Testigo de la hermosura (10: Enajenación y...)

La amnesia de Sócrates no alcanza a la identidad sexual, y los cachorros dan prueba de ello. De regreso al hotel, Gonzalo recibirá unj homenaje muy especial.

TESTIGO DE LA HERMOSURA (X): ENAJENACIÓN Y REGRESO

La noche se desplegó perezosamente. Jordi estuvo todo el rato pendiente de mí, y Oriol de mi polla. Después de jugar un momento, se acurrucó y usó mi estómago de almohada. Esa circunstancia y el abrazo firme de Jordi impidieron que cambiara de posición, así que pasé casi toda la noche boca arriba. Mi amado estaba permanentemente atento a mis suspiros o ronquidos. Supe valorar en su justa medida su ternura, que me proporcionó un equilibrio armónico. A pesar de todo, él durmió mucho más tiempo que yo. Tenía muchos motivos para la reflexión, y mi pensamiento fue posándose en cada uno de los acontecimientos que habíamos vivido la última jornada. Lalo se hizo muy presente, y me pregunté por su estado. ¿Habría ya conquistado a Laura? ¿Se habrían perdido en algún recodo del jardín, o habrían usado mi cama, como le aconsejé, con el concurso de mi hermana? No veía a Laura como una enemiga, más bien como un requisito que hay que cumplir para lograr un objetivo. La fortuna la había colocado en un lugar y en un momento en que se daban las condiciones para que disfrutase de un manjar exquisito, sólo reservado a los dioses, un caviar que quizá no sabría degustar ni valorar. Esperaba que ella, inconscientemente, me abriera la puerta del corazón de Lalo.

Y tenía la esperanza de conseguir apoderarme de él. No sentía escrúpulos por estar ya con otros dos chicos. De hecho mi novio estaba a más de trescientos kilómetros de distancia enrollándose con otro chico al que había deseado mucho, y los cuernos no eran un obstáculo para mantener una buena relación. Después me vino a la imaginación la imagen bellísima de Oriol chupándole la verga a Lalo. Mucha gente lo encontraría pornográfico. Yo lo encontraba delicioso, sugerente, artístico. Mapplethorpe había dicho, parafraseando a otros, que la pornografía está en la mirada. Yo estoy de acuerdo. Esas imágenes que tanto ofenden a los supuestamente protectores de la juventud a mí me inspiran una enorme ternura. También excitación, lo reconozco, pero sobretodo admiración. Los rostros bellos de los chicos suelen mostrarse orgullosos de contener miembros grandes y bien formados. Como a Oriol, les gusta chupar.

Incluso puede a veces captarse un cierto grado de provocación en sus miradas, como si fueran conscientes de que su acto cargado de lubricidad provoca el escándalo en las mentes hipócritas o autoproclamadas bienpensantes, en los moralistas o en los reaccionarios. Recordé con qué naturalidad se habían chupado mis cachorros ante la cámara el día del Aneto, incluso me chocó la espontaneidad del madrileño que era quien pulsaba el disparador. Pero regresé a la imagen de hacía tan sólo 24 horas, y recodé su composición: la luz, tenue, difusa, sin sombras; los modelos, impecables: un rostro bellísimo de mofletes algo hinchados, ojos azules clarísimos, labios bien recortados, pelo liso muy rubio, un poco largo, conteniendo casi la mitad de un miembro moreno, erecto, visible unos diez centímetros, con las venas marcadas, los testículos a un lado, sueltos y grandes, muy separados; los pezones, erizados; los rostros, con expresiones algo divergentes: una mueca de satisfacción en el del pequeño, un gesto de indecisión en el guerrero, rasgo que desaparecía de vez en cuando para tornarse una mueca de placer inconfesable. No tenía la fotografía, pero el retrato quedaría grabado para siempre en mi memoria.

Como si me hubiera adivinado el pensamiento, Oriol mudó un poco su posición. Se colocó perpendicular a mí, creo que medio dormido, y se tragó mi polla que estaba animada a causa de mis últimos pensamientos. Lo noche era oscura y no se veía nada, pero imaginé su ademán travieso y cariñoso. Y pude entender la inestabilidad y la duda en Gonzalo la madrugada anterior: la mayor parte del tiempo el pequeño engullía el miembro sin apenas roce. Se notaba el contacto placentero, que era como una caricia profunda y sabia. Pero de vez en cuando, en medio del sueño, absorbía y tragaba como los bebés con su biberón. Esas chupadas involuntarias me llenaron de escalofríos. Imaginé al pobre Lalo, avasallado durante días por la calentura de tres machos en celo, manteniéndose firme en su negativa a experimentar con nosotros, que descubría inesperadamente gracias a la pericia del pequeño un placer casi inexplicable. ¿Cuánto tiempo llevaba aguantando las absorciones del pequeño cuando yo me desperté? ¿Realmente tenía ganas de separarse de la boca de Oriol? Si era así, ¿por qué no lo había hecho antes? ¿Sintió morbo al enseñarme la escena? Mi mano se agarró al culo de Oriol, que estaba un poco de perfil. Sus nalgas tan bien compuestas se aplastaban contra el suelo, pero su hoyo quedaba a mi alcance. Busqué con los dedos, y encontré una abertura estrecha que se derretía ante mis avanzadillas. Le metí dos. Suspiró y chupó, rozándome el glande con el paladar. Mi leche empujaba para ver la luz. Pero decidí tranquilizarme, y convertí mi deseo en ternura. Me emocioné al sentirme halagado de esa forma tan particular y entrañable. Realmente era afortunado. Entonces mi mano buscó los suaves hombros del pequeño, y el terciopelo de su cuello. Ciego, con las puntas de los dedos leí la dulzura de su piel. Y tuve un presentimiento: Oriol sería alguien importante en el futuro. No para la sociedad, sino para mí. Ocuparía un lugar en mi vida que aún no podía dilucidar. Ahora no era más que un niño que jugaba con el sexo pero que descubría el amor a marchas forzadas. Puedo querer a un niño, pero no puedo enamorarme de él. Y lo imaginé con trece, catorce años, fuerte y vigoroso, exultante de belleza, seductor implacable, nadie podrá resistirse a sus encantos, y si conserva su buen humor y su ironía, será un muchacho digno de ser amado con toda la intensidad.

Sentí el aliento de Jordi sobre mi hombro. Su brazo descansaba sobre mi pecho, con tanta suavidad que casi no notaba su peso. Sí notaba el tacto de su muslo, situado sobre mi pierna, en un ademán protector de mi sexo. Esta posición de mi chico, casi montado sobre mí, me reblandecía aún más el corazón. ¿Podía verse en ella una seña de posesión? Me hubiera encantado que fuera así. Me sentía especialmente orgulloso de ser la referencia del nadador en muchos aspectos, y aunque el fantasma de Miki campaba entre nosotros, creo que Jordi me sabía suyo, entregado y fiel, hasta el punto en que los que amamos a los chicos podemos darnos en exclusiva. Ya en otros momentos me había invadido la sensación de desasosiego por no poder detener el tiempo y saborear esos instantes como algo irrepetible. Dentro de pocos días me tendría que separar de él y de los otros muchachos, y la incertidumbre presidiría nuestra relación, como siempre tambaleándose al borde del abismo. Es la nostalgia del futuro, una sombra omnipresente que me intranquiliza a menudo y que entonces provocaba la aceleración súbita de los latidos del corazón.

