Testigo de la hermosura (13: La huída)

Gonzalo se aleja, pero el profe y los cachorros no pierden el tiempo. La chica se marcha, pero ¿dónde están Oriol y el madrileño?

TESTIGO DE LA HERMOSURA XIII: LA HUIDA

La opinión de mi hermana, más que la de una sicóloga, parecía la predicción de una vidente. Porque los días que siguieron a esta conversación Gonzalo se mantuvo alejado no sólo de mí, sino también de los chicos. Se le podía encontrar la mayor parte del tiempo pegado a Laura, cuchicheando frases misteriosas y mirando alrededor para tener la seguridad de ser observado por quién él deseaba. Los cachorros consideraron que su actitud estaba influida por la chica, así que no tuve que dar más explicaciones. Yo experimenté algunos momentos de crisis, incluso llegué a espiar envidiosamente a la feliz pareja en sus idas y venidas. No solían alejarse del hotel, más bien permanecían en los jardines y en la piscina; a veces en la sala de televisión. Si nos cruzábamos por casualidad, el madrileño solía limitarse a acariciar el pelo del rubito y a dar una palmada amistosa a Jordi. A mí, me ignoraba, o al menos me lo parecía. Yo intenté compensar ese distanciamiento con algún comentario de camaradería, que normalmente era respondido por la chica por medio de una frase corta y una mueca por parte del chico. Ni una sonrisa.

Pasamos esa etapa ensayando mañana y tarde con los cantores y preparando el concierto, que aún no tenía fecha. El dúo de las flores quedaba bastante bien, así como la Barcarola de Offenbach, que en teoría estaba dedicada al guerrero. Añadimos alguna que otra canción fácil para ofrecer un programa con un mínimo de consistencia.

La madre de Oriol se entrevistó conmigo la noche del viernes 18. Quería saber si podía abusar de mis servicios y apuntarse a un programa para el sábado y domingo. Había supuesto que no habría ningún problema, porque de hecho ya estaba inscrita. Le dije que no se preocupara, que su hijo estaría en buenas manos, y desprecié el dinero que me ofrecía. Le expuse que lo mejor era que cuando pagara la minuta del hotel echara cuentas con la directora. Me dio la mano –una mano fría y mortecina- y un beso en cada mejilla. Cuando ya se alejaba me comentó si sería posible que si hijo durmiera con Gonzalo o Jordi, puesto que ella se levantaría muy temprano.

-No te preocupes; en algún sitio lo colocaremos.

Se marchó dejándolo todo en mis manos. Y pronto apareció el enano que había estado escuchando escondido tras un panel de información turística.

-En algún sitio... en tu cama, por ejemplo.

-Podría ser. Depende.

-¿De qué depende?

-De Jordi. Tú ya tienes coartada, pero a él le hace falta una.

-¡Vamos a dormir juntos, como en la acampada!

-Ya veremos.

Dormimos los tres en mi habitación la noche del viernes y la del sábado, mezclando sexo y ternura y aportando continuas referencias al madrileño ausente. Los menores llegaron a la conclusión de que estaba dedicándose plenamente a salir con Laura, y que ya se cansaría. Pero el domingo un elemento nuevo surgió espontáneamente, para complicar inesperadamente las circunstancias.

Después de ensayar un rato en la sala del piano, salimos a la piscina. Al borde se encontraban Laura y Gonzalo, que lucía un bañador nuevo, tipo speedo. Los tres nos dimos cuenta del cambio y nos miramos para compartir un gesto de aprobación y un destello de deseo. Yo me eché al agua enseguida, pero los chavales se quedaron en las inmediaciones del la pareja. Cuando salí, Laura estaba valorando la belleza del color de pelo del pequeño mientras se lo acariciaba, ante un Lalo con cara de pocos amigos. Oriol se sentó a su lado y se puso cómodo, y las caricias que hasta ese momento sólo se limitaban al pelo se extendieron por los hombros y los brazos. La chica hablaba suavemente, y hasta mis oídos sólo llegaba alguna frase aislada, suficiente para formarse una idea del tema de conversación.

