They made me do it

Mónica accede a tener sexo con su psiquiatra a cambio de que no la envíe a un manicomio, pero en su sesión 47 se añadirá un invitado inesperado que cambiará en transcurso de los hechos.

Como todos los miércoles, Mónica se despidió de sus amigas a las siete. Tras apagar el cigarrillo, eludió la pregunta de a dónde se dirigía avivando así los rumores de que se estaba viendo con alguien. ¿Quién lo dudaría? No solo tenía desparpajo, sino que incluso había conseguido un par de trabajos como modelo de publicidad. Su trasero perfecto salía en unos anuncios de crema anticelulítica en revistas de todo el país, terso, suave, le gustaba alardear de que apenas habían utilizado Photoshop.

Aunque su rostro conservaba dulces rasgos aniñados, como las mejillas llenas, la tierna separación mínima entre sus paletas o los enormes ojos azules que siempre parecían curiosos, todo artificio lo contradecía. Llevaba la melena azabache tan lisa que parecía recién llegada de la peluquería, un delineado felino y un brillo de labios que los enrojecía favorecedoramente. Poco a poco, sus pómulos iban definiéndose, al igual que su cuello tornaba cada vez más estilizado.

Era una de esas chicas de desarrollo prematuro, pues a los trece años su cuerpo había decidido mutar en el de una mujer. Ahora, con dieciséis, su esbelta figura compaginaba una delgadez aparentemente sana con un pecho generoso, sin llegar a lo exagerado, y unas caderas bien modeladas. Bajo la falda plisada de cuadros del uniforme que no se había quitado, cuya cintura llevaba enrollada para disminuir considerablemente el largo de la prenda, se movían con la elegancia de una bailarina sus piernas largas y flexibles, capaces de arrancar más de una mirada masculina, evocando con facilidad lascivos torniquetes.

Pero Mónica no era más que una preciosa carcasa llena de mierda.

Bulimia, autolesión, depresiones recurrentes, incluso algunos episodios de manía persecutoria contra la que la estaban tratando. Y a los fármacos, se unían las sesiones semanales con el Doctor Lamas, un psiquiatra costeado por su padre. El mismo que tan solo ejercía de progenitor un fin de semana de cada dos, dándole dinero y dejándola salir hasta altas horas; también treinta días en verano. Normalmente, en agosto.

Entró en la consulta, donde la recibió la recepcionista que siempre, a aquellas horas, estaba recogiendo sus cosas para marcharse. Pese a todo, la saludó con una espléndida sonrisa, se interesó por como estaba repleta de cordialidad, colgó su mochila del perchero y la acompañó hasta la consulta. Lamas estaba sentado frente a su escritorio. Era un hombre cano que rondaría la cuarentena. Alto, rígido, autoritario y seco en el trato. Llevaba puestas unas gafas de pasta, y se puso en pie para recibirla. Bajo el traje, había un cuerpo que el doctor había logrado mantener en forma pese a las consecuencias propias de la edad, Mónica lo sabía bien.

Lamas se quitó las gafas dejándolas abiertas a un lado del escritorio, bordeó la mesa y despachó a su secretaria, que cerró la puerta al salir. No le dijo nada, tan solo se acercó a ella, la arrinconó con lenta autoridad contra la pared y la besó. Fue un ósculo profundo, demandante, en el que la lengua del hombre tomó su boca con fuerza y potestad al igual que su mano presionó sobre la camisa del uniforme del instituto uno de sus pechos, totalmente impune.

Mónica gimoteó gatuna.

Lamas había sido tajante en la segunda sesión. Podía hacer un informe que la tachara de loca y diese con ella en un manicomio. O podía concederle sus perversiones, y él mantendría su libertad. Había tenido una semana entera para pensarlo, y se repitió mil veces que no lo haría. Sin embargo, al ver su bolígrafo rasgar el papel en una firma después de comunicarle su decisión en la tercera sesión, abrió su camisa, abrió sus piernas, y consintió. En algunas de sus pesadillas, todavía evocaba el modo en el que su miembro erecto y fibrado se introdujo en ella pese a la tensión de sus músculos, el grito, el daño. Desde la tercera sesión, siempre se veían a última hora, cuando la secretaria se había ido.

