Testigo 85-C
Encuentro de un matrimonio en una habitación tras la cena de aniversario.
El vestido cae al suelo y quedo ante ti en todo mi esplendor. Te impresiono, tu mirada lasciva te delata. Titubeas por un momento, pero en seguida te animas a avanzar hacia mí con decisión.
Hay algo más que deseo en tus ojos; destellan seguridad y convicción. Sabes que las cosas no han ido bien últimamente y, tras una velada de aniversario cargada de buenas palabras y mejor vino, no piensas permitir que esto se estropee ahora.
Tus brazos se enroscan entorno a mí. El compás de los latidos de tu corazón y tu calor se funden en mí a medida que estrechas el abrazo.
—Espera, déjame a mí —susurras.
No sé muy bien a qué te refieres, pero lo has dicho de una forma tan firme y sensual que consigues que tus palabras enciendan. La mecha del deseo no arde sólo en tu cuerpo, la temperatura aumenta en mi interior y esos pezones rosados que llevas meses añorando comienzan a endurecerse.
Deshaces ligeramente el abrazo y tus dedos empiezan a explorarme por detrás. El cálido contacto de tus yemas logra que la piel se erice a medida que recorres el camino hasta llegar a tu destino. Ya estás ahí. Has llegado a mi nexo. La puerta que encierra tus fantasías está ahora a merced de tus dedos.
Mis fibras se estremecen con la primera caricia. Ahora entiendo a qué te referías con eso de “déjame a mí”. Tus dedos me tocan como nunca antes me había tocado nadie ahí. Parecen recrearse, coreografiando un maravilloso baile que parece no tener fin. Mis tejidos se tensan a medida que aumentas el ritmo y la intensidad de la fricción.
—Espera, que lo tengo —dices.
Y es verdad, casi me tienes. La tensión que experimento va en aumento a medida que te aceleras.
—Ya casi está... —tu voz está entrecortada por el esfuerzo.
Es algo mágico y nuevo para mí. Fuertes sacudidas comienzan a agitar toda mi existencia.
—Ya lo tengo... —exhalas.
Pero algo no va bien. El cuerpo que encierro está perdiendo temperatura y no tarda en separarse de ti.
—¡Mira que eres torpe, Manolo! —una voz femenina te recrimina con desprecio y decepción.
—Yo... yo... —balbuceas nervioso. Pareces sentirte culpable y avergonzado, pero tu gesto no tarda en cambiar. Tu orgullo ha quedado herido y estallas en uno de esos berrinches que exhibes a diario cada vez que discutes con tu mujer— ¡La culpa es tuya!, ¡Ya lo tenía, pero como siempre, tienes que ser una puta impaciente y joderlo todo!
—¡No sé para qué lo seguimos intentando si ni siquiera eres capaz de desabrochar un sujetador! —estos reproches serán las últimas palabras que ella articulará esta noche, y el portazo que das al salir lo último que podré atestiguar de ti hoy, pues ella no pierde el tiempo en enfundarse de nuevo en su vestido, confinándome una vez más a mi oscura prisión de seda.