Testimonios de ultratumba (Cap. 1)
Constantin, un joven inmigrante rumano que trabaja como limpiador en un gimnasio conocido por la laxitud moral de parte de sus socios, recuerda sus orígenes humildes en su país natal, los sucesos traumáticos que condujeron a su traslado a España, y su complicada relación con el lascivo Fernando.
Este relato, el último por el momento en una larga serie publicada desde el mes pasado en las páginas de TR , está dedicado a Joaquín , uno de los seres mas luminosos que haya tenido el placer de conocer a lo largo de mi vida. Apenas tuve trato con él, siempre indirecto, en cierto momento de mi pasado, pero reconozco que ha sido un motivo de inspiración permanente en mi obra, y, muchas veces, cuando pienso en las características que debe tener tal o cual personaje masculino pienso, de forma casi mecánica: “Daniel, Diego, Gorka, Kenji, Valko, etc… va a ser un remedo descafeinado de Joaquín. Al fin y al cabo, si un ser humano como él existe y camina por las calles de Madrid, mis personajes mas puros y entrañables también pueden resultar creíbles, si consiguen captar al menos una mínima parte de su fascinante personalidad. Gracias, querido desconocido, por inspirar con tu belleza (interior y exterior), tu entusiasmo por la vida y tu bondad innata a tus alumnos y a la gente que te rodea, aunque es posible que ni siquiera seas plenamente consciente de ello. No me interesa tu sexualidad, que desconozco, sino la luz que transmites al exterior con tu mera presencia. Mucha suerte en tu caminar, amigo”.
Hola a todos,
Me llamo Constantin Radescu, soy rumano, tengo 27 años y resido en Madrid desde hace 9 años; hablo español sin acento alguno porque nuestros dos idiomas son de origen latino, y me molesta cuando me confunden con un búlgaro o un albanés, mas que nada porque nuestros países, aunque poseen un cierto parecido superficial, en realidad presentan diferencias notables y una de las principales es que en Rumanía la religión ha conservado un enorme peso social, que brilla por su ausencia en el caso de las otras naciones de su entorno.
Esta es la historia de un milagro, o de varios al mismo tiempo; no sabría como explicar los hechos tan extraños que han ocurrido en mi vida en los últimos tiempos, salvo utilizando esa palabra tan mal vista en estos tiempos tan descreídos. Dios vino a iluminar mi camino a través del espíritu de una joven mujer en un momento de oscuridad total en mi vida, y gracias a ella aprendí que, al contrario de lo que me enseñaron los popes en el monasterio en el que estudié como novicio en mi tierra natal no hay nada impuro o inmoral en mi orientación sexual y que a nuestro creador nada podría importarle menos que el sexo de la persona que metemos en nuestra cama, siempre que haya un sentimiento de amor mutuo entre ambos.
Mi historia empieza, como ya he dicho, en Rumanía, y mas en concreto en una pequeña aldea de pastores de la región de Cluj-Napoca en la que faltaban muchas cosas materiales, pero en cambio sobraba fe en nuestro Salvador Jesucristo y en las doctrinas de la divinamente inspirada Iglesia Ortodoxa; eran los últimos años de la ominosa tiranía del matrimonio Ceaucescu y su aberrante comunismo, ese mismo que llevaba mas de cuarenta años establecido como régimen de partido único en mi país sin que hubiera conseguido doblegar el celo religioso de una población extremadamente devota por naturaleza.