Así cada semana, sin una sola falta. Mónica había aprendido mucho sobre Lamas. Lo primero, que si se mostraba activa en todo aquello, terminaba mucho antes. Que si cerraba los ojos y pensaba en otro rostro y otro cuerpo, todo era más llevadero. Había hecho un arte mecánico del complacerle, sabía cuando y cómo gemir para extasiarle, cuando ceñir su vagina para que se corriera, cómo arquearse, cómo mirarle o dejar la boca abierta a su disposición. Por último, había aprendido incluso a disfrutarlo en cierto grado.

No era como cuando se dejaba conquistar por un desconocido de discoteca atractivo, o como cuando se acostaba en los baños del instituto con el compañero del momento, aquel al que todas las demás chicas miraban con deseo. Y sin embargo, Mónica era capaz de acaparar todo el placer físico que las atenciones de Lamas podía darle.

Era su sesión cuarenta y siete, y Mónica supo que sería diferente cuando, entre los párpados entreabiertos, discernió una silueta.

Reaccionó cerrando los labios, empujando con timidez a Lamas colocando las manos a la altura de sus pectorales, demandando en su silencio una explicación.

— Es Donnie — dijo el psiquiatra, y Mónica tuvo la certeza de que se trataba de un alias —. Hoy haremos una sesión de terapia de grupo.

— No — rehusó sin que le temblase la voz, pero los ojos oscuros del doctor la intimidaron —. Nunca dijiste que... — trató en vano de explicarse.

Él colocó un dedo sobre sus labios.

— Mi preciosa niña autodestructiva... — chasqueó la lengua contra el paladar, negando, y deslizó la yema sobre sus labios. Un escalofrío agorero recorrió a la morena —. Nunca has tenido poder de decisión en lo que quiera hacer contigo — Lamas dio un paso atrás, y el contacto entre ambos se rompió. Mónica se abrazó a sí misma, la sensación térmica había descendido de golpe —. Pero eres libre, todavía puedo firmar el informe que...

— ¡No! — ella sabía que su terapeuta tenía la sartén por el mango, igual que él, y seguramente igual que Donnie —. Lo haré — aceptó, mirando cautelosa al chico.

Tenía el cabello castaño rojizo, cortado y peinado de forma descuidada. Vestía una camiseta que emulaba la fisonomía de un esqueleto, blanco sobre negro, y llevaba por encima una sudadera gris de capucha. Era más alto que ella, pero no tanto como Lamas. Tendría, quizás, uno o dos años más que ella. La miraba de forma vacía, sin el deseo que ella estaba acostumbrada a despertar en el sexo contrario y, en ocasiones, incluso en el propio. También lucía una sonrisa inquietante, que apenas podía distinguirse pero tenía un halo siniestro.

— Donnie nunca ha estado con una chica — explicó el psiquiatra, con su hipnótica voz. Mónica frunció el ceño, disconforme pero sumisa —, pero ha conocido a una que le gusta de verdad. Necesita saber cómo tratarla, y lo aprenderá viéndonos.

Todavía sin asimilarlo, la morena se dejó guiar hasta el robusto escritorio de madera noble. Cuando su trasero tocó el borde de este, Lamas la tomó de la cintura para ayudarla, e instarla al tiempo, a sentarse sobre este, y encajó la cadera entre sus piernas, manteniendo el papel dominante y tirano.

— Lo mejor será que finjas que no está — le explicó comenzando a desabrochar su camisa, hasta dejar al descubierto un sujetador negro con las costuras en rosa y el broche anterior. Masajeó sus pechos, mirándola con descaro —. Deberías de dejar el tabaco — añadió, comportándose como el terapeuta que debería ser.

Tan solo de palabra.

A la leve reprimenda, siguió la apertura del sujetador. Una vez suelto el broche delantero, ambas copas cayeron a ambos lados del cuerpo de Mónica dejando al descubierto sus pechos llenos, redondeados, capaces de desafiar la gravedad. El terapeuta, pasando los brazos tras su cintura y bajo la camisa abierta, como recordándole que no podía ni debía escapar de aquello, enterró la cara entre sus senos dando comiendo a la función.

