Teresa y el tabernero apodado Cipote (1)
Un matrimonio mal avenido entra en una taberna, en principio para ver un partido de baloncesto, pero él, Jaime, acaba agarrando una borrachera tremenda y a ella se la folla, por delante y por detrás, un corpulento tabernero apodado Cipote.
Mi marido estaba al borde de un ataque de nervios. Quería ver en la tele un partido de baloncesto, porque participaba un primo suyo, y de repente nos vimos metidos en un atasco monumental cuya retención, según la radio, podía durar horas. No iba a llegar a tiempo al partido ni por asomo, pero por suerte pudo salir de la autopista y tomar una carretera secundaria en muy mal estado y repleta de curvas.
—Esta carretera debe llevar a un barrio de pescadores o tal vez a un muelle. Si en siete u ocho kilómetros no encontramos un sitio donde ver el partido, nos volvemos y punto.
— ¡Jo, Jaime! Te desvías por una carretera que no viene ni en el mapa justo cuando empieza a anochecer. ¡Eres de lo que no hay!
Mi cabreo no se parecía al de Jaime. El mío obedecía a que no me quedaba embarazada después de llevar un año de casada y habiendo cumplido ya treinta tacos. Los médicos han dicho que no tenemos ningún problema físico que nos impida concebir y que debemos tener paciencia e intentarlo muchas veces. Pero mi marido no está por esforzarse. Me echa dos o tres polvos a la semana, como mucho, y ni le hables de tomar Viagra o Levitra porque te insulta y te dice que él no necesita «esas mierdas». Lo mejor de Jaime es que resulta ser el único heredero de la familia más rica de la región. Al casarme con él terminé de golpe con las penurias económicas que venía sufriendo desde niña. Eso hace más llevadera mi insatisfacción sexual…
Volvíamos a casa después de pasar unos días en la costa —para ver si el cambio de aires, la playita y el sol nos ayudaban con la preñez— y paradójicamente ya llevábamos un rato alejándonos de la ruta y circulando por una carretera horrible en la que no se veía ni un alma, ni un árbol ni una casa. Nada. Sólo tierra seca y polvorienta. Ya iba a sugerirle a Jaime que diéramos la vuelta cuando me habla casi a gritos:
—¡¡Bingo!! Mira allá, a la derecha… Ya se ve el mar y, si te fijas, lo que aparece a la izquierda debe ser un bar o un hotelito.
Unos minutos después llegamos a ese sitio. Era una taberna un tanto cutre, pero entramos, y Jaime sonrió de oreja a oreja al ver que había un televisor. A mí me daba mala espina aquel local, pero no le dije nada para que no se cabreara. Enseguida me di cuenta de que los cuatro hombres que se hallaban en el interior estudiaron mi anatomía de arriba abajo y de abajo arriba, por detrás y por delante. La verdad es que yo vestía sencilla, pero sexy: zapatillas deportivas, pantalón vaquero y camisa corta, blanca, que no llegaba a cubrirme el ombligo. Me pareció curioso que los clientes que se hallaban en el bar llamaran al tabernero por su apodo, Cipote, y no por su nombre.
Afortunadamente aquella taberna no era el puti club que supuse que podía ser, pero al estar decorada con pósteres alusivos a los palos de la baraja pensé que quizás fuera un garito de timbas clandestinas.
— ¿Desean tomar algo los señores? —preguntó el tabernero.
—Sí, pero antes quiero decirle algo: —contestó Jaime en plan arrogante, como indicando que era hombre de poder— hemos venido hasta aquí con intención de ver en la tele la final de la Copa de Europa de baloncesto que darán ahora en el segundo canal, ¿es posible?
El hombre ni siquiera respondió. Se acercó sin más al televisor y puso el segundo canal. A su regreso a la mesa Jaime le sonrió, le dio las gracias y, con voz de mando, dijo secamente:
—Traiga un güisqui y un refresco de naranja para mi señora.
Mi marido debió ver que allí todos tomaban güisqui y él no quiso ser menos macho. Fue cuando empecé a tener malos presagios. Notaba a Jaime lanzado, como si estuviera en trance. Jamás le había visto beber güisqui.
—Estamos esperando suministros y ahora mismo sólo tenemos refrescos de Cola —comentó el tabernero dirigiéndose a mí y mirándome con descaro el canalillo.
—Vale, me tomaré uno de Cola —acerté a decir obviamente incómoda. Cuando el hombre se alejó de la mesa le comenté a Jaime mi preocupación:
—Cariño, no me gusta lo que veo en este garito y estoy bastante nerviosa. Son gente demasiado extraña…
— ¡¿Estás tonta o qué, Teresa?! ¡Déjate de historias y no me des la tabarra! Sabes que alguien de mi misma sangre, un Portela, juega en esta final europea, ¿cómo voy a perdérmela?
