Testimonio de una Solterona

Una solterona solitaria descubre los placeres del sexo en la edad madura.

CONFESIONES DE UNA SOLTERONA

Introducción.

Tengo 45 años y soy soltera: una solterona. En toda mi vida, solamente había tenido un novio. Un joven alto y bien parecido que me había enamorado hacía ya más de veinte años. Sin embargo, en ese tiempo mi madre vivía y era una mujer muy posesiva que en poco tiempo había ahuyentado al muchacho. Yo tenía una hermana que se había casado joven y mi madre nunca la había perdonado por ello. Ella era de aquellas personas, chapadas a la antigua, que piensan que los hijos estamos para servir a los padres y creen que los hijos estamos obligados a atenderlos de por vida, negándonos, incluso, el desarrollo de una personalidad y una vida propias.

Ahora, después de que mi madre ya había muerto, yo sentía que mi vida se había convertido en una aburrida y cansada rutina, sin ningún aliciente. De vez en cuando iba al cine o miraba algún programa en la televisión. Sin embargo, nada me llenaba realmente.

I.

Hacía calor. Abrí la puerta del departamento y penetré en él. Dejé sobre la mesa la bolsa de provisiones que traía y me quité la chaqueta de mi vestido sastre. Me vi frente al espejo. Éste, me devolvió la imagen de una mujer madura, no muy alta, de pelo castaño, un poquito entrada en carnes, busto grande, que nunca había hecho las delicias de ningún hombre, mucho menos amamantado. Trabajaba (y aún trabajo) en un Banco, como secretaria, desde hacía ya doce años. Vivía sola, mayormente aburrida, ya que prácticamente mi única distracción era mi trabajo.

En toda mi vida, solamente había tenido un novio. Un joven alto y bien parecido que me había enamorado hacía ya más de veinte años. Sin embargo, en ese tiempo mi madre vivía y era una mujer muy posesiva que en poco tiempo había ahuyentado al muchacho. Yo tenía una hermana que se había casado joven y mi madre nunca la había perdonado por ello. Ella era de aquellas personas, chapadas a la antigua, que piensan que los hijos están para servir a los padres y creen que los hijos están obligados a atenderlos de por vida, negándonos, incluso, el desarrollo de una personalidad y una vida propias.

Ahora, después de que mi madre ya había muerto, yo sentía que mi vida se había convertido en una aburrida y cansada rutina, sin ningún aliciente. De vez en cuando iba al cine o miraba algún programa en la televisión. Sin embargo, nada me llenaba realmente.

Me preparé la cena, comí sin mucho apetito y, con una taza de café en la mano, me asomé a la ventana, para dejar que el aire fresco de la noche me quitara un poco el ahogo que sentía. Abrí la ventana y sentí una muy leve brisa que, en realidad no me alivió el calor. El cielo estaba mayormente despejado, aunque una leve bruma se divisaba en el horizonte. Frente a mí, la luna casi no brillaba, mostrando un color naranja oscuro, producto del calor concentrado en la atmósfera.

Después de la muerte de mi madre, decidí vender la casa y pasarme a vivir a un edificio de apartamentos en el centro, pequeño y apropiado para mi vida de soltera. Al frente, había otro edificio de departamentos. Yo nunca he acostumbrado mirar por la ventana, ni mucho menos fisgar lo que mis vecinos de enfrente hacen pero esta vez algo llamó mi atención.

En una ventana, a mi izquierda, pude divisar a dos conocidos. Era una pareja de esposos que siempre miraba a la hora de salir para el trabajo. De unos 30 años ella y unos 35, él. Siempre iban muy arreglados y listos, pero en esta ocasión los pude ver de una manera diferente. Los dos esposos estaban livianos de ropa y se comían a besos. Esto me hizo interesarme en la escena. El hombre se quitó los pantalones y los calzoncillos, tirándolos sobre un sofá, al tiempo que lucía una tremenda erección.

Ella estaba sólo en ropa interior y lúbricamente bailó ante su esposo que con evidentes ademanes la llamaba hacia sí. El hombre se tendió en el sofá y ella se acercó quitándose las bragas y se montó en su marido. El la penetró. Los dos comenzaron a moverse. La mujer se despojó del brassier, quedando totalmente desnuda, cabalgándolo como una lady Godiva sobre su brioso corcel.

Los miré con más interés y un calor interior comenzó a invadirme. La vista de aquel espectáculo me iba excitando poco a poco. Casi sin darme cuenta, una de mis manos se deslizó por mi pecho y comenzó a darle masaje a mis senos y pezones.