La morena dejó fluir un suave quejido al primer contacto de los dientes, uno que aunque fuerte, rara vez dejaba marca. Succionó con fuerza uno de sus pezones, hasta sentirlo erecto contra la lengua, y ella lo apretó entre sus piernas, elevando un poco las rodillas. Su mirada, entonces, fue hacia Donnie, que observaba la escena como ella pensaba que un biólogo observaría el coito entre gorilas. Lamas apresó el pezón entre sus labios y tiró de él estirándolo. Mónica prolongó un jadeo antes de que procediera con el siguiente.

El bulto en los pantalones del psiquiatra no tardó en dejarse notar, presionando y friccionando el sexo de Mónica a través de la tela. Apretó el borde del escritorio con las manos, dejándose mecer por las bruscas atenciones del hombro. Echó la cabeza atrás, cerró los ojos y se esforzó en concentrarse en los estímulos físicos. Los restos de saliva que bañaban sus pechos le hacían sentir el frío con mayor nitidez; sus pezones erectos acusaban cada roce en forma de cosquilleo y el continuo restriegue entre los sexos ocultos aún era insistente. Notó cómo empezaba a humedecerse, cómo su cuerpo entrenado en aquella batalla semanal respondía lubricando el espacio cubierto por el tanga de hilo negro.

Pero aún con los ojos cerrado, la boca entreabierta de la que brotaban respiraciones irregulares y varios estímulos sexuales alzando gradualmente su temperatura corporal, podía sentir sobre sí los ojos de Donnie. Eso le impedía corresponder como a Lamas le gustaba, y por supuesto, el doctor no tardó en notarlo. Se irguió para tomarla por la barbilla y mirarla.

— ¿Incómoda? — le preguntó, divertido. Mónica no respondió —. No debes demonizar las cosas, niña. Tienes que enfrentarte a tus demonios para ser una chica sana ¿uhm?

Tiró de uno de sus brazos, forzándola a ponerse en pie y haciéndola, casi, perder el equilibrio. En cambio, sus brazos la sostuvieron pronto rodeándola después, de modo que quedó con la espalda contra el pecho de Lamas, quedó cara a cara con Donnie.

— ¿Nunca has visto unas tetas como estas, eh, Don? — Lamas pellizcó uno de los pezones de Mónica, que emitió un quejido confuso revolviéndose contra la erección que presionaba su trasero —. Se moja enseguida, es muy receptiva.

La mano del hombre alzó la falda a cuadros del uniforme para bajarle el tanga hasta las rodillas, donde quedó en precaria tensión. Comenzó a acariciarla sin demora. El psiquiatra también había ido conociendo a Mónica, sabía cómo tocarla, dónde insistir, para que su cuerpo reaccionase. Ella cerró los ojos, apoyó la cabeza contra el pecho del hombre y comenzó a mover las caderas indicándole sin palabras cómo deseaba que procediera. La morena tan solo reaccionó: lo mejor era terminar rápido, y para ello, tenía que olvidar que el tal Donnie los observaba como si tuviera el entendimiento de un Asperger.

Cuando dos dedos del psiquiatra la penetraron gimió de forma prolongada, transformando el sonido en un jadeo adecuado a la masturbación, que no tardó en volverse frenética a medida que sus fluídos así lo permitían.

— D-dios, sí... — murmuró de forma entrecortada, disfrutando de la situación del único modo en el que podía hacerlo: siendo egoísta, centrándose solo en el placer que de ello podía obtener.

Lamas cambió de mano, llevando aquella impregnada de un baño transparente y brillante a la boca de Mónica. Sumida en la artifical vorágine, abandonada a su propio placer forzoso, la chica se acariciaba los pechos insistente y saboreó sin dudar el sabor de su sexo. El tanga cayó al suelo, y una de sus calzas blancas resbaló desde su rodilla hasta el tobillo.

En ocasiones, Lamas la instaba a hacerle una mamada. Duraban poco, pues el terapeuta no duraba mucho ante aquellas maniobras. Pero por lo general, disfrutaba manoseándola y follándola de un modo mucho más tradicional de lo que la morena había temido cuando aceptó el pacto con el diablo. Escuchó cómo él abría la cremallera de sus pantalones, el sonido carnoso cuando tomó su polla y, apretándola, se la cascó un poco antes de restregarla, piel con piel, contra su trasero. Ya no la mantenía contra él, ni siquiera hacía falta.