-Es que eres muy guapo. ¿Cuántos años tienes? Pues imagínate, cuando tengas seis o siete más vas a tener a un montón de chicas loquitas por ti.

Pero Oriol no había dejado de ser Oriol.

-Oye, si quieres que follemos sólo tienes que decirlo.

Sorprendentemente el comentario atrevido provocó la carcajada de la chica, que lo abrazó con más fuerza y siguió acariciando. Continuaron susurrando y el niño se acomodó en el regazo de ella. Sonreía con picardía mientras respondía a unas preguntas que no traspasaron la distancia de cinco metros que nos separaba. Le hice un gesto a Jordi que se vio interferido por una figura que había saltado al agua inesperadamente. Miré hacia el borde. Gonzalo no estaba. Por lo visto no le gustaba que su niña se mostrara cariñosa con un chiquillo. Busqué de nuevo la vista de Jordi y había desaparecido. Lalo lo había arrastrado a una carrera de natación. Me quedé como un inepto, junto al borde, sin saber qué hacer. Ahora había dos grupos, y yo no encajaba en ninguno de ellos. Acerté a captar un comentario de Laura para con Oriol.

-¡Qué cachondo eres!

Se me ocurrió intervenir.

-Oye, Laura, si se pone pegajoso me lo mandas.

-No, si es muy simpático.

-Simpático y descarado.

-Sí, eso ya lo he notado. Un poco guarrillo...

Mientras decía esto le rodeaba el estómago con su brazo derecho y tocaba su pelo con el izquierdo. El chavalillo me miró y me hizo un gesto con la boca, como lamiéndose los labios. Lalo apareció a los pocos minutos y mojó a los dos jóvenes. El chaval no dijo nada, pero Laura se quejó del agua fría. El madrileño se acercó, le recogió el pelo y casi la arrastró.

-¿Vienes?

Y desparecieron de nuestra vista.

A partir de ese momento se estableció una especie de complicidad entre la chica y el enano. Yo me enojaba y me divertía al mismo tiempo. Me enojaba porque notaba que al chaval le gustaba el contacto directo con la piel de la muchacha, se dejaba acariciar y, de vez en cuando, también la acariciaba a ella. Me divertía porque veía que esa confianza ponía muy nervioso e incómodo al guerrero. Parecía que estaba celoso del pequeño, y si las carantoñas se alargaban demasiado siempre terminaba remolcando a su chica. Jordi se lo miraba desde lejos, como siempre, sin dar importancia aparente a esos momentos promiscuos. Hasta que una tarde preguntó abiertamente:

-Oye, Jefe, ¿tú le quieres robar la novia a Lalo?

-No. ¿Por qué? No estaría mal.

-No o no estaría mal?

-No estaría mal.

-¿O sea que te gustaría follar con ella?

-A lo mejor.

-Pero si tu mismo decías que las tías no saben.

-Pero pueden aprender.

El nadador rodeó con su brazo el cuerpo del enano, de una forma que me recordó, por un momento, a Laura y sus efusiones cariñosas.

-A ver, Oriol –continuó Jordi-, ¿no te das cuenta de que Lalo se siente molesto?

-¿Por qué?

-Porque Laura te toca... demasiado.

-¿Y qué?

-Pues que él se siente celoso.

-¿Y qué?

-Es su novia.

-Y mi amiga.

-Oriol, no te hagas el tonto –intervine-. Sabes perfectamente de qué va la historia. Tú mismo te has dado cuenta de que Lalo se cabrea cuando te pones muy tierno con ella, y comenzáis con vuestros secretitos a media voz.

-No son secretitos. Me pregunta y yo le respondo.

-¿Sobre qué?

-Sobre mí. Y sobre Gonzalo.

-¿Qué te pregunta de Gonzalo?

-Si es verdad que nos hemos bañado en pelotas todos juntos.

-Y tú, ¿qué respondes?

-¿Te crees que soy estúpido? Le cuento tantas bolas que no sabe qué creer.

