Testigo de la hermosura (5: La boda de Germán)

Escapando del enamoramiento, el profe acude a un encuentro accidentado con Germán. No será necesario esperar a Agosto.

TESTIGO DE LA HERMOSURA V: LA BODA DE GERMÁN

Intenté animar a mis chicos a jugar un rato al dominó, pero Oriol estaba tremendamente ansioso, impaciente. Insistí un buen rato, porque no quería que el sexo fuera el objetivo de nuestra relación. Jordi se dejó seducir.

-Prefiero jugar a las cartas.

-¡No! -se rebotó Oriol-. ¡Vamos a la cama!

-¡Cállate! –interrumpí-. Te van a oír.

Repartí las cartas y se conformó al cabo de un rato. Pero no se concentraba en el juego. Jordi lo observaba divertido. Creo que el sexo no era tan indispensable para él. Yo estaba cansado, y bostecé sonoramente, exagerando la expresión.

-Estoy destrozado. Creo que me voy a dormir.

Jordi levantó la vista interrogante. Oriol, en cambio, no pudo esconder el pánico en su rostro. Le miré a los ojos, un mar intenso donde naufragar.

-Pero antes has dicho...

-Es que estoy muerto de sueño -justifiqué-. No querrás que me quede dormido en medio de...

Palidecía por momentos. Toda sonrisa se había esfumado. De pronto se le iluminó la mirada.

-Tómate algo -sugirió-. Yo te invito.

-Un café bien cargado –apuntó Jordi-. Eso quita el sueño, ¿no?

-Es broma, tontos. Buscad a Gonzalo para que os proporcione la coartada y nos vemos en mi habitación en una hora. ¿vale?

Un cuarto de hora más tarde ya estaban allí, con cara de preocupados.

-No encontramos a Gonzalo. Lo hemos buscado por todas partes, pero sin resultado. Y en su habitación no está, porque no contesta...

-Pues habrá que dejarlo para otro día –amenacé.

-Mi madre ya está al corriente –dijo el pequeño-. Ahora no puedo decirle que he cambiado de opinión.

-Pues debes hacerlo. Si por casualidad ve al madrileño solo por ahí...

-Es verdad –asintió Jordi, más sensato-. Continuemos buscando.

El enano hizo un gesto de disconformidad mientras se tocaba inconscientemente su sexo en plena ebullición. Pero siguió a su amigo y desaparecieron. Yo deseé que tardaran un buen rato y me quedé adormilado. Me despertó el sonido de unos nudillos contra la puerta. La sonrisa del niño me indicó que lo habían hallado.

-Ya está arreglado –dijo Oriol-. Pero el muy capullo no quería cubrirnos.

Saltó sobre la cama y fue desnudándose. Mientras las pocas prendas saltaban por los aires no paraba de hablar.

-Y sabes dónde estaba? En la piscina. Allí medio escondido entre las palmeras, con unas petardas.

-Unas chicas estaban charlando con él –intervino Jordi-. Y no quería hacernos caso. Ya te he dicho que sólo le gustan las chicas.

-¡Que mal gusto! –exclamó el pequeño.

-¡Tú que sabrás! –amonesté-. ¿Has estado alguna vez con una chica?

-No, ni ganas. No tienen polla. Yo quiero una polla que me folle el culo, y un culo bien fuerte para follar. No ese culo plano y fofo que tienen las tías.

Ya no me sorprendía la transparencia del chaval, pero no dejaba de admirarlo. Yo tardé algunos años en darme cuenta de eso.

-Pues bien que veías pelis porno en Barcelona –insinuó Jordi.

-Pero sólo me fijaba en los tíos. Pollas gruesas y largas. Como ésta.

Me agarró el miembro y comenzó el ritual. Lo besó, lo lamió, y absorbió la cabeza.

-Hola, señora Polla –dijo muy serio, dirigiéndose a ella.

-Hola, Oriol, guapo –se contestó él mismo-. Cuánto tiempo sin verte. Te echaba de menos.

-Pues ya estoy otra vez aquí. ¿Quiere una chupada?

-Claro, ya sabes que me encanta que me chupes hasta que llega la lluvia blanca.

Y se la metió en la boca. Jordi asistía divertido al espectáculo. Me senté bien y busqué la boca de Jordi, que pasó sin transición de la sonrisa al beso. Mis manos, inquietas como siempre, ya buscaban el agujerito del menor, y él se colocaba en posición para facilitarme la tarea. La boca fresca del chaval me proporcionaba delirios. Se estaba convirtiendo en un experto mamador. El sexo posiblemente era un juego para él, pero jugaba como un auténtico profesional. Jordi era menos caliente pero más dulce, más tierno. Jugueteaba con mis huevos sin prisas, como pensando en otra cosa. Quizá porque se concentraba en el ardoroso morreo que me estaba propinando. Pero de pronto interrumpí la escena.

-¿Pero no teníais que representar un show porno?

-Es verdad. ¿Empezamos? Pon música.

Busqué música. Encontré una balada de Metallica. Oriol estaba completamente desnudo. No así Jordi, que llevaba puestos unos shorts y una camiseta sin mangas. Al ritmo de la música el pequeño fue despojando de su vestimenta al mayor, la camiseta primero, luego los pantalones. No llevaba ropa interior debajo.

-Vaya, ¡veo que se pegan las costumbres!

Me sonrió el chico. Lo había estado preparando antes de subir, porque por la tarde llevaba calzoncillos. Una vez desnudos los dos, se abrazaron sin mucha gracia. El pequeño mandaba y el otro lo seguía. Se ciñeron los labios, se juntaron las lenguas, mientras los culos describían aberturas sugerentes. Pronto estaban en el suelo comiéndose la polla del vecino. Como si hubieran entrenado los movimientos, la posición les salió a la primera. Sus miembros se iban alargando y el mío, medio prisionero de los pantalones, amenazaba de reventar. Los chupetones sonaban cada vez más fuertes, formando parte de los efectos especiales de la película. De vez en cuando me miraban de reojo, comprobando que no desperdiciara mi semen, pero rápidamente volvían a concentrarse , como si se olvidaran de mi. Saqué mi polla y empecé a cascar.