Llevó las dos manos al sexo de Mónica, y ella, al sentir cómo a las penetraciones digitales se unía un pellizco suave en su clítoris, arqueó la espalda y llevó una mano a la nuca de Lamas, apresando su pelo. Entonces abrió los ojos, consciente de su cuerpo expuesto a Donnie, sus pechos marcados, su tripa tersa, el aspecto de juguete roto que debía tener. Y por un instante mágico, le pareció que se comprendían, que él entendía de un modo en el que ni ella era capaz, cómo se sentía y por qué hacía lo que hacía. Por qué consentía dos manos que le doblaban holgadamente la edad sobre su sexo, un miembro hinchado y amenazante contra sus nalgas, e incluso, por qué dejaba que él mirase. Pero fue un instante fugaz.

Después, Donnie se bajó la cremallera de los pantalones y, bajo su ropa interior, comenzó a pajearse despacio.

El psiquiatra llegó a su punto de excitación intransigente y, cogiendo a Mónica del pelo, la empujó. Terminó con los pechos y la mejilla aplastados contra el escritorio. Sintió cómo le subía la falda lentamente hasta dejar al descubierto su sexo y su culo.

— ¿Ves qué coñito más hinchado? Eso es que todo esto — en el silencio momentáneo, escuchó un sonido húmedo — le encanta — entonces, introdujo en su sexo cuatro dedos ensalivados que la hicieron soltar un breve grito que germinó en un suspiro complacido. Sentía cosquillas, humedad y, sobre todo, calor.

Le dio un azote suave, que apenas sonó. Cuando le soltó el pelo, la morena se incorporó sobre los codos y bamboleó las caderas propiciando el roce, incitando al terapeuta a comenzar. Se le quebró la voz al ser penetrada de forma drástica, y las embestidas carecieron por completo de delicadeza. Él siempre la follaba así, fuerte, duro. Su cadera golpeaba una y otra vez el inamovible escritorio, sobre el que temblaban los bolígrafos dentro de sus botes.

Sus gemidos salieron de forma acompasada, cortos y continuados. Arañó la madera e irguió un poco más su cuerpo para lanzar su cuerpo al encuentro del de su terapeuta e introducir una mano entre sus piernas, acariciando ensañada su clítoris.

— S-sí, sí. Así — pidió la morena.

En cambio, esta vez su predisposición al orgasmo no pareció gustar tanto como siempre a su amante forzoso.

— Eres demasiado fácil — le espetó con algo cercano al desprecio junto al oído. La giró, volviendo a sentarla junto al escritorio y la besó. La lengua del terapeuta inundó su boca, acariciando con fiereza cada rincón mientras una de sus manos llevaba el glande hasta su hendidura. Después, no tardó en volver a adentrarse en ella y volver a follarla con envites marcados, pero más espaciados.

Agarrándose a sus hombros sobre la chaqueta, notando las manos apresándole tan fuerte el trasero que sintió un tirón molesto en el ano, Mónica comenzó a gemir como sabía que a él le gustaba. De forma continuada, profunda y dulce, suave y tan cerca de su oído como le permitía el movimiento. Lo apretó entre sus piernas, para crearle la ilusión de que lo quería dentro de ella. Con los labios contra su cuello, miró a Donnie.

El chico sudaba, mientras se la cascaba fuerte, mirándoles a través de párpados entrecerrados.

Mirándola.

Jadeaba, y se la cascaba con más fuerza de con la que ella estaba siendo follada. Sin saber por qué, se sintió excitada. Se echó hacia atrás, apoyándose en los codos doblados, dejando al descubierto — esta vez para ambos — sus pechos henchidos, sus pezones duros como diamantes rosados. Hasta el roce del aire era capaz de hacerla sentir escalofríos placenteros.

Pero miró a Lamas, pasándose la punta de la lengua por los labios.

— Fóllame — le pidió en un murmullo, con sus enormes ojos claros fijos en los de él —. Fóllame duro.

La cadena de poder de invirtió, y él le concedió lo que le había demandado. Agarrándola de la cadera, sobre la falda arrugada, la embistió de forma salvaje y continuada. Con su cuerpo receptivo a todo placer, Mónica empujó con sus pies el culo de su terapeuta en cada avance para que se clavara más profundo en ella, tanto como era físicamente posible. Tanto, que incluso dolía pese a que la morena interpretaba como placer tales estímulos.