-¿Y tú no le preguntas nada? –interpeló el nadador.

-Claro. Esta mañana le he preguntado si se la ha chupado a Lalo.

Sonrió maliciosamente. Esperó un rato. Ya sabía lo que venía a continuación, pero se hacía el importante.

-¿Y qué te ha dicho? –interrogué, tomando sus mejillas en mi mano y apretando.

-Que sí. Y también le pregunté si ya habían follado.

-Y te respondió...

-Que no. Que no está segura. Que le gustaría, porque se marcha la semana próxima...

-¿Se marcha? –gritó Jordi apresuradamente, impidiendo que yo formulara la pregunta-. ¡Que alegría! Y, ¿para cuando?

-Creo que el martes o el miércoles.

No entendí muy bien el juego de Laura. A veces las chicas sienten debilidad por los chiquillos y los toman por confidentes, creyendo que dada su edad no entienden nada. Quizá era eso lo que le pasaba a ella, y no era consciente del peligro que suponía contar intimidades a Oriol, ni de la actitud de Gonzalo, cada vez más corroído por los celos.

El domingo por la noche regresó la madre del pequeño y le propuse una nueva actividad. Había estado pensando e incluso había intercambiado opiniones con Jordi. El chico, más juicioso, creía como yo que Lalo acabaría estallando, y que Oriol recibiría un golpe –merecido- y nosotros las consecuencias. La personalidad del enano es muy atractiva y, gracias a su falsa ingenuidad, va abriéndose camino. Cuando los tutores de los cachorros ya habían aceptado una nueva excursión, una de las salidas fuera de tono típicas del chaval corroboró que marcharse un día era una buena idea.

Salimos temprano el lunes hacia el Valle de Boí. Yo había estado allí una sola vez, hacía unos diez años, cuando estaba acabando mi carrera en Universidad de Barcelona. Me habían dicho que desde que la UNESCO había declarado Patrimonio de la Humanidad a las iglesias románicas de ese valle se habían invertido muchos millones en mejorarlas. Pensé que sería interesante estar juntos los tres, sin interferencias, y al mismo tiempo programar un poco de cultura. Además, recordaba que en una de las iglesias el acceso al Campanario estaba permitido, y esperaba que ese detalle podía parecer excitante. Tan pronto enfilamos la carretera que, repleta de curvas interminables, lleva a Pont de Suert, me dirigí al pequeño para increparlo duramente.

-Ayer te pasaste con Laura.

-¿Yo?

-Sí. Una cosa es hacer una gracia y otra resultar obsceno.

-¿Qué hice?

-Lo que le dijiste.

Jordi callaba, pero se giró a mirarlo y asintió.

-No le dije nada fuerte.

-¿No? ¿No observaste su cara? Se quedó helada.

-¿De veras?

Adoptó un tono grave, que no resultaba muy convincente.

-Hablo en serio. No se le puede decir eso a una persona.

-A ti sí que te lo puedo decir. Y a Jordi.

-No es lo mismo –advirtió el aludido.

-Oriol, nosotros llevamos muchos días juntos. Nos tenemos mucha confianza, estamos muy unidos. Compartimos muchas cosas que nos gustan a los tres.

-Follamos –apuntó secamente.

-Sí, follamos, pero también jugamos, pasamos el rato, nos queremos...

-Pero, ¿qué le dije?

-Que sin con Gonzalo no se atreve, que puede follar contigo. Que estás dispuesto.

Se rió un poco, pero pronto se percató de que no procedía.

-Y luego la remataste –continué.

-No me acuerdo. Yo digo las cosas sin fijarme.

-Pues vale la pena que pienses lo que dices.

-Le dijiste que te la follarías si no tenía la regla, porque a ti la sangre te da mucho asco.

-Es verdad que me da asco.

-Pues te lo callas. Si no llego a tirar de ti, Gonzalo te corta la polla a rodajas.

Se miró el paquete instintivamente.