Como hijo menor de siete hermanos de un matrimonio muy pobre que malvivía de sus rebaños de ovejas y vacas en los pastos comunales de montaña, me vi forzado desde niño a vivir en el seminario que los monjes ortodoxos tenían a las afueras de mi pueblo desde tiempo inmemorial. Allí pasé mi segunda infancia, desde los once años en adelante, estudiando para convertirme en un recto sacerdote y apacentar otro tipo de ovejas menos terrenales que las que criaban mis pobres padres y hermanos en sus humildes establos. Y allí conocí a Dragomir, a quien todos conocíamos como Dragos, un muchacho de mi edad procedente de un pueblo cercano con quien pronto me unió una sincera amistad, basada en nuestra compartida espiritualidad y en el deseo común de convertirnos en los mejores popes posibles; tal era nuestra afinidad natural que muy pronto compartimos también celda y oratorio y organizamos nuestro tiempo de plegarias de manera radical, levantándonos al alba, antes incluso que el resto de nuestros compañeros, para agradecer a Dios los dones que nos otorgaba cada mañana, y, en mi caso concreto, también por el regalo divino de compartir mi tiempo de oraciones con aquel guapo seminarista de ojos garzos y piel nacarada, con quien las horas pasaban sin darme cuenta de ello, en un ambiente de felicidad completa en aquel paraíso perdido en las montañas de la Rumanía profunda.
Pero todo paraíso tiene su serpiente y en este caso tomó la forma del Padre Gavril, un hombre mayor de escasa altura moral, y espiritualmente inepto, que llevaba intentando varios años, sin éxito por su parte, beneficiarse al bello Dragos, sin que nuestras denuncias del hecho a nuestros superiores directos hubieran obtenido eco alguno, mas allá de asegurarse que el citado Padre Gavril se acercara lo menos posible a nuestros aposentos. Dragos sufría mucho interiormente por este terrible acoso sexual, pero procuraba evitar preocuparme con sus cuitas internas; su sueño mas preciado, ordenarse sacerdote ortodoxo, estuvo a punto de no poder llevarse a cabo, debido a los terribles hechos que motivaron mi alejamiento definitivo del mundo consagrado. En realidad nosotros dos estábamos enamorados desde el primer día, pero no fue hasta que cumplimos dieciocho años, debido tal vez a nuestra ignorancia de los asuntos mundanos, que no consumamos físicamente el inmenso amor que sentíamos el uno por el otro. Y, por mucho que disfrutáramos de aquellos ratos robados de pasión, Dragos no podía evitar sentirse culpable de estar faltando a los solemnes votos de castidad que, como futuro sacerdote, debía observar en todo momento; yo nunca sentí que lo que hiciéramos fuera algo malo en ningún sentido, pese a la histeria antihomosexual que se vive en mi país natal, y no digamos ya en el ámbito de la retrógrada Iglesia Ortodoxa, a cuyo lado la Iglesia Católica sería el culmen de la modernidad.
Yo creo que todo hubiera seguido su curso natural de no haber sido descubiertos en cierto momento íntimo, pese a las precauciones tomadas de antemano, por el abyecto Padre Gavril, que, sin duda celoso de nuestra belleza y juventud, optó por denunciar nuestra “horrenda desviación” ante los popes de mayor graduación del Monasterio, quienes rápidamente nos llamaron a capítulo. Y allí, ante el resto de nuestra amada comunidad, tomé la decisión irrevocable de acusarme como único responsable de aquella “vergonzosa” actuación, exculpando por completo a Dragos de cualquier responsabilidad moral, e incluso admitiendo en público que yo seduje y convencí al joven novicio para mantener relaciones sexuales completas en la intimidad de nuestra celda, algo totalmente incierto, pues ambos llevábamos mucho tiempo planeando el momento preciso de nuestra iniciación sexual, que había sido ya retrasada en varias ocasiones por falta de valor mutuo. Por supuesto, yo sabía que esta meditada confesión significaba mi expulsión inmediata del monasterio, pero mi único interés en ese momento consistía en salvaguardar la brillante trayectoria espiritual de mi querido amigo; yo sabía que, pese a mi piedad cristiana y buena disposición natural, nunca sería un verdadero pope, pues la fuerza de mi deseo carnal era ya demasiado evidente en mi adolescencia como para intentar enterrarla en una nube de fervor. Dragos me dirigía de vez en cuando incrédulas miradas de admiración, pero no intentó negar mi versión en ningún momento. Esa fue su salvación, el convertirse en “víctima” de mi supuesta lujuria le permitió seguir ejerciendo su labor pastoral en el futuro.