Los gemidos fueron más altos esta vez, y genuinos. No miraba a Donnie, pero lo sabía allí, mirándola, cascándose una paja mientras ella era follada por un hombre al que su padre le pagaba por curarla. Y por alguna razón, la hacía sentirse bien.

Con el intenso bombeo, el choque de ambos cuerpos materializaba un sonido carnal y lúbrico. Los pechos de la chica se movían con insistencia. Arriba y abajo, frenéticos, adelante y atrás arrastrados por la inercia. En un momento dado, cuando su sexo empezó a palpitar con fuerza de improviso, perdió el apoyo de sus codos y dejó que su espalda reposara por completo contra el escritorio. Se agarró los pechos, sus dedos se clavaron en estos dejando marcas enrojecidas.

— Sigue, ya casi... — se mordió el labio. Entonces, su espalda se arqueó bruscamente y estalló en un orgasmo fulminante. Pero cuando el placer quiso salir por su boca, fue un gemido masculino desconocido el que escuchó en su limbo. El de Donnie.

Su cuerpo quedó prácticamente muerto, pero Lamas continuó embistiéndola hasta que, al menos un minuto después, se corrió dentro de ella. Cuando hubo terminado, permaneció con la polla alojada en las entrañas de Mónica tumbándose sobre ella. Le acarició la cara con algo próximo al cariño.

— Lo has hecho bien, niña — la besó en los labios y en la barbilla. Las manos del terapeuta apartaron las de Mónica para manosear sus pechos un poco más —. ¿Ves cómo no ha sido para tanto, umh? — para coaccionarla a asentir, empujó su polla todavía erecta un poco más dentro de ella.

La morena dibujó un “sí” con los labios que no sonó.

Lamas se apartó de ella, cogió algunos pañuelos de papel del dispensador sobre el escritorio y se limpió el miembro y las manos. Los tiró a la basura y volvió a cerrarse la cremallera del pantalón de su traje, recuperando al instante el aspecto de que allí no había pasado nada. Cuando Mónica halló fuerzas para sentarse, vio que Donnie también parecía ya un chico normal, no un voyeur que acababa de cascársela viendo cómo su psiquiatra se follaba a una chica que tenía coaccionada.

Ella, en cambio...

Lamas recogió el tanga de Mónica y se lo guardó en el bolsillo, algo que siempre hacía. Ella se levantó y la falda la cubrió de nuevo. Tiró de ella para obtener más largo, más cobertura. Dándole la espalda a ambos hombres, se abrochó el sujetador y después la camisa, que sometió con cuidado. Pasó las manos por su pelo, decidiendo finalmente recogerlo en una coleta con la goma que llevaba en la muñeca.

Miró a Lamas, que había vuelto a sentarse y a ponerse las gafas.

— ¿Ya está?

— Sí, podéis iros — dijo sin mirarles —. Los dos. Fuera — chasqueó los dedos, sin apartar la vista de la pantalla de su ordenador.

Sin decirse nada, los dos chicos salieron. Mónica recuperó su mochila del perchero en el que la recepcionista siempre la colgaba, y se la colocó sobre un solo hombro. Fue hacia el ascensor, y una vez dentro, al lado de Donnie, buscó la cajetilla de tabaco para meterse un cigarrillo en la boca.

— ¿Por qué lo permites? — la sorprendió su voz. Sonaba confiable, tierno.

— ¿Que me folle? Pues porque si no me manda al manicomio. ¿A ti qué te parece? — preguntó, sacándose el cigarrillo de la boca y jugueteando con este y el mechero en una mano —. ¿A ti también te...? — no creyó necesario completar la frase.

Donni negó.

— Le he contado que he conocido a una chica, que nunca he... Bueno, estado con una y que eso me ponía nervioso. Me ha mandado quedarme, y masturbarme mientras vosotros... Se supone que eso me ayudará.

— Ya — el escepticismo se adueñó de la voz de Mónica, que salió como un rayo cuando se abrieron las puertas del ascensor. Una vez fuera, encendió el cigarrillo y dio una profunda calada. Donnie se colocó a su lado.