—No hay mayor ciego que el que no quiere ver, pero luego no digas que no te lo advertí.
La llegada del tabernero interrumpió la discusión. Me sirvió el refresco y volvió a alegrarse la vista con mi canalillo. A Jaime le puso delante un vaso, una botella de güisqui y una de agua:
—Puede beber lo que quiera, pues sólo le cobraré lo que haya consumido —, sugirió el hombre esta vez amablemente.
—Estupendo, amigo, estupendo… Pero retire la botella de agua. Yo no soy un pez ¡y el agua es para los peces! —le indicó Jaime cambiando ya el tono autoritario por uno coloquial.
Tan pronto mi marido se sirvió el güisqui comenzó el partido y, para su gozo, en la primera jugada Portela anotó una canasta de valor triple con un lanzamiento a bastante distancia del aro.
—¡¡Buena!! ¡¡Eres un genio!! —gritó eufórico Jaime con el puño en alto. Yo le pedí que no armara tanto jaleo.
— ¡¿Pero tú has visto eso, tía?! Ha sido una canasta sensacional. Ya te dije que mi primo es una gran figura.
El individuo que también miraba la tele desde otra mesa se decidió a meter baza:
—Tiene usted razón, señor. Ese chico ha conseguido una canasta extraordinaria.
—Es mi primo, ¿sabe?
— ¿Su primo?
—Sí, primo hermano. Su padre y el mío son hermanos.
—Pues es un excelente jugador.
A Jaime nada le distraía del partido. Saltaba, gritaba, aplaudía… El equipo de Portela iba ganando con autoridad y su primito estaba siendo el mejor jugador sobre la cancha. A cada dos por tres lo celebraba con otro güisqui. Me tenía histérica:
—Cariño, no bebas tanto que luego tienes que conducir.
— ¿Conducir yo? De eso nada. A la vuelta tú llevarás el coche que para algo tienes el carné…
Jaime parecía contagiar a los presentes su pasión por el partido. Hasta el tabernero, Cipote, acabó plantándose delante de la tele. Todos vitoreaban a Portela cuando no llamaban «sin vergüenza» al árbitro. Uno abrazaba a Jaime cada vez que su primo metía una canasta y los demás le felicitaban efusivamente. Cipote se encargaba de que el vaso de Jaime nunca estuviera vacío. Viendo lo que estaba pasando, intenté reconducir la situación:
—Jaime, si afirmas que el partido ya está sentenciado ¿por qué no nos vamos ya? ¿Para qué esperar al final? Se está haciendo muy tarde…
En ese momento observé horrorizada que a mi marido ya se le trababa la lengua y que ni siquiera podría tenerse en pie.
— ¿Irnos, Tere? hip… hip… Estamos viviendo… hip… hip… ¡algo histórico! Hip… Debemos saborearlo… hip… hasta el final.
Para colmo de males, de pronto sentí unas ganas tremendas de vaciar la vejiga. O iba al baño inmediatamente o me orinaba allí mismo. Así que me levanté de la mesa y, con disimulo, en voz baja, me dirigí al tabernero:
—Señor, ¿puede decirme dónde está el baño de mujeres?
El tipo volvía a desnudarme con la mirada y por momentos temí que me contestara con una obscenidad, pero curiosamente esta vez estuvo muy cortés y educado:
—Abra esa puerta de ahí, siga por el pasillo y llegará a un patio. A la izquierda de ese patio verá el baño. Es unisex, pero no se preocupe. Yo vigilaré que no entre nadie mientras usted esté dentro.
Cuando caminaba hacia el baño oí que el tabernero instaba a un tal Jacinto, al parecer pariente suyo, a que se hiciera cargo del local. «Es que voy a tener que estar fuera un buen rato», le dijo sin darle más explicaciones. «No te preocupes, Cipote, yo no me iré hasta que tú no vuelvas», contestó el otro sin apartar la vista del televisor.
Al llegar al baño comprobé con satisfacción que estaba limpio y en cambio me inquietó que no se pudiera cerrar por dentro al tener el pestillo roto. En cualquier caso no me quedaba otra que bajarme el pantalón y las bragas y sentarme en la taza. Pese a que mi chorro de orina hacía bastante ruido, escuché pasos en el patio y presentí que alguien pegaba la oreja a la puerta. Cuando el chorro dejó de oírse el tabernero entró en el baño muy deprisa y, con el dedo índice sellando sus propios labios, me indicó que me estuviera callada, que no gritara:
—No querrás que venga el marica de tu marido y que encima tenga que darle una paliza, ¿verdad, cielito?