No me sentía así desde aquel día en que mi novio, hacía ya más de veinte años, había intentado hacerme el amor. Las caricias de aquel joven también me habían excitado. Las manos de él me recorrieron toda, le había dado masaje a mis pechos y se había entretenido con recorrer mi vulva con sus dedos, mientras buscaba mi clítoris para excitarlo más aún.

Mi mano se había posado en el pene de mi novio. La sensación de tener entre mi mano aquel falo erecto y duro, había sido algo completamente nuevo para mí. Los besos y caricias de él se fueron haciendo más y más atrevidos y, poco a poco, me fue despojando de la ropa.

Ahora recordaba como el primer día aquel momento. Estaba acosada por el deseo y el temor propio de la edad. Siempre había sido una chica tímida y aquella experiencia era lo más intenso que había vivido en mi vida. Sin embargo, para desgracia de ambos, nunca se consumó.

Mi sostén había caído y mi novio me acariciaba febrilmente los senos. Con las manos primero y con su boca posteriormente. Su falo erecto pugnaba por liberarse y él se desabrochó los pantalones, que quedaron arrollados a sus pies. El pene estaba suelto, corcoveante, deseoso de cumplir su agradable labor.

Mi vagina, por su parte, estaba ya húmeda, ansiosa de recibir a su primer huésped de amor. Pero de pronto, en el peor momento, se escuchó la voz de mi madre, que nos interrumpió y nos echó a perder la noche. Desde entonces, no había vuelto a tener otra experiencia similar. Todo había sido soledad.

Pero ahora, tenía ante mis ojos aquel espectáculo. La pareja seguía haciendo el amor. Yo trataba de ver mejor, pero estaba muy lejos para apreciar todos los detalles. Mi mano derecha se deslizó hasta mi entrepierna y el dedo medio se posó sobre mi clítoris, por lo que comencé a darme un masaje circular, aumentando la excitación que me embargaba.

Deseando tener un verdadero miembro en mi interior, aumentaba por momentos el ritmo y la velocidad de mi masturbación. En el departamento de enfrente, la mujer ostensiblemente llegó a su culminación, cayendo desfallecida sobre su pareja. Sin embargo, para entonces, yo ya había perdido interés en observarlos. Estaba demasiado ocupada con mis propias sensaciones, encaminándome hacia una emoción que me estaba volviendo loca. El placer inundaba mis sentidos y poco a poco fui aflojándome la ropa. Me retiré de la ventana y, unos minutos después estaba completamente desnuda, acostada en mi cama, soñando con mi ex-novio, mientras aumentaba la intensidad de mi manipulación.

Un instante después, el primer orgasmo de mi vida, me invadió.

Yo nunca había gozado del sexo. Mi vida había sido siempre austera y regida por mi autoritaria madre, quien había matado en mí todos los deseos e ilusiones normales para una joven. Ahora, al sentirme invadida por mi primer orgasmo, me di cuenta del cúmulo de satisfacciones que había perdido en todos estos años.

Me vi en el espejo, y pensé en el tiempo desperdiciado. Las mujeres de mi edad estaban casadas (algunas que fueron mis compañeras, hasta lo habían hecho varias veces) y tenían hijos. Yo me miraba en el espejo, dándome cuenta que los años no habían pasado en vano. Mis facciones reflejaban mi edad, mi figura ya no era la de una quienceañera (mis medidas son 92-72-100), pero mi cuerpo ansiaba el gozo y el placer como cualquier mujer. Comprendí entonces, que toda mi vida era, realmente, un desperdicio.

Desnuda me levanté, caminé hasta la ventana y miré. Mis vecinos ya habían apagado la luz. Regresé a mi cama y me tendí en ella, con la mirada fija en el techo. Mi mano vagó libremente por mi cuerpo. Inicié un leve masaje en mis pezones, los cuales fueron cobrando una renovada dureza y erección. Mi cuerpo experimentó un corrientazo de lujuria.

Recordando las escenas que había visto a través de la ventana, mis dedos se detuvieron sobre mi clítoris, iniciando una nueva masturbación. En poco tiempo un nuevo orgasmo me sacudió. Me di cuenta de que, por primera vez, mi cuerpo había encontrado paz, una liberación de las fuerzas y tensiones acumuladas durante tanto tiempo.

II.

Al día siguiente, me retiré rápidamente de la oficina a la hora de salida del trabajo. Mi intención era adquirir un artículo que sería una parte muy importante de mi nueva vida. Corrí hasta una tienda de artículos ópticos y compré un telescopio. Me costó buena cantidad, pero me sentía satisfecha. Esto me permitiría una mejor observación.