Para desarrollar mi faceta pedagógica había preparado música para la ruta, concretamente el Carmina Burana de Karl Orff. Hacía tiempo que no lo escuchaba y además, me apetecía. Jordi ya conocía algunos fragmentos, y les propuse, como juego, que siguieran el ritmo de las piezas. Llegados a la danza, se dieron cuenta de que resultaba imposible, y les expliqué cómo son los compases de amalgama y cómo deben llevarse. Oriol me sorprendió, porque nunca nos había dicho que comenzó a estudiar solfeo y piano y lo había dejado hacía poco. Se divirtió llevando el compás con el brazo cuando aprendió cómo funcionaba y así pasó un buen rato. La reprimenda estaba olvidada. Hasta la próxima vez.

El espíritu de la música, entre profundo y misterioso, iba impregnando la soleada mañana. Me sentí de nuevo como un goliardo, empeñado en vivir una existencia llena de aventuras amorosas, esclavo del vino y de la fortuna. Impresionado por ese magnífico tratado amoroso que, como un retablo, se abre ante el oyente de nuestro siglo, poco a poco fui desgranando ante los chavales cada una de las partes. Disfrutaron con las escenas de la taberna, especialmente la del Abad de la Cucaña. Llegados al jardín del amor, escuchar a un coro de niños me hizo sentir escalofríos, y a ellos les despertó la curiosidad. Pero se impuso la serenidad reflexiva y consciente de In trutina , fragmento cuyo texto el compositor adaptó del original del siglo XIII. Siempre me he dejado conmover por esas atávicas palabras, y así se lo expresé a mis niños:

In trutina

En la balanza insegura de mi mente

fluctúan dos contrarios:

el amor lascivo y la castidad.

Pero elijo lo que veo:

ofrezco mi cuello al yugo,

aunque es un yugo suave.

Irrumpió en la escena Tempus est iocundum , el tema que define muy bien una determinada filosofía amorosa que comparto. Ochocientos años no han restado vigencia a ese tipo de amor tan antiguo como la humanidad. Los chicos se dejaron llevar por su ritmo vertiginoso y pronto se aprendieron el estribillo:

O! o! o! totus floreo.

Iam amorem virginali totus ardeo.

Novus, novus, novus amor est quo pereo. (1)

Y, me recreé, saboreando las palabras, en la estrofa que dice:

Mea mecum ludit virginitas,

Mea me detrudit simplicitas. (2)

Pero luego llega el clímax de la sensibilidad y me estremecí hasta lo más hondo. Se presentó ante mí la efigie de Gonzalo, dilecto y afectuoso, cuando la soprano confiesa, en medio de un ambiente volátil y sobrecogedor, casi inhumano:

Dulcissime! Totam tibi subdo me. (3)

Sí, Lalo se me había entregado. Había llegado y se había donado, como una ofrenda, como un obsequio. Las lágrimas delataron lo que un corazón endurecido se había propuesto encubrir. Lo echaba de menos. Lo amaba generosamente. Quería recuperarlo.

Al ver las lágrimas, Jordi observó:

-¿Qué significa esto para ti? No es normal que te emociones tanto.

-Pensaba en Gonzalo. Me gustaría que fuera como nosotros.

-La piba se va pasado mañana y todo volverá a la normalidad –sentenció Oriol.

Me quedé estupefacto ante el convencimiento con que había pronunciado la última frase. Sonó como si tuviera una estrategia prevista.

Cruzamos el río y entramos en territorio catalán. Jordi empezó a entonar el Himno de Cataluña y Oriol lo siguió, pero sólo se sabían de memoria la primera estrofa. Al no poder terminarlo, espontáneamente se pasaron al Himno del Barça. En el asiento de atrás, el pequeñajo se había animado y cantaba sobre nuestro oído, medio levantado, mientras daba palmadas en la ancha espalda del nadador. Habíamos tomado ya el desvío que conduce al Valle de Boí y, de pronto, tras una curva, apareció un coche de la policía catalana, los Mossos d’Esquadra . No tuve tiempo de avisar al pequeño, que continuaba cantando, gritando y gesticulando. Un agente me hizo señas de detenerme. Al observar mi matrícula, me habló en castellano. Yo le respondí en catalán.