Nunca olvidaré el rostro envuelto en lágrimas de Dragomir, y su gesto compungido, mientras recogía en una vieja maleta de cuero mis escasas pertenencias y decía adiós al lugar que había llamado hogar durante los últimos siete años. Besé los sagrados iconos por última vez ante la atenta mirada del Padre Corneliu, y dediqué una mirada de despedida definitiva a mi adorado Dragos, que permaneció en todo momento con la cabeza gacha, humillado por el peso de una tradición mas grande que el amor que nos unió entre aquellas cuatro paredes. En el fondo sentí una enorme pena por él, porque, al fin y al cabo, yo me había liberado de aquella horrible dictadura clerical, pero para él comenzaba una larga serie de expiaciones e intentos de humillación por parte de sus compañeros de mayor edad, antes de poder jurar los votos de vida consagrada propios de nuestra religión.
Con 18 años recién cumplidos, e imposibilitado de volver a casa de mis padres debido a la enorme pobreza que padecían, mi única salida posible consistía en trasladarme a Bucarest, en donde estuve buscando trabajo como peón de albañil. Allí me hablaron de que en un país lejano llamado España, en donde residían muchos compatriotas rumanos, y en el que, al parecer, se hablaba un idioma emparentado con el nuestro, había un floreciente mercado de trabajo para jóvenes sin estudios previos, pero con iniciativa como era yo por aquel entonces; pero lo que mas me interesó de aquel curioso lugar es que era muy criticado en los medios mas conservadores rumanos por su presunta apertura mental en temas sexuales, en un momento en el que, para gran escándalo de los medios sociales de mi país, España acababa de aprobar la ley del matrimonio igualitario, pionera en su género en el sur de Europa. Y, puesto que en mi reprimido país no había futuro ninguno para un hombre que deseara vivir su sexualidad de manera abierta, mas allá de restringidos ambientes artísticos, no me lo pensé dos veces, y, con los ahorros obtenidos durante seis meses de arduo trabajo en la construcción de una gigantesca iglesia en el centro de Bucarest, adquirí un billete sin retorno con dirección Madrid.
Mi nueva vida en la capital de España, para un joven de mentalidad tan religiosa en un país de marcada mentalidad laica, no fue fácil de entrada. Busqué refugio, como un perro asustado, entre los fieles de la Iglesia Ortodoxa Rumana de la calle Santa Engracia, donde se comportaron de manera muy caritativa conmigo, e incluso me ayudaron a encontrar mi primer trabajo estable en una contrata de limpiezas especializada en oficinas y locales industriales. Para un joven de 18 años como era yo entonces, la posibilidad de ganar un sueldo fijo y mantener mi independencia económica supuso mi primer motivo de orgullo y de agradecimiento hacia mi patria adoptiva, con la que me siento muy identificado. Muy pronto aprendí español correctamente, incluso leyendo a los clásicos en mi escaso tiempo libre, a la luz de un flexo en mi humilde habitación compartida del barrio de Campamento; y mi creciente españolismo me llevó pronto a declararme seguidor del Atlético de Madrid, el equipo de los sufridores por antonomasia, y, ¿que otra cosa definía mejor al pueblo rumano que el sufrimiento ancestral y los abusos de sus sucesivos gobernantes, un tipo de dolor profundo que sólo las prácticas espirituales conseguían aliviar hasta cierto punto?.