— ¿Te gusta que te trate así?

Mónica miró incrédula al chico, viéndolo por primera vez. No estaba destinado a ser el bombón del instituto, pero era atractivo en cierto modo. Un cuerpo bien definido, un rostro dulce, y por supuesto, parecía un chico sensible. No un psicópata, un pirado. Que posiblemente lo sería, pero ella no se consideraba nadie para juzgarlo por ella teniendo en cuenta su expediente.

— Preferiría que me invitase a cenar, que me desnudara, me dejase desnudarle. Que aunque sea una mierda, y no me queda otra, no fuera tan...

— Trámite — completó él, dando con la palabra que ella buscaba y no habría encontrado nunca.

Amagó una sonrisa entre el humo exhalado.

— Trámite — miró la hora en su teléfono —. Me voy o perderé el bus.

— ¿Vives muy lejos?

Ella frunció el ceño, evaluativa.

— Al final de la línea 332.

— Tengo coche. Puedo acercarte, voy en esa dirección.

Mónica tiró el cigarrillo contra la acera y lo pisó. Cruzó los brazos y miró a Donnie, seria. ¿Qué podría hacerle, intentar propasarse? No sería el primero. Ni que lo intentaba, ni al que ella paraba. Además, el viaje en bus era horrible. Sin ropa interior, sentía el semen descender lentamente, mancharla. Sufría una paranoia, creía que los pocos que iban en el bus a aquellas horas se daban cuenta. Tan solo quería llegar a casa cuanto antes, ducharse. Borrarlo todo y vivir una nueva semana de paz.

— Está bien.

Lo siguió hasta un Peugeot negro, subiendo en el asiendo del copiloto. Se aseguró de que la tela de la falda cubría el asiento y se puso el cinturón.

— ¿Hace mucho que...? — preguntó. Mónica no le había contado a nadie nada sobre lo que ocurría con el doctor Lamas, temía que la tomasen por paranoica. Sin embargo, hablar con Donnie suponía liberarse con lo que su curiosidad fue bien recibida.

— Es la vez cuarenta y cuatro que lo hacemos. Pero la primera que hay alguien mirando — Mónica se mordió una uña antes de preguntar — ¿Nunca has estado con una chica, nunca... nada de nada?

Donnie pareció incómodo.

— Nada.

— Vaya — comentó sorprendida — ¿Por qué?

— Hasta hace unos meses estuve en un centro. Allí no...

— Entiendo — zanjó la morena, notando la incomodidad del chico — ¿Y tienes ganas?

— Sí. Es solo que...

— ¿Con esa chica? — lo cortó.

— ¿Qué?

— Si solo con esa chica — explicó cortante.

— Sí. Quiero decir, no. Yo...

Mónica cogió una de las manos de Donnie, la llevó hasta sus muslos y cruzó las piernas encerrándola. Él no la extrajo.

— ¿Quieres?

— ¿Acostarme contigo?

— Follarme — acotó.

— No sé si... — Donnie apartó la mano para cambiar de marcha. Mónica bufó.

— Aparca por ahí — señaló un lado de la carretera. Era una zona despoblada, había bastantes zonas donde dejar parado el coche.

Él obedeció, y Mónica se mantuvo quiera. Cuando se detuvieron, ella se quitó el cinturón y se sentó a horcajadas sobre él sin el menor reparo.

— Soy una chica. No me voy a romper si me tocas, deja de mirarme con miedo — indicó, tomando las manos del chico y colocándolas sobre su cadera, que movió sinuosa. Sonrió al ver cómo él se removía, tímido —. Shhh...

Acarició con el filo de la uña el cuello de Donnie, acercándose a él. Mirándole como si solo por ello pudiera hipnotizarle. Pegó los labios a los suyos, dándole un beso corto, superficial. Despacio, lo repitió alargándolo un poco más. Sintió la polla de Donnie pujando con rapidez sorprendente. Atrapó los labios del chico con los suyos, tomó sus manos para que las subiera por sus costados hasta la zona de los pechos.

Cuando él entreabió los labios, Mónica introdujo la lengua en su boca mientras se desabrochaba la camiseta. Salió de Donnie apretar uno de sus pechos, rodear su cintura con un brazo, formar parte activa y ansiosa del beso. Era distinto, más estimulante que con Lamas, más... Real.