-Veamos la documentación. ¿Son sus hijos? ¿No sabe que está poniendo en peligro la vida del pequeño? ¿Por qué no lleva abrochado el cinturón de seguridad?

-Es que atrás no es obligatorio y...

-¿Cómo que no es obligatorio? A ver, tú, ¿cuántos años tienes?

Oriol contestó la verdad.

-Diez.

-¿Y tú?

-Trece.

-El mayor puede ir delante, sin problema, pero el pequeño debería llevar un asiento adaptado, para más seguridad. O por lo menos el cinturón bien trabado. ¿Es que no ama a sus hijos?

-Verás, es que normalmente no llevo a niños en mi coche. Por eso no tengo asiento adaptado.

-O sea que no son sus hijos.

-No.

-¿Sobrinos?

-Sí –contestó Jordi.

-No –afirmó Oriol.

-Son hijos de clientes del hotel donde trabajo, en el Valle de Benasque. Vamos de excursión a Boí.

-¿Tiene algún documento que acredite que están autorizados a viajar con usted?

Me quedé helado. Se me había olvidado rellenar el impreso para la excursión de hoy. Iba a justificarme, pero Oriol se me adelantó con una de sus guasas.

-No tiene ningún documento porque nos ha secuestrado. Tendrías que ver lo que nos hace.

-Cállate, Oriol –interrumpió Jordi-. No digas tonterías.

-No le hagas caso a éste. Es que tiene síndrome de Estocolmo. Está enamorado del secuestrador.

-¡Oriol! –grité-. ¡Vale ya de bromas!

-Fíjate cómo me grita! ¡Devuélveme con mi madre!

Me estaba poniendo nervioso. Los comentarios de Oriol podían resultar creíbles, y el agente comenzaba a impacientarse. Miraba a uno y a otro sin saber qué pensar. De pronto recordé que en la guantera tenía las autorizaciones que habíamos rellenado para la acampada. Las busqué.

-Tendrías que ver cómo nos trata. Nos ha violado. Dos veces. A mí aún me duele el culo.

Miré hacia atrás. El muy bruto era un actor de primera. Hasta a mí me hubiera convencido.

-¡Yo quiero ir con mi madre!

Y se puso a llorar. Para darle realismo, ¡incluso le brotaban lágrimas! Yo estaba desesperado por hallar la prueba, porque vi que el agente se llevaba la mano a la pistola. Por fin aparecieron, doblados, los papeles. Se los entregué.

-No son para hoy, sino para una acampada que llevamos a cabo la semana pasada. Por lo menos demuestra que sus padres los autorizan a viajar conmigo.

-Gonzalo Montes Rodríguez. ¿Eres tú?

-No. Yo soy Jordi Pinós i Cartellà.

-Sí, ya lo veo. Tú debes ser Oriol.

-No, yo soy Gonzalo.

-No puedes ser Gonzalo; aquí dice que tiene trece años. Tú eres Oriol, diez años. ¿Quién es Gonzalo, entonces?

-Yo. Gonzalo Guerrero Caviar.

-¿Te quieres quedar conmigo? Cállate, que eres un lioso.

-En realidad es buen chaval, pero le encanta hacer teatro. Por suerte llevaba esos documentos, que si no... te podías haber creído la historia del secuestro...

-De todas formas, tengo que multarlo.

-¡Yo quiero ir con mi madre!

-¡Noventa euros por tu culpa, niñato de mierda! –exclamé tan pronto recuperamos la marcha.

-Que las pague mi madre.

-No va a hacer falta, porque en cuanto bajemos te voy a estrangular. ¡Un secuestro! ¿A quién se le ocurre?

Nada más terminar la frase me sobrevino un ataque de risa contagiosa, y pronto estábamos los tres con las lágrimas brotando de tanto reír. Detuve el coche en el arcén y salí a tomar aire.

-Con que te duele el culo, ¿eh? ¡Hoy sí que te va a doler! Te la voy a clavar hasta que te salga por la boca.