Otra cuestión que fluía de modo natural era mi antaño reprimida homosexualidad, que ahora encontraba una válvula de escape en un país mucho mas adelantado en esos temas que mi Rumanía natal, en donde estaría condenado a la clandestinidad pura y dura. Sin embargo, mis sucesivos intentos de emparejarme con chicos españoles chocaban siempre con mi acendrada religiosidad, que era considerada excesiva por la mayoría de mis novietes, provocando a la larga problemas en la relación. Al principio, yo estaba sorprendido de encontrarme con tamaña cantidad de ateos y descreídos, algo poco habitual en mi país natal, pero con el tiempo comprendí que la mayor parte de los españoles gays, o bien carecían de sentimientos religiosos en absoluto o, si les quedaba un ligero remanente folklórico, solía tratarse de gente con abundante pluma que gustaba rodearse de vírgenes y abigarrados altares caseros, unas prácticas muy alejadas de la sencillez característica del culto ortodoxo; por una razón o por otra, cuando cumplí 25 años, tras muchos años de fracasos consecutivos con gente que no comprendía ni terminaba de aceptar mi naturaleza espiritual, decidí, muy a mi pesar, dejar de buscar a mi media naranja, y dedicarme a disfrutar las relaciones, de la naturaleza que fueran, que la Providencia Divina tuviera a bien enviar a mi vida.
Así es como conocí a Fernando, el causante indirecto de que todo este cúmulo de hechos inexplicables tuvieran lugar. En primer lugar, debo decir que, tras unos años rulando laboralmente por distintas empresas de contratas, finalmente encontré un trabajo a tiempo completo como limpiador en el turno de tarde/noche en una conocida cadena de gimnasios, y, en concreto, en su buque insignia, situado en un distinguido barrio madrileño. Este centro deportivo era famoso, entre otras cosas, por la laxitud moral de algunos de sus socios, quienes, a última hora de la noche, poco antes de la hora de cierre, solían "perder los papeles", por decirlo de modo eufemístico, en la "zona cero" comprendida entre las duchas masculinas, la sauna y el concurrido "jacuzzi".
En aquella época Fernando era un auténtico chulazo, presunto bisexual, que acudía cada tarde al gym acompañado de su novia, una escultural morenaza llamada Cristina, pero que solía mantener discretos contactos sexuales con otros socios del club, casi delante de las narices de su novia, que, o bien se lo consentía de forma tácita, o se hacía la tonta, o, tercera opción, y la mas improbable de las tres, acaso lo era de verdad, y tal vez esa era una de las razones para mantenerla a su lado, aparte de su evidente palmito. Todo cambió de repente, sin embargo, la noche en que ambos sufrieron un aparatoso accidente de circulación, falleciendo ella en el acto y padeciendo Fer en lo sucesivo una serie de secuelas físicas leves, que incluía una ligera cojera imposible de disimular, algo que le acomplejaba hasta cierto punto. Cuando, varios meses después del luctuoso suceso, regresó al gimnasio para continuar con sus disminuidas rutinas físicas, su carácter parecía haberse agriado en cierto modo, y, entre el personal de limpieza del gimnasio empezó a ser conocido como "Fer el malote" o "Malote Jones", por su actitud chulesca y sus frecuentes intercambios sexuales en las duchas del gimnasio con todo tipo de chavales que se cruzaban en su camino.
Pero lo que nunca imaginé es que, aburrido de fornicar con los calentorros socios del centro, y, en busca siempre de nuevos desafíos eróticos, pondría sus lascivos ojos en un humilde servidor, quizás el menos indicado para complacer sexualmente a tan notorio semental, en razón de mi comprometida situación laboral. Yo había notado sus insinuantes miradas desde hacía tiempo, que procuraba ignorar, pero él no era tonto y supo esperar su momento, mientras proseguía con su inveterada costumbre de tirarse a sus numerosas conquistas en el "jacuzzi" del vestuario, justo en el momento previo al cierre, cuando sabía que me vería en el desagradable papel de desalojarles por la vía rápida, obligándome incluso a apagar las luces del vestuario como último remedio.