Me había pillado de pie, delante de la vasija, con el pantalón y las bragas todavía en los tobillos. Yo estaba paralizada, aturdida, sin saber qué hacer ni qué decir… y con el coño al aire. El tabernero manejó aquella situación a su antojo.
—Lo tienes muy peludo, pillina, y muy carnoso… ¡qué rico! —, susurró mientras me masajeaba el chocho.
La verdad es que me sentía una marioneta en sus manos. Quise alejarme un poco, pero resultaba difícil andar con el pantalón y las bragas en los tobillos, y él, viendo mi problema, me ayudó a dar unos pasos ¡en sentido contrario!
—Ven bonita, acércate, no tengas miedo, no te haré daño...
El tipo sabía cómo conducirse. Nada de gritos, nada de violencia, sólo frases cortas y sugerentes: «apóyate en el lavabo, cariño», «dobla un poquito tu precioso cuerpo», «abre las piernitas»… Yo obedecía sin rechistar y sin oponer resistencia. Era consciente de que no podía hacer nada por evitar lo inevitable.
Cuando el tabernero se bajó el pantalón quedé impactada. Tenía una polla casi el doble de grande que la de mi marido y mucho más gorda. Inmediatamente entendí por qué le llamaban Cipote. Ni en Internet había visto nunca un armatoste igual. Notándome cara de preocupación, el tipo intentó tranquilizarme:
—No te asustes, cielo. Mi polla llenará todo tu coñito, pero no te hará daño. Yo sé bien cómo tratarte. Vas a gozar a tope.
Instantes después sentí que aquella enorme polla exploraba los labios de mi coño y, cuando el tabernero debió notar que se me humedecían un poco, me la clavó entera, toda, de un fuerte y único empujón. Di un bote y lancé un grito. Jamás mi vagina se había sentido tan invadida; jamás me habían llegado hasta las mismas entrañas, hasta el sancta sanctórum de mi feminidad…
La verdad es que su polla no sólo no me causaba daño, sino que, a medida que mi vagina se iba amoldando a su envergadura, me iba produciendo un gran placer. El tabernero se revelaba además como un soberbio amante. Me follaba con bombeos atinados, precisos, rítmicos, con la fuerza justa… Yo empecé a sentirme en la gloria, en una gloria donde no existía la frustrante eyaculación precoz que me hacía sufrir mi marido.
Mi delirio llegó cuando el tabernero, sin dejar de penetrarme, me acarició y me estrujó mis erectos pezones a la par que me friccionada y me palmeaba el clítoris hasta ponérmelo más turgente y duro de lo que lo tenía. Para entonces ya Cipote me follaba fiero, con rabia, y yo respondía con bruscos movimientos hacia atrás, pegando mis nalgas al bajo vientre del hombre que me estaba llevando al paroxismo. Minutos después sentí que ríos de espesa e hirviente leche inundaban mi coño, y yo también me vine en la mano del tabernero. Juro que nunca había sentido un placer sexual tan inmenso.
Cuando recuperamos el resuello, y mientras nos recolocábamos la ropa, me fijé detenidamente en Cipote. Era un hombre alto, corpulento y de rasgos duros, pero muy guapo, y el trato que me había dado durante el polvo fue sin duda exquisito. Yo no tenía nada claro que lo sucedido fuera una violación. Cierto que nunca le di un consentimiento expreso a que me follara, pero tampoco hice nada por impedirlo y, para colmo, había disfrutado como una loca.
Nada más pisar el patio, Cipote me agarró la cara y me habló con voz seductora:
—Eres una mujer hermosa y me has hecho disfrutar lo indecible, pero siento que no te he poseído bien, que no he estado a mi mejor nivel. Necesito otra oportunidad…
Yo interrumpí sus palabras tratando de disuadirle, aunque creo que sin demasiada convicción por mi parte:
—Otra vez no, por favor… mi marido está ahí… se hace tarde… tenemos que regresar al hotel… quizás otro día…
Apretándome el culo con fuerza y estrechándome contra su pecho, Cipote me besó en la boca y luego me levantó en brazos sin ningún esfuerzo, como si yo fuera una niña de meses. Me llevó así hasta un cuarto que daba al pasillo y, esta vez en un tono autoritario y amenazante, me dijo que le esperara allí y que ni se me ocurriera moverme:
—Veré como están las cosas por ahí afuera y volveré enseguida. Tendremos una noche inolvidable.
A solas en aquella habitación con pinta de picadero, yo no tenía remordimientos ni la sensación de estar poniéndole cuernos a mi marido porque se lo advertí varias veces, porque le dije que no bebiera, que tenía malos presagios, que nos fuéramos. Ahora pagaba las consecuencias de no hacerme ni pizca de caso, como uso y costumbre…