Unos diez minutos pasaron devorándose los rabos. Después, sin muchos preámbulos y con actuación decidida, el pequeño mojó con saliva su pistola. Jordi se puso de cuclillas y me miro, provocador. El blanco de sus ojos verdes contrastaba con el bronceado de su piel. Estaba tan bello que me parecía estar soñando. Levantaba el culo curvando la espalda, alzando los hombros a la vez. Su cuerpo se mostraba en todo su esplendor atlético. Aumenté el ritmo de la paja. Oriol sorprendía por su seguridad. Se colocó frente al habitáculo y empujó. El mayor cerró los ojos un momento, en medio de un escalofrío. Los abrió de nuevo para mirarme. Pero cuando empezó el bombeo los cerró definitivamente. Se concentraba en la acción. Era impresionante admirar a esas dos bellezas exuberantes en plena penetración. Y también era una provocación, porque yo los admiraba y deseaba con locura, y verlos sin participar me estaba acentuado la disposición a eyacular. Los gemidos comenzaron a acompañar a los gestos. Primeramente sonaban fingidos, pero al cabo de un rato hubiera jurado que se correspondían con exactitud al estado de lujuria en que se encontraban. La polla de Oriol entraba y salía dócilmente. Aunque pequeña, la encontraba divina y enloquecedora. El chaval deseaba follarme, y yo ya estaba imaginando cómo sería su follada: cargada de vigor, de autoafirmación, de revelación. Me corrí sin poder esperar a probarla. Oriol se dio cuenta y se mostró un poco descontento, pero siguió con la follada un minuto, al cabo del cual se lanzó sobre mí.

-Quiero follarte.

-Pues dime como quieres que me ponga.

Dije esto último con mucho dulzor, con mucha amabilidad, casi con cariño. Era incuestionable que el afecto que sentía por el chavalín añadía leña al deseo. Y ese deseo se estaba volviendo apremiante. Me coloqué como me dijo, a cuatro patas. Obedecí, pero al mismo tiempo agarré de la cintura a mi amado y lo acerqué a mi cara. Deseaba sentir la polla del pequeño dentro de mí, pero también deseaba notar toda la ternura de Jordi próxima a mi boca. Aún no había recibido al rabo amigo cuando el chico me regaló un beso atento y prevenido, entregado pero expectante. Una presencia punzante apareció sobre mi ano. Fue entrando pacíficamente, sin brusquedades, ganando terreno progresivamente hasta culminar su longitud. Se me antojaba mayor de lo que era. Ya se sabe que la boca tiene unos parámetros y el culo otros. Naturalmente que notaba que era la polla de un niño la que me cumplimentaba, pero no por el tamaño dejaba de captar sensaciones placenteras. Más aún cuando empezó a entrar y salir sin prisas, regocijándose del contacto. Sus manos me agarraban de la cintura y se ayudaba de los brazos para apuntar hacia el infinito. Me estaba haciendo gozar como un poseso, y al mismo tiempo me abría el deseo de completar el goce con la presencia de otros sentidos. Así que busqué el sexo de Jordi para comerlo. Ya estaba acostumbrado a su sabor, por lo que no fue una novedad, pero sí una complacencia esplendorosa y renovada. Su glande se estaba hinchando cada día más, su tronco se enderezaba y llenaba por exceso de alimentación. No pude evitar pensar en su polla de unos días antes, flácida, sometida, inmadura. Ni un solo pelillo le había aparecido en esa zona divina, pero su sexo había florecido como en una demorada primavera, y con ella se habían perdido algunos de los rasgos que más lo aniñaban. Consciente quizá de mis consideraciones, el chico se mostraba atento y sereno, fiel y templado. Se notaba que el sexo le apetecía, pero asumía los hechos sin mostrar exigencia ni precipitación, tomándolo como una vivencia más, desmitificando algo que nunca había mitificado.

Oriol, por su lado, estaba gritando sílabas sueltas mientras me clavaba con esmero. Tenía un don natural para todo lo que se relacionara con el sexo. Había aprendido a transportarte a las estrellan en sus mamadas sofisticadas y planificadas, y si era ésta su primera follada le esperaba un gran futuro en el país del placer. Sin lugar a dudas, le prefería a él que a la inmensa mayoría de los chicos mayores que habían cruzado mi frontera. Ignoraba lo que siente realmente un chico de su edad mientras folla a un hombre, pero él cumplía con las expectativas en tal grado que su tamaño infantil pasaba inadvertido.

Forcé al mayor a girarse y doblarse de modo que su culo majestuoso me acogiera en su seno. Mi lengua se encontró nuevamente en la piel más amada, en la suavidad más extrema. Se alargaba tanto como podía, incluso se estiraba para alcanzar más contacto con el agujero que la rodeaba. Iba a masturbarme cuando noté que la mano firme de Oriol me agarraba la polla. La masajeaba a un ritmo diferente del de la follada. Era un genio. Pronto noté su otra mano en los huevos. Los sospesaba, los toqueteaba caprichosamente, soltándolos de vez en cuando para agarrarme el glande mientras con la otra mano arrastraba hacia abajo toda la piel. Entre esto y la gloria que me ofrecía el nido amado pronto se me iluminaron las arterias y escupí en el aire la blanca presencia del goce. El pequeño había separado su mano izquierda cuando notó el escalofrío y así había recogido para si algún aporte alimentario. No quiso compartirlo. Bebió y siguió bombeando. Yo seguía disfrutando como un perturbado, pero decidí dedicarme más a Jordi, que se contorneaba a cada lamida en profundidad. Le agarré el rabo para descargarle las tensiones, pero me paró la mano. Simplemente se dio la vuelta y me metió su adorable polla en la boca justo en el momento en que brotaba su leche deliciosa, que tragué ávidamente sin pensar en compartirla. Oriol seguía empujando incansable, y pensé ayudarlo acariciándole las pelotas. Me lo permitió un rato, hasta que interrumpió con su comentario un sabroso beso de semen y saliva que intercambiábamos el nadador y yo.

-Yo ya me he corrido. ¿No lo has notado?

-Claro. Ha sido fantástico –mentí.