Creo que a esas alturas de la película ya conocía cada centímetro cuadrado de piel de aquel insaciable follador y le había pillado al menos una decena de veces en situación comprometida con otros hombres cuando, una noche de invierno, faltando media hora para el cierre del local, me acorraló literalmente en los servicios. Dirigiendo hacia mí un arsenal de insinuantes miradas, fue acercándose con pasos lentos hacia donde yo me encontraba, atrancando la puerta por dentro e intentando arrinconarme contra la pared del lavabo, mientras se despojaba de su diminuta toalla, que dejó al descubierto una brutal erección.
- Esto es lo que te has estado perdiendo todo este tiempo, Tinín- y señaló con la mirada el impresionante tamaño de su miembro viril, que exhibía orgulloso a la menor ocasión posible.
Yo odiaba ese nombrecito tan ridículo de Tinín que me habían encasquetado tiempo atrás Dani y Ramón, dos de los monitores mas simpáticos del club, pero a esas alturas ya estaba acostumbrado al apodo de marras. Mi verdadero diminutivo rumano es Dinu, pero poca gente en España me conoce con ese nombre, que algunos incluso piensan que es de origen asturiano por su terminación en u.
Creo que te has equivocado de objetivo, tío. Vete a buscar un agujero mas dispuesto por la zona del "jacuzzi", que a estas horas debe estar hasta arriba de culos disponibles para tu verga... - le advertí de entrada, mientras buscaba refugio en el interior de las letrinas.
Si, pero ocurre una cosa...- me advirtió Fernando, extendiendo ambos brazos contra la pared del retrete, lo que dejaba su rostro a escasos centímetros del mío.
Déjame adivinar...ya te los has follado a todos, con ese carrerón imparable que llevas - respondí de inmediato, intentando mostrarme ingenioso para ocultar mi creciente nerviosismo con la deriva de la situación.
Fer se echó a reír de manera frenética, sin dejar de bloquear mi única salida posible con su cuerpo, y, cuando se recuperó del acceso de risa, me miró de arriba a abajo muy serio y se dedicó a pasear su lengua por los lóbulos de mis orejas, mientras respondía a su manera a mi anterior observación.
- No es por eso, aunque quedan pocos culos petables que no haya probado ya en esta santa casa. La verdadera razón es que me da morbo que un limpiador rumano como tu me coma el rabo en los servicios del gimnasio, y eso es lo que va a suceder a continuación.
Yo intenté razonar con él y hacerle ver el enorme riesgo en el que me estaba situando por su excesivo afán depredador, pero mi negativa sólo servía para excitarle aún mas; el muy cabrón palpó mi paquete por encima del pantalón verde de trabajo y tuvo que sentir por necesidad la enorme erección que estaba tomando forma en el interior de mis gayumbos.
- Si a ti también te gusta, no hay mas que ver lo borrico que te estás poniendo...por cierto, ¿todos los rumanos tenéis estos pollones o es una cuestión genética tuya?
A mí, que estaba ciertamente muy excitado, ese comentario pretendidamente gracioso me terminó de ablandar por completo, y, aunque algo intranquilo por la posibilidad de ser descubiertos, accedí de buen grado a sus deseos y me senté en la taza del water, introduciéndome su imperioso rabo en la boca sin pensármelo dos veces. Hacía mucho tiempo que no tenía ocasión de saborear una polla tan bien formada como aquella y di buena cuenta de aquel rabaco en un tiempo record, succionando con fuerza de arriba a abajo y lamiendo su pétrea estructura con delectación, como si el mundo fuera a terminar aquella noche. Y, de hecho, para mí podía terminar en cualquier momento si era pillado en tamaña coyuntura por mi encargado directo, por lo que procuré aumentar la presión de mis lengüetazos sobre su glande, hasta provocar una verdadera erupción de semen sobre mi cara. Corrí a limpiarme de inmediato, pidiendo a Dios que mi uniforme de trabajo no se hubiera manchado, y salí escopetado de aquel lugar, sin tiempo material de correrme ni de disfrutar realmente de la mamada.
