Teresita (2)
Volver a verla le produjo una punzante sensación de deseo...
El primer domingo de mes, después de la misa de 8 salió doña Pura de la Iglesia flanqueada de su sobrina, orgullosa y satisfecha de los murmullos de admiración que el paso de la muchacha despertaba entre los asistentes.
Había hecho un buen trabajo. Había empleado un Potosí en la educación de esa ignorante muchachita, y ahora estaba convertida en una belleza que, de casarse con el hijo de alguno de los hacendados más ricos, convertiría su propia hacienda en una de las más ricas de la región.
Pero ¿cómo no iba a llamar la atención? Sus ropas campesinas habían sido sustituidas por las que usaban las señoritas de sociedad de entonces. En su cabeza, cubierta por una preciosa mantilla que enmarcaba el óvalo de su rostro, su cabello estaba ahora peinado en un moño, a diferencia de las trenzas que usara antes, y su cuerpo ahora, francamente voluptuoso, se movía en armónico vaivén a cada paso de sus pies calzados con unas pequeñas botas blancas, cuya punta apenas alcanzaba a verse bajo el ruedo de la falda.
La elegancia de su porte y la dulzura de sus maneras le daban un aire como de cervatilla, que causaba que las miradas masculinas se posaran en ella, llenas de admiración y de sorpresa.
Entre todas esas miradas hubo una, en la cual además brilló el recuerdo de un instante que no había olvidado jamás.
Era Chimino, ahora de figura gallarda y con la piel curtida por el sol y el trabajo duro. Sus ojos conocedores observaron con detalle a la muchacha, y pudo darse cuenta enseguida del cambio en el tamaño del busto, la línea generosa de la cadera, y las redondas nalgas. Observó la línea de la falda al seguir el cuerpo, y le bastó para saber que bajo ella las piernas de Teresa eran tan llenas y duras como las recordaba.
Después de recorrerla con esa mirada rápida pero escrutadora, disimuló el punzante deseo que se le había despertado poniendo su sombrero delante de su vientre, al sentir la mano de su madre posarse en su brazo. Mientras caballerosamente acompañaba a su madre a su carretela, alcanzó a voltear un par de veces furtivamente para observar a Teresa nuevamente.
Había cambiado, ¿eh? Para él, que conocía a detalle ese cuerpo mórbido, sólo se había modificado, y bajo las finas ropas, aún podía percibir la suavidad y el olor del cuerpo de la muchacha.
¡Cuántas veces en aquellos años, estando lejos, recordó ese instante!
Tuvo a españolas y moriscas, a pasiegas y gitanas. A sus besos muchas bocas se entreabrieron invitantes. Mil veces, en el paroxismo de su placer, sus manos se enredaron en cabelleras negras, rubias o castañas, disfrutando de los deleites carnales hasta hartarse.
Y sin embargo, de vez en cuando, solía comparar esas entregas voluntarias y vehementes a ese rato de placer robado, a la carne mancillada a fuerza, al rendido abandono del cuerpo desmayado; a su carne inerme, desamparada ante la violencia de su pasión y su furiosa embestida.
Apenas pudo disimular una sonrisa cuando su padre, don Juan, al alcanzarlos les comentó de la recepción de bienvenida a la muchacha. Iría. Claro que iría.