Y seguí besando a mi chico. El enano sacó de mi interior su lanza aún punzante y se recostó sobre mí. Yo me alcé y me acosté sobre la cama, y al instante los dos cachorros tomaron posiciones, uno a cada lado, buscando el abrazo y el afecto del momento después. Nos quedamos largo rato sin decir nada, hasta que los latidos de nuestros corazones se calmaron y tomé la palabra para enaltecer la figura del pequeño, sin menospreciar la del mayor.

-No hay ninguna duda. Eres un G. F.

-¿Un jefe? –inquirió el chiquillo-. ¿Jefe de qué?

-El jefe –me burlé del malentendido-. Tú mandas.

Le besé en los labios y noté su lengua que hurgaba. Me levanté y fui a buscar el rotulador permanente con que marco las copias ilegales de los discos compactos. Tomé su polla con la izquierda y acerqué mis labios a su base, justo en el lugar donde pronto aparecerían los primeros pelos. Le besé ahí, como preparando el lienzo para pintar. Luego escribí, con letras mayúsculas, las iniciales G. F. Y le besé de nuevo. El chico se extrañó de la ocurrencia pero me dejó actuar. Yo contaba los segundos que tardaría en preguntar a qué venía aquello, pero fueron pocos.

-¿G. F.? ¿Qué significa? ¿Es tu firma?

-No –reí-. Es tu apodo a partir de ahora. Jefe.

-Pero jefe no se estribe así –protestó.

Lo abracé afablemente y le susurré el secreto.

-Se escribe G. F. Pero nosotros lo pronunciaremos jefe. Je-fe. Ge-efe.

Señalé con mi dedo cada inicial.

-Gran Follador.

Se rió, y quedó encantado con la ocurrencia. Pronto mostró orgullo por su nuevo apodo y por lo críptico de la interpretación. Se me lanzó al cuello y me besó. Y repitió sus descabelladas ambiciones.

-Yo quiero vivir contigo. Enróllate con mi madre. O secuéstrame. Mejor, cómprame. Estoy seguro de que por poco dinero mi madre me vende. Incluso sería capaz de pagar dinero por perderme de vista.

-No digas eso. Eres muy injusto.

-Tú no la conoces. Cuando me lleva con mis abuelos, cada fin de semana, es como si saliera de la prisión.

Y cortó la conversación con un nuevo morreo, que correspondí dócilmente. Miré a Jordi, y me enterneció en extremo descubrir que en su franca sonrisa no se ocultaba ni una brizna de celos. Encantador.

Estábamos cansados, pero eran poco más de las doce y no queríamos dormir aún, así que nos quedamos charlando. Satisfice sus curiosidades sobre mi vida privada y ellos respondieron a mis preguntas. Estábamos como siempre: yo flanqueado por sus jóvenes y apetitosos cuerpos. Un momento en que nos quedamos callados miré fijamente a Jordi. Sentía su aliento junto a mi rostro. Estábamos a cinco centímetros uno del otro. Olía a sudor fresco y plantas medicinales. Le quería mandar un mensaje sin palabras, que él entendió perfectamente, porque al cabo de unos momentos me respondió.

-Es que... no sé –hablaba muy suavemente-. Me da miedo no llegar a la categoría de G. F.

Oriol levantó la cabeza instantáneamente, saltó de la cama y gritó:

-¡Es verdad! ¡Tú también tienes que follar!

El nadador me miraba como suplicándome que no lo pusiera a prueba.

-Venga, cariño –lo animé-. ¡No sabes cuánto me gustaría sentirte dentro!

No esperé respuesta. Me incorporé y me metí su polla en la boca. Muy pronto estaba presta. Su glande, bastante triangulado, parecía una punta de flecha dispuesta a insertarse en mi diana. Acompañé mi mamada con las mejores caricias, desde el cuello hasta los muslos, tonificando todo el cuerpo que más amaba en ese momento. Y se decidió. Pero prefirió verme la cara. Me acompañó cálidamente para que levantara las piernas y se acostó sobre mí, después de haberse embadurnado el tronco con crema. Fue un poco tímido al entrar, pero yo estaba tan ansioso que empujé sus nalgas para que se decidiera. Hizo un gesto de desagrado, así que no lo forcé. Yo sentía su placentera invasión con la lujuria despierta. Cuando tocó fondo quise imaginarme que su miembro era mayor que el de Oriol. Lo sentía más adentro. Pero sabía que me equivocaba, que era sólo una apariencia debida a la posición más abierta. Y entonces se quedó parado. Lo miré, y vi mis exigentes pupilas reflejadas en las suyas. No quería obligarlo, pero su mirada no comunicaba indecisión, sino más bien travesura. Esperé. No se movía. Tenerlo dentro ya era todo un placer, pero la fricción prometía mucho más. Cuando ya iba a animarlo comenzó el movimiento. Efectivamente, estaba jugando conmigo. Estaba dosificando el placer para crear la urgencia, la necesidad inevitable. Mientras entraba y salía bajó su cabeza hasta apoyar los labios en mi hombro. Eso me provocó un escalofrío. En verdad tenía todos los sentidos funcionando al máximo, como en un trance imparable. Y su polla se deslizaba por mis entrañas con tal respeto y suavidad que me emocioné un poco. De manera espontánea, el chico estaba logrando sumar el placer físico al placer psicológico. Me estaba invadiendo una sensación de descontrol, un desequilibrio que mis hormonas sabían que era inevitable. Estaba entrando en un estado de dependencia que deseaba y abominaba al mismo tiempo, estaba aprisionándome sin remedio en su telaraña, estaba levantando los muros de mi prisión. Pero al mismo tiempo ascendía una sensación de dulzor, de paz, de deambular por un camino etéreo entre vientos dóciles y copos de algodón, un estado de gloria donde la única hambre que puedes sentir es la de poseer más a tu amante, la de acoplarte hasta completar del todo el rompecabezas. No sé cuánto duró la imponente follada de Jordi. Tampoco sé si fue mejor o peor que la de Oriol: los parámetros eran distintos. Sólo sé que aumentó mi fragilidad, que acentuó mi dependencia, que me provocó miedo.

Las manos de Oriol me acariciaban, incluso un rato estuvo comiéndose elegantemente mi polla, pero él no contaba. Sólo se me hacía palpable la presencia de Jordi, sus embestidas, sus besos, sus caricias. Fue acelerando la penetración, despreciando el atajo para tomar el camino más agradable, llevándome al clímax con paciencia y ternura. Y como no podía ser de otra manera descargué casi al mismo tiempo que noté el empuje de una humedad en mi intestino y su boca se pegó a la mía para ahogarme a la vez que me daba la vida, para apagarme a la vez que me encendía, para cubrirme al mismo tiempo que me dejaba desnudo y abandonado.