Corrí a mi casa y, dejando todo a un lado, me acerqué a la ventana y basándome en el folleto de instrucciones, armé el telescopio, alistándolo para mi observación nocturna. Cené temprano, para quedar libre y poder observar a gusto. Me acerqué a la ventana y dirigí el telescopio hacia la ventana del matrimonio aquel pero, ¡oh decepción! Esa noche tenían una pareja de invitados y los cuatro se encontraban cenando tranquilamente.

Un poco desencantada, dirigí el instrumento hacia otros blancos: la Luna, la calle, otros edificios. De pronto, en una ventana vi algo que me llamó la atención. Una joven rubia, con uniforme de aeromoza, se encontraba en los brazos de un hombre apuesto, con uniforme de piloto. Ella tendría unos 23 ó 24 años, mientras que él aparentaba unos 45 y tenía abundantes galones en la manga de su uniforme. Los dos se estaban dando un beso apasionado, teniendo sus lenguas entrelazadas en un duelo de amor.

Seguí observándolos y vi como comenzaron a quitarse la ropa. Tras un rato de besos y manoseos a gusto, él se retiró al baño, mientras ella terminaba de desnudarse y se tendía sobre el lecho.

El piloto salió del baño completamente desnudo, presentando una respetable erección y se acercó al lecho donde ella lo esperaba. El hombre tenía un cuerpo robusto, pero inmensamente apetecible, con un pene grande, largo, grueso, robusto, con una desafiante cabezota rojiza, que se levantaba en actitud de reto, erecto por el deseo que lo acometía. Creo que en ese momento, tanto la azafata, como yo, nos sentimos estremecidas por el deseo al ver aquelLa visión.

La sola vista de los encantos de la joven fue suficiente para que el pene del hombre se pusiera más erecto, corcoveando de pasión. Ella era esbelta, con senos no muy grandes, pero coronados por unos pezones magníficos y un vientre perfectamente esculpido, con una actitud sensual y voluptuosa, que ponía la sangre a hervir.

Al contacto de sus cuerpos, un latigazo de lujuria restalló en mis carnes, al tiempo que veía cómo ella recibía al hombre con los brazos abiertos y ambos comenzaron a acariciarse con inmensa pasión. El piloto respondió a todas las caricias de la joven, y poco a poco fue bajando en sus besos, hasta apoderarse de uno de aquellos pezones, el que mamó con tremendo gusto, al tiempo que la hacía gemir de placer.

Tras un rato de atención a los senos, el hombre siguió su recorrido de aquel cuerpo estatuario, llegando finalmente a meter su cara en el dorado triángulo peludo del pubis de la hembra, y comenzar una labor oral en el clítoris de la deseable muchacha.

La joven gimió de placer ante la experta labor mamadora del varón, que chupaba el enhiesto clítoris con gran deleite. La muchacha poco a poco se fue desenlazando, para finalmente descender ella también por el cuerpo de su galán, hasta apoderarse con su boca del imponente pene, grande y excitado, de su amante. Mamó la tranca con gran destreza, hasta que él retiró suavemente su instrumento de la boca de la mujer, para tenderla en el lecho y prepararse a penetrarla con intensa emoción.

Ante ese espectáculo, yo deseaba sentirme llena por el miembro viril de aquel hombre y, mientras me masturbaba, en un susurro de agonía, exclamé para mí:

  • ¡Métemela! ¡Métemela ya!

El hombre, alistando el enhiesto pene, lo dirigió hacia la abertura de la mujer y empujó con suavidad. La penetración fue fácil y se veía que ella gemía de satisfacción.

Imaginar aquel pene adentro de mi vagina, literalmente me volvió loca de deseo. No sabía qué hacer, si seguir viendo o dedicarme íntegramente a darme una gran masturbada. Finalmente, me decidí por las dos cosas.

Vi que ambos sincronizaron su movimiento de vaivén y apresuraron el paso, logrando llegar en pocos momentos a un orgasmo que los acechaba en forma salvaje y lujuriosa. Al ver sus espasmos, imaginé el momento en que el pene del hombre vació su descarga de líquido blanquecino, pastoso y caliente en las entrañas de la muchacha, quien prorrumpía en salvajes contorsiones y gritos de placer al ser avasallada por su propia culminación.

III.

Al día siguiente, después de desayunar, me acerqué a la ventana y condecepción, vi por la ventana del matrimonio que ella preparaba una maleta, la entregaba a su esposo y éste, con un apasionado beso se despedía. Se iba de viaje. ¡Eso me privaría de mi espectáculo!

A media mañana, mientras estaba en mi oficina, tomé el teléfono y llamé al número de un anuncio que había visto varias veces en un periódico. Era una tienda de artículos eróticos y, con mucha timidez, pregunté porel precio de los "consoladores". El empleado que me atendió, con mucha amabilidad me dio toda la información que solicité y me dijo que, si yo lo deseaba, podrían mandarme mi pedido a donde yo quisiera, en un paquete discreto.