Para tranquilizarme decidí trasladar mi pensamiento hacia Gonzalo. Lo echaba de menos, y no sólo porque la confianza aumentaba entre nosotros y se podía prever que el acercamiento desembocaría tarde o temprano en un encuentro sexual. Mi deseo iba en aumento, pero también mi cariño. Y me veía capaz de compatibilizar mi amor fervoroso por Jordi con el fervor amoroso que sentía por el madrileño, quizá engañándome vanamente, quizá abusando de la confianza de los menores. Veía a Lalo como un amigo, en el presente y en el futuro, cuya complicidad me resultaba tan cómoda como incuestionable. Creía en su lealtad, y concluí que en pocos días me había dado buenas muestras. Pero de nuevo me atosigó la angustia cuando acudió a mi cerebro la imagen de su tío y la veneración que por él sentía Gonzalo y que tan mal escondía. La competencia es la peor de las lacras que azota la vida de un teenlover. Nuestro principal enemigo es siempre otro adulto, movido por los mismos intereses, lanzado tumultuosamente a conquistar el mismo terreno. Veía a Enrique de una forma solidaria, casi condescendiente. Pero un soplo de vergüenza me hizo ruborizar inesperadamente. ¿Hasta qué punto la amistad con que Lalo me agasajaba era mérito mío? ¿No estaba ocupando yo el espacio que por derecho le correspondía a su tío? Y, sobretodo, ahora que todos los elementos anunciaban que se acercaba el momento en que el muchacho dejaría de resistirse y daría el paso, ¿tenía yo derecho a llevarme algo que su tío tanto deseaba, algo por lo que había invertido gran parte de su vida, algo que había provocado en definitiva su renuncia y su lejanía? Lo imaginé roído por la insatisfacción, alejado de su sobrino a quien ama, obligado a tragarse sus penas a miles de kilómetros. Sentí lástima. Pero recordé que yo me introduje en la vida de Lalo sin conocer su situación, de forma honrosa, deslumbrado por la personalidad del chaval y por esa complicidad impagable que había ido creciendo a medida que el tiempo transcurría, floreciendo de nuevo a cada sonrisa, brotando fresca y espontánea en cada mirada traviesa que nos lanzábamos, jugando a conocernos y desconocernos a cada paso, renovando nuestro interés por el otro a pesar de lo previsibles que podían resultar ya nuestras relaciones. Eso diferenciaba mi situación con Jordi de la de Lalo. Con el primero no había margen posible. Yo me había entregado y él me había correspondido. Simplemente actuábamos en consecuencia. Con el segundo la partida estaba aun abierta. Cada cual movía ficha según su conveniencia: yo, para ganar terreno, él para mantener el suyo, enrocándose si hiciera falta.

Un nuevo sorbete de Oriol me alteró. Mi pensamiento vagaba sin rumbo claro. Tenía un dedo aún entre las nalgas del rubito, y el brazo se me había entumecido. Intenté cambiar de colocación y abrazar a Jordi. No pude. Los dos estaban sólidamente instalados, y sólo conseguí que consolidaran su posición. Me vino a la imaginación la tremenda paja de que había sido testigo la última tarde, sobretodo los comentarios ilustrativos en cuanto a fantasías sexuales que animaban la cadencia de sus manos. No dejaba de ser paradójico: Oriol, juguetón y sexualmente directo, amigo de entrar en materia y poco dado a las efusiones de cariño, soñaba con un Lalo tierno y amable, que lo poseyera con más afecto que instinto, que le entregara su amor al mismo tiempo que su placer; Jordi, sin embargo, sensible y delicado, partidario de las caricias y el roce sinceros, del sexo como consecuencia de la estima, se había destapado insólitamente brutal, belicoso, con fantasías orgiásticas y excitantes lluvias doradas. ¿Cómo sería Gonzalo en realidad? ¿Cómo se comportaría en su primera vez?

Otra succión inhumana me hizo perder el hilo de mis pensamientos. Estaba rendido, quería dormir, pero la posición me incomodaba. Antes de ceder territorio al sueño, una imagen me cruzó la mente dejando algunas preguntas al aire: ¿Por qué antes de agredirme, el individuo que me golpeó me agarró el culo y me rozó claramente el sexo?

La luz difuminada del sol atravesando la tela de la tienda me despertó. Una mirada transparente e inquisitiva me observaba con interés. Oriol se había perdido entre mis muslos. Estaba acurrucado chupándose el dedo. Jordi no decía nada. Sólo esperaba. Mis primeras palabras para él fueron en euskera.

-Izugarri maite zaitut! (1)

No entendió los términos, pero sí el mensaje. La frase me salió tan dulce que se transparentaba la intención.

Sonrió, y el verdor de sus ojos se tornó cristalino. Me abrazó más fuerte, y mi espalda adolorida se resintió. Me acarició el chichón de la cabeza. No era muy grande. Después, recorrió mi rostro con los dedos, posándose sobre los ojos, la nariz, los labios. Me introdujo un dedo y se lo chupé, sin dejar de admirar esa belleza fresca que cada madrugada florecía para mí. Cada vez más felino, sólo le faltaba ronronear. Incluso su pelo enmarañado se asemejaba a la melena de un león enfadado. Y como si fuera el poeta quien hablaba, mis labios pronunciaron esas inmejorables palabras que Vinicius nos legó, una de las más bellas alabanzas que el hombre ha creado:

-Se todos fossem iguais a você, que maravilha viver!

Sus ojos se llenaron de humedad. Los míos ya lo estaban. Los de Oriol nos miraban con incredulidad.

-Sigue tan loco, ¿verdad? Continúa hablando en italiano.

-No, es portugués –respondió el nadador con voz insegura, intentando sobreponerse a la emoción.

-Lo que yo digo. Está como una cabra.

El realismo crudo del chavalillo no impidió que el clima de emoción se perpetuara a través de un beso, que Jordi comenzó. Yo me dejé llevar. La suavidad de su boca me transportó a la patria lejana de la gloria. Valles eternamente verdes, manantiales cristalinos, aromas intensos, silencio inquebrantable... y la paz, una inmensa paz, una paz tangible y serena, sólida pero finita.

-Tengo hambre. ¿Qué vamos a hacer?

Jordi iba a responder y se separó de mis labios. Con un gesto lo detuve y seguimos besándonos.

-¡Mira, el tío! ¡Pierde el juicio pero sabe lo que quiere! ¡Pues yo también! ¡Y además tengo hambre!

Se metió una vez más mi polla en la boca. Ese honor aderezó la forma y le confirió dureza. Oriol estaba encantado de su logro y lamía desapasionadamente, como con un caramelo. Jordi tomó las riendas de la situación. Soltando mi boca, separó al pequeño de mi miembro y se dirigió a mí en términos un poco bruscos:

-Sóc, ¿te acuerdas? Dime que te acuerdas de mí. Di quién soy.

-¿Cuerdas?

-¿Y yo? –gritó el rubio-. ¿Te acuerdas de mí?

Lo miré dubitativo. Por una vez, no sonreía. Pero fue por poco tiempo.

-¿Mamada?

Soltó una carcajada.

-¿Lo ves? De mí sí que se acuerda. ¡Jódete!

-No seas crío. Sólo ha dicho mamada. Eso no significa que te relacione con una mamada.

-Ya lo verás. Sóc, ¿quieres que te la chupe?

La pregunta iba acompañada de un firme agarre de mi aparato, que contemplaba la escena sin decidirse del todo. Sin esperar respuesta comenzó a succionar. Jordi se enojó. Yo solté un suspiro de placer, que cortó lo que Jordi iba a decir. Me miró, se agachó y apartó al pequeño de mi polla. Se la tragó más y mejor que Oriol, y mis suspiros se multiplicaron.

-¿Lo ves? –dijo al cabo de un rato-. Mamada no significa Oriol.

Yo protesté y siguió chupando. El rubio no se dio por vencido y se lanzó hacia mis pelotas.

-Déjame un poco.

Los dos chavales se fueron alternando en su papel succionador. Cuando Jordi devoraba mi polla, el menor saboreaba mis testículos. Luego se intercambiaban, hasta que, de repente, el rubito soltó una carcajada que explotó en mis huevos.

-¿Te imaginas?

-¿Qué?

-¿Te imaginas que por culpa del golpe en la cabeza ahora le gustaran las tías? Nos moriríamos de hambre.

-Pues de momento parece que ese no es el caso.

Se quedó un rato reflexionando y habló de nuevo.

-Espera, si tenemos que llevarle al hospital, ¿qué diremos?

-¿De qué?

-No nos reconoce. Si empieza a hablar y dice: "mamada", y quiere que el médico se la chupe...