Aquella misma noche ya tuve tiempo de arrepentirme de haber caído tan bajo con aquel impresentable, que ni siquiera tuvo el buen gusto de anunciarme que se iba a correr de inmediato; de hecho, creo que si lo hubiera hecho en la boca le habría matado allí mismo. Pero él pensaba de otra manera, creía en su simpleza que el sexo mantenido de tapadillo en aquel apestoso lugar había resultado gratificante para ambos, y, para mi asombro, tan sólo unos días mas tarde, al salir del trabajo, pasadas las doce y media de la noche, me encontré a Fer subido en su moto en actitud expectante. Me sentí asqueado por su insolente presunción, y como vio que pasé de largo delante de él, me llamó la atención a voces.
- ¿Que pasa, Tinín?… ¿ya no saludas a los viejos amigos?
Yo me giré un instante para encontrarme con su endiablada sonrisa, capaz de deshelar la Antártida si se lo proponía. Supe entonces que seguía a su merced, pese a mi débil intento de resistencia interior.
Tu y yo no somos amigos, no te equivoques. Y si estás buscando rollo sexual, ¿porqué no lo intentas mejor con ellos, que seguro que sabrán ponerte en tu lugar como te mereces? - y señalé hacia la puerta de entrada del local, en donde Dani, Ramón y Lucas, tres monitores del centro, se disponían a echar el cierre entre bromas y chascarrillos varios.
Todo se andará, no te preocupes... - aventuró un crecido Fernando, lanzándome al vuelo un casco auxiliar que golpeó contra mi pecho y a punto estuvo de rodar por los suelos de no haber sido por mis rápidos reflejos - Ponte esto, anda, que tu y yo tenemos aun una asignatura pendiente que completar.
Su prepotencia me enervaba cada día mas, y no estaba dispuesto a soportar mas chulerías baratas por su parte.
- Yo no tengo nada que completar contigo, y además estoy esperando a mi novia, que se va a pasar a recogerme en diez minutos.
A él le dio la risa floja, y se quedó pensativo un momento antes de preguntarme en tono burlón.
Vaya, que calladito te lo tenías. Y esa novia de la que hablas, Tinín... ¿es rumana o española?
¿Y para qué quieres saberlo?. Española…¡que mas da!.
No, si es por simple curiosidad - su postura corporal, apoyado ahora en la pared exterior del gimnasio, no podía ser mas chulesca. Todo en él olía a macho dominante - Y esa novia tuya, ¿sabe acaso a lo que te dedicas en los tiempos muertos de tu trabajo?
A Fer le dio un acceso de risa fácil, que provocó en mí un ataque de ira espontáneo, durante el cual reconozco que me excedí verbalmente, y, por puro afán de librarme de él cuanto antes, dije algo que rozaba la crueldad absoluta.
- Claro...¿y la tuya sabía que te follabas a todos los pibes del gimnasio, antes de que te deshicieras de ella despeñándola por un barranco, como dicen por ahí?
Su rostro se ensombreció de inmediato, y en lugar de sonrisas sarcásticas apareció una mueca siniestra. Se dirigió hacia mí en tono airado, levantando un puño en forma amenazante.
¿¡Serás hijo de puta!?… ¿quien cojones va diciendo esa barbaridad?, dime los nombres y te juro por Dios que les reviento la cabeza a hostias - Fer me agarró por la pechera ciego de ira y a punto estuvo de zarandearme, pero la providencial llegada de los monitores, que se acercaban desde la escalera de entrada hasta nuestra posición en la calle me salvó de un posible intento de agresión por parte de aquel energúmeno.
¿Que pasa, chicos? ¿todo bien? - preguntó Dani, mientras desataba la cadena de su moto del grueso tronco de una acacia - Me había parecido que discutíais por una chica, y eso está muy feo.
Sí, no vale la pena discutir por una mujer - observó su compañero Ramón, entre las risas de aprobación de los presentes - lo mejor en estos casos es compartirla como buenos amigos...