Finalmente, me decidí por dos cosas: un vibrador de baterías y un consolador en forma de pene, de 25 cm de longitud. Todo el día pasé muy nerviosa, esperando que de un momento a otro, llegara un mensajero a entregar mi pedido.

Era ya casi la hora de salir, cuando recibí una llamada telefónica de la Recepción. Alguien me buscaba para entregarme un paquete. Bajé rápidamente y, muy nerviosa, le di al joven un cheque y volé a mi escritorio a esconder el cuerpo del delito.

A la hora de salida, ya estaba yo esperando frente al reloj marcador. Corrí hasta mi departamento y, ya en la privacidad de mi dormitorio, abrí el paquete.

Allí estaban; un vibrador de baterías, de color plateado brillante, de unos 16 cm de largo y unos 3 de diámetro. Hice girar el botón de la base y el aparato cobró vida. Con un leve zumbido vibraba en mi mano, provocándome cosquillas.

Dejé el vibrador a un lado y destapé la otra caja. Cuando lo vi, quedé impresionada. Era un pene de látex, color carne, de 25 cm de largo y 5 de diámetro, que reproducía en todos los aspectos la cosa real: estrías, venas, un glande desnudo, coronado por un pequeño agujero y, al otro extremo, dos enormes testículos, colgantes y rugosos. ¡Esta noche iba a ser memorable!

Cené muy frugalmente, ya que no me sentía con apetito. En realidad, me sentía excitada. Recogí la mesa y, apagando la luz, me situé frente al telescopio, poniendo mis dos nuevas adquisiciones a la par de la ventana, con la esperanza de observar algo en el apartamento de la azafata, o en algún otro.

Hube de esperar bastante a que comenzara la acción. Para mi sorpresa, esta vez fue de nuevo en el dormitorio del matrimonio. Allí estaba ella, la esposa, acompañada de un hombre alto, algo grueso, moreno y velludo, de mayor edad que su esposo. Vi al hombre quitarse la ropa y comenzar a untarse una gelatina de color verde en el pene. Con aquel manoseo, el príapo comenzó a crecer y lo presentó algo erecto, frente a la cara de su amante, quien con una sonrisa, se puso de rodillas y comenzó a mamar. Era evidente que el sabor de aquel miembro era agradable y la tarea no le disgustaba a la mujer.

Al ver aquello, comencé a excitarme y, mientras el hombre acariciaba a su pareja, empecé a masturbarme con mi mano en la entrepierna.

La esposa infiel mamó y mamó, haciendo que su hombre gozara sobremanera. Mientras tanto, yo seguía masturbándome con el dedo en el clítoris. El amante apresuraba el paso de sus caricias y, en poco tiempo, estuvo al borde de la culminación.

Sacando su pene de la boca de la adúltera, lo colocó frente a la cara hermosa de ella y, en un movimiento espasmódico, le chorreó todo el rostro de semen. La mujer se medio limpió con la mano, que luego lamió con aparente deleite.

La esposa infiel mostraba sus voluminosos senos y hermosas caderas, cubierta tan solo por un minúsculo bikini de color blanco, que no ocultaba completamente la mata de obscuros vellos que poblaba la parte baja de su vientre. Los ojos del amante no se apartaban de los hermosos pechos de la joven.

La joven se volvió para servirse un trago, momento que fue aprovechado por él para aproximarse por detrás y agarrarle los pechos con las manos. La mujer no objetó y dejó que la acariciara con avidez.

El hombre, muy animado, tomó entonces entre sus manos uno de los bellos pechos de su amante y comenzó a mamarlo con satisfacción. La vista de aquella caricia fue tan excitante, que en poco tiempo, sentí también crecer la lujuria en mi interior y deseé ser yo la compañera de aquel hombre.

De pronto, la adúltera se puso de rodillas en el sofá, en tanto el otro sujeto, se colocó atrás de ella dejando que su pene enhiesto pugnara por acomodarse entre las nalgas de la mujer. Finalmente lo logró y, con un movimiento directo, firme y violento, se abrió paso entre el recto, en tanto la mujer gritaba, no sé si de placer o de dolor. De cualquier manera, ella se movía sin parar y el hombre inició un rítmico movimiento hacia adentro y hacia afuera.

Al ver aquello, sin mucho pensarlo, yo comencé a darme masaje en el ano, sintiendo una agradable sensación que fue, poco a poco, convirtiéndose en placer. Miré el pene artificial que había comprado y pensé en introducírmelo. Puse el glande de goma frente a la entrada de mi vagina y traté de penetrarme. Sentí dolor.