-Joder, ¡que guapo!

-Calla. ¿Y si le hacen análisis, y encuentran nuestra saliva en su polla, y en su boca?

-¿Le van a hacer la autopsia?

-No seas bruto. No está muerto.

-Pues lo matamos a chupadas.

Y soltó otra de sus carcajadas contagiosas. Jordi lo detuvo.

-Estoy hablando en serio. ¿Y si nos preguntan, o nos exploran?

-¿Qué?

-Tenemos el culo más abierto que...

-Pues lo dejamos abandonado en la puerta.

-¿Serías capaz?

-Claro. Y por la noche entramos por la ventana y se la chupamos.

Interrumpí la conversación porque se estaba tornando paranoica. Demandé más "mamada" y se calmaron.

Pronto mis dedos jugaron con ambos culos, y Oriol no tardó en querer sentarse. Jordi le cedió espacio, aún con algunas reticencias, que fueron vencidas cuando lo agarré de la cintura y lo obligué a sentarse sobre mi cara. El techo de la tienda no se lo permitía, así que me puse en diagonal. Cuando mi polla rasgó la calurosa entrada del pequeño, inevitablemente, Gonzalo se apareció en mi imaginación, pero conseguí echarlo. Disfruté de la navegación pausada por las entrañas del chico, más sereno, y de la lubricidad húmeda del ano de mi chaval, que a mis lamidas intencionadamente profundas ahora sí ronroneaba como un gato en el regazo. Luego busqué la línea que se dibuja desde los huevos y la seguí con la lengua plana. Polla, huevos, culo eran chupados sólo un instante, cambiando continuamente de posición, impidiendo el acomodo y acrecentado el deseo de estabilidad.

Yo continuaba mudo, y los chicos, extrañamente, también. Hasta que Oriol, en un espasmo que nos afectó a todos, echándose para atrás, escupió su semen soltando gritos:

-¡Cabrones, para vosotros!

Después se clavó Jordi, y salí del paraíso para entrar en el edén. Los sentimientos estaban tan mezclados con los sentidos que ya no sabía si estaba amándolo o follándolo. Mi león en celo se hincaba el mástil con empeño, y Oriol buscó mi boca para ofrecerme un yogur natural. No me contenté con eso. Con la mano derecha busqué su entrada, y la encontré tan dilatada que me animé a introducirle cuatro dedos, y después el quinto. El chaval se retorcía y me agarraba el puño, impidiendo que lo desgarrara pero al mismo tiempo ayudando a entrar. Ahora sí era él mismo: insultaba y soltaba sus mejores tacos, en una letanía orgiástica e irreverente. No tardó en correrse de nuevo, esta vez en mi boca, sin dejarme otra alternativa que tragarme toda su eyaculación, algo que hice con sumo placer. Al mismo tiempo yo me corría dentro de mi chico, cuya melena se agitaba de acuerdo con los movimientos alternativos de su cuerpo subiendo y bajando. Yo ayudaba empujando de vez en cuando, y su entrada se cerraba entonces como si temiera perderme. Minutos más tarde soltó su leche exquisita sobre mi pecho, y las lenguas de los muchachos acudieron ávidas como hienas a limpiarme. Jordi se centró en un pezón. Oriol, para no ser menos, tanteó el otro. Tremendamente satisfecho, fingí dormirme.

-¿Qué hora debe ser? –preguntó Jordi de repente.

-Ni idea. ¿Para qué quieres saberlo?

-Debemos tomar una decisión. O esperamos a que recupere el juicio, o lo llevamos a un médico.

Oriol abrió la cremallera de la tienda y sacó la cabeza. Su trasero sabroso se ofrecía en pompa. Me relamí inconscientemente, y casi me pilla Jordi.

-Deben ser las diez. El sol está más o menos a la misma altura que ayer cuando me levanté.

-Vamos a ver. Por lo menos deberíamos intentar llegar a la carretera.

-¿Andando? –replicó el pequeño-. Recuerda que el coche no está.

-Creo que ayer nos precipitamos un poco. Es posible que, con los nervios, no lo viéramos.

-¿Y vamos a llegar al hospital desnudos?

-No, tenemos las toallas. Vamos fuera. Dejemos que duerma hasta que hayamos decidido una solución.

-¡Si por lo menos Gonzalo estuviera aquí! –soltó el rubio en medio de un suspiro.

Jordi iba a protestar, pero reconoció mentalmente que el niño tenía razón. Seguro que ya habría encontrado una salida. Su voz, sobrecogida, llegó de un lado de la tienda.

-¡No están las toallas!

-¿Seguro? ¿Y ahora qué hacemos?

-Déjame pensar. Los sacos. Nos podemos fabricar unas faldas con los sacos de dormir.

-Y una mierda. Yo no me pongo faldas.

-¿Prefieres ir desnudo?

-No. Acabo de recordar que tengo un tesoro escondido.

Oriol entró en la tienda de repente. Sin siquiera mirarme se dirigió al rincón donde colgaba una bolsa. De ella sacó unos calzoncillos. Los de Gonzalo. Sonriendo, se los colocó en la cara, bajo la nariz, y salió fuera.

-¡Los slip de Lalo! ¡Realmente los guardaste!

-Claro. Yo ya tengo qué ponerme. Como son de primera marca, pueden pasar por un bañador.

-Sí, pero no has tenido en cuenta la talla.

El chaval se había puesto la prenda que, por supuesto, le iba grande. Jugó a sacar su polla medio rígida por el lado, y luego recogió hierbas para rellenar un paquete que le parecía enorme. Estaba tremendamente cómico con un bulto tan desmesurado en un cuerpo tan pequeño. Lo veía deambular por delante de la tienda a través de la rendija.

-¡Fíjate qué pollón...!

Jordi rió con ganas la ocurrencia del chico, pero pronto volvió a los planes.

-¿Cuánto crees tú que habrá hasta la carretera? Por lo menos media hora andando.

-Más. Ayer Soc estuvo fuera más de dos horas. Y fue en coche.

-¿No tenemos una navaja?

-No sé. Creo que no.

-Pues mira. Con esa piedra vamos a intentar cortar un saco en pedazos que puedan servirnos de taparrabos.

-Yo ya tengo taparrabos.

Dicho esto, su pollita apareció por el lado.

-Sí, ya veo lo que te tapa. Estos calzoncillos serán para Sóc. Parecen de su talla.

-Vale, pero porque es un caso de fuerza mayor.

Se quitó la prenda y comenzó a olerla, primero por la parte delantera, luego por la que correspondía a las posaderas, al mismo tiempo que comenzaba a pajearse.

-Vale ya, Oriol. Deja de darle al manubrio. Trae la piedra dichosa.

Jordi entró en la tienda, observó mi descanso y tomó el saco más viejo. Una vez fuera, lo cortó con la piedra en tiras de unos treinta centímetros de ancho. Oriol se probó una pieza. Se envolvió la cintura de forma que le quedaba como una falda.

-Pues es cómodo llevar falda. Fíjate, los huevos bien aireados. Y si tienes una urgencia...

Levantó la tela y mostró su sexo permanentemente tieso.

-Joder, es que no paras. ¿Otra vez la tienes empinada?

-Igual que tú.

-Es verdad. Tenemos que calmarnos. Así no podemos ir al médico.

-¿Follamos?

-No. Debemos solucionar el problema.

-No hay prisa. Se ha quedado dormido.

-Vale, pero sin corrernos.

-¿Por qué no?

-Ya nos hemos corrido antes. Hay que reservarse.

-¿Para Lalo?

-Deja a Lalo. Estará con su Laura-. Hizo una pausa. -Se me están quitando las ganas.

Pero en unos instantes estaban desparramados por el pasto comiéndose mutuamente. Así los había visto yo desde el coche la tarde anterior, cuando recibimos la inoportuna visita del hombre que iba a por agua. ¿Mi agresor, quizá?