Él buscó a su espalda el broche del sujetador, y la morena rió contra sus labios, mordiéndolos, para abrirse el broche delantero. Él tomó uno de ellos, lamió y succionó haciéndola gimotear.

— ¿Seguro que nunca...? ¡Ah! — sintió los dientes clavándose, acompañados de un calambre placentero.

Empezó a rozarse contra él, más y más y más. Sintió el calor ascendiendo, cómo las manos inquietas y curiosas la hacían sentir viva en cada caricia. Se excitó, muy rápido, pero no tanto como Donnie, que se corrió en cuanto ella le acarició la erección sobre los pantalones.

Parpadeó incrédula, y tuvo que cerrar la boca en cuanto se dio cuenta de que la tenía abierta. Sin decir nada, volvió al asiento del copiloto.

— Lo siento. No sé qué...

Aún con los senos al aire, le hizo un gesto con la mano.

— Es normal en los vírgenes — indicó, dándoselas de experimentada —. Significa que te has excitado muy rápido, así que debería de sentirme halagada — se abrochó el sujetador y la camisa, volviendo a abrocharse el cinturón —. No pasa nada. Arranca, te iré diciendo. Es en la salida 17.

El resto del viaje lo hicieron en silencio. Mónica cerró las piernas, incómoda. La excitación tardaba en remitir y su lubricación sumada al semen de Lamas no ayudaba en absoluto.

— Esa es — la urbanización estaba desierta, así que Donnie aparcó sin dificultad junto a la acera vacía —. ¿Te importa si me fumo uno? En casa no puedo.

Asintió, y ella abrió la ventanilla antes de encenderlo. Le ofreció, pero él rehusó.

— No sé cómo te llamas — indicó entonces.

— Pablo — dijo sin hacerse esperar —. Yo tampoco sé tu nombre.

Ella sonrió.

— Mónica.

— Lo de antes....

Ella rió.

— Olvidémoslo — se mordió el labio — Debería darte mi número. Estaría bien saber cuándo vas a ser espectador. Otra vez. Para mentalizarme y tal — hasta a ella le sonó a excusa, pero no tenía motivos para que así fuera, o para querer su número.

Intercambiaron teléfonos y Mónica tiró el cigarrillo por la ventanilla, que luego volvió a cerrar.

— Me voy ya. Gracias por traerme — indicó, y abrió la puerta. Pero en un último impulso, se giró, lo apresó de la camiseta y lo besó. Fue algo sutil, pero le gustó —. Avísame cuando tengas más práctica — le acarició la mejilla y se fue a casa.

Él esperó a que abriera la puerta para arrancar.

Aquella noche, estuvieron hasta tarde mensajeándose después de que Mónica se duchara y se pusiera un pijama sobre las bragas más cómodas de todo su repertorio. Hasta que él envió a destiempo un “te prometo que algún día todo será mejor para ti” y dejó de responder. Considerando que se habría quedado dormido, Mónica se acomodó bajo las sábanas y no tardó en conciliar el suelo.

Cuando despertó al día siguiente y fue a la cocina, su madre la asaltó con un abrazo.

— Cariño... ¡No sabes cuánto lo siento! Ven — la hizo sentarse en una silla, estaba nerviosa. Mónica sabía que intentaba tener tacto, pero que le soltaría todo de sopetón como siempre hacía. Así fue —. Han encontrado al doctor Lamas muerto en su casa. La policía quiere hablar contigo, les he dicho que...

No escuchó más, se levantó y regresó a su habitación. Ida. No sabía si aquello le gustaba, porque se libraba del yugo de Lamas, o le daba miedo porque no sabía quién llevaría su caso. Si sería tan transigente con sus problemas.

Se sorprendió al ver la ventana abierta. El aire que entraba sacudía las cortinas. Sobre la cama, había un peluche de un conejo gris, y contra este, había una nota garabateada en un papel de su propio bloc de notas.

“Has sido la primera chica en muchas cosas. Gracias. D.D.”

Miro por la ventana, y no vio a nadie. Su gato, Marley, estaba escondido en un rincón, reacio a salir de allí. Contrariada, Mónica se dejó caer en la cama y miró su teléfono. No había mensajes.