Siempre he sido cobarde para el dolor y preferí dejar el asunto de lado y, a cambio, acariciarme con el vibrador. No tardó mucho aquella cosquilla en mi clítoris, en provocarme un orgasmo que me hizo caer de rodillas, jadeando. Cuando me recuperé, volví a mi puesto de observación y pude darme cuenta de que el hombre seguía con su movimiento, teniéndola empalada hasta el fondo. Ver al hombre aquel enterrando su pene en el culo de aquella mujer y quedándose clavado en ella, me provocó un segundo orgasmo, que me volvió a producir temblores en todo el cuerpo. No podía parar de temblar, me sentía conmocionada.

El hombre siguió bombeándola, aumentando cada vez más el ímpetu de sus embestidas. Le daba cada vez más duro, agarrándola de las caderas y pasó sus manos por las tetas de su amante y, agarrándola por los hombros, la penetró hasta el fondo. El hombre tenía una sonrisa de felicidad y la siguió bombeando hasta que se contrajo y la clavó cayendo ambos sobre el sofá, por lo que supuse que estaría teniendo su orgasmo.

Después de un rato, el hombre se salió y le besó el culo a su hembra y le dijo algo. Se vistió rápidamente y salió. Ella se quedó tirada sobre el sofá un rato, después del cual, se puso de pie y acercándose a un espejo y agachándose, separó sus nalgas y se miró el agujero del culo. Quedé impresionada de verlo bien abierto y restos de semen empezaban a salir de él. Me masturbé nuevamente, logrando otro intenso orgasmo.

IV.

Un compañero de trabajo, acostumbraba comprar una publicación sobre tema sexual. Aquella mañana, comentando como quien no quiere la cosa sobre el asunto, le pedí prestado el folleto y me puse a hojearlo. Entérminos generales, contenía fotos de mujeres desnudas y una que otra pareja haciendo el amor. Al final, había varias páginas de anuncios comerciales. Uno de ellos llamó inmediatamente mi atención.

Hacía referencia a un servicio de "acompañantes" para mujeres. Me quedé como hipnotizada y lo releí varias veces. Apunté el número de teléfono y lo guardé en mi bolso.

Esa noche, en mi departamento, no podía dejar de pensar en el asunto. Unido al recuerdo de las escenas observadas la noche anterior, un mundo nuevo se estaba abriendo para mí. Al principio pensé en pasar otra velada igual a la anterior: observación por el telescopio y una furiosa masturbación. Pero pronto, la cosquillita que sentía en mí, triunfó.

Tomé mi bolso y busqué el papelito donde había apuntado aquel número de teléfono. Dudando entre el sí y el no, finalmente marqué el número y una voz masculina me contestó. Expliqupe que había visto el anuncio y pedí más información. La voz me indicó que, por un precio, me enviarían a un joven, de acuerdo a mis gustos, para que me hiciera el amor.

Me quedé de una pieza. Solicité más detalles y el hombre iba tratando de convencerme de tomar el servicio.

  • Le garantizamos su satisfacción -dijo.

Dudosa, pregunté sobre la clase de "acompañantes" que tenían. La voz me explicó las características principales, tales como estatura, grueso, color del cabello y de la tez y, por supuesto, tamaño y características del pene.

  • Anímese -me dijo-. No se arrepentirá. - Bueno... no sé... - Escuche -dijo entusiasta-: Si no queda satisfecha, el servicio será gratuito.

Yo no me imaginaba a mí misma pagando por hacer el amor, pero luego una idea me vino a la mente: a mi edad, ¿quién se iba a interesar ya en mí? De pronto, pensé: si la mayoría de los hombres tienen su primera experiencia sexual con una prostituta, ¿por qué no podría tenerla yo con un "prostituto"? Entonces, acepté. Le di mis señas y, muy nerviosa, colgué el teléfono, dándome cuenta de que estaba sudando copiosamente.

Estuve a la espera, durante unos 35 minutos, en los cuales me ponía más y más nerviosa. Entonces, escuché el timbre de la puerta. Sobresaltada, di un respingo. Temblando como una hoja me acerqué a la puerta. Pensé seriamente en dejar que siguieran tocando y no abrir, pero algo en mi interior hizo que cambiara repentinamente de parecer y abrí.

Quedamos frente a frente. Era un joven de unos 22 ó 23 años aproximadamente, un poco más alto que yo, moreno, pelo rizado corto y una mirada penetrante. Sonreía con la audacia y lozanía de la juventud. Se presentó y lo hice pasar. Me sentía como una adolescente en su primera cita.

Me quedé mirándolo un momento y luego, reaccioné, dándome perfecta cuenta de la situación. Sonreí tímidamente y le dije:

  • ¿Quieres algo de tomar? - No, gracias -me respondió-. No es necesario. - ¿Cómo te llamas? le pregunté. - Julio -contestó.