Oriol mandaba, y Jordi obedecía. Éste estaba boca arriba, piernas altas y muy abiertas, y el pequeñajo apuntaba hacia su hoyo. Entró sin problemas, y sin esperar a las presentaciones comenzó el bombeo. Una vez acomodado, se acurrucó sobre mi chico, entregándole el morro. Se besaron largo rato, intercambiando caricias espontáneas algo torpes mientras el pubis del pequeño se balanceaba sin descanso. Recordé que Jordi aún no había probado dos pollas, y me levanté con la intención de sumarme a la batalla. Pero antes de llegar, Oriol había ordenado el cambio. Ahora su espalda descansaba sobre la hierba, y el nadador se disponía a clavarse en su interior. Las bocas, concedidas al intercambio de fluidos, no podían atestiguar el placer. Pero el bamboleo no se detenía, y los minutos transcurrían.

-Me gustaría correrme, pero no me viene –dijo al cabo de un rato el menor.

-Mejor lo dejamos para luego.

-¿Sabes? Me gusta follar contigo.

-A ti te gusta todo. Chupar, follar, que te follen...

-Sólo falta que me folle Gonzalo.

-Y a mí.

Satisfechos los instintos, todo estaba a punto. Mi chico me despertó amablemente.

-¿Estás bien?

-Sí.

-¿Te acuerdas de cómo te llamas?

No respondí.

-¿Y de quién soy yo?

Silencio.

-¿Te acuerdas de Gonzalo?

Sonreí. Si daba muestras de recordar a Gonzalo le provocaría celos.

-¿Gonzalo?

Y me toqué la polla. Él se sorprendió y, para no enfadarse, decidió tirar de mí hacia fuera. Oriol vestía su faldita y se había fabricado una lanza con una rama.

-¡Que vienen los romanos!

-Oriol, no hace falta vestirse hasta llegar a la carretera. ¿Tienes los slip de Lalo?

-Aquí están-. Y fingió que se follaba la parte trasera de la prenda. Luego se miró la parte delantera de la falda.

-¡Mira, mi corrida! Has cortado el saco de Lalo. Aquí está mi leche de cuando me corrí la otra noche-. Se relamió-. Tenía su polla en la boca. La mejor que he chupado.

Yo me dejaba conducir. De vez en cuando intentaba apartarme del lado de Jordi, pero él me sujetaba y me guiaba. Dejamos atrás la tienda y enfilamos el camino hacia donde había dejado mi coche, la tarde anterior. Pero no estaba. Mientras andábamos, el mayor iba planeando los acontecimientos que se avecinaban.

-Diremos que nos han robado la ropa, eso de entrada. Y que alguien golpeó a Sócrates en plena frente. Eso le ha causado una conmoción y no recuerda nada.

Llevábamos diez minutos andando y descubrí, de pronto, mi coche aparcado en una camino lateral, medio cubierto por la vegetación. Eché a correr soltándome del nadador, que no me dejaba.

-Sóc, ¿a dónde vas?

-¡Mira, el coche!

-Joder, ¿y cómo lo ha visto?

-Yo también lo he visto –mintió el pequeño-. Sólo que tú ibas hablando y...

Llegaron donde el auto. Yo estaba sentado en el asiento del copiloto, mirando por la ventana.

-¡Está abierto!

-¿Y las llaves?

Las llaves no estaban. Sus rostros se tiñeron de desaliento.

-Espera, ¿dónde dijo Sóc que guardaba una copia?

-En el hotel.

-Sí, lo dijo en el hotel, pero ¿dónde la guarda?

-Ni idea. En las películas es bajo las alfombrillas, o detrás de las viseras...

Miraron en todos los rincones que se les ocurrieron.

-Ya me acuerdo. En la hípica. Tú estabas montando con Gonzalo. Sóc creyó que había perdido las llaves y, ante mi preocupación, me dijo que tenía una copia escondida. ¿Pero dónde?

-Desmontamos el coche.

-Déjame pensar.

Yo había recostado mi cabeza en la ventanilla, ausente a todo el trajín.

-¡Creo que dijo en el parachoques!

Se dirigió al parachoques delantero, investigando cada recodo. Desde mi atalaya, yo me admiraba y me reía al mismo tiempo. No aparecieron las llaves, y Jordi se desesperó.

-Hay otro parachoques –sugirió Oriol, pausadamente.

Después de un rato de registro, las llaves aparecieron. El chico las alzó como signo de triunfo. Pero el enano no estaba muy convencido.

-¿Y quién va a conducir?

-Yo. Ya te lo dije.

-No me fío. Me voy andando.

-No seas tonto. No hay peligro, estamos en el campo. Cuando lleguemos a la carretera paramos al primer vehículo que pase.

-Yo, por si acaso, me monto atrás.

El carro se puso en marcha en seguida. La primera entró impecable, pero el arranque fue un poco brusco. Yo seguía dormido. Tomamos el camino hacia la carretera a muy poca velocidad. Jordi conducía tranquilo, un poco adelantado para llegar bien a los pedales. Los cambios de marcha eran toscos, aunque generalmente iba en segunda. Sólo una vez entró la tercera, pero el motor pedía una velocidad menor. Habíamos recorrido más de un kilómetro. Oriol estaba extrañamente silencioso, aparentemente más tranquilo. Inesperadamente, un bache en el camino produjo un balanceo y Jordi frenó bruscamente. Yo no me había atado el cinturón de seguridad y salí despedido hacia el cristal. Fue un golpe intenso pero seco, que dejó una marca en el parabrisas. Me quejé de dolor. El golpe había sido justo al lado del chichón. Era la ocasión que esperaba.

-¿Qué haces?

-¡Sóc! ¿Te has hecho daño?

-Claro que me he hecho daño. ¿Qué haces tú conduciendo mi coche? ¡Detente inmediatamente!

-¡Sóc, estás bien! –exclamó Jordi, alegre y extrañado.

-¡La hostia que se ha dado! –se reía Oriol en el asiento de atrás.

El vehículo se detuvo en medio del camino. Jordi iba a abrazarme, olvidando frenar el coche. Yo tiré del freno de mano. Me besaba en la cara, me miraba a los ojos, me abrazaba y se reía, nervioso, como si todo se hubiera solucionado. Realmente me quería. Pero yo no acababa de entender lo que pasaba.

-¡La hostia que se ha dado! –repetía riendo Oriol desde atrás.

-¡Pues esa hostia le ha curado!

Me contaron la historia entre los dos. El pequeño introducía comentarios ocurrentes a la narración de Jordi. Todo parecía increíble. ¿Quién me había golpeado, y por qué? ¿Para qué había cambiado mi coche de sitio? ¿Por qué nos había dejado sin ropa, sin siquiera las toallas? ¿Nos estaba espiando aún ese individuo?

Se nos pasó la excitación al cabo de un rato. Hablaron de denunciar el hecho a la policía. Les di a entender que no era muy conveniente. Si el agresor nos había visto en medio de nuestras expansiones sexuales, podía haber problemas. Además, no vestíamos adecuadamente para formular una denuncia... Entonces tomé conciencia de mi vestimenta. ¡Llevaba los calzoncillos de Gonzalo! El hecho me llenó de satisfacción, incluso lo tomé como una premonición. El intercambio de prendas íntimas es siempre muy sugerente. Me quedaban un poco pequeños, hecho aún más evidente ahora que mi polla no paraba de crecer.

-¿De quién ha sido la idea?

-Mía –respondió una voz chistosa cerca de mi nuca.

-Pues te mereces un premio.

Tiré de él y lo acerqué a mi boca. Me encantó sentir la ternura de su garganta, la fiereza de su lengua, la entrega de su morreo. El pequeño era una joya. Lo sujeté como tanto me gustaba, por el culo fornido y respingón. Cuando nos separamos, se apresuró a ponerme al día de sus observaciones.

-Pues Jordi tiene mucho más mérito. Se ha portado como un hombre. Él ha sido el que ha decidido qué había que hacer, ha fabricado estas prendas, ha recordado dónde guardabas la llave de repuesto, ha conducido hasta aquí...