-A ver si es verdad.

Visitamos Erill-la-vall con demasiada calma, porque cuando llegamos a Sant Climent de Taüll faltaban veinte minutos para que cerraran. Entramos y, como había supuesto, pronto se interesaron por subir al campanario. Jordi iba delante, el pequeño lo seguía y yo cerraba la expedición. Las escaleras eran muy rectas, y en un tramo el culo de Oriol quedó a la altura de mi cara. Con el recuerdo de los apuros pasados ante el policía, lo abracé de la cintura y le besé una nalga. Se bajó los pantalones, que llevaban una cintura elástica. Decidí aceptar el reto y le metí la lengua en la raja. Se iba animando, y le tuve que parar los pies.

-No, que hay gente.

En el último piso del campanario había dos personas, que descendieron al vernos llegar. Nos habíamos quedado solos. Contemplamos el paisaje impresionante, observamos las campanas y nos dispusimos a bajar.

-No, espera –dijo Oriol-. Una follada.

-¿Aquí? ¡Estás loco!

-Venga, sí... –suplicó Jordi.

-No nos ve nadie.

-¿Y si sube alguien? –objeté.

-Desde aquí se ve y se escucha jadear a la gente.

Se bajó los pantalones y los calzoncillos hasta los tobillos. Jordi lo imitó.

-Están a punto de cerrar. Yo me bajo.

Comencé el descenso creyendo que me seguirían, pero me encontré en el piso anterior completamente solo. Remonté sigilosamente y los vi, medio camuflados entre los muros milenarios, abrazados. Jordi estaba un poco inclinado hacia adelante y Oriol se metía armonizadamente en sus entrañas. Me calenté inmediatamente y me dispuse a participar. Siempre me han provocado morbo los lugares públicos, como a la mayoría de las personas. Estudié el escenario. Si subía alguien podríamos oírlo. En los prados que rodean la iglesia no había nadie. Era la hora de comer, pero el restaurante más próximo estaba al lado contrario, y los gruesos muros nos protegían de miradas indiscretas. Me arrodillé y metí de nuevo mi cara en la hendidura del pequeño. Sabrosa. Humedecí con la lengua el delicioso agujero y me separé al momento para mirar el reloj. Las dos menos cuarto. Tenía que ser, realmente, un polvo rápido. Si no se daban cuenta de nuestra presencia en el campanario podían incluso encerrarnos en él. Pensé que ya había lubricado suficiente y me incorporé, flexioné un poco las piernas y me clavé. El culo del Jefe no era para mí ninguna novedad, pero en esta ocasión sentía una excitación extraña. Con las manos llegaba hasta Jordi, un poco más agachado, y su cuello tan sensible me producía impresiones ricas al tacto. La posición flexionada era muy fatigosa, así que decidí asumir la vía directa para evitar riesgos innecesarios. Agarré la polla de Jordi, que estaba medio dura pero muy próxima, y con la otra mano agarré a Oriol de la cintura para procurar un mayor entendimiento en el ritmo. Poco después me corrí espasmódicamente sobre el chiquillo, sin abandonar en ningún momento el contacto con su piel. Mi mano derecha apareció mojada de un fluido aromático que no tardé en devorar. Y entre gritos victoriosos el pequeño escupió también su leche, desperdiciada en las entrañas de mi chaval. Me dolían los músculos de las piernas cuando cruzamos la puerta en dirección al vehículo. Nos miramos satisfechos. Los cachorros eran muy intrépidos, y yo me había dejado arrastrar.