El pequeño no se había movido de al lado. Había sido el testimonio fiel de una entrega amorosa que aún no entendía. Pero no había desfallecido. Había colaborado, a su manera, a llevarnos a los dos al terreno de la demencia. Por ello, sin darnos cuenta, Jordi y yo tiramos de él conjuntamente para integrarlo en nuestro abrazo.

Un poco más tarde, cuando me tocaba velar de nuevo el sueño plácido de los muchachos, me dolía verme vencido por el enamoramiento. Reflexioné durante horas cómo hacer para no perder el control sobre mi mismo. Y llegué a la conclusión, sin perder una pizca de amor hacia Jordi, que me convenía acudir a la boda de la tía de Germán.

La mañana siguiente fuimos a escalar. Creí que sería una buena idea para incorporar de nuevo a Gonzalo al grupo. Se apuntó gustoso, y como si no hubiera sucedido nada pronto estuvo actuando como líder. Tenía algo de experiencia, la suficiente para manifestar seguridad de si mismo, y aprendía rápido, básicamente con la mirada, porque cuando yo daba explicaciones técnicas actuaba siempre como si las instrucciones fueran para los demás. Era su forma de ser, y dado que yo ya tenía superada mi dosis de protagonismo le dejé actuar. Los pequeños lo valoraban y aceptaban como cabecilla, sin ninguna discusión, pero cuando había alguna duda tanto Oriol como Jordi se dirigían a mí. Creo que el más feliz fui yo, que gocé de más de dos horas del estupendo panorama de los tres chavales vestidos con mallas. Asegurando desde abajo sus culos abiertos se ofrecían voluptuosos a mis ojos y a mi lengua. La mañana trascurrió plácida. Nadie dijo una palabra de más, nadie ofendió o se sintió ofendido... Incluso el enano se comportó.

De regreso Gonzalo quiso cargar con todo el material. Estaba un poco reservado, como si hubiera envejecido cinco años de golpe. Jordi, no sé si deliberadamente, intentó sentarse a mi lado, pero el madrileño lo apartó con suavidad y le abrió la puerta trasera. Durante el viaje Oriol propuso que el próximo día que fuéramos de escalada lo hiciéramos desnudos.

-El culo se ve muy guapo desde abajo. Pero sin las mallas se vería el agujerito.

-¿Qué agujerito? –intervino Jordi-. Después de lo que ha pasado tú ya no tienes un agujerito.

-¡Es verdad! Ya no me acordaba que soy un G. F.

-Un jefe? –preguntó Gonzalo-. ¿Jefe de qué?

-Cuéntaselo, Sóc –respondió el pequeño.

-No. Cuéntaselo tú. De todas formas, creo que no le hará mucha gracia.

-Seguro que se trata de una guarrada –cortó el líder-. El jefe de los guarros.

-Más o menos –afirmó Jordi riendo.

Llegados al hotel esperé un rato para ver si Gonzalo sacaba el tema de las explicaciones que me debía, pero a pesar de que me acompañó hasta la puerta de mi habitación nada dijo. Lo invité a entrar, pero rechazó la oferta. Le pregunté para qué había venido hasta allí, si su dormitorio estaba en otra ala del edificio y me respondió:

-No sé... Te he seguido sin darme cuenta.

Poco rato después desde mi ventana vi que se encontraba con su bañador blanco sentado frente a las tres chicas en el jardín lateral de la piscina. Estaba mucho más amigable. Sonreía y hababa casi todo el tiempo. Las chicas estaban pendientes de él y de vez en cuando cuchicheaban y se hacían señales. Después de una ducha comencé a planear mi fuga. Estaba a punto de enamorarme turbadamente de Jordi, y no quería que esto sucediera. El chaval bien que se lo merecía, todo el cariño del mundo, pero a mí ese estado de estupefacción y debilidad me parece ridículo. Me gusta controlar mis emociones.

A la hora de la siesta los pequeños llamaron a la puerta. Se aburrían. Oriol buscaba sexo, como siempre. Jordi, en cambio, escuchó por enésima vez sus arias de ópera favoritas. Tenía una gran facilidad para los temas musicales. Los aprendía rápido y los cantaba muy bien, con una voz afinada y suave que endulzaba un poco las pasiones originales de los libretos. Ya había comenzado a cambiar la voz, como tocaba a su edad, pero aún no sonaba muy grave, y de vez en cuando se le escapaba algún gallo. Se tomaba la música muy en serio, y podría decir que tenía mucha intuición para comprender los matices y todos los detalles de la expresividad. Incluso sin saber nada de italiano captaba bastante bien el sentido general del texto, algo usual en los catalanes, que son multilingües desde bien pronto.

-Enséñame algo nuevo –solicitó mientras Oriol buscaba mi ano para juguetear con sus dedos. Al levantarme casi me lo llevo pegado a mi trasero.

Pensé que le gustaría I Pagliacci, concretamente la célebre aria de Canio. La busqué y sonó en el ordenador. Él escuchaba atento, intentando descifrar el drama.

-Está llorando –concluyó.

-Sí, ¿pero sabes por qué?

-Eso no lo he entendido.

-El amor. Siempre es el amor.

-Claro. Es natural. El amor es algo muy fuerte, que se siente muy adentro.

Lo miré. Había dicho esto último con una ternura espontánea de esas que destruyen cualquier convicción. Viendo que yo no decía nada, él me abrazó. Oriol se apartó un poco y soltó mi bragueta. Lo besé, pero sólo unos segundos, ya que la música se había acabado y toqué la tecla de repetición. Le fui traduciendo lo que el tenor cantaba, y sus ojos se fueron tornando cristalinos. Su facilidad para emocionarse me hacía palpitar también de conmoción.

-Esa es la gran tragedia del payaso: tiene que hacer reír cuando por dentro está hundido en un pozo de desesperación.

-Nel pozzo del giardino –interrumpió Oriol. Se rió pero se calló en seguida. Jordi ni se inmuto por la interrupción del pequeño, que pertenecía a otra ópera.