Mi mano acarició el cuello del chaval. Mi leoncito perdía fiereza y se derretía ante las caricias. Con la mirada, intentaba comunicarle mi estima y mi agradecimiento, pero sólo me veía reflejado en unas pupilas impregnadas de verdor felino. Fue él quien buscó la boca, y se licuó dentro. Besarlo era como engullir un pastel de crema, como saborear un plato de fresas con nata. Lo agarré de la cintura para atraerlo sobre mí y completar con el abrazo el placer del beso.

-¡Qué ganas tengo de follarte! –exclamé inconscientemente.

-No hay prisa –respondió una voz desde atrás.

-No, vámonos a casa. Hoy quiero echar la siesta contigo.

-Y conmigo –insistió la voz.

-Me temo que no –corté-. Por una vez, te quedarás al margen. Pero te queda Gonzalo, si no está ocupado... comiéndole el coño a Laura.

-¡Qué asco! –respondieron los dos a la vez.

-Arranca. Cuando lleguemos a la carretera conduciré yo.

Al cabo de un rato puse en marcha la radio. Sonaba una balada del Canto del Loco muy de moda ese verano, y los chavales conocían la letra. La estuvimos coreando.

-¿Te has fijado? –preguntó Jordi-. Parece que hable de Lalo.

-Hombre, no exactamente, pero...

-Oye, ¿Y si se la cantamos? –intervino Oriol.

-Claro, será una sorpresa...

El aparcamiento del hotel estaba repleto de vehículos, y pensé que tendría que dejar el mío a varios metros de la puerta. Pensándolo mejor, me acerqué a la entrada y me paré a un lado. Era la hora de comer y todo estaba tranquilo. Pensé que había llegado la hora de Oriol.

-Oriol, cariño, ahora debes ser tú el que se porte como un hombre. Tienes que acercarte a esa ventana, la tercera después de la puerta. Corresponde al despacho del Director. Mira si Sole está ahí y procuras que te abra. Le dices que nos han robado la ropa y que venga al coche. ¿Vale?

-No hay problema.

Salió del vehículo con su faldita gris moteada de rojo y verde. Con sus espaldas tan anchas, no tenía nada de femenino. Parecía más bien un efebo de la Grecia antigua, acudiendo al gimnasio para tener un encuentro con su maestro. Se inclinó a mirar por la ventana. Al hacerlo, levantó su falda y nos obsequió con la vista espléndida de su culo.

-Lo sabía- dijo Jordi.

Miraba para adentro pero por lo visto no veía nada. El sol era muy fuerte y seguro que lo deslumbraba. Al fin, se decidió a llamar a la ventana. Tardó un poco en abrirse, pero finalmente Sole apareció en la abertura y miró a Oriol con incredulidad. Se burló de su modelito. Oriol señaló el coche, y yo le hice un signo que confirmó la historia que el niño le estaba contando. Cerró la ventana y salió. Diez minutos bastaron para darle instrucciones y verla de vuelta. Llevaba unos pantalones largos para mí y tres camisetas. Los chicos se pusieron las camisetas, que les iban tan grandes que no les hacían falta pantalones. Así entramos en el hotel, y nadie se fijó en nosotros, salvo un muchacho moreno, bellísimo, que salía del comedor. Oriol salió disparado.

-¡Gonzalo!

Se lanzó al cuello del chico, que lo recibió afablemente. Después lo miró un rato y se burló de su vestimenta. El rubito, en vez de avergonzarse, exhibía sus sensuales piernas y dejaba entrever que no llevaba nada debajo. Él fue el único que no se dio cuenta de que una chica contemplaba la escena desde la distancia, serio el ademán, por lo que Jordi y yo nos mantuvimos un poco alejados. Finalmente tuvieron lugar las presentaciones.

-Sóc, esta es Laura... una amiga. Estos son los chicos con los que estaba de acampada: Sócrates, Jordi y este enano se llama Oriol.

-Ten cuidado con Gonzalo –sugirió el pequeño, mirando a la chica-. Es una máquina sexual.

-No digas tonterías –se defendió el madrileño- ¡Tú que sabrás!

-¿Yo? Nos hemos bañado juntos en pelotas y te he visto la polla. XXL, chica.

Pasé la mano por el hombro del pequeño y me lo llevé de ahí, después de consultarle a Lalo con la mirada si mi habitación estaba practicable. Me indicó que sí lanzándome la llave mientras negaba con la cabeza. No la había usado.

En el pasillo Oriol estaba tenso. Yo también. No quería echarlo bruscamente, pero tampoco quería compartir la tarde con él. Finalmente se resolvió el problema espontáneamente.

-¿Cuánto tiempo vais a necesitar?

-¿Para qué? –le pregunté.

-Para estar juntos en plan enamorados.

-Cinco minutos –respondí en tono burlón.

-Un par de horas –me corrigió Jordi.

-Pero nos vemos ahora mismo en el comedor, ¿no? Ve a ponerte unos calzoncillos, si te acuerdas de cómo se usan.

-No te confundas –añadió el nadador-. El agujero grande es para el cuerpo, y los dos pequeños para las piernas.

-¿Y dónde guardo la polla? –respondió haciendo un gesto con el dedo corazón.

Comimos tranquilamente les tres juntos. La madre del pequeño no estaba, había salido a una excursión. Los padres de Jordi estaban en la habitación, y el chaval les contó parte de las aventuras antes de bajar. Yo estaba a la expectativa, esperando que surgiera el tema, pero falló mi intuición. Lalo no fue motivo de conversación. Quizá porque todos nos habíamos dado cuenta de que lo habíamos perdido. Luego nos despedimos de Oriol.

-Os espero a las cinco en la piscina. No os doy ni un minuto más.

Se alejó un poco compungido.

-A mí no me importaría que estuviera con nosotros –comentó mi chico, un poco apenado.

-A mí sí. No debemos tratarlo como a un hombre cuando se trata de follar y como a un niño el resto del tiempo. Él lo sabrá entender.

-¿Por eso lo has mandado a buscar a tu hermana?

-Eres muy listo.

Entramos a mi habitación. Empecé a mover los muebles y a acercar la cama a la pared. Jordi me observaba sonriendo, puesto que presentía el objetivo que tanto movimiento pretendía. Descolgué el espejo y lo coloqué apoyado en el muro, al lado de la cama. La sonrisa se ensanchó. Nunca habíamos jugado ante un espejo. Comenzó a desnudarse, sin prisa, buscando la complicidad en la mirada. Yo lo imité. Nos lanzamos sobre el lecho y los besos y las caricias se sucedieron, en un idilio de pieles que se frotaban, de lengüetazos ávidos de sensaciones, de caminares ligeros y sensuales con las puntas de los dedos por la geografía del otro. El espejo quedaba a un lado y, por lo tanto, nada sugerente reflejaba. Yo esperaba la pregunta de un momento a otro, pero antes de que llegara, nuestras gargantas contuvieron el desenfreno de nuestras erecciones más incandescentes, en un intento de satisfacer un hambre ancestral, insaciable.

-¿Y esto?

-Ahora lo verás.

Mi miembro estaba presto a la acción. Agarré al chico y lo coloqué sobre la cama a cuatro patas, como si fuera un perrito, de cara al espejo. Una sonrisa brilló en su cara cuando intuyó la utilidad del cristal. Desde mi posición, tras su trasero prodigioso, yo podía escudriñar hasta la más mínima mueca de su rostro, y él podía captar la picardía en mis ojos, mi lengua deseosa recorriendo los labios como en un ensayo general. El chaval sacó la lengua también, y la paseó por los suyos, mirándose y mirándome, al mismo tiempo que levantaba provocadoramente el culo, aireando su abertura y obsequiándome con un espectáculo genial. Divertido, parecía ahora una gata en celo.

