cerca de mi oído, y aquellas bocanadas de aire caliente me perturbaban casi tanto como sus caricias. Me sentía embriagado, fascinado por aquella mujer extraña, ascética y puritana que, sin embargo, cedía a mi deseo con aquella entrega casi resignada, como si no hubiera otra cosa que pudiera hacerse.

  • Así, mi amor… así…

Pareció saberlo antes aún que yo. Me animó susurrándome al oído y, en aquel preciso instante, sentí latir mi polla, como congestionarse, latir y estallar. Aquel primer chorro de leche salpicó su pecho hasta la cara. Gemía como si cada gota, al estrellarse en su cuerpo, la quemara. Escupí uno tras otro no sé cuantos salpicándola cada vez. Tenía la misma expresión que había visto mientras espiaba a Herme con la mano entre los muslos. Parecía correrse en silencio, con el rostro contraído, sin dejar de manipular mi polla, de acariciarla haciendo resbalar su mano por mi capullo empapado que, todavía, experimentaba una mínima contracción de cuando en cuando y expulsaba ya una gotita que ella extendía lubricándolo, causándome un cosquilleo entre incómodo y placentero.

  • ¡Cómo te pareces a tu padre, mi amor!

A partir de ahí, cuando yo hubiera acabado, tía Ágata desató una tormenta. De pie, ante mis ojos, se deshizo de aquellas bragas blancas de algodón, enormes y, mirándome a los ojos, recogió cada gota de esperma de su pecho con un dedo que lamía con expresión concentrada. Mi polla, rígida, sacudía el aire a latigazos involuntarios. Se movía despacio, como mostrándose. Deshizo el moño y una melena enorme de cabello negro azabache, ondulada, se derramó sobre su espalda. De repente era bellísima. Comprendí sus labios carnales, sus ojos oscuros, sus caderas amplias, sus senos voluptuosos, pálidos, surcados de venillas azuladas que se transparentaban bajo la piel. Comprendí la belleza de las líneas curvas, tan suaves, que dibujaban en el aire aquel volumen amoroso.

Suavemente, apoyando una mano en mi pecho, me tumbó sobre el colchón de lana y comenzó a besarme. Dibujaba con sus labios una greca de caricias diminutas en mi piel. Sentía cada uno como un mínimo calambre que terminaba en la nuca haciéndome gemir. Trataba, avergonzado, de reprimir mis gemidos y acababa entregado, incapaz de contenerlos. Cerré los ojos cuando alcanzó mis labios y la sentí respirarme en la boca, jugar a perseguir me lengua con la suya. Su coño presionaba mi polla sobre el vientre, resbalaba sobre ella en una caricia lúbrica deliciosa. Respiraba hondo, muy hondo, y su aliento era como el aire que me ahogaba. Me abracé a ella. Me agarré a sus nalgas grandes, mullidas, y sentí sus tetas aplastándose en mi pecho. Gimió al sentir mis manos apretándola. Sudábamos, y resbalaba sobre mí besándome la boca con pasión.

  • Pequeño… mío…

Y, de repente, pareció buscarme y sentí aquello de que en el insti se hablaba como en broma, aquel calor que todos presumíamos conocer: un movimiento suave, un deslizarse, y sentirme dentro de ella, navegando en su calor, sintiendo la caricia apretada, la presión de su interior, y su gemido en la boca, aquel quejido dulce al sentirla, aquella presión de sus labios y la imagen borrosa, tan cercana, de sus ojos entornados, aquella cárcel dulce de su pelo enmarcándola, envolviéndome, y aquel movimiento suave que empezaba, que acompasaba a sí sus gemidos, más intensos cada vez, más profundos, mientras mi polla parecía chapotear en ella, hundirse en ella, clavarse en ella al ritmo de sus caderas.

Me encontré con uno de sus pezones en los labios. Lo lamí. Mamé de él. Lo mordí cuando la angustia se me apoderaba, y la escuché chillar, y quedarse como ahogada, como con el aliento atascado y los ojos en blanco. Con las manos apoyadas en la cama, rodeando mi cabeza, me miraba con el rostro contraído y los ojos inflamados. Se inclinaba a veces para morderme la boca, para gemirme en la boca. Y yo buscaba alcanzarla entera con las manos, y enterraba los dedos en sus tetas, que bailaban una danza en el aire sobre mí rozándome; y los clavaba en sus nalgas tan blancas, tan grandes y mullidas, entendiendo la dulce sensación de la carne entre los dedos.

  • Dámela… ahora… dáme… la… ahora… daaaaa.. me… la… asíiiiiiiiii… así… asíiiiiiii...

Se contrajo entera de repente y sentí que me apretaba dentro, como si me absorbiera. Se contrajo en un gemido, clavando las manos en la colcha y cerrando los ojos con fuerza. Se contrajo conteniendo la respiración y me sentí estallar dentro. Mi esperma se vertía en su interior, lo inundaba hacíendolo más suave, más caliente. Sus caderas parecían golpear el aire en golpes secos, arrítmicos, en golpes sincopados, violentos, que parecían vaciarme en ella, extraerme la vida en su interior en una especie de sueño irreal, de fantasía que superaba cualquier cosa que hubiera podido imaginar.

Se levantó en silencio, mirándome a los ojos con una sonrisa dulce en los labios y un brillo en la mirada que no recordaba haber visto. Tenía la marca de mis dientes en el cuello y las huellas rojas de mis dedos en los muslos y en el culo. Un reguerito de esperma resbalaba por el interior de sus muslos. Se puso las bragas en silencio, el camisón, la bata… Yo la miraba fascinado, sin saber qué hacer ni qué decir. Antes de marcharse, inclinándose sobre mí, me besó los labios y la frente y me arropó con la sábana.

  • Tápate, anda, que por la noche refresca… Hay que ver cómo te pareces a tu padre…

A solas, a oscuras ya, su imagen me rondaba como una obsesión. Agarrado a mi polla, volví a correrme una vez más rememorando el contacto cálido, amoroso de su piel.