Escuchamos el fragmento por tercera vez, pero en el momento álgido del canto el chico estalló en lamentos. Por sus mejillas se vertían sendas lágrimas. Lo abracé y pegué mi cara a la suya. Lo besé en la frente.

-No pasa nada. Es que esta aria es impresionante -dijo entre sollozos.

-Jo, tío –opinó el enano-. Yo soy un G. F. Y tú un ploramiques .

No lo dijo para ofender, sino más bien como un gesto de amabilidad, Después se abrazó a su amigo desde el otro lado y también lo besó. Jordi se justificó.

-No. Un ploramiques es un niño mimado que llora por cualquier tontería. Es verdad que me emociono fácilmente. Pero es mejor ser un llorón que un hijo de puta asesino. Si me vieran mis colegas del equipo...

-Supongo que no...

-Nunca nadie me ha visto emocionarme. Es más, el deporte no me hace vibrar. Disfruto, pero no me emociona.

Reflexioné unos segundos sobre esa carga emotiva de mi chico, que era uno de los argumentos que me habían llevado a amarlo desesperadamente. La sensibilidad es una virtud tan trascendental como escasa, y yo me sentía absolutamente afortunado de compartir momentos emocionantes con alguien tan tierno. Pero por otro lado me di cuenta de que todo lo que le estaba enseñando era mayoritariamente dramático, y consideré que se llevaría una visión equivocada si creía que en la ópera sólo hay momentos trágicos. Y recordé de improviso el rato genial que pasé con los gemelos el día que llegaron a casa y sonaba Rossini. Me saltaron las lágrimas, pero de tanto reírme de su coreografía, sus movimientos cómicos y burlescos, su improvisación incontrolada pero tan adecuada. (1) Busqué el Barbero de Sevilla y localicé el aria de Fígaro. Le cambió la cara. Yo rememoraba mentalmente los movimientos obscenos de los gemelos y se me escapaba una sonrisa. Jordi casi reía a carcajadas.

-¡Esto es genial!

Y pulsó la tecla de nuevo. Pronto lloró de nuevo, pero de alegría. Seguía abrazado a mí, mirándome a lo ojos de vez en cuando, buscando una complicidad. Oriol se levantó y comenzó a bailar, pegando saltos y tirando la ropa que se iba quitando. Se adaptaba muy bien al ritmo cambiante. De repente gritó:

-¡Fígaro, Fígaro Fígaro, Fígaro, Fígaro!

Nos fundimos felices los tres en un beso relajado. Disfruté de la escena y luego les anuncié mi decisión.

Mientras avanzaba hacia Lleida no podía quitarme de la cabeza la actitud de Jordi. Al despedirnos se había quedado mudo. Ni un sollozo, ni una lágrima. Como si se hubiera ausentado de si mismo, pronunció secamente la palabra "Adiós" y se quedó con la mirada perdida. Había aceptado mi decisión de asistir a la boda sin muchos problemas, pero desde entonces se había mostrado frío. El pequeño, en cambio, había insistido en que me quedara hasta saturarme. Dijo que teníamos que pasar una noche loca. Ya tenía hechos sus cálculos y repartidos los papeles. Pero a mí no me apetecía más sexo con los dos. Al menos por el momento. Por eso había decidido partir esa misma tarde, aunque la boda era la tarde siguiente. Les dejé mi número de móvil por si querían llamarme, pero ellos no tenían terminal propio. Dormí en un hotel de la capital y aproveché para llamar a Miki, que aún era mi novio oficial. Llegué a Fraga por la mañana. No fue muy difícil averiguar dónde serían la ceremonia y el banquete. En el maletín llevaba unos pantalones negros y una camisa de vestir. Pero fui a comprarme una camisa blanca, de esas típicas que usan los camareros.

A las cuatro situé mi coche en una sombra próxima a la iglesia. Quería relajarme un poco y escuchar música. Olvidarme de Jordi, que seguía presente en mi cabeza. Nada de ópera. Strawinsky. Pensé si apagar el móvil, pero me contuve. Hice bien, ya que al cabo de poco sonó la melodía. Número desconocido.

-Hola, Sóc –era la voz de Oriol.

-¡Hola, chaval! ¿Cómo estáis?

-Hombre, no muy bien. Te echamos de menos. ¿Cuándo regresas?

-Pues no lo sé. Supongo que el lunes por la mañana.

-¿Tan tarde?

-No sé, chico. Ya veremos.

-¡Vaya mierda de boda! ¡Dura mucho!

-Así es. Se trata de una fiesta muy larga. ¿Tienes algo que contarme? ¿Dónde has dormido?

-Hemos dormido cada uno en su habitación. Nos apetecía estar juntos, pero Gonzalo desapareció. Hoy no lo hemos visto en todo el día. Por cierto, ¿sabes qué vimos ayer?

-Cuéntamelo.

-Pues Gonzalo se estaba morreando con una de esas chicas que llegaron el otro día. Esto fue ayer, al atardecer.

-¿Con cuál de ellas?

-No sé, la menos fea.

-¿Y qué hay de raro en ello?

-¿Raro? ¡Que asco! Una chica, ¡teniéndonos a nosotros a punto para follar!

-Hombre, guapo, llevabas un rato muy largo sin hablar de follar.

-Follar es lo más importante del mundo.

-Estoy de acuerdo, pero con matices.

-¿Eh?

-Nada, da igual. Y deja de tocarte la polla.

-¡Ahora no me la estaba tocando! Mi madre puede llegar de un momento a otro y estoy llamado desde su móvil. Pero después me haré una paja.

-Bueno. ¿Está Jordi contigo?

-Sí. Pero no quería que te llamase. Está raro. Te lo paso.

-Hola, cariño, ¿cómo te va?

-Pse. Tirando.

-¿Qué habéis hecho esta mañana?

-Hemos estado en la piscina. Nadando y jugando. Pero el vigilante nos ha echado por alborotar.

-Bueno, me alegro de que al menos un rato os la paséis bien.

-Sí, pero no es lo mismo.

Ya esperaba algún reproche.

-¿Lo mismo que qué?

-Que estar contigo. No sabemos qué hacer. Ya estoy harto de nadar. Contigo siempre estamos ocupados.