Perdí de vista su imagen cuando cerré los ojos y me dediqué a saborear su agujero. Cuanto más lo lamía más ganas tenía de pegarme a él. Se tornaba más tierno aún a cada lamida, y la entrada convidaba a la posesión entre suavidad y lujuria. Enternecido de tanta delicia, asumí la penetración. Entré con la seguridad de ser bien recibido, como si se tratara de mi casa. Gané todo el espacio que se me ofrecía y me detuve, como para tomar aliento, disfrutando del momento y acompañándolo de suaves caricias con las dos manos, recorriendo el torso atlético de mi chico, recreándome en sus omóplatos, sus hombros, sus nalgas comprimidas contra mis ingles. Parecía que en cualquier momento iba a estallar en arrullos. Su piel se erizaba y vibraba de dulzor, tersa y cálida. Su cuello era un lecho de ternura, su trasero, un volcán a punto de estallar.

La corta edad no es obstáculo para la imaginación, y Jordi no tardó en comprender. Abrió un poco más las piernas, adelantó las rodillas y comenzó un balanceo discreto al principio, emprendedor luego. Yo, inmóvil, gozaba con todos los sentidos. No podía cerrar los ojos ante tantas sugerencias de placer. El rostro del chico, reflejado en el espejo, era un cúmulo de gestos y marrullerías que respondían a su sensibilidad, pero también a su pensamiento. Sus ojos de tigre me miraban con la fuerza del macho cazador, buscando un brillo sintomático. Pensé en aquel momento si verdaderamente era yo el que lo poseía o si era él quien, con su instinto secular, me había ganado, me dominaba como a un esclavo, me retenía como si se tratara de una presa recién cazada. Mi polla entraba y salía de su interior sin participar activamente, serena y confortablemente aposentada, recibiendo el masaje gratuito del placer y del cariño. Y con el dominio total de la montura, Jordi variaba el ritmo a su gusto. Trotaba la mayor parte de las veces, convincente, con temple y contención. Más tarde se lanzaba a un galope desesperado, y entonces su rostro se acercaba y se alejaba del espejo como en un zoom macabro. Su pelo, suelto pero revuelto, se movía de un lado a otro sin disciplina conocida. Sus ojos me observaban maravillados, pero se cerraban a menudo para poder asumir tanto deleite sin perder el juicio.

Otras veces el compás de la cabalgada se tornaba lento, frágil, sin llegar a detenerse, saboreando el roce de mi arma inflamada en sus entrañas. Después, de improviso, la velocidad aumentaba vertiginosamente, el galope salvaje que busca llegar pronto a su destino, el frenesí despiadado e indómito del caballo desbocado, el cabello tapándole los ojos, el aliento empañando el espejo, el sudor goteando torso abajo, empapando con ardor pionero las sábanas, preparándolas para recibir otros líquidos más viscosos. Pero cuando parecía que el final de la ruta estaba cerca, imprevisiblemente, el balanceo disminuía hasta hacerse casi imperceptible. Tres veces estuve a punto de vaciarme en su intestino, tres veces se detuvo a tiempo, en una imposible compenetración, retrasando el momento y acrecentando el deseo y la morbosidad. Le palpé su sexo tierno y dulcísimo, y me pareció triste y decaído. Así que lo tomé con amor y lo masajeé hasta proporcionarle su máximo tamaño. No resultaba fácil cascar una polla en continuo movimiento de vaivén. A primera vista parecía que bastaría con sujetarla manteniendo la mano quieta y que el propio movimiento haría el resto, pero yo quería proporcionarle una cadencia oportuna, más ágil que el trote, buscando la suma de placeres distintos más que su fusión. La explosión la alcanzamos la cuarta vez, casi simultáneamente, dejando que el silencio hablara, jadeando de excitación, desmoronándonos arrojados a un abismo que por desventura tenía límite.

Me quedé sobre su espalda, besando su cuello, agradeciéndole aún sin palabras todo el placer que me estaba proporcionando. Veía su cara ante mí, casi riéndose de mis caricias, quizá esperando que hablara para pedir la revancha. No hizo falta. Después de rodar un poco el culo como marcando los límites, empezó a cabalgar de nuevo, esperando que el segundo viaje fuera mejor que el primero. Yo, como si se tratara de un jinete inexperto, dejé que mi montura me condujera a placer.

Después nos echamos sobre las sábanas empapadas más juntos que nunca, nos dijimos tiernas expresiones y nos quedamos dormidos. Por fortuna había programado mi teléfono móvil para que sonara a las cinco menos diez.

Oriol estaba dentro del agua, abrazado a Gonzalo, que lo proyectaba tan lejos como podía procurando saltos elegantes e inmersiones espectaculares. Jordi y yo nos miramos. Los dos pensamos lo mismo: el chavalillo no había perdido el tiempo. Al vernos, nos saludaron, y en seguida estábamos los cuatro en el agua, como en los viejos tiempos. Pero no duró más que un minuto. Tendida en el césped, una chica se impacientaba, y Lalo nos abandonó de repente. Antes de salir del agua, se acercó y me dijo al oído:

-Sois unos egoístas. Habéis dejado al enano solo toda la tarde.

Y se largó sin esperar respuesta. Me quedé pensativo. Lalo parecía otra persona. Oriol hizo gala de su famosa indiscreción.

-Qué, habéis estado follando todo el rato, ¿no? –dijo casi gritando, rencoroso.

El jaleo propio de la piscina había tapado la pregunta, pero un hombre y dos señoras que estaban cerca nos miraron con extrañeza.

-Sí, ha sido una siesta magnífica –respondí.

Y lo abracé para sumergirlo. Debajo del agua le bajé su bañador, le metí ligeramente un dedo en el culo y, cuando regresó a la superficie me lo lamí descaradamente. Esa acción despertó la excitación del chaval y el rencor desapareció. Jordi contemplaba la escena y se reía, ignorante del significado de la palabra celos.

Pasada una hora, más o menos, aparecieron las amigas de Laura y se sentaron al lado de la pareja. Gonzalo aprovechó la ocasión para lanzarse al agua y abrazarse a Jordi para decirle algo al oído. Jordi asintió, y los dos salieron del agua. Se habían retado a una carrera. A mí me tocó dar la señal, y las dos bellezas se zambulleron simultáneamente. Las chicas estaban pendientes de la competición, mientras comían un helado. Ganó Jordi por un segundo, pero Lalo hizo un buen papel. Se acercó a las chicas para comentarles que su contendiente había sido campeón de Cataluña. Ellas aprobaron con la cabeza, sin demostrar demasiado interés. Así que el madrileño se metió de nuevo en el agua y fue donde Jordi. Oriol jugaba con la carne sobrante que empezaba a insinuarse en mi cintura. De pronto, se puso serio.

-Tengo que hablar contigo.

-Cuando quieras.

-Ahora. Vámonos ahí, junto al bar.

Nos encaminamos a la barra. Yo lo seguía, y él se aseguraba girando la cabeza continuamente. Me llevó tras la caseta del bar, donde había un pequeño espacio que usaban como almacén de bebidas. Allí no podía vernos ni oírnos nadie, salvo el camarero, si necesitaba algo del almacén. Me vino a la memoria Germán.

-Tú dirás. ¿Qué te pasa?

-Es que es algo importante... –su voz sonaba apagada, grave.

Me acerqué un poco más y lo abracé por el hombro.

-Es que...

-Venga, suéltalo ya.

-Es que es algo grave...

Le acaricié el pelo, casi albino. Me miró. Las inmensidades de los fondos marinos competían con el azul calmoso de sus pupilas. Me reflejé en ellas, y una chispa me anunció la travesura que se avecinaba.

-¡Es que te la quiero chupar! –exclamó de repente-. ¡Me lo debes!

No había acabado de pronunciar las palabras que ya había aflojado el cordón y se había amorrado a la punta de mi polla que aparecía por la abertura.

-¡Estate quieto! ¡Nos van a pillar!

-¡Mejor, más excitante! Pero es difícil. Aquí no nos ve nadie.

-Pero el camarero puede salir en cualquier momento...

-No. Lo he estudiado toda la tarde. Todo el mundo pide bebidas frías. Y repone las neveras a las siete y media, cuando cierra el bar.

El pánico del primer momento había impedido la erección, pero ahora estaba más calmado y mi sexo, aunque denotaba cansancio, comenzaba a levantarse.