El martes lo pasamos en el pantano, navegando y bañándonos desnudos. Oriol nos sorprendió con una nueva propuesta, esta vez sin sexo. Se trataba de darle una fiesta de despedida a Laura, que regresaba a su casa el miércoles por la mañana. Se lo quitamos de la cabeza. A Jordi y a mí ni nos apetecía lo más mínimo, y tampoco había habido tanto roce con ella como para merecer un acto especial. La última noche que Laura estaba entre nosotros transcurrió, por tanto, sin novedad. La pareja desapareció después de cenar, y ninguna de mis exploraciones por los jardines arrojó resultado. Supuse, entonces, que habrían encontrado algún rincón discreto para sus afectos, y celebré mentalmente que las circunstancias contribuyeran a dejar a Gonzalo libre para mostrarse tal como era. Sin embargo, las dudas me asaltaron de nuevo. ¿Y si Gonzalo, a pesar de estar solo, no regresaba a nuestro grupo? No lo imaginaba deambulando solo por el hotel, o jugando a cartas con sus padres. Las demás chicas se marchaban también, así que... ¿Y si decidía abandonar el hotel? Quizá sus padres confiaban suficientemente en él como para dejarlo solo en su casa de Majadahonda. O lo peor: ¿Y si recuperaba su relación con los chavales pero me ignoraba a mí? Noté un calor inesperado. Me estaba sonrojando. Esa posibilidad me causaba terror. No sabría resistir más tiempo la incertidumbre. Me había disculpado ante el, quizá de una forma poco adecuada, pero Lalo no había mostrado ninguna tendencia a recuperar el trato. Me desesperaba imaginando que los días transcurrían sin arreglarse el tema, llegaba el fin de mes y él se marchaba sin permitirme aclarar los términos, sin llegar a ninguna conclusión, echando por la borda unos días de amistad que habían sido maravillosos e inolvidables, estropeados por una insignificancia.

A las once Laura partió. Después de un rato de intimidad con el madrileño, apareció en el vestíbulo, sonriente. Se dirigió a Jordi y le dio un par de besos. Al enano también, pero más cariñosos, y un par de pellizcos en el culo. A mí me dio la mano, pero yo la arrastré hasta mis mejillas. Ese contacto me provocó un sobresalto: reconocí la colonia que Lalo llevaba unas cuantas noches atrás, cuando todo iba bien y la confianza guiaba nuestras relaciones.

Como en las más desesperanzada de las previsiones, Lalo estuvo ilocalizable durante todo el día. No habíamos programado ninguna salida para permitir que él se incorporara espontáneamente, y los chicos estaban tan nervioso como yo. A cada momento estábamos pendientes de la puerta del vestíbulo, del ascensor, de la piscina. Ni rastro. Un poco tristes, los chavales se fueron a cenar con sus familias. Yo me senté, solo, cabizbajo, desconsolado. Sole interrumpió los pensamientos que me torturaban.

-Ya baja.

-¿Quién?

-El guapo.

-¿Lo has visto?

-Sí.

-¿Y durante el día?

-Durante el día... No estaba a la hora de comer... La llave... Yo creo que ha estado todo el día durmiendo, recuperándose de no sé qué esfuerzo...

Entraba, radiante, en aquél momento. Vestía el bañador speedo y una camiseta ajustada. Le noté algo raro en el rostro, pero no acerté a descubrirlo. Pasó por nuestro lado sin mirarnos, como desperezándose. Sin embargo, masculló, aunque con desgana, una palabra al menos.

-Hola.

No me conformé. Cuando se había alejado unos cuantos pasos lo llamé. Acudió con indolencia, y en ese momento pude descubrir qué había cambiado en su rostro: llevaba un corte en una ceja. Aunque igualmente bello, parecía un poco demacrado.

-Qué.

-Escuchaste mis disculpas el otro día, ¿no?

-Sí, no te preocupes, ya hablaremos.

-¿Algún accidente?

-No.

Y se alejó arrastrando los pies. Consideré que cambiar mi posición en la mesa para poder observarlo era inconveniente, de modo que la cena transcurrió despacio, con los oídos atentos a cualquier comentario. Me pareció que su padre lo amonestaba, pero discretamente. No me llegaban las palabras, sólo el tono de voz. Alargué desmesuradamente los postres, esperando algún gesto, que no llegaba. Entonces oí su voz cercana, pero no se dirigía a mí.

-Oye, Jefe, ¿tú sabes jugar al billar?