-Y follamos- se escuchó cerca del aparato.

-Oye, cariño, yo estoy también un poco triste. Las bodas no me apetecen demasiado. Me gustaría estar ahí contigo, abrazándote y besándote. Pero no siempre se puede hacer lo que uno quisiera. Pasado mañana nos veremos. Hay que tener paciencia. ¿Tienes algo que decirme?

-¿Yo? No. ...Bueno, sí. Pero no sé cómo decirlo para no parecer ridículo.

-Inaténtalo. Dilo muy suave, que no se entere el enano. A ver si es lo que yo pienso.

-Mmmm. No sé... Que te quiero.

Lo dijo entre dientes, sin demasiado convencimiento.

-Yo también te quiero. Demasiado.

-¿Por qué demasiado?

-Porque yo soy de Vizcaya y tú de Barcelona. Llegará un día no muy lejano que nos tendremos que separar.

-No, porque si adoptas a Oriol también me adoptas a mí.

-Me alegra sentir que recuperas el buen humor. Oye, tengo una sorpresa.

-Di, venga.

-¿Qué te parece si cuando regrese nos vamos de acampada unos días? No muy lejos del hotel, en pleno monte.

-Fantástico, genial. ¿Tienes tienda?

-Compramos un iglú.

Las continuas interrupciones del pequeño se entremezclaban con sus respuestas. Notaba que había aumentado su calidez y había superado la tristeza. Pero a mí me estaba dejando en un estado de gran vulnerabilidad.

-¿Estás ahí? –dije buscando recuperar el hilo de la comunicación, suspendida por las explicaciones que le estaba dando al enano.

-Sí. Al G. F. Le parece cojonudo.

-Como vosotros –y pensé en sus dulces testículos, que había lamido con tanto deseo.

-Gracias. Oye, este tío está como loco. Se ha puesto a saltar y casi se cae en la piscina.

-Bueno, pues mientras salta, te mando un beso muy profundo, de esos que se quedan grabados en la memoria. Bueno, es un avance del que te daré cuando te vea. ¿Dónde lo quieres?

-Hombre, en la boca. No, mejor dónde tú ya sabes.

-¿La otra boca?

-Claro.

-Vamos a dejarlo. Cuídate mucho. Y no quiero que te pongas triste. Tienes a Oriol para pasarlo bien. Que folléis a mi gusto.

-Vale. Te lo paso.

-¿Nos vamos de acampada?

-Sí, ¿te apetece?

-Claro. ¿Podremos ir todo el día desnudos?

-Ya veremos. Hay que encontrar un sitio adecuado, lejos de la civilización.

-Oye, Sóc, ¿puedo invitar a Gonzalo?

-Hay que tener mucho cuidado con él. Si lo invitas, no seas brusco ni guarro. Y sobretodo, procura que no se enteren las chicas que están con él. No me apetece nada el petardeo.

-Lo digo porqué viene por ahí. ¿Le digo que se ponga?

-No, no hace falta. Aún me debe explicaciones.

No me hizo caso alguno.

-Gonzalo, Sóc quiere que te pongas. Dice que aún le debes explicaciones.

-¿Sí?

-Hola, Gonzalo. En realidad le había dicho al enano que no quería hablar contigo, pero ya que estamos... ¿Cómo estás? ¿Todo va bien?

Se quedó sorprendido por mi interés.

-Bien, bueno, bastante bien. Oye, ya sé que te debo explicaciones. No quiero que creas que soy un cobarde...

-No te preocupes, no hay prisa. Pero sí quiero que me aclares qué significado tenía un comentario que hiciste cuando estabas enfadado conmigo. Pero eso ya será cuando regrese.

-Un comentario? Creo que ya sé a qué te refieres. Lo siento.

-No, no quiero disculpas. Simplemente quiero que me lo expliques.

-Es una tontería...

-Gonzalo, vamos a hablar claro. Tú tienes algo que te guardas para ti y que vas a terminar contándome. No hace falta que te diga que en mi se puede confiar, ya lo sabes. Del mismo modo que sabes que todo el afecto que siento por ti no te hará daño alguno, sino que te hará bien. Me dejaste claro que el rollo no te interesa, vale. Pero eso no es impedimento para que seamos buenos amigos. Bueno, no me repito más. Todo lo que te he dicho ya lo sabes.

-Vale, vale, tienes razón. Yo también siento afecto por ti. Supongo que por eso me enfadé injustificadamente.

-Oye, antes de que Oriol meta la pata, te digo que estás invitado a una acampada la semana que viene. Se trata de una aventura para hombres.

-¿Una acampada? Vale, ya lo he pillado. No te preocupes, nunca se me ocurriría llevar a esas pibas con el pequeño pervertido. Me encantaría ir. Bueno, con una condición.

-Tu dirás.

-Tengo que regresar virgen.

-¡Si ya no lo eres ahora!

-¿Es eso lo que crees? ¿Mi comentario? Estás muy equivocado.

-Por mí no hay problema. Pero yo también tengo una condición.

-Canta.

-Que seas comprensivo con el pequeñajo. Que no te enfades tan fácilmente por sus actitudes extravagantes.

-Joder, es que se bajó los pantalones y se sentó en mi polla. Y encima decía que se me había puesto dura- y bajó la voz. –Es verdad que la tenía dura, pero eso me pasa muy a menudo cuando monto. Eh, ¡no vayas a creer que me ponen las yeguas!

-No sé qué pensar- bromeé.

-Oye, play boy, cuídame a los chicos, sobretodo a Jordi, que está un poco triste.

-¿Sí? ¿Te echa de menos?

-Por lo visto.

-No te preocupes, les pegaré un vistazo de vez en cuando. Ahora me voy, que quedé con Laura.

-¿La de los labios ardientes?

-Sí. ¿Me viste?

-No. Me lo han contado.

-Está muy buena. Pero lo de siempre, es un poco tonta.

-Por eso yo me dedico a les chicos.

-Venga, hasta pronto.

-Un abrazo y un besazo, Gonzalo.

-Vale, pero los quiero de verdad.

-¿Me estás haciendo proposiciones?

-Que va. Ni de coña. Un beso en la mejilla y un abrazo de colega.

-Ya me lo recordarás si se me olvida. Hasta el lunes.