-Oriol, que si nos pillan... me arruino la vida.

-¿Por qué?

-¡Joder! ¡Porque eres menor de edad!

-No nos van a pillar.

Me arrastró detrás de unas cajas de cerveza. Si se acercaba alguien, tendríamos tiempo de disimular. Ya tenía toda mi polla en su boca y chupaba con su habitual apetito.

-Quiero tu leche.

-No creo que pueda ser. Hace poco me he corrido dos veces y...

-No hace falta que entres en detalles –me cortó amargamente.

-Perdona –rectifiqué-. Si consigues que brote, es toda tuya.

Con la sabiduría que da el instinto, Oriol estaba trabajando el contorno del glande y el frenillo, sutilezas que están reservadas al sexo oral. Yo respiraba profundamente. El enano era un gran amante, siempre dispuesto y sin reservas de ningún tipo. Además, la posibilidad que alguien nos viera, casi nula, alimentaba un poco mi morbo particular. Estábamos en la calle, y eso era excitante.

Aunque la mamada era magistral y el empeño del chico por arrancar mi semen no cedía, yo veía lejos la eyaculación. Pensé alguna táctica de apoyo para no decepcionarlo, y no se me ocurrió otra cosa que alzarlo a peso hasta que su culo estuvo a la altura de mi boca. Era una posición harto fatigosa, pero muy edificante. Su hoyo suavísimo se brindaba abiertamente, y mi lengua sabía cómo proporcionarle goces renovables. Él, por su lado, no había dejado de sorber, y me ayudó a soportar su peso abrazándose fuertemente a mi cintura. Así podía mover la cabeza alternativamente para buscar su propósito. Me esforcé por correrme porque temía que el chico me pediría que lo follara, y eso sí que no estaba dispuesto a hacerlo en un lugar tan peligroso. Finalmente, aguantando la respiración para saborear más a fondo la fisura que contenía más de media cara, solté mi semen en la boca del chaval. Fue una corrida miserable, exhausta. Pero se conformó. Lo bajé, me miró riéndose y se llevó un dedo a la boca, recogió algo de semen y se lo aplicó en los labios.

-Es que tengo los labios un poco cortados.

-Ya.

Salimos. Creo que pretendía una entrada triunfal, para que los dos amigos se percataran de lo que acababa de suceder. Para ello se había dejado un resquicio de esperma en el labio superior, como si se hubiera bebido un vaso de leche. Pero los nadadores seguían dentro del agua, donde Jordi parecía dar instrucciones a Lalo. Oriol me miró decepcionado. No podía exhibir su trofeo. Lo agarré y lo arrastré de nuevo hacia el almacén. Allí lo besé cariñosamente hasta que el poco semen que había soltado desapareció de su garganta.

-Quiero follar.

-Oriol, hay que esperar hasta mañana. Yo ya no puedo más.

-Esta noche.

-No, esta noche va a haber descanso. Mañana será otro día.

-Pues te follaré yo.

-Lo que quieras, pero mañana.

Nos tomamos un refresco sin dejar de mirar hacia la alberca. Jordi le estaba enseñando a nadar estilo mariposa a Lalo, que aprendía rápido. A veces nadaban paralelamente, y el espectáculo trastornaba a las personas más insensibles. Tuve entonces uno de mis momentos sentimentales. Veía a los dos chicos exuberantes, mostrando la perfección de sus cuerpos asomándose y sumergiéndose. Me maravillaba de la belleza de la cruz que forman los hombros con el pecho y la espalda, cuando aparecen de repente de debajo el agua. Adoraba sus culos que sobresalían entre remolinos como si se instituyeran como altares de placer, ondulándose igual que en una caricia. Veía la potencia de sus brazos creciendo de envergadura, buscando abrazar el infinito. Admiraba sus cuellos macizos, sus cabezas erguidas y vigorosas, toda la fuerza desatada de su virilidad. Inconscientemente abracé al pequeño, que me miraba extasiado. Rocé sus hombros y su pescuezo, acaricié su cuello donde la nuez comenzaba a destacar. Y me emocioné. Sentí escalofríos y unas lágrimas clandestinas vinieron a humedecer mis ojos. El muchacho se percató y afirmó con trascendencia:

-Tú estás muy enamorado.

Le sonreí y le acaricié el pelo. Tenía razón. Pero no sabía muy bien de quién. De Jordi, sin duda. Pero de Lalo... seguramente también. Y del pequeño... ¿por qué no? Méritos suficientes había hecho. La edad había dejado de ser un impedimento.

-Sí. De los tres.

Me miró pero mi vista estaba clavada en el horizonte. Sentí un apretón cerca de mi sexo que era como un agradecimiento. Y me sentí turbado. No me gusta estar enamorado, perder la perspectiva, considerarme dominado por los sentimientos. Quise convencerme de que había sido un momento de debilidad.

Nos reunimos los cuatro y pactamos que, si no había impedimento de última hora, Nos reuniríamos a las doce en mi habitación para charlar un poco. Fue un acuerdo importante, porque Lalo se mostró encantado y nos dimos cuenta de que no lo habíamos perdido tanto como pensábamos.

Después de la cena Lalo me pidió la llave de mi habitación. Se la había ofrecido y se la entregué sin reservas. Pero le recordé la cita de las doce. Me indicó que le esperáramos en la sala de juegos, por si a las doce no había terminado. Estaba especialmente ilusionado. Y me resigné, nos resignamos, a no querer imaginar qué haría con Laura sobre mi cama, intentando sin conseguirlo desviar el pensamiento hacia otros lugares. Probamos distintos juegos, pero ninguno nos apetecía. Fuimos a la sala de televisión, pero no nos enterábamos de la película. Paseamos por los jardines. No teníamos humor para nada. La culpa era mía, porque yo debería haber tenido los recursos suficientes apara animarlos y hacerles olvidar que Lalo se alejaba. Pero yo también estaba de luto y me moría de envidia. Estaba celoso de una chica que no tenía nada de especial, que era más bien engreída, que no tenía tema de conversación, que nos miraba sin vernos. Deseaba secretamente que le viniera una fuerte diarrea, que se cambiara de hotel, que le salieran granos en la cara, que fuera frígida o reprimida. Tres horas que parecieron treinta. Y, por fin, a las doce y veinte Gonzalo apareció sonriente y me lanzó la llave, que cacé al vuelo.

-¿Ya?

-Bueno, ya os contaré.

Y adoptó un aire críptico. La verdad es que los demás tampoco teníamos muchas ganas de preguntarle, sino de estar con él. Nos fuimos a mi habitación, que estaba aireada y perfumada, la cama hecha y las sábanas cambiadas...

-Y venga, contadme cómo fue el día. ¿Qué hicisteis ayer?

Le contamos las novedades en pocas palabras. Se rió de las circunstancias que habían rodeado a mi demencia transitoria y alabó la pericia de Jordi, sin olvidar a Oriol, que lo abrazaba con menos intimidad que antes. Pero había llegado la hora.

-Ven, siéntate aquí –ordenó Oriol, colocando una silla en medio de la estancia.

Él obedeció extrañado, pero se prestó al juego. Me miró buscando una explicación, que no obtuvo. Yo me quedé sentado en la cama, mientras los chavales ocupaban su sitio para lo que el enano había denominado "el homenaje". Y sonaron los primeros arpegios. Lalo sonreía divertido, mirando a izquierda, donde estaba Jordi, y derecha, donde estaba situado Oriol. La canción comenzó, y el pequeño se fue acercando, describiendo círculos, moviendo los labios como si él fuera el cantante.

No sé si quedan amigos Ni si existe el amor Si puedo contar contigo Para hablar de dolor Si existe alguien que escuche Cuando alzo la voz Y no sentirme sólo

El niño iba rodeando a Lalo, que se esforzaba en seguirlo con la vista. Primeramente creyó que se trataba de un juego, y cuando Oriol estaba a su espalda se giraba, receloso, temiendo un ataque por sorpresa. Pero la fuerza de las palabras le dio a entender que no se trataba de un juego, sino más bien de un... homenaje.