-¿Cómo lo has llamado? –pregunto algo angustiada la madre del niño.

-Jefe. Nada, es un apodo cariñoso. ¿Sabes?

-Un poco.

-Pues venga, que voy a enseñarte a jugar en serio.

-¿Puedo?

-Vale, pero a las once en la cama. Mañana me voy de excursión a Zaragoza...

-Señora, no se preocupe. Si quiere, se puede quedar conmigo, como otras veces...

-Bien, pero vienes a recoger el pijama. No me gusta que duermas en ropa interior.

La pobre señora no sabía que Oriol, la ropa interior, sólo la usa para quitársela.

La invitación de Lalo a Oriol me chocó. Nos sorprendió, porque tan pronto salieron de la estancia, Jordi se personó en mi mesa y ocupó una silla a mi lado.

-¿Lo has visto?

-Sí.

-A lo mejor quiere que tengamos la posibilidad de estar juntos, tú y yo, a solas...

-Quizá.

Esperamos un rato. Aunque la sala del billar era pública, no habíamos sido invitados, por lo tanto decidimos hacer una visita más tarde, cuando las partidas hubieran acentuado la complicidad entre los dos muchachos. Nos pusimos a jugar al parchís en el vestíbulo. Desde ahí se dominaban todas las rutas. Si terminaban las clases particulares, por fuerza debían cruzar por delante de nosotros. Transcurrida una hora, Jordi se puso en pie, dispuesto a hacer una incursión.

-¿Vienes?

-No, ve tú. Si hay buen rollo, me avisas.

-Pero...

-Recuerda que desde que nos peleamos el otro día, Lalo me ha estado ignorando. No quisiera forzar la situación...

Regresó a los dos minutos.

-No están. Ni en el bar ni en la sala de billar.

-No puede ser. Los habríamos visto.

-Voy a la piscina.

-Estará cerrada.

-Pues en algún sitio deben estar.

Mi hermana, que estaba atenta a nuestra conversación, me señaló una casilla en el panel de las llaves. No comprendía lo que me decía, y estaba demasiado lejos para ver el interior del compartimiento. Me acerqué. Me señalaba la 324. Estaba vacía.

-¡Están en la habitación!

-Hace por lo menos una hora. El rato que lleváis jugando al parchís.

-¿Y por qué no has dicho nada?

-¡Acaso me habéis preguntado?

-¡Ya te vale!

Nos quedamos pasmados. Mi reacción primera fue de incredulidad. Me decidí a subir a la tercera planta. Jordi me acompañó. Nos acercamos sigilosamente a la puerta. El corazón nos latía con fuerza, buscando liberarse de la opresión de nuestro pecho. Pegamos el oído a la puerta. Se escuchaban, lejanas, unas voces, pero no se distinguía si pertenecían o no a nuestros amigos. Más bien parecían de una película. Decaídos, regresamos al ascensor. Antes de bajar, miré a Jordi. Sus ojos, muy vivos, me inquirían.

-Jordi, ¿puedes decirle a tus padres que dormirás con Gonzalo?

-Pero...

-Como coartada. ¿Quieres dormir conmigo?

-Encantado.

La mañana siguiente, a eso de las nueve, unos golpes en la puerta nos despertaron.

-Oriol –aventuró Jordi.

-No puede ser. Nunca es tan suave llamando. Vístete rápido y siéntate en el sillón.

Esperé y me dirigí hacia la puerta.

-¿Sí?

No hubo respuesta. Una vez comprobado que Jordi parecía un recién llegado, abrí.

Con la misma ropa que llevaba el día anterior, fulgurante el pelo de destellos áureos, erguido, convincente y triunfante, alumbrando todo el Pirineo con su sonrisa, allí estaba Oriol.

socratescolomer@hush.com

NOTAS.

(1) Oh, oh, oh, yo entero florezco.

Por un amor virginal estoy ardiendo.

Es un nuevo amor por el cual muero.

(2) Tu doncellez juega conmigo;

Tu inocencia me ahuyenta.

(3) Dulcísimo, me entrego totalmente a ti.