-Adiós.

Me quedé pensativo. Mi Jordi me enternecía aún más después de esta conversación. Procuraba concienciarme de que no era pertinente enamorarse, pero la realidad se iba imponiendo inexorablemente. Yo había huido del amor buscando una válvula de escape. Y esa válvula estaba a punto de presentarse. Se llamaba Germán y era un chico presente pero lejano, ausente pero próximo.

A las cinco estaba al principio de la explanada que hay frente a la iglesia. Comenzaban a llegar los invitados, y yo estaba pendiente de un cuatro por cuatro negro. Quería ver sin ser visto. Germán no se hizo esperar. Desde un rincón lo observé con detenimiento. Llevaba un traje fino como de lino y una camisa de seda. Estaba realmente guapo. Su rostro, muy bronceado, hacía resaltar la belleza jovial de sus grandes ojos. Y el corte del traje realzaba la anchura de sus hombros y la estrechez de sus caderas. Vestido así, parecía mayor de edad. Estaba saludando a otros invitados, y pronto le tocó enfrentarse a sus primas. Eran cuatro, o quizá tres y una amiga, porque tres llevaban vestidos casi iguales y la otra, en cambio, añadía a su vestido un sombrero bastante ridículo.

Una de las tres primas era más bien gordita, y sus edades oscilaban entre los trece y dieciséis años aproximadamente. La madre del chico estaba muy sonriente, y su hermana aburrida. El caballero que conducía el vehículo era sin duda su padre. Era un hombre alto y atractivo, que custodiaba el secreto de la belleza floreciente del hijo. Las chicas estaban acribillando a preguntas al pobre chaval, que respondía con monosílabos, intentando escabullirse. No se lo permitieron. Se le pegaron un buen rato. Tanto, que creí que no podría comunicarme con él. Pero la llegada del novio lo arregló todo: las chicas desaparecieron corriendo y Germán se quedó a un lado, completamente solo. Rodeé a la gente y me acerqué sigilosamente. Le toqué el culo descaradamente, con el dedo medio buscando el centro. Se volvió rápidamente, con ademán agresivo, pero se quedó quieto un rato, sin reconocerme.

-¿Ramón?

-No, Sócrates. Bueno, para ti Ramón.

-¿Qué haces, tío? ¡Aquí todo el mundo se conoce!

No te preocupes. Sólo quiero decirte que la escalera que hay entrando a la derecha sube al coro de la iglesia. Cuando comience la ceremonia te espero allí.

-Espera. ¿Y si hay alguien?

-No habrá nadie. Finge que te encuentras indispuesto y sales a tomar el aire.

Aún sorprendido me observó de arriba a abajo. Sonrió y me guiñó un ojo. Entró en el templo. Yo me quedé fuera relamiéndome los labios. Realmente Germán estaba delicioso. Mi entrepierna lo certificaba.

Al cabo de unos minutos apareció la novia. Sonó la marcha y se inició el ritual. Cuando llegó al altar, ya nadie estaba pendiente de lo que pasaba en la parte posterior de la iglesia. Alcancé el coro después de un tramo de escalones altos y tortuosos. Y esperé.

Había hablado brevemente con el sacristán y sabía que la ceremonia contenía misa y duraría casi una hora. Tiempo suficiente, si el chico no tardaba mucho. Apareció a la puerta de la escalera provocativa e inesperadamente. Llevaba su traje impecable, pero la bragueta bajada. Por el espacio abierto aparecía su polla, voluminosa y rígida, anhelando un trato de favor. Le indiqué con un gesto que se agachara. El cura era el único que podía vernos, por eso me había situado al fondo de la estancia, al lado de un viejo armonio y unos reclinatorios. Germán se fue acercando mientras sus pantalones iban cayendo. No me saludó. Lo hizo su miembro. Mi boca se lo tragaba ya, sin haber mediado palabra.

-Fíjate, Ramón, qué contenta está de verte de nuevo.

Yo saboreaba con deleite el importante apéndice de Germán. Llevaba unos cuantos días pegado a pollas tiernas y dulces, pero pequeñas al fin y al cabo. Quizá por ese motivo me apeteció recibir el empuje de ese pedazo de carne con más deseo y esparcimiento. Me llenaba toda la cavidad con su esponjosidad, modelaba su glande, buscaba la compañía de sus huevos acariciándome el rostro. Y mis manos, que nunca saben quedarse quietas, recorrían en un vaivén relajado los muslos del chico, acercándose al glúteo pero sin tocarlo, acortando paulatinamente las distancias hasta que un dedo rozó el ano, provocándole una exclamación. Le sellé la boca con un beso, deseado desde rato atrás. Me excitaba el rostro perfecto del chico, esas mejillas imberbes pero pretenciosas, esas pupilas inquietas, esa nariz chiquita y dulce, casi femenina, esos labios gruesos y orgullosos de ser tan activos. Y el beso tenía dos extremos: por un lado intercambiábamos fluidos desenfrenadamente y por otro ya todo un dedo había cruzado el umbral buscando la suavidad de las fibras internas. El chico se movía como un loco, acompañando los movimientos de las lenguas con otros que abarcaban desde la cabeza hasta la cintura, como si besar fuera un deporte competitivo, como si todos los músculos participaran de la celebración del gusto y el tacto. Estos primeros contactos me llenaron bastante.

Olvidé mi situación sentimental, experimenté el placer del abrazo casi desconocido, noté la calidez de la entrega apasionada sin más, adoré el ídolo pagano y ancestral del sexo por si mismo. Entonces se sentó, y yo me tendí a su lado para chuparle su rabo impresionante. Sin querer, lo comparé con Gonzalo. Creo que ganaba el cántabro. Sin demasiada preocupación por quién ocupaba el podio, froté y relamí esa adorable cabeza de serpiente durante unos minutos, los que duró el ofertorio. Mi boca, que se había acostumbrado a sentir con los rasgos pequeños, se divertía ahora creciendo en capacidad y desarrollo, procurando abastecerse de carne potente para una temporada, buscando acoger al forastero con la mayor docilidad para brindarle una estancia inolvidable.