Cuando la segunda estrofa se acercaba, el pequeño posó una mano en el hombro del guerrero, manteniendo las distancias. Después cantó mirándolo a los ojos. Lalo quería sonreír, pero estaba enternecido.

Puede ser que la vida me guíe hasta el sol Puede ser que el mal domine tus horas O que toda tu risa le gane ese pulso al dolor Puede ser que lo malo sea hoy

No se vive solo (2)

Desde atrás apareció deambulando Jordi. De manera espontánea le brotaban unos gestos explicativos que le hacían parecer un actor profesional. Se acercaba frontalmente a Lalo y luego retrocedía, como si hablara solo. Yo estaba tan maravillado como el madrileño, puesto que todo aquello no lo habíamos ensayado.

Voy haciendo mis planes Voy sabiendo quien soy Voy buscando mi parte Voy logrando el control Van jugando contigo Van rompiendo tu amor Van dejándote solo

No se vive solo

No se vive solo

No se vive solo

No era un reproche, pero el chico lo debió entender así. Se quedó un rato cabizbajo, como escondiendo su emoción. Superado ese trance, me miró entre satisfecho y torturado. Entendía el cariño que había en el gesto, pero se estaba tomando al pie de la letra el texto. Ahora cantaban los dos, juntos, abrazados entre si y acercándose al espectador.

Algo puede mejorar Algo que pueda encontrar Algo que me dé ese aliento Que me ayude a imaginar Y yo lo quiero lograr Y sólo quiero recordar

Sus manos se posaron en los hombros del chico. Lejos de estarse quietas, lo acariciaban y buscaban un contacto placentero. Lalo hizo ademán de levantarse y corresponder, pero ellos le indicaron amablemente que esperara.

Y darle tiempo a este momento Que me ayude a superar Que me dé tu sentimiento

La fuerza del estribillo me empujó a participar y, sin moverme de la cama, canté con pasión, saboreando las palabras.

Puede ser que la vida me guíe hasta el sol Puede ser que el mal domine tus horas O que toda tu risa le gane ese pulso al dolor Puede ser que lo malo sea hoy

Paré el reproductor. Los chavales estaban ahora abrazados, de pie, en un arrojo de sensibilidad. No decían nada, pero sus gestos hablaban por si mismos. Lalo, más alto, acogía a un chico bajo cada brazo. Las bocas se encontraron. Jordi fue el primero en degustar los bálsamos del madrileño, cerrando los ojos y abriéndolos de vez en cuando. Después le tocó el turno a Oriol, que se acercó y retrocedió.

-Tienes un sabor raro. ¿Te has morreado con esa tía?

-Pues claro –respondió el guerrero, sonriendo divertido.

-¡Qué asco! Pues yo no te beso.

Hizo ademán de separarse, pero Lalo lo agarró fuertemente. El pequeño fue cediendo y, finalmente, se entregó.

-Me ha gustado mucho la canción que me habéis dedicado –dijo al fin-. Pero yo tengo muy claro que no vivo solo. No estoy solo. Os tengo a vosotros. Y a Sóc.

Me sentí desnudar con la mirada. Sentí algo de miedo, no sabía lo que iba a pasar. Se acercó a mí, después de separarse dispendiosamente de sus amigos.

-¿Sabéis? –dijo mirando a los cachorros-, le debo a Sóc un beso de despedida, de ayer, y de hoy, un beso de bienvenida. Voy a pagar mis deudas. No os perdáis ningún detalle.

Vi sus ojos acercarse y sus labios que se abrían. Después ya no vi nada. Pero sentí la inseguridad de navegar por mares revueltos, vi las constelaciones que me saludaban, saboreé el elixir más exquisito y, después de notar un acercamiento sospechoso a mis nalgas, mi mano también se posó en las suyas. Delicadamente, primero. Luego procuré contener toda una en mi mano, mientras las puntas de los dedos buscaban la entrada del paraíso por encima del pantalón. El tacto era maravilloso: un músculo firme y suave al mismo tiempo, paradigma de la adolescencia. Después me sentí empujado hacia atrás y caí sobre el lecho, donde el morreo siguió su camino y, además, podía notar el peso del cuerpo del chico sobre mí, e incluso... algo duro entre las piernas.

Nos separamos y los chavales se sentaron a nuestro lado. Primero Oriol, luego Lalo, Jordi después y, en un rincón, yo. La conversación surgió espontánea y duró casi una hora. Teníamos mucho que contarnos, pero lo más repetido fueron los lamentos por la separación, la añoranza, el cariño... Habíamos estado separados poco más de un día, pero parecía que el alejamiento hubiera durado una eternidad. Hacia la una no pude evitar un bostezo, que se contagió a toda la concurrencia.

-Chicos, deberíamos descansar –dijo Lalo.

-Es verdad –corroboró Oriol-, el cariño cansa mucho.

-Hoy, cada uno a su habitación a recuperar fuerzas –propuse, casi como una orden.

-Esperad, yo quiero decir algo –interrumpió Jordi, mirando a Gonzalo-. Creo interpretar el sentir común de los que aquí estamos si afirmo que, los tres, te queremos con locura y te consideramos nuestro mejor amigo. Y por ello te pedimos que, a pesar de que algunas circunstancias puedan alejarte un poco, sigas pensando en nosotros y pasemos buenos ratos los cuatro juntos.

Nos quedamos expectantes. Como casi siempre, el rubito fue el primero en hablar, rompiendo la magia del momento.

-Oye Jordi, eso te lo habías preparado, ¿no? Te ha quedado muy bien.

Reímos, pero la pelota estaba todavía en el tejado de Lalo, y él lo sabía.

-Mirad –dijo estrechando al pequeño-, yo casi no tengo amigos. Algunos compañeros con los que me siento bien. Pero después de conoceros a vosotros me doy cuenta de que eso no son amigos. La amistad es algo muy fuerte, que se siente muy adentro. Yo también os he echado de menos. No he parado de pensar en vosotros y, a mi manera, también siento mucho cariño. Pero no os imaginéis que he cambiado de gustos. Laura no es gran cosa, ya lo sé, pero salimos. Así que las manos quietas, ¿vale?

-A mí no me digas nada –se defendió el rubito-. Ha sido Sóc el que te ha tocado el culo.

-Se lo he permitido porque se lo debía. Formaba parte del momento. Pero ahí se queda todo, ¿vale?

Acompañé a cada uno a su habitación. La despedida fue tierna, y los besos se repitieron. Se diría que Lalo disfrutaba calentándonos con esos morreos tan sentidos, como si fuera uno de los nuestros. Oriol le tocó el culo como yo había hecho, y el chaval, sin quejarse, le apartó la mano. Jordi era más leal, más tierno. No hubo problema con él. Y yo, me moría de ganas de repetir la avanzadilla, pero me contuve y saboreé sólo los labios. Lo dejé intrigado, pero ahí se quedó nuestra despedida.

Me metí en la cama y no podía conciliar el sueño. No cesaba de dar vueltas a los acontecimientos de los últimos días, a los hechos inexplicables que nos habían sucedido, al homenaje que habían dispensado los cachorros, a nuestras conversaciones alocadas pero tiernas... todo era como un sueño. Me consideré el ser más afortunado por el hecho de poder compartir vivencias con unos chavales tan maravillosos y alejé templadamente de mi imaginación el cuerpo de Gonzalo. No la persona, sólo el cuerpo. La persona la sentía muy próxima; el cuerpo cada vez más lejos.

Un toque en la puerta me interrumpió. Sería el G. F., que no se conformaba con dormir solo. Un cuchicheo me preguntó:

-¿Estás dormido?

-No, ¡que va!

Abrí la puerta. Era Gonzalo.

-¿Charlamos un rato?

NOTAS

(1) ¡Cuánto te quiero!

(2) He observado que el texto oficial de la canción Puede ser del Canto del loco reza: Naces y vives solo, distinto a lo que entendimos nosotros y la mayoría de las personas que he consultado.