Se acercó a mí y comenzó a sobarme los hombros y luego fue bajando mis brazos. Se detuvo y puso sus manos sobre mis pechos, acariciándolos por encima de la tela. Poco a poco comenzó a desabotonarme la blusa y yo me iba sintiendo más y más excitada, pese a mi nerviosismo.

Dominada por la impresión, estuve paralizada por varios momentos. Él me miraba con su sonrisa juvenil y, tomando definitivamene la iniciativa, me besó suavemente en los labios. Con ternura, primero, y con pasión, luego.

Sus manos descendieron por mi espalda, hasta posarse sobre mis nalgas, las que acarició febril. Dejándome llevar por el deseo, junté mi cuerpo al de él y sentí la erección de su miembro: un gran trozo de carne que abultaba sus pantalones.

Con timidez, fui haciendo descender mi mano, hasta posarla sobre su ya enhiesto paquete. Él lanzó un leve gemido al sentir mi caricia. Entonces, en forma descarada, descorrió el cierre de su bragueta y se sacó el pene, totalmente erecto, un pedazo de carne de unos 20 cm de largo, grueso y caliente, capaz de volver loca de deseo a cualquier mujer. Con cierto titubeo y timidez, lentamente me puse de rodillas y deposité un beso sobre la cabeza de aquel miembro y luego lo introduje en mi boca, de la misma forma que tantas veces lo había ensayado con mi falo de látex. Él trató de detenerme y me mostró un sobrecito que había sacado del bolsillo de su pantalón, pero yo no atendí razones.

Cargada de deseo, abrí la boca y cerré los ojos, saqué la lengua y un gran pedazo de carne caliente y palpitante ocupó toda mi boca. Aquello era mejor de lo que creí en un principio. Era como una salchicha tremenda, jugosa y resbaladiza, como un corazón latiendo dentro de mi boca, y de sabor riquísimo. Comencé a mamar y mamar, tratando de hacer un buen trabajo, aunque no sabía muy bien como hacerlo. Comencé a chupar con frenesí, porque aquella polla estaba deliciosa y quería tragármela, cuanto más adentro, mejor.

Julio emitió un profundo gemido y comenzó a jadear, al tiempo que me sujetaba la cabeza y trataba de introducir su miembro en mi garganta, que me pareció grandísimo. Tengo que reconocer que la excitación del momento hacía que mi excitación estuviera a tope, y que el enorme glande, rojizo y brillante del muchacho, se me apetecía muchísimo, pero cuando la punta de la verga tocó mis amígdalas, me dio una pequeña arcada. Pero no me acobardé: me la metí más adentro, y el falo traspasó limpiamente la campanilla camino de la garganta. Aquel gran pene me estaba coeiendo por la boca, proporcionándome un placer como nunca imaginé.

Entonces, Julio se echó hacia atrás. Sintió que se iba a correr, y no quería hacerlo tan pronto. Me ayudó a ponerme de pie y luego procedió a desvestirse.

Me levanté y nos fundimos en un mojado beso en el cual nuestras lenguas lucharon hasta la extenuación. Se separó de mí y comenzó a quitarme la ropa. Cuando me vio totalmente desnuda, me dijo con voz suave:

  • ¡Eres preciosa!

Yo me sonreí, pues me sentí halagada, aunque sabía que mentía. Me acerqué a él y lo besé. Luego lo tomé de la mano y lo llevé conmigo hasta mi cama, mientras él traía consigo su famoso sobrecito. Una vez acostados, sin quitar la vista de su pene, fui descendiendo hasta él, con sentimientos encontrados, ya que me sentía muy excitada, pero también no terminaba de pasarme el nerviosismo y la desazón. Apliqué la lengua a su miembro y él gimió de placer. Comencé a lamer y lamer, endureciéndole su erección.

Julio se revolvía excitado y, poco a poco, se fue colocando de modo que podía tener acceso a mi entrepierna. Cuando comenzó a besarme la vulva y lamer mi clítoris, me sentí morir. Poco a poco fui disminuyendo las caricias que yo le proporcionaba, para dedicarme a sentir las que él me entregaba a mí. Mi deseo y mi excitación iban rápidamente en aumento. Yo me sentía a punto de reventar. Cuando ya no pude más, entre jadeos y gemidos grité:

  • Métemela, por favor. ¡Métemela!

Me miró con una sonrisa tierna y se incorporó, colocándose de rodillas entre mis piernas. Lanza en ristre se acercó lentamente y la cabeza de su glande rozó mi vagina.

  • ¡Por favor! -le dije-. Trátame con suavidad, con delicadeza, que es mi primera vez. - ¿Eres virgen? -preguntó solícito.