No había planificado el contacto, simplemente respondía a la improvisación. La verdad es que Germán era una polla lejana en el recuerdo. No acostumbro a rememorar los detalles hasta esos extremos. Lo importante son las personas, o por lo menos eso nos gusta creer. Había hablado telefónicamente con él tres o cuatro veces en dos semanas, suficiente para tomarle afecto, pero nada más. Su propuesta fue excitante de entrada, pero tampoco era una necesidad vital para mí convertirme en el primero que llega a la meta. La belleza adolescente tiene algo que nos empuja a tocarla, abrazarla, poseerla, cautivarla por unos instantes, puesto que es efímera. Quizá su encanto sea eso, su provisionalidad, la fugacidad de unas formas que se endurecen y se alejan del candor. Quizá lo que me encantaba de Germán era su soltura, su descaro, su obscenidad inconsciente, su reto indecoroso lanzado a un desconocido y que yo, tal vez irreflexivamente, había aceptado.

Sin estar saciado aún de polla, bajé la cabeza para buscar el agujero. El chico se abrió de piernas y me brindó su entrada impúdicamente. No me decepcionó. Era dulce y cariñosa, como la recordaba. Libre de vello, lisa y amable, la entrada de su culo aportaba ahora otras sensaciones distintas a mi lengua, para jolgorio de mis neuronas. Intentaba en vano meter más lengua de la que tengo, provocando la firme sujeción de mi testa por ambas manos del chaval, que suspiraba sonoramente. Temí por el escándalo y se lo hice saber. Se moderó. Pensé que sería una buena idea arrojar por la borda su virginidad en plena iglesia, pero intentaba recordar el orden de la misa y no entendía en qué parte estábamos. Yo dudaba, pero Germán se decidió a tomar la iniciativa. Me sentó en el viejo banco, un poco inestable, y se comió de un bocado mi polla, bastante dura pero un poco despistada. Noté su úvula y las náuseas que lo invadieron, y que superó tan pronto extrajo mi nabo de su boca. Se quedó mirando pasmado, contemplado las venas y los capilares marcados, y la devoró de nuevo, otra vez hasta el fondo. Yo le ayudaba con mi empuje estimulado, y pronto superó la inevitable repugnancia que precede al vómito. Me estaba chupando de la punta a la raíz, en toda su longitud, con un ritmo pérfido que abastecía mis deseos de llegar al clímax. De un tirón alcancé su culo y lo atraje hacia mí. Pronto estuve saboreándolo a la par que él paladeaba mi polla, repartiendo disciplinadamente los sentidos para que no se extraviara ninguna sensación.

Germán respiraba sonoramente, jadeaba como en plena ascensión al Aneto, pero es que verdaderamente estaba escalando las posiciones que le conducían a la gloria. Mi polla se metía cada vez más adentro, y su ano se pegaba cada vez más a mi cara, mi lengua profundizaba cada vez más. Así, cuando después de unos acordes de un órgano eléctrico el cura empezó a explicar el significado del sacramento del matrimonio, Germán se alzó y se sentó en mi estómago, dejando que la rigidez de mi sexo rozara el nacimiento de su espalda. De nuevo me besó, y nuevamente probé la exquisitez del agua del oasis. Restregaba sus huevos y su culo por mi estómago. Casi notaba la avidez de su hoyo en el abdomen, retrasando el momento como para obtener más apetito, aplazando la entrega para multiplicar el disfrute. Y cuando los novios envueltos en una aureola de amor sagrado, se prometían adhesión eterna, levanté a Germán y coloqué mi otra cabeza en su puerta, sin entrar, como pidiendo la conformidad del propietario. A ese respiro el chico respondió con un ilusionado "Sí, quiero" y se abrió para dar paso a mi polla, que como una brasa ardiente se adentró en las entrañas receptivas del joven. Sólo ese momento fue pacífico. A partir de entonces comenzó el frenesí. Sus movimientos se tornaron exagerados y toscos. Se alzaba hasta casi la pérdida del contacto y se dejaba caer hasta el fondo del precipicio, alcanzando a cada embestida un éxtasis que aún no conocía. Se le crispaban los nervios, se rendía ante la sucesión de escalofríos, cerraba los ojos mientras sacudía su cabeza de un lado a otro pidiendo un exorcismo. Después se echó un poco atrás, buscando otro ángulo. Recuperó la posición y se inclinó otra vez, provocando mi temor por una caída. Lo sujeté de la cintura y, sin parar de bombear, lo regresé a la posición aventajada que prometía más seguridad.

De esta manera su polla quedaba frente a mi boca. No alcanzaba a comerla, pero sí a lamerle la punta del glande con consciente dignidad, hasta que la esforzada pinza que sus piernas practicaban sobre mis caderas produjo un acercamiento y me encontré casi media polla en la boca. Comprimí los labios aprisionando tal manjar, impidiendo que se alejara cuando el vaivén motivara el reflujo, y al repetir varias veces el proceso, noté que mis atormentados testículos se inflamaban y escupí mi semen dentro del chaval, en medio de un arrebato irrefrenable. Pronto su blancor me inundó también, entre gemidos que oculté tapando con mi mano su boca, a lo que él respondió lamiéndome los dedos. Nos quedamos un rato quietos, él más relajado y con la cabeza colgando hacia atrás, yo dentro de él y con su bello miembro en la boca, mientras con las manos acariciaba tiernamente sus omóplatos, extremos apacibles de sus anchas espaldas.

Sonó la marcha de Lohengrin y nos vestimos, sin dejar de abrazarnos, lentamente pero con urgencia, puesto que todos iban saliendo y si no nos apresurábamos podían dejarnos encerrados dentro. Bajando las escaleras se paró para besarme. Le sequé el sudor de la frente y le miré a los ojos. No había ternura, sino sentencia, seguridad. Sólo dijo, entre travieso y trascendente:

-Ha sido la mejor boda de mi vida.

-Pues aún no se ha acabado.

Se quedó un rato parado, dudoso de cómo interpretar el reto.

-Me gustas –aclaró. –No te rindes.

Me abracé a su cintura con una mano en el glúteo. Sentía que ese culo era mío, aunque dudaba de la pretendida virginidad de Germán. Me moría por volver a clavarlo, en unas circunstancias si cabe más excitantes. Para Jordi, ni un pensamiento. ¡Que ingrato es el ser humano!

(1) Ver La cabaña (epílogo)

socratescolomer@hush.com