Fer, mostrando unas dosis actorales innatas, cambió en un segundo su estado de ánimo y pasó de alzarme casi al vuelo a pasarme la mano por los hombros como si nada hubiera pasado entre nosotros.
No, que va, nada de mujeres en este caso, era una discusión futbolera del mas alto nivel. Tinín es un "atletista" tan patético que considera que su sub-equipo ganará esta temporada la Liga y llegará a la final de la Champions, gracias todo ello al buen hacer del "cholo" Simeone y del resto del banquillo rojiblanco - improvisó un azorado Fernando, especialista en despistar a la parroquia en el momento oportuno.
Hombre, tampoco es que el chaval ande tan desencaminado - intervino Lucas, el tercer monitor en discordia - Anda, que como sois de viscerales algunos vikingos de pro, vaya mal perder que tenéis los jodíos, si sólo te ha faltado atizarle con un bate de béisbol en plan "hooligan".
Fer se empezó a reír de manera nerviosa y me pasó la mano por la coronilla, como si fuese su mascota preferida, para demostrar el buen rollo reinante entre nosotros; mi cara, sin embargo, no reflejaba precisamente entusiasmo alguno.
Que va, son cosas del directo...en realidad nos llevamos de puta madre, ¿verdad, Tinín?. De hecho le iba a acercar en moto a su casa, me pilla de camino.
No es necesario, gracias, me da tiempo a tomar el último metro - intervine de inmediato, soltándome de su rudo abrazo sin contemplaciones.
¡Que no, hombre, por Dios, que yo te acerco hasta tu casa, faltaría mas! - y aquel insolente tiró de mi brazo con fuerza y me colocó el casco en la cabeza, como única manera de hacerme cambiar de opinión.
Bueno, chavales, que haya paz - se despidió Dani, mientras arrancaba su moto. Lucas y Ramón, por su parte, prosiguieron con su propio diálogo, ajenos a la pareja de moteros, y continuaron su trayecto en dirección a un garaje próximo.
Desde luego eres un puto pervertido - fue mi único comentario, mientras hacía el paripé de subirme a su moto de alta cilindrada.
No lo sabes tu bien - respondió en un susurro mi presunto secuestrador - pero pronto lo averiguarás, no te preocupes.
Fer arrancó con fuerza el vehículo, y nos dirigimos en estampida, saltándonos incluso algún semáforo en ámbar, hacia su lujoso apartamento de la calle Mesena, en el distrito de Arturo Soria. Una vez dentro, apenas tuve tiempo de admirar su colección de trofeos de kárate y motociclismo, expuestos un poco por todas partes, o el futbolín de tamaño natural que había colocado en un rincón de su enorme salón comedor, porque muy pronto me tuvo desnudo y a cuatro patas, chupando rabo a saco o recibiendo tralla por detrás de forma salvaje durante mas de una hora de reloj. El cabrón volvió a correrse en mi cara de nuevo, se ve que era una tradición erótica propia, y después, en lugar de vestirnos y acompañarme a mi casa, simplemente se desmoronó en su inmensa cama de matrimonio de último diseño, cayendo dormido casi de inmediato, y olvidándose por completo de mi presencia física en aquel lugar.
Pensé en marcharme de aquella jaula de oro cuanto antes, llamar a un taxi y simplemente desaparecer para siempre de su vida; si de algo estaba seguro es de que no habría una tercera oportunidad para aquel mamarracho, y además a mí ese tipo de sexo sin amor no me terminaba de llenar en absoluto. Una vez podía probar, pero dos ya me parecía excesivo, y tres una locura total. Sin embargo, lo avanzado de la hora, el cansancio propio de una dura jornada de trabajo y un exceso de curiosidad por el tipo de vida de aquel joven ocioso y desinhibido me llevaron a tumbarme a su lado desfallecido, y a arroparme a continuación con las sábanas, mientras apagaba, casi a tientas, le tenue luz crepuscular que iluminaba desde dentro el propio cabecero de la cama.
(Continuará)