Algo avergonzada, respondí únicamente con un movimiento afirmativo de cabeza.

  • Oh, nena -me dijo-, gracias por concederme el honor de hacerte mujer.

Casi enseguida, noté cómo su pene, húmedo y caliente, se apoyaba en la entrada de mi vagina. Julio estaba frotando su pene contra mi vulva, lo que me estremecía cada vez que aquella cabeza trataba de introducrse en mi agujerito. Yo sentía miendo, pensando en que me iba a doler. Se detuvo, tomó el sobrecito, lo desgarró y se colocó el condón, mientras yo lo miraba como hipnotizada, fascinada.

Pronto, el "prostituto" estuvo listo y colocó su príapo caliente y palpitante en el umbral de mi vagina y, de pronto, me sentí morir cuando me lo metió sin dudar.

Emití un profundo gemido. ¡Por fin! ¡Por fin había dejado de ser virgen! ¡El momento que yo tanto había esperado, finalmente se había hecho realidad! Un momentáneo dolor me avisó de la rotura de mi himen. Pronto, sin embargo, el dolor dejó paso a un placer inusitado: me sentía llena, por primera vez en mi vida. Lentamente, su polla fue penetrando y abriéndose paso entre mi ardiente canal.

Julio jadeaba de placer y poco a poco la punta de su polla fue llegando hasta el fondo de mi vagina. Mis músculos vaginales oprimían su polla que vibraba ante los embates y, dicho sea de paso, aumentaba la excitación en mí. Cuando tenía la mitad de su polla dentro de mí, lo agarré por sus nalgas y halé con fuerza, clavando así, de un golpe, su verga en mis entrañas. Un hilillo caliente de sangre, escurría de mi vagina, hasta manchar la sábana.

Julio comenzó a bombear rítmicamente y sin tregua. Su falo entraba y salía hasta la punta sin cesar. El dolor desapareció y comencé a gritar de placer. El joven se apalstó sobre mí y agarró con sus manos mis pechos, pellizcando mis pezones, chupándolos, mordiéndolos, para luego clavar salvajemente sus dientes en mi hombro, provocándome un grito de dolor, mientras él seguía bombeando y bombeando en forma voraz e incontenible.

Mis manos recorrían su espalda, lo agarraba de las nalgas y, a veces, me asía de los flancos de la cabecera de la cama.

  • ¡Ahhhhhhhh...!. grité de pronto, sin poder contenerme más y comencé a temblar como un volcán. Me estaba corriendo como una auténtica perra en celo, estrujando la sábana fuertemente con mis manos.

Creo que las contracciones de mi vagina fueron demasiado para él. En forma bestial, sus huevos explotaron y Julio se corrio como un géiser, lanzando un poderoso chorro de esperma dentro del condón, que así evitó que aquel desborde llegara hasta el fondo de mis entrañas. El orgasmo de ambos fue brutal y mi primer amante quedó casi desmayado encima mío, que también quedé desmadejada sobre el lecho.

Tras un momento de reposo, le pregunté:

  • Dime, ¿eres capaz de repetir? - ¡Por supuesto! -respondió entusiasmado-. Pero te costará más. - No importa -le dije-. ¡No importa!

Así, volví a disfrutar de sus "servicios" esa misma noche. Esta vez, al desconectarnos,le quité el condón y limpié su pene con mi lengua. Así, por fin conocí el sabor exquisito de aquella leche: era un sabor dulzón, super agradable. Limpié su semen con mi lengua, y yo procuraba que no se desperdiciara ni una gota.

Cuando hubimos terminado, él se levantó de la cama, se aseó y se vistió. Cubierta sólo con una bata transparente, lo acompañé a la puerta y él se despidió con un beso y un pellizco en mi pezón, al tiempo que decía:

  • Gracias por haberme concedido el honor de darte tu estreno. Cuando quieras, estoy para servirte.

Yo me quedé pensativa. Por primera vez había gozado plenamente el placer del sexo. Entonces, comprendí en su total magnitud, el gran daño que me había hecho mi madre. Pero ahora, estaba dispuesta a recuperar el tiempo perdido.

Durante varios meses, llamé casi a diario al servicio de acompañantes y disfruté de las caricias de muchos jóvenes, cosa que considero valió la pena, pese a que gasté de una buena parte del dinero que tenía ahorrado de la venta de la casa. Después, empecé a frecuentar bares de moda, donde una mujer madura como yo, puede ligar con hombres, jóvenes o maduros, deseosos de sexo.

V.

En mi trabajo, yo trataba de cumplir de igual forma que siempre, pero algo me notaban todos de diferente. Tanto es así, que un abogado, del Departamento Jurídico, se acercó un viernes por la tarde y me invitó a cenar. Era él un hombre maduro, de unos 48 años, que empezaba a encanecer. Yo iba a rechazarlo, como había hecho con tantas invitaciones durante todos estos años, pero me detuvo un pensamiento: "¿Por qué no?"

Así, acepté, pese a saber que él era casado. Fuimos a un restaurante íntimo. Comimos, bebimos, bailamos y conversamos animadamente, hasta tarde. Luego, él me llevó a mi departamento. En ese instante, no supe qué hacer. ¿Debía despedirme de él, limitándome a agradecerle la velada? ¿Debía invitarlo a pasar?

Pensando en lo sucedido la noche anterior, me decidí por lo segundo. "Nada tengo que perder" -me dije. Él aceptó encantado y entramos. Tomó asiento en la salita y le ofrecí otra copa. Yo estaba parada frente a él, cuando se puso de pie y, en forma atrevida, me tomó en sus brazos y me besó. Mi cuerpo reaccionó enseguida. Una corriente de excitación recorrió mi espina dorsal.

Entonces yo, sin darme tiempo a pensarlo, correspondí a sus caricias. Puso sus manos en mis pechos y comenzó a darles masaje. Mis pezones respondieron. Ya decidida a dar paso a la aventura, permití que él fuera desabotonando lentamente mi blusa, hasta dejarme sólo con el sujetador. Yo misma me desabroché la falda, dejando que se deslizara por mis muslos hasta el piso.

Me tomó en sus brazos, me besó otra vez, mientras daba masaje a mis pechos con sus manos y, luego, me despojó del sujetador. Besó y chupó mis pezones y, cuando hizo una tregua, le di la espalda y eché a caminar hacia la alcoba.

El abogado me siguió. Una vez dentro de la habitación, sin mucho pensarlo, se quitó la ropa y rápidamente continuó acariciando mis pechos, mientras era evidente que su vigorosa virilidad corcoveaba como potro cerrero, a causa del deseo. Llevándome hasta el lecho, me depositó en él, se colocó entre mis piernas y, de una potente e inmisericorde estocada, invadió con su órgano viril mi estrecha cueva del amor, haciéndome gemir con una mezcla de dolor y placer. Al sentirme penetrada, abrí más las piernas y permití que el órgano se introdujera más profundamente, sintiendo su embate vigoroso contra el fondo de mi vagina. Abandonándome a la situación, ambos comenzamos aquel movimiento rítmico que conduce indefectiblemente a la cumbre.

El hombre bombeaba ávidamente dentro de mi canal del amor, sacando a veces su verga, hasta sólo dejar la punta de la ardiente cabeza entre mi apretado espacio, para luego volver a introducirla con fuerza y empuje tremendos. Aquellos movimientos me excitaban más y más, al grado que yo lamentaba no haberme dedicado desde mucho antes a aquel tipo de actividades, pues estaba gozando sinceramente.

Nuestros cuerpos se movían acompasadamente, logrando finalmente una sincronía perfecta, que en poco tiempo nos acercó al clímax tan ansiado. De pronto, sentí la verga del hombre hincharse dentro de mi vagina. Empujando con fuerza mi pubis contra su pene, no pude contenerme y, con gritos y jadeos comencé a temblar violentamente, sacudida por las ráfagas de placer de un orgasmo arrollador. Mi cuerpo se retorció, primero, luego se puso rígido y, después, comenzó a estremecerse con sacudidas violentas cuando cada nervio y músculo sentía el impacto de aquel delicioso clímax.

Al venirme, clavé firmemente las uñas de mis manos en las nalgas de mi compañero, mientras lo halaba con fuerza hacia mí, sintiendo que su miembro iba poniéndose más duro y penetrando más profundamente entre mis genitales.

En aquel momento, el abogado prorrumpió en un grito sordo, sacudido por el placer, eyaculó dentro de mi vagina y yo lo estreché firmemente con mis piernas, mientras su verga me llenaba completamente. Después de unos momentos, cesó en su accionar, desmoronándose sobre mi cuerpo.

Mi vagina temblaba de placer y se contraía succionando hasta la última gota que salía de aquellos testículos. Mis entrañas desbordaron con sus jugos y me quedé quieta, silenciosa, reposando de la excitación pasada.

Desde entonces, el abogado y yo somos amantes y salimos juntos una o dos veces por semana. ¿Qué hago los otros cinco días? Llamo al servicio de acompañantes, voy a algún bar o, simplemente, disfruto de una sesión de "fisgoneo" a través de mi telescopio.

Desperdicié mucho tiempo pero, como ya dije antes, estoy dispuesta a recuperarlo.

Autora: ANASO anaso